12. Espejo a través

PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Nueva legislación sobre el matrimonio plural en California.

(Imagen: dos mujeres, un hombre, todos de esmoquin, entrando en la iglesia Glide Memorial). Voz en off: Los manifestantes dejaron oír sus protestas a las puertas de una iglesia de San Francisco durante la celebración de la primera boda plural según la nueva legislación. El novio y las dos novias dijeron que era «un gran día para las personas que no mantienen relaciones tradicionales de pareja».

(Imagen: el reverendo Pilker en el púlpito de la iglesia). No todo el mundo está de acuerdo. El reverendo Daniel Pilker, líder del grupo fundamentalista El Reino Ahora, ha calificado la nueva ley de «prueba irrefutable de que California es la puerta falsa del infierno…».

Paul dio un paso y salió. La luz dorada desapareció y se encontró otra vez en el vacío.

La niebla lo envolvía todo, tan plomiza y vacía como antes, pero no había nada más. Finch y Mullet no estaban, lo cual era un gran alivio, pero esperaba encontrar algo más al otro lado de la puerta brillante. No estaba muy seguro de lo que significaba «casa» aunque, en el fondo, era eso justamente lo que esperaba encontrar.

Cayó de rodillas y luego se tumbó en la tierra dura y amorfa. La neblina revoloteaba en torno a él. Cerró los ojos exhausto, sin esperanzas ni ideas, y se entregó unos momentos a la oscuridad.

Lo siguiente que le penetró la corteza cerebral fue un murmullo suave, un sonido frágil, como de papel, que crecía en el silencio. Una brisa cálida le agitó el pelo. Abrió los ojos y se sentó maravillado. Un bosque había surgido alrededor.

Se quedó un buen rato allí sentado, satisfecho sólo con mirar. Hacía tanto tiempo que no veía nada más que campos de barro arrasados, que la vista de árboles enteros, de una espesura de ramas cargadas de follaje, le aliviaba el espíritu como el agua a un sediento. ¿Qué importaba que la mayoría de las hojas estuvieran amarillas o marrones, que muchas hubieran caído ya al suelo y formaran una alfombra que le llegaba al tobillo? Sólo el regreso del color parecía un don sin precio.

Se levantó. Tenía las piernas tan entumecidas como si fueran objetos abandonados por otra persona y que él tuviera que usar por necesidad. Aspiró una gran bocanada de aire y lo olió todo, la tierra húmeda, el aroma de la hierba seca y hasta un levísimo rastro de humo. Los olores del mundo vivo le entraron con tanta fuerza e intensidad que le despertaron el hambre; de repente, se preguntó cuándo habría comido por última vez. Toro de lidia y bizcocho, palabras que le resultaban familiares, pero no recordaba qué designaban. De todos modos, aquello había sido hacía tiempo y muy lejos de allí.

El aire cálido todavía lo envolvía, pero sintió un frío interior. ¿Dónde había estado? Recordaba un lugar oscuro y terrorífico, pero se le había ido de la memoria qué hacía allí y cómo había salido.

La falta misma de cosas que recordar hizo que esa cuestión dejara de preocuparle enseguida. El sol se filtraba entre las hojas y formaba sombras que nadaban como peces de colores al soplo de la brisa en los árboles. No importaba dónde hubiera estado antes, en ese momento se hallaba en un lugar vivo, con luz, aire limpio, una alfombra de hojas secas y hasta —ladeó la cabeza— un pájaro que cantaba en la lejanía. No se acordaba de la última comida… razón de más para buscarse algo. Caminaría.

Miró al suelo. Tenía pesados zapatos de cuero, que al menos reconoció y estaban en su sitio, pero ninguna otra prenda de las que llevaba le pareció completamente correcta. Tenía unas gruesas medias de lana y unos pantalones que terminaban por debajo de la rodilla, una camisa gruesa y un chaleco, también de lana. El género le pareció rudo al tacto.

El bosque se extendía en todas direcciones y no se veía nada parecido a un camino, ni siquiera un sendero. Se quedó un momento pensando, tratando de recordar la dirección que llevaba cuando se detuvo, pero hasta eso había desaparecido, se había evaporado por completo, como la niebla gris, que era el único recuerdo seguro de antes del bosque. Como tenía dónde escoger, se fijó en la dirección de las sombras y se colocó de espaldas al sol. Así al menos vería claramente el recorrido.

Hacía mucho rato que oía el canto intermitente del pájaro cuando por fin descubrió al autor. Paul se había arrodillado para soltarse el calcetín de una zarza cuando algo brillante se deslizó por un haz de sol justo delante de él, un destello verde más oscuro y más vivo que el musgo que cubría los troncos y las piedras. Se levantó y lo buscó, pero había desaparecido entre las sombras de los árboles; sólo quedó en el aire un gorjeo de música de viento lo suficientemente fuerte como para levantar un eco propio.

Se soltó de la zarza de un tirón seco y se precipitó hacia el punto por donde había desaparecido el pájaro. Como no había camino que seguir, pensó que igual le daba dejarse llevar por un ser bonito que desplazarse sin otra intención mejor. Estuvo horas caminando y el bosque interminable no cambiaba.

No logró acercarse al pájaro lo suficiente como para verlo bien pero el ave tampoco desapareció de su vista por completo. Saltaba de árbol en árbol, siempre diez o doce pasos por delante. En las pocas ocasiones en que se posaba a descansar en una rama soleada, Paul distinguió su plumaje de un brillante color esmeralda… de una luminosidad casi imposible, como si poseyera una luz interior. Descubrió también otros matices, una pincelada de morado oscuro como un cielo nocturno a lo largo del penacho. También su canto tenía algo de extraordinario, aunque no recordaba el canto de ningún otro pájaro para poder comparar. En realidad, se acordaba de muy pocas cosas sobre los pájaros en general, aunque sabía que eso era un pájaro, que su canto era agradable y llamativo y con eso tenía bastante.

Fue pasando la tarde y el sol descendía por detrás de los huecos de los árboles hacia el horizonte oculto. Estaba tan embebido en la persecución del pájaro verde que hacía rato que había dejado de preocuparse por la dirección del sol. Pero cuando empezó a oscurecer entre los árboles, se dio cuenta de que se había perdido en un bosque sin senderos y que la noche se acercaba.

Paul se detuvo, el pájaro se posó en una rama a menos de tres pasos de él y ladeó la cabeza: sí, tenía el penacho oscuro; emitió un trino melódico que aunque rápido y agudo, parecía una pregunta y algo menos definible que le hizo lamentar de pronto la pérdida de memoria, la pérdida de dirección, la soledad. Luego, el pájaro levantó la cola mostrando el tono morado de su plumaje inferior y subió al aire describiendo una espiral hasta desaparecer en las sombras del crepúsculo. El último vestigio de su canto se posó sobre Paul dulce y melancólico hasta reducirse al silencio.

Paul se sentó en un tronco con la cabeza entre las manos, abrumado por el peso de algo indefinible. Seguía en esa misma postura cuando una voz lo sobresaltó.

—Aquí, de eso nada. Éstos robles son macizos, de calidad, no son sauces llorones.

El desconocido llevaba un atavío semejante al suyo, de tonos marrones y verdes crudos, pero llevaba una ancho fajín blanco alrededor de un brazo como si fuera un vendaje o un distintivo. Tenía unos singulares ojos felinos de color amarillo tostado. Sujetaba un arco en una mano y un zurrón de piel en la otra; un carcaj de flechas le sobresalía por encima del hombro.

Como el recién llegado no dio señales de hostilidad, se atrevió a preguntarle quién era. El desconocido se rio de la pregunta.

—Aquí no se hace esa pregunta. ¿Quién eres tú, entonces, ya que te crees tan listo?

—Yo… —dijo, pero de pronto lo había olvidado—, no estoy seguro.

—Naturalmente. Así son las cosas en estos parajes. Yo llegué… es que no estoy seguro, ¿sabes? Creo que era un ciervo. Pero ya no volveré a acordarme de mi nombre hasta que encuentre el camino de salida otra vez. Es raro este bosque. —Le ofreció un pellejo—. ¿Tienes sed?

El líquido era agrio pero refrescante. Cuando lo hubo devuelto al desconocido se sentía mejor. Aunque la conversación resultara equívoca, al menos era una conversación.

—¿Adónde vas? ¿Lo sabes? Yo me he perdido.

—No me extraña. ¿Que adónde voy? Fuera de aquí. Éstos bosques no son un buen refugio para pasar la noche. Pero creo recordar que justo a la salida hay algo que parece ser un buen destino. A lo mejor es lo que buscas. —Le hizo una seña para que lo siguiera—: De todos modos, ven conmigo; a ver si podemos ayudarte en algo.

Se levantó enseguida, temeroso de que le retirara la invitación si tardaba en decidirse. El desconocido se abría camino ya entre una maraña de arbolillos que formaban un seto alrededor de los restos caídos de sus antecesores.

Caminaron un rato en silencio mientras las últimas luces del crepúsculo daban paso a la noche gradualmente. Por fortuna, el desconocido no apretaba el paso —parecía capaz de andar mucho más aprisa si quería—, era una especie de bulto oscuro que avanzaba a poca distancia de él bajo la moribunda luz del día.

Al principio pensó que era el aire nocturno, que el fresco penetrante de la caída del día le traía otros sonidos al oído y otras fragancias al olfato. Pero de pronto, se dio cuenta de que era otra clase de pensamiento lo que se le iba metiendo en la cabeza.

—Estaba… en otra parte. —Hasta su voz le sonaba ajena, después de tanto rato sin hablar—. En una guerra, creo. Huí.

—Una guerra —gruñó su compañero.

—Sí. Me vienen recuerdos… de algunas cosas; es igual.

—Estamos llegando al lindero del bosque, es por eso. O sea que huiste, ¿eh?

—Pero… pero no por motivos normales. Al menos así lo creo. —Guardó silencio. Algún dato muy importante iba resurgiendo de las profundidades de su memoria y, de súbito, temió perderlo en el olvido otra vez si no lo asía con fuerza—. Estaba en una guerra y huí. Pasé por una puerta. U otra cosa. Un espejo. Un vacío.

—Espejos. —El otro había apretado el paso un poco—. Objetos peligrosos.

—Y… y… —Cerró los puños como si la memoria pudiera tensarse igual que los músculos—. Y… me llamo Paul —rio aliviado—. Paul.

—Un nombre muy curioso —comentó el desconocido volviendo la cabeza hacia él—. ¿Qué significa?

—¿Qué significa? No significa nada. Me llamo así, ya está.

—Entonces, debes de venir de un sitio raro. —El desconocido se quedó en silencio un momento, pero seguía avanzando a grandes pasos y Paul tuvo que apresurarse para alcanzarlo—. Yo soy Woodling, que quiere decir «hijo del bosque» —dijo por fin—. A veces me llaman Jack de los Bosques o Jack Woodling. Me llamo así porque recorro todos los bosques cercanos y lejanos… hasta éste, aunque no me gusta mucho. Perder el nombre es lamentable. Aunque a lo mejor no lo es tanto si el nombre no significa nada.

—De todos modos, es lamentable. —Paul forcejeaba con las ideas nuevas que de pronto le arañaban la cabeza como escarabajos—. ¿Y dónde estoy? ¿Qué sitio es éste?

—El bosque sin nombre, naturalmente. No podría llamarse de ninguna otra manera.

—Pero ¿dónde está? ¿En qué país?

—En el país del rey, supongo —replicó Jack Woodling con una carcajada—, del antiguo rey, claro, aunque espero que no seas tan necio como para decirlo delante de desconocidos. A su majestad la dama puedes decirle que te lo dije yo, si llegas a conocerla. —Una breve sonrisa destelló entre las sombras—. Debes de venir de un lugar remoto en verdad para preocuparte por cosas tan cultas como los nombres de los lugares. —Se detuvo y señaló hacia un punto—. Bien, allí está, tal como esperaba.

Se habían detenido en un montículo al borde de un angosto valle.

Los árboles caían por la ladera descendente; era la primera vez que Paul veía a cierta distancia. En el fondo del valle, acurrucado entre las colinas, brillaba un racimo de luces.

—¿Qué es?

—Una taberna y un buen sitio. —Jack Woodling le dio un golpecito en el hombro—. Desde aquí no te perderás.

—Pero ¿tú no vienes?

—No, yo no. Hoy no. Tengo cosas que hacer y duermo en otra parte. Pero creo que allí encontrarás lo que necesitas.

Paul miró fijamente a Jack a la cara tratando de ver su expresión en la oscuridad de la noche. ¿Quería decir más de lo que decía?

—Si vamos a separarnos, deseo darte las gracias. Seguramente, me has salvado la vida.

—No carguéis mis espaldas con tamaña carga, buen señor —replicó Jack con una carcajada—. A donde voy, voy ligero de equipaje. Partid en buena hora.

Dio media vuelta y volvió a subir la colina. Al cabo de unos momentos, Paul no oía sino el murmullo de las hojas movidas por el viento.

El cartel que se balanceaba al viento a la entrada decía que la taberna se llamaba El Sueño del Rey. Era tosco, como si lo hubieran colgado a toda prisa sustituyendo a otro distintivo anterior. La pequeña figura pintada debajo del nombre tenía la barbilla sobre el pecho y la corona le tapaba los ojos. Paul se quedó un momento fuera del círculo de luz que arrojaba el farol de la entrada, pendiente de la respiración del gran bosque sin caminos que había quedado atrás como si de una bestia oscura se tratara; después, avanzó hacia la luz.

Había unas doce personas esparcidas por la sala de techo bajo. Tres eran soldados con capotes rojo sangre como el trozo de carne ensartado en el espetón de la chimenea. El muchacho que hacía girar el asador, tan sucio de hollín que parecía que el blanco de los ojos fuera a estallarle, miró a Paul furtivamente al verlo entrar y volvió a su tarea con una expresión que podía haber sido de alivio. Los soldados, que compartían un banco, también miraron a Paul y uno de ellos se acercó un poco a las picas, que reposaban apoyadas contra la encalada pared de arcilla. Los demás parroquianos, vestidos con rudas ropas campesinas, le prestaron la atención normal a un desconocido, observándolo mientras él avanzaba hasta el mostrador del propietario.

Le atendió una mujer vieja cuyo cabello blanco, despeinado a causa del calor y del sudor, parecía un pellejo de oveja que hubieran dejado una mala noche al sereno; tenía brazos fuertes, con las mangas enrolladas, y las manos rojas, callosas y trabajadoras. Se apoyó en el mostrador con un gesto de cansancio pero su mirada era penetrante.

—No nos quedan camas. —Paul no entendió inmediatamente su extraña sonrisa—. Éstos buenos soldados acaban de quedarse con las últimas.

Uno de los hombres de capote rojo eructó y sus compañeros se rieron.

—Me gustaría comer y beber algo. —Un recuerdo borroso del funcionamiento de esas cosas le llegó al pensamiento. De repente se dio cuenta de que no tenía sino aire en los bolsillos, ni bolsa ni cartera—. Pero no tengo dinero. ¿No podría hacerle algún trabajo?

—¿De dónde eres? —inquirió la mujer, apoyándose más en el mostrador y escrutándolo a fondo.

—De muy lejos. Del otro lado de… del bosque sin nombre.

Le pareció que la mujer iba a hacerle otra pregunta pero en ese momento un soldado pidió más cerveza a gritos. La mujer apretó los labios irritada… «y algo más que irritada», pensó Paul.

—Espera aquí —le dijo, y se fue a atender a los soldados.

Paul echó un vistazo a la taberna. El rapaz de la chimenea seguía mirándolo atentamente, «más calculador que curioso», pensó Paul, pero estaba cansado y hambriento y no se fiaba mucho de su saturada percepción.

—Hablemos de lo que sabes hacer —dijo la mujer al volver—. Ven conmigo aquí atrás, hay menos ruido.

Lo condujo por una estrecha escalera hasta una bodega que sin duda era su habitación. Tenía anaqueles en las paredes, llenos, como todas las demás superficies de la estancia, de bobinas y madejas, jarrones, cajas y cestas. Más parecía una tienda que un dormitorio, de no haber sido por un pequeño jergón que había en un rincón y un taburete de tres patas. La mujer se dejó caer en el taburete, se atusó la rústica falda de lana y se quitó los zapatos.

—Estoy tan cansada —dijo—, que no podía estar de pie un momento más. Espero que no te importe quedarte de pie… sólo tengo esta banqueta.

Paul hizo un gesto negativo con la cabeza. Un ventanuco con gruesos cristales le había llamado la atención. Al otro lado del distorsionante vidrio, vio una corriente de agua que brillaba a la luz de la luna. Evidentemente, pasaba un río por detrás de la taberna.

—Bien —dijo la vieja con voz cortante de pronto—. ¿Quién te ha mandado aquí? Tú no eres de los nuestros.

Paul, sorprendido, dio media vuelta. La mujer tenía una aguja de tejer en la mano y, aunque no parecía que fuera a levantarse inmediatamente del taburete para abalanzarse sobre él, tampoco daba una impresión muy amistosa.

—Woodling, me dijo que se llamaba. Jack Woodling. Nos encontramos en el bosque.

—Dime qué aspecto tiene.

Paul describió lo mejor que pudo al hombre que, a la hora de la verdad, resultó bastante indescriptible, sobre todo porque lo había visto a la última luz del día y enseguida se hizo de noche. Pero cuando le habló del fajín blanco que su salvador llevaba atado al brazo, la mujer se tranquilizó.

—Lo has visto, no hay duda. ¿Te dio algún recado para mí?

—¿Sabes quién puede ser su majestad la dama? —dijo, tras pensarlo un poco porque no se le ocurría nada.

—Sólo yo —contestó la mujer con una sonrisa triste.

—Me dijo que los bosques eran del antiguo rey y que yo sólo se lo dijera a su majestad la dama.

La mujer soltó una risita y lanzó la aguja de tejer a una cesta donde había muchas más.

—Es mi Jack; mi paladín. ¿Y por qué te ha mandado a mí? ¿Dónde está ese sitio de donde vienes, más allá del bosque sin nombre?

Paul se quedó mirándola. El rostro de la mujer delataba algo más que agotamiento, como si hubiera sido tierno en otro tiempo pero un crudo invierno se lo hubiera surcado de profundas arrugas.

—No lo sé. Yo… me pasa algo malo. Estaba en una guerra, es lo único que recuerdo. Y huí.

La mujer asintió con la cabeza como reconociendo una antigua melodía.

—Jack lo vería, seguro. Por eso le caíste bien. —Suspiró—. Pero ya te lo dije antes. No me quedan camas. Ésos condenados petirrojos pechiencarnados han cogido las últimas, y sin darme siquiera un cobre por las molestias.

—¿Pueden hacer eso? —preguntó Paul frunciendo el ceño.

—Eso y mucho más —replicó ella con una risotada afligida—. Ésta tierra ya no es mía sino de ella. Hasta manda a sus arrogantes hombres aquí, a mi triste madriguera, para que se burlen de mí. Daño no me hará (¿de qué sirve ganar sin la única persona que lo valora?) pero sí tan desgraciada como pueda.

—¿Quién es ella? No entiendo una palabra de lo que me dices.

—Mejor que no lo sepas —replicó la vieja levantándose con un suspiro—, y más te vale no quedarte mucho tiempo en este país. Aquí los viajeros ya no son bien recibidos. —Se abrió camino entre la maraña de antiguallas y lo condujo de nuevo a la puerta—. Te dejaría dormir aquí mismo, en el suelo de mi habitación, pero sólo conseguiría que esos cabezotas de arriba se preguntaran a qué viene mi interés por un desconocido. Duerme en el establo. Diré que vas a hacerme un traslado mañana, así no llamarás la atención. Te daré al menos de comer y de beber, por Jack. Pero no digas a nadie que lo conoces, y menos aún hables de lo que él te dijo.

—Gracias. Eres muy amable.

La mujer bufó y siguió subiendo las escaleras despacio.

—Así se ponen las cosas cuando se cae tan bajo: se conoce el mundo mucho mejor que antes. Se da uno cuenta de lo sutil que es la frontera, de la poca seguridad que existe.

Lo llevó hasta el bullicioso recinto público, donde fueron recibidos con groseras preguntas por parte de los soldados y bajo la atenta mirada del chico de la chimenea.

Un pájaro enjaulado, un árbol alto, una casa con muchas habitaciones, una voz fuerte dando gritos, aullando, aplastándolo como los truenos…

Despertó del sueño como un náufrago y percibió olor de heno mojado y ruido de caballos nerviosos. Se sentó tratando de sacudirse la desorientación del sueño. La puerta del establo estaba entreabierta, una sombra negra se recortaba contra la rendija de cielo estrellado.

—¿Quién está ahí?

Palpó en busca de un arma, reflejo imperioso de su náufraga memoria, pero no sacó sino un puñado de paja.

—Silencio. —Fue un susurro inquieto como los compañeros de establo de Paul—. Soy yo, Gally. —La sombra se aproximó. Paul vislumbró una persona pequeña—. El mozo de la taberna.

—¿Qué quieres?

—No vengo a robarte, patrón. —Parecía agraviado—. Si así fuera, habría entrado con más discreción. He venido a avisarte.

—¿A avisarme? —preguntó Paul, que ya veía los ojos al chico, relucientes como el nácar.

—Los soldados. Han bebido mucho y ahora dicen que van a venir a por ti. No sé por qué.

—¡Malditos! —Paul se puso de pie—. ¿Te manda la señora?

—No. Se han encerrado en su habitación a dormir. Les oí hablar. —El chico se irguió al tiempo que Paul se dirigía a la puerta—. ¿Adónde piensas ir?

—No lo sé. Volveré al bosque, supongo.

Maldijo en voz baja. Al menos, no tenía equipaje que le retrasara la huida.

—En ese caso, ven conmigo. Te llevaré a un sitio adonde no te seguirán los hombres del rey… al menos no durante la noche.

Paul se detuvo con una mano en la puerta. Se oía cierto ruido a la entrada de la taberna, al otro lado del patio, un ruido como de borrachos moviéndose furtivamente.

—¿Por qué? —preguntó en un susurro.

—¿Por qué te ayudo? ¿Y por qué no? —El chico lo agarró por el brazo—. A nadie nos gustan esos petirrojos. Ni tampoco su señora. Sígueme.

El chico, sin esperar la respuesta de Paul, salió por la puerta y avanzó rápido y sigiloso siguiendo el muro. Paul cerró la puerta y se fue tras él apresuradamente.

Gally lo llevó hasta la parte de atrás del establo, se detuvo y le tocó el brazo en señal de aviso, iban a bajar unas escaleras de piedra. Sólo la luna alumbraba. Paul estuvo a punto de caerse escaleras abajo, al río, pero Gally lo cogió a tiempo por el brazo.

—Un bote —musitó el chico, y llevó a Paul a una sombra que se mecía suavemente.

Una vez sentado en el húmedo fondo de la barca, su rescatador levantó con cuidado un palo que había en el pequeño amarradero e impulsó la reducida nave hacia el río oscuro.

Desde arriba, llegó de pronto el resplandor de un farol sin pantalla y un ruido de cascos al abrirse la puerta del establo bruscamente. Paul contuvo el aliento hasta que el bullicio de borrachera y decepción de los soldados se apagó. Los árboles de la orilla cercana desfilaban en silencio.

—¿No tendrás problemas después? —preguntó Paul—. ¿No te echarán las culpas cuando vean que te has ido?

—La señora me defenderá. —El chico se inclinó hacia delante como si buscara una señal orientativa en lo que a Paul se le antojaba una noche impenetrable—. Además, estaban tan aturdidos por la bebida que ni siquiera se enteraron de que me marchaba. Puedo decir simplemente que me fui a dormir al lavadero para no oír tanto jaleo.

—Bien, te lo agradezco. ¿Adónde me llevas?

—A mi casa. Bueno, no es sólo mía. Allí vivimos todos.

Paul se tranquilizó. Pasados ya el súbito despertar y la precipitada fuga, casi disfrutaba con la serena noche, con la sensación de deslizarse bajo otro río más vasto, el cielo. Había paz y cierto compañerismo.

—¿Y quiénes son «todos»? —le preguntó.

—Pues mis compañeros —replicó Gally con un matiz de orgullo—. Los chicos de la Casa de las Ostras. Somos hombres del rey blanco, todos nosotros.

Amarraron la barca en el ancho embarcadero, que se adentraba mucho en el río. El comienzo del muelle y la estrecha escalinata que llevaba arriba estaban iluminados por un solo farol que se mecía suavemente en el aire vivificante. Paul levantó la mirada hacia la mole oscura de tierra.

—¿Vivís aquí?

—Ahora sí. Estuvo vacío un tiempo. —Ágil como una ardilla, Gally saltó de la barca al muelle. Se agachó de nuevo y cogió un saco que Paul no había visto. Tras dejarlo en tierra, le tendió una mano para ayudarlo—. Hace mucho tiempo, aquí paraban todos los barcos… los hombres cantaban y recogían las redes…

Paul lo siguió colina arriba. La escalinata, formada por estrechos peldaños horadados en la misma roca, estaba resbaladiza a causa del rocío de la noche; Paul descubrió que la única forma de subir sin caer era de lado, colocando el pie a lo largo sobre cada escalón. Miró hacia atrás; el farol brillaba lejos ya y la barca se había deslizado debajo del amarradero.

—No seas tan lento —musitó Gally—. Tenemos que llevarte adentro. Por aquí viene poca gente, pero si sus soldados andan tras de ti, no es conveniente que te vea nadie.

Paul se ladeó hacia la colina, se irguió para amoldarse a la pendiente de los escalones y siguió subiendo lo más rápido que pudo. El chico, a pesar de ir cargado con un saco, retrocedía constantemente y le decía que se diera prisa. Por fin llegaron al final. No había farolas, Paul no veía el edificio, sólo una oscuridad más negra que se ensanchaba en contraste con las estrellas. Gally lo agarró por la manga y le hizo continuar. Al cabo de un momento, Paul empezó a notar el crujido de unos tablones bajo los pies. Gally se detuvo y llamó a lo que no podía ser otra cosa que una puerta. Momentos después, una aparición emergió a la altura de las rodillas de Paul, una cara brillante y ladeada enmarcada en un rectángulo.

—¿Quién va? —preguntó una voz que casi era un graznido.

—Gally; traigo compañía.

—No puedes pasar sin la contraseña.

—¿Contraseña? —musitó Gally con rabia—. Cuando me marché esta mañana no había contraseña. Abre.

—¿Y cómo sé que eres tú?

La cara, que Paul veía ya claramente, se asomó por la mirilla de la puerta frunciendo el ceño en un irrisorio intento de protocolo oficial.

—¿Te has vuelto loco? Déjanos pasar, Pointer, o te agarro y te pellizco la sesera. Seguro que ahora me reconoces, ¿no?

La mirilla se cerró de golpe y, un momento después, la puerta se abrió; un ligero olor a pescado salió al exterior. Gally recogió el saco otra vez y entró. Paul lo siguió.

Pointer, un chico pequeño y pálido, retrocedió unos pasos y se quedó mirando al recién llegado.

—¿Quién es?

—Viene conmigo. Va a pasar la noche aquí. ¿Qué tontería es ésa de la contraseña?

—Ha sido idea de Miyagi. Hoy ha venido una gente muy rara.

—¿Y cómo podía saber yo la contraseña si no estaba aquí?

Gally revolvió el despeinado pelo de Pointer brutalmente y lo empujó delante de ellos por el oscuro pasillo. Siguieron al chico hasta una habitación espaciosa de techo alto, grande como el vestíbulo de una iglesia. Paul sólo veía algunas velas encendidas y nada más que el persistente olor a humedad y a limo del río.

—Todo en orden —canturreó Pointer en voz alta—. Es Gally. Trae a una persona.

De las sombras surgieron siluetas oscuras, dos o tres al principio, muchas después, como duendes saliendo de sus escondrijos del bosque. Al cabo de unos momentos, unas tres docenas de niños rodeaban a Paul y a su guía, mirándolos solemnemente; algunos se restregaban los ojos todavía soñolientos. Ninguno era mayor que Gally; la mayoría eran mucho menores. Había algunas niñas pero los niños eran más numerosos, y todos estaban sucios y extremadamente delgados.

—¡Miyagi! ¿Por qué habéis puesto una contraseña? ¿Y no crees que tendríais que habérmelo dicho?

Un niñito de cara redonda dio un paso adelante.

—No era para impedirte el paso a ti, Gally. Hoy ha venido a husmear por aquí una gente que no habíamos visto nunca. Obligué a los pequeños a quedarse quietecitos y les dije que no dejaran entrar a nadie si no decía «natillas».

Los más pequeños repitieron la palabra en voz baja, estremecidos con la emoción del secreto, o quizá por el vago recuerdo de lo que significaba.

—Bien —dijo Gally—. Ahora estoy aquí; os presento a mi amigo… —Frunció el ceño y se frotó la frente manchada de hollín—. ¿Cómo te llamas, patrón?

Paul se lo dijo.

—Bien, mi amigo Paul, y también está con el rey blanco, así que no tenemos nada que temer de él. Ése grupo de ahí, traed más leña para el fuego… esto está más frío que un mono de bronce. La señora nos manda un poco de pan y queso. —Dejó el saco en el suelo—. No podrás aprenderte todos los nombres. A Miyagi y a Pointer ya los conoces. Aquél es Chesapeake, el que se cae de sueño; es un zopenco, y más vago que un lirón. Ésa es Blue, hermana de Pointer, y ése es mi hermano Bay.

El último en ser nombrado, un niño delgado, de nariz chata y pelo rojo y rizado, puso una cara espantosa. Gally hizo como si le diera un puntapié desde lejos.

Paul miró a los niños —y a las niñas— de la Casa de las Ostras, que se dispersaron en varias direcciones para cumplir las órdenes de Gally, un dirigente nato. Cuando se quedaron solos de nuevo, Paul se dirigió a su guía y le preguntó en voz baja:

—¿Qué quiere decir que estoy con el rey blanco? No sé nada de eso…, soy un extraño aquí.

—Es posible —replicó Gally con una sonrisa—, pero huiste de los soldados de la dama roja, así que no creo que lleves su distintivo, ¿verdad?

—No sé nada de todo eso —contestó Paul—. Ni siquiera sé cómo llegué a esta ciudad, a este país. Un hombre me encontró en el bosque y me mandó a la taberna…, un hombre que tenía los ojos muy raros y que se llamaba Jack. Pero no sé nada de reyes y reinas.

—¿Te ha mandado Jack? Entonces, seguro que tienes más que contar de lo que dices. ¿Luchasteis juntos en la guerra?

Paul, perplejo, negó con un gesto de la cabeza.

—Yo… luchaba en una guerra. Pero no era aquí, y no recuerdo nada más.

Se dejó caer en el suelo de madera y apoyó la espalda contra la pared. Pasada la emoción, el cansancio podía con él. Antes de que Gally lo despertara, había dormido sólo unas horas.

—Bueno, no te preocupes, patrón. Nosotros te situaremos.

Gally repartió el pan y el queso, pero Paul había comido antes y, aunque tenía hambre otra vez, no quiso reducir la raquítica ración de los niños más aún. Eran tan pequeños y estaban tan mal alimentados que hasta le dio lástima verles comer. A pesar de todo, eran unos rapaces muy bien educados que aguardaban su turno para recoger un mendrugo de pan.

Después, con la hoguera ardiendo y la estancia caldeada, Paul no necesitaba más para volver a dormirse, pero los niños estaban muy emocionados por los acontecimientos de la noche y no querían volver a la cama.

—¡Una canción! —gritó uno, y los demás lo corearon.

—¡Sí, una canción! ¡Qué el hombre cante una canción!

—Lo siento, pero no me acuerdo de ninguna —dijo Paul sacudiendo la cabeza—. Ojalá me acordara de alguna.

—No hay por qué preocuparse —dijo Gally—. Blue, canta tú. Es la que tiene la voz más bonita, aunque no la más potente.

La niña se levantó. El cabello oscuro le caía sobre los hombros en enredados nudos, contenidos únicamente por una cinta blanca que llevaba en la frente. Frunció el ceño y se chupó un dedo.

—¿Qué canto?

—La canción de donde venimos.

Gally se sentó con las piernas cruzadas al lado de Paul, como un príncipe del desierto que ordena diversiones para un dignatario extranjero.

Blue asintió pensativa, se sacó el dedo de la boca y empezó a cantar con una voz aguda y dulce, ligeramente temblorosa.

El oscuro océano, el ancho océano

cruzamos desde la otra orilla.

El oscuro océano, el profundo océano

entre nosotros y la tierra del sueño.

Adiós, adiós, adiós, lloraban.

Nos llamaron pero ya no estábamos.

Adiós, adiós, adiós, lloraban.

Allende el mar tuvimos que marcharnos…

Arropado en la pequeña tribu, escuchando la voz de Blue que subía flotando al aire como las chispas de la hoguera, Paul se hundió en su propia soledad como en una nube. Tal vez pudiera quedarse allí. Podría hacer de padre o algo así, procurar que los niños no pasaran hambre y que no temieran al mundo de fuera de su vieja casa.

La noche era fría, la noche era larga

y no teníamos más luz que nuestra canción.

La noche era negra, la noche era profunda

entre nosotros y la tierra del sueño…

Paul percibía la tristeza de la canción, un matiz de pesadumbre que zumbaba en el fondo de la melodía. Era como escuchar los gritos de un pajarillo que ha caído del nido, piando en la insalvable distancia que lo separa del calor y la seguridad perdidos para siempre.

Cruzamos el mar, cruzamos la noche

y ahora buscamos la luz del mundo,

la luz que nos ame, la luz que guarde

el recuerdo de la tierra del sueño.

Adiós, adiós, adiós, lloraban.

Nos llamaron pero ya no estábamos.

Adiós, adiós, adiós, lloraban.

Allende el mar tuvimos que marcharnos…

La canción seguía y a Paul se le cerraban los ojos. Se quedó dormido al arrullo de la delicada voz de Blue, que trinaba en medio de la noche.

Un pájaro se golpeaba las alas contra el cristal de la ventana, dando una y otra vez con las puntas contra el cristal frenéticamente. ¡Estaba atrapado! ¡Estaba atrapado! El cuerpecillo, irisado de azul y morado, se estrellaba sin remedio contra el cristal, empujando y arañando como un corazón a punto de reventar. Paul sabía que tenía que liberarlo o moriría. Los colores, los hermosos colores, se volverían grises como cenizas y después desaparecerían privando al mundo, para siempre, de un fragmento de sol…

—Silencio —musitó un niño—. Hay alguien ahí fuera. A lo mejor son los soldados.

Paul se sentó y volvieron a llamar, un ruido seco que se repitió como un murmullo por los espacios de la Casa de las Ostras.

«Tal vez —pensó Paul, enredado todavía en los hilos de su sueño— no sean los soldados, sino un pájaro moribundo».

—Sube por ahí. —Gally señaló hacia una escalera desvencijada que llevaba a una galería—. Escóndete. Sea quien sea, no le diremos que estás aquí.

Paul subió las crujientes escaleras, que se movían peligrosamente. Era evidente que hacía mucho que no subía por allí una persona de tanto peso. Volvió a oírse la llamada furtiva.

Gally esperó a que Paul alcanzara los últimos peldaños, sumidos en la sombra; cogió de la hoguera una astilla que ardía sin llama y se arrastró hacia la puerta. Una tenue luz azul se colaba por el ancho tragaluz semicircular que se abría por encima de su cabeza. Llegaba el alba.

—¿Quién llama?

Hubo una pausa, como si quien llamaba no esperara respuesta. Por fin habló una voz, suave y casi dulce como la de un niño, pero a Paul se le erizó el vello de la nuca.

—Gente honrada. Buscamos a un amigo nuestro.

—No os conocemos —dijo Gally, esforzándose por mantener un tono firme—. Como sabéis, aquí no hay nadie que declare ser amigo vuestro.

—Ya, ya. Pero a lo mejor habéis visto a ese amigo nuestro.

—¿Quiénes sois vosotros, que llamáis a las puertas a estas horas?

—Viajeros. ¿Habéis visto a nuestro amigo? Era soldado, pero fue herido. No está bien de la cabeza, está muy enfermo. Sería una crueldad que nos lo ocultarais… somos amigos suyos y queremos ayudarle.

La voz hablaba razonable y amablemente, pero tras las palabras se percibía algo semejante a la gula. Un terror ciego se apoderó de Paul. Quería gritar a quien fuese que se largara de allí y le dejara en paz. Para evitarlo, se metió los nudillos en la boca y los mordió a fondo.

—No hemos visto a nadie y no ocultamos a nadie. —Gally intentó dar a su voz un tono profundo y burlón, pero sólo lo consiguió a medias—. Ahora, esto es nuestro. Somos gente trabajadora y necesitamos dormir, así que marchaos antes de que os soltemos a los perros.

Tras la puerta se oyeron unos murmullos, un ronroneo de conversación en voz baja. Crujió la puerta en las jambas dos veces, como si hubieran empujado con algo contundente. Paul, procurando dominar el terror, empezó a arrastrarse por la galería hacia la puerta para estar cerca de Gally si surgían complicaciones.

—Muy bien —dijo la voz por fin—. Lamentamos mucho haberos molestado. Ahora nos vamos. Por desgracia, tenemos que buscar a nuestro amigo en otra ciudad, si no está aquí. —La puerta crujió nuevamente y la tranca tembló en sus ganchos. El invisible desconocido siguió hablando con calma, como si los crujidos no tuvieran nada que ver con él—. Si por casualidad vierais a ese hombre, un soldado un tanto ofuscado o raro, decidle que pregunte por nosotros en El Sueño del Rey o en cualquier otra taberna de la ribera. Somos Joiner y Tusk y queremos ayudar a nuestro amigo por encima de todo.

Una botas pesadas arañaron el escalón de la puerta y después, un largo silencio. Gally fue a abrir la puerta, pero Paul, apoyado en la barandilla, le hizo seña de que no la tocara. Después, fue hasta el punto donde la barandilla de la galería se acercaba más al tragaluz de encima de la puerta y se asomó.

Había dos siluetas en el umbral, embozadas en capas oscuras. Una era más grande que la otra, pero de todos modos, no eran sino dos bultos de sombra en la alborada gris que precede a la mañana. A Paul se le aceleró el corazón aún más. Gesticulando con desesperación, indicó a Gally que no se moviera. A la pálida luz, vio que algunos niños se habían despertado y asomaban con curiosidad de los cubículos donde dormían, situados en derredor, con los ojos pasmados de miedo.

La sombra de menor tamaño ladeó la cabeza como escuchando. Paul no sabía por qué pero le desesperaba la idea de que aquella pareja, fuera quien fuese, diera con él. Pensó que el corazón le latía tan fuerte como un timbal. En medio del pánico que le atenazaba la mente, surgió una imagen como una burbuja, la imagen de un espacio vacío, una vasta extensión de nada donde sólo existía él… él y dos cosas que lo perseguían…

La silueta menor se inclinó hacia la mayor como si le dijera algo al oído; luego, ambas dieron media vuelta, bajaron por el sendero y desaparecieron en la niebla que subía del río.

—Dos hombres, ¿eh? ¿Son la gente rara que dijiste que habías visto?

Miyagi asintió vigorosamente. Gally frunció el ceño, un gesto impresionante de concentración.

—No puedo afirmar que haya oído hablar de ellos antes —dijo por fin—. Pero viene mucha gente rara por aquí últimamente. —Sonrió a Paul—. No te ofendas. Pero si no son soldados, serán espías o algo así. Estoy seguro de que volverán.

—Entonces —dijo Paul, pensando que el niño tenía razón—, sólo puedo hacer una cosa: marcharme, así ellos vendrán detrás de mí. —Lo dijo con entusiasmo, pero la idea de tener que seguir huyendo tan pronto le hacía daño. ¡Qué tontería, haberse creído que la paz era tan fácil de encontrar! Recordaba muy poco, pero sabía que hacía mucho que no estaba en ningún sitio que pudiera considerar su casa—. ¿Cuál es la forma más fácil de salir de esta ciudad? Y, por cierto, ¿qué hay fuera de la ciudad? No tengo la menor idea.

—No es fácil cruzar el Casillero —dijo Gally—. Las cosas han cambiado desde que llegamos aquí. Si sales de viaje, es posible que te encuentres con los soldados de la dama roja, y entonces irás a las mazmorras o a algo peor aún. —Sacudió la cabeza con solemnidad y se chupó los labios pensativo—. No; tenemos que preguntar a alguien que sepa. Creo que habrá que llevarte al obispo Humphrey.

—¿Quién es?

—¿Al viejo Dumpy? —comentó risueño el pequeño Miyagi—. ¿A ese costalón de aire?

—Sabe muchas cosas. Seguro que nos dice dónde tiene que ir el patrón. —Gally miró a Paul como pidiéndole que tomara él la decisión—. El obispo es listo. Sabe el nombre de todas las cosas, hasta de las que no parece que tengan nombre. ¿Qué opinas?

—Si se puede confiar en él…

Gally hizo un gesto de asentimiento.

—Es verdad que es un saco de aire, pero es un hombre importante y los pechiencarnados no se meten con él. —Dio unas palmadas para llamar la atención. Los niños se congregaron a su alrededor—. Voy a llevar a mi amigo al obispo. No quiero que salgáis mientras esté fuera, y menos aún que dejéis entrar a quien sea. Lo de la contraseña es una buena idea… no abráis la puerta a nadie, ni siquiera a mí, si no dicen «natillas»; Miyagi, encárgate tú. Y tú, Bay, quítate esa sonrisa del careto y procura no hacer el panoli por una vez, ¿vale?

Gally lo sacó por la puerta de atrás, que daba a un promontorio y a un pinar que casi llegaba a los muros de la Casa de las Ostras. El chico inspeccionó los contornos minuciosamente y luego hizo una seña a Paul para que lo siguiera al bosque. Al cabo de unos momentos, se encontraban en una arboleda tan densa que ya no veían el gran edificio, aunque se hallaba a sólo unos cincuenta metros a su espalda.

La niebla matutina era cerrada todavía y permanecía pegada al suelo. El silencio del bosque resultaba antinatural; Paul no oía más que el crujir de sus pasos en la alfombra de agujas caídas… el chico no hacía ruido apenas. No había viento que silbara entre las ramas ni pájaros que saludaran al sol naciente. Mientras caminaban bajo los árboles, con la niebla enredada en los tobillos, Paul se imaginaba andando sobre las nubes, dando un paseo por el cielo. Ésa idea proyectó la sombra de un recuerdo, pero fuera lo que fuese, no se dejó atrapar y examinar.

Llevaban al menos una hora andando, la colina bajaba con más frecuencia que subía; Gally, que iba varios pasos por delante, se detuvo e indicó a Paul que hiciera lo mismo; levantó la mano para evitar las preguntas y después se le acercó ligero.

—Aquí mismo está el cruce —musitó—, pero me ha parecido oír algo.

Bajaron la ladera hasta que el terreno se allanó y vieron un claro entre los árboles con una línea de tierra roja en el medio, que era el camino. Gally siguió por la vera del camino con gran precaución, como si anduviera por encima de una serpiente dormida. De pronto, se arrodilló y obligó a Paul a hacer lo mismo.

Habían llegado al punto donde otro camino de polvo cruzaba el primero. Las dos señales que Paul no alcanzaba a leer indicaban la misma dirección, cruce abajo. Gally se arrastró hasta situarse justo ante el cruce detrás de un matorral, a menos de cincuenta pasos de la intersección.

Aguardaron en silencio tanto tiempo que Paul estaba a punto de levantarse a desentumecer las piernas cuando oyó un ruido. Al principio era muy débil, débil y regular como el latido del corazón, pero fue aumentando poco a poco. Eran pasos.

Entre la niebla de los árboles, aparecieron dos figuras que se acercaban hacia ellos procedentes de la dirección que indicaban las dos señales. Caminaban sin prisa, arrastrando la capa por el polvo del camino, mojado de rocío. Uno era muy alto y arrastraba los pies de una forma muy rara; parecían los de la noche anterior en el porche. A Paul se le hizo un nudo en la garganta. Por un momento creyó que no podría respirar.

Llegaron al centro del cruce y se detuvieron como en silenciosa comunión un instante antes de continuar en la dirección en que habían venido Paul y Gally.

La niebla se arremolinaba alrededor de sus tobillos; además de la deformada capa, llevaban un sombrero amorfo pero, aun así, Paul distinguió el brillo de las gafas del más bajo. El más alto tenía la piel de un peculiar tono grisáceo y parecía llevar algo en la boca, pues los bultos que sobresalían de su labio superior y se hundían en la mandíbula eran demasiado largos como para ser dientes.

Paul se agarró con fuerza a la alfombra de agujas y empezó a hacer agujeros en el suelo con los dedos. Notaba la cabeza congestionada, casi febril, pero sabía que la muerte lo acechaba en aquel camino…, no; algo peor que la muerte, algo mucho más vacío, estremecedor e ilimitado que la muerte.

Como si hubieran percibido sus pensamientos, las dos siluetas se detuvieron de pronto en el centro del camino, justo frente al escondite. A Paul se le aceleró el pulso más aún, le martilleaba las sienes. El más bajo se agachó y estiró la cabeza hacia delante como si se hubiera convertido en otra clase de ser, un ser que caminara a cuatro patas y no sobre dos. Movió la cabeza despacio y Paul vio destellar las gafas tres veces al reflejo de la luz que se filtraba entre los árboles sombríos. Los segundos se le hacían interminables.

El más alto puso una mano gris y plana sobre el hombro de su compañero y le dijo algo —Paul, en su terror, sólo entendió «cera de sellar», o algo parecido— y siguió caminando a un paso tan lento como si tuviera los tobillos atados. Un momento después, el más bajo se puso en pie y lo siguió, con los hombros levantados y la cabeza inclinada hacia delante, gacha y rencorosa.

Paul no exhaló el aire que le quemaba el pecho hasta que hubieron desaparecido los dos en la niebla e, incluso entonces, permaneció inmóvil un buen rato. Tampoco Gally parecía tener prisa por levantarse.

—Vuelven a la ciudad —dijo el chico en voz baja—. Muy bien, así tendrán con qué entretenerse. De todos modos, es mejor que no entremos en el camino.

Se puso de pie. Paul se levantó y lo siguió a paso lento, con la sensación de haberse caído desde una altura.

Poco después, Gally cruzó el camino y le condujo por una desviación más estrecha que serpenteaba entre los árboles y ascendía después. En el punto más alto, entre un bosquecillo de abedules, se levantaba un castillo muy pequeño cuya torre principal sobresalía como un sombrero de bruja. El puente levadizo estaba bajado y la puerta principal, no mayor que la de una casa normal, estaba abierta.

Encontraron al obispo sentado en la sala de abajo, rodeado de estanterías de libros y curiosidades, leyendo un libro delgado a la luz que entraba a chorros por la puerta. Encajaba tan cómodamente en la silla que era difícil imaginar que se levantara alguna vez. Era enorme y calvo, con el labio inferior tan protuberante y la boca tan grande que a Paul le pareció que debía de tener más huesos de lo normal en la mandíbula. Cuando sus pasos resonaron en el pulido suelo de piedra, el obispo levantó la cabeza.

—Hummm. En medio de mi hora de poesía, mi brevísimo momento de contemplación y descanso. Aun con todo. —Cerró el libro y lo dejó resbalar hasta el punto donde el hemisferio de su vientre se encontraba con sus pequeñas piernas… No tenía una parte plana que pudiera llamarse regazo—. ¡Ah! El pinche de cocina, ya veo. Gally, ¿verdad? El que atiza el fuego del hogar. ¿Qué te trae por aquí, rapazuelo de ollas? ¿Alguno de los cadáveres que asas ha pedido confesión de repente? El pozo abrasador tiene la facultad de hacer cambiar de opinión. Jurujú, jurujú.

Paul tardó unos momentos en percatarse de que esa especie de tambor hueco que había sonado era en realidad una carcajada.

—Es verdad que vengo a pedirte ayuda, obispo Humphrey. —Gally agarró a Paul por la manga y lo empujó hacia delante—. Éste caballero necesitaba consejo y le dije: «Pregunta al obispo Humphrey. Es el hombre más inteligente de este lugar». Y aquí estamos.

—Ciertamente. —El obispo volvió sus ojos diminutos hacia Paul; después, tras un astuto y breve examen, dejó de mirarlo. Nunca miraba nada durante mucho tiempo, por eso parecía que hablara siempre distanciado e irritado—. Un extranjero, ¿eh? Un emigrante recién llegado a nuestro humilde condado, ¿sí? ¿O tu visita es de carácter más transitorio? Que pasabas por aquí, como si dijéramos, ¿sí? ¿Un peregrino?

Paul vaciló. A pesar de las garantías de Gally, el obispo Humphrey no le parecía de fiar. Estaba como distante, como si algo cristalino y quebradizo se levantara entre él y el resto del mundo.

—Soy extranjero —dijo por fin—. Quiero irme de la ciudad pero al parecer estoy atrapado entre las facciones roja y blanca… Unos soldados rojos quisieron atacarme, aunque no les había hecho nada. Y también me buscan otros hombres, unos a los que no deseo ver…

—… Es decir, tenemos que averiguar la mejor forma de sacarlo del Casillero —terminó Gally en su lugar.

—¿El Casillero? —preguntó Paul confuso, aunque el obispo pareció comprender.

—¡Ah, sí! Bueno, ¿qué clase de movimiento haces? —Se quedó mirándolo fijamente un momento y luego se colocó el monóculo que tenía colgado de una cinta sobre su abultado vientre. Entre los gordezuelos dedos del obispo, parecía un simple fragmento de cristal—. Es difícil de averiguar, porque eres extranjero como Gally y sus zarrapastrosos. Hummm. Tienes algo de infantería, pero también algo de caballería. Podrías ser otra cosa totalmente distinta, claro, pero las especulaciones en torno a la locomoción son totalmente infructuosas para mí… como preguntar a un pez si prefiere viajar en carroza o en velocípedo, ¿comprendes? Jurujú, jurujú.

Paul se perdió, pero le habían advertido que al obispo le gustaba hablar y siguió mirándolo atentamente.

—Tráemelo aquí, muchacho… el grande.

Humphrey hizo una seña.

Gally salió disparado a cumplir el encargo y volvió tambaleándose con un libro encuadernado en piel casi tan grande como él. Con la ayuda de Paul, lo abrieron sobre los brazos del asiento del obispo. Paul esperaba ver un mapa pero, para su gran asombro, en las páginas abiertas no vio sino una cuadrícula de casillas de colores alternos y llenos de extrañas notas y pequeños diagramas.

—Bien, veamos… —El obispo marcó con el dedo un camino por la amplia cuadrícula—. Creo que lo más conveniente para ti sería que te apresurases hacia aquí, en diagonal con nosotros. Pero claro, es que las diagonales osadas son mi debilidad, al menos desde mi investidura. Jurujú. Sin embargo, he sabido que una desagradable fiera salvaje merodea por esos contornos, de modo que tal vez no deberías considerarlo tu principal alternativa. No obstante, por el momento estás bastante encerrado. La reina tiene un castillo no lejos de aquí, y estoy seguro de que prefieres no encontrarte con sus servidores, ¿hum? —Miró a Paul con astucia, y éste negó con la cabeza—. Eso me parecía. Y la dama en persona visita esta parte de aquí con relativa frecuencia. Se mueve con gran rapidez, de forma que es preferible no pensar en viajes largos por su territorio preferido, aunque ella se ausente temporalmente.

El obispo se recostó hacia atrás y el sólido asiento crujió. Con una seña, indicó a Gally que retirara el libro, y el chico lo hizo con gran esfuerzo.

—Tengo que meditar —dijo el gordo, y cerró sus sebosos párpados.

Guardó silencio tanto tiempo que Paul empezó a pensar que se había quedado dormido, y aprovechó el momento para echar un vistazo a la sala. Además de la colección de atractivos libros encuadernados en piel, había toda clase de objetos curiosos por las paredes, botellas con hierbas secas, huesos e incluso esqueletos completos de seres desconocidos, fragmentos de gemas chispeantes… Un frasco enorme lleno de insectos vivos ocupaba una estantería entera; unos parecían corteza de pan, otros, sólo masa. Mientras observaba los movimientos de las criaturas, que trepaban unas sobre otras en el frasco cerrado, Paul sintió un retortijón de hambre que, acto seguido, le provocó una náusea. Tenía hambre, pero no tanta.

—Aunque por un lado tenemos mucho que decir sobre el orden que su majestad escarlata nos ha impuesto durante este largo período de jaque —dijo el obispo de pronto, sobresaltando a Paul—, hay cosas que decir también a propósito de las actitudes laissez-faire de sus predecesores. Por lo tanto, aunque mis relaciones con nuestra gobernadora sean excelentes —como lo eran también con la administración precedente—, entiendo que tú no gozas de la misma fortuna. —Humphrey se detuvo y respiró profundamente, como si su admirable retórica le hubiera dejado sin aliento—. Si deseas evitar las atenciones de nuestra monarca bermeja, te aconsejo que tomes la primera alternativa que te he propuesto. Pasa luego por esa casilla para llegar directamente a la frontera de nuestra tierra. La bestia terrible que, según dicen, habita esa parte, es indudablemente producto de la fantasía de los campesinos, cuya tendencia a animar su vida rutinaria y rústica con cuentos de esa clase es de todos conocida. Voy a dibujarte un mapa. Puedes llegar allí antes de la puesta del sol. Carpe diem, joven. —Colocó las manos en los brazos de su asiento con satisfacción—. La osadía lo es todo.

Mientras Gally corría a buscar papel y pluma para el obispo, Paul aprovechó para obtener más información. En los últimos tiempos, no había dejado de viajar entre nieblas, en sentido figurado y literalmente.

—¿Cómo se llama este lugar?

—Bien. A veces se le llama el Octavo Casillero, al menos en los libros más antiguos y sabios. Pero los que siempre hemos vivido aquí no solemos tener motivos para referirnos a él con frecuencia, ¡puesto que estamos en medio! Un poco como los pájaros, ¿comprendes?, cuando se les pide que definan el cielo…

Paul hizo otra pregunta rápidamente.

—¿Y antes estabas en buenas relaciones con… el rey blanco?

—Con la reina. Ninguno de nosotros ha visto jamás a los aletargados señores de nuestro humilde territorio… son monarcas ausentes, en general. Bien, son las monarcas, benditas sean ambas, quienes desde siempre mantienen el orden del Octavo Casillero mientras sus esposos permanecen cerca de casa.

—¡Ah! Bien, si tus relaciones eran buenas con la reina blanca pero ahora es la roja la que gobierna esta tierra, ¿cómo puedes también ser amigo suyo?

—Respeto, joven —replicó el obispo molesto—. En una palabra, ahí está el secreto. Su majestad escarlata confía en mi consejo, y se me consulta tanto en asuntos temporales como en temas sobrenaturales, añado; de esta forma, gozo de una situación bastante singular.

—Pero —insistió Paul, insatisfecho todavía—, si la reina roja descubre que me has ayudado, a pesar de que sus soldados anden buscándome, ¿no se molestará? Y si la reina blanca recupera su poder alguna vez, ¿no se enfurecerá por el acercamiento al enemigo?

Humphrey pareció hartarse del todo. Sus ralas cejas se unieron y descendieron bruscamente en un arco sobre el puente de la nariz.

—Joven, no te concierne hablar de asuntos que sobrepasan tu experiencia, sea cual sea la moda del momento. No obstante y para favorecer la iniciación a una educación de la que, evidentemente, estás muy necesitado, voy a explicarte una cosa.

Se aclaró la garganta en el momento en que Gally aparecía con una pluma y una hoja grande de papel de escribir.

—Lo he encontrado, obispo.

—Está bien, muchacho; ahora, silencio. —El obispo fijó sus pequeños ojos en Paul un momento antes de lanzarlos de nuevo a la carga—. Soy un hombre respetado y no me atrevo, por el bien de la tierra, a arrojar mi considerable peso tras ninguna de las dos facciones. Pues las facciones no son permanentes, son incluso efímeras, mientras que la roca sobre la que se fundamenta mi obispado está hecha de materia eterna. Es decir, si me permito crear una analogía, que mi posición es comparable a la de aquél que se sienta sobre un muro, aunque tal lugar parezca peligroso a los ojos de quien mire desde abajo careciendo de mi experiencia y natural sentido de la orientación. En verdad, a una persona de dichas características puede parecerle que yo me encuentre en peligro inminente de sufrir una gran… caída. Pero ¡ah! La vista desde aquí arriba, desde aquí dentro —se tocó la calva cabeza— es muy diferente, te lo aseguro. Mi anatomía es, por decirlo de alguna manera, perfecta para sentarme en el muro. Fui concebido por mi creador para permanecer siempre en equilibrio entre dos alternativas inaceptables, como si dijéramos.

—Comprendo —dijo Paul, incapaz de pensar en otra respuesta.

El humor del obispo mejoró considerablemente tras la explicación. Dibujó un mapa en pocos segundos y se lo pasó a Paul con una floritura. Tras darle las gracias, Gally y él abandonaron el diminuto castillo y salieron por el puente levadizo.

—Dejad la puerta abierta —les dijo el obispo Humphrey—. Hace un día precioso y no me lo quiero perder. Al fin y al cabo, a nadie temo.

Al pasar por el puente levadizo, Paul miró hacia abajo y vio que el foso era poco profundo. Un hombre que lo cruzara a pie no se mojaría sino los tobillos.

—Te dije que te daría la respuesta que buscabas —comentó Gally con alegría.

—Sí —dijo Paul—. Es de los que tienen explicaciones para las cosas.

Tardaron casi toda la tarde en volver. Cuando llegaron a la Casa de las Ostras, el sol se había ocultado tras el bosque. Paul no veía el momento de sentarse a descansar las piernas.

La puerta se abrió hacia dentro a la primera llamada de Gally.

—¡Malditos atolondrados! —dijo el chico—. Tanto ladrar y no se acuerdan de lo que les digo. ¡Miyagi! ¡Chesapeake!

Sólo el eco respondió. Mientras bajaban por el pasillo levantando ecos secos como golpes de tambor, a Paul se le oprimió el corazón. Un olor raro flotaba en el aire, un aroma marino, salobre y desagradablemente agridulce. La casa estaba en silencio total.

En la sala principal tampoco se oía el menor rumor ni había nadie oculto. Los niños yacían esparcidos por el suelo, caídos los unos de cualquier manera, en extrañas posturas como bailarines congelados, apilados con descuido los otros por los rincones, como objetos usados y arrojados a la basura. No los habían matado simplemente, sino que los habían violado de una forma que escapaba a la comprensión de Paul. Los habían abierto en canal, chupado y vaciado. El serrín del suelo se había apelotonado en grumos impregnados de rojo pero no había logrado absorber todo el fluido, que brillaba pegajosamente a la última luz del crepúsculo.

Gally cayó de rodillas gimiendo, con los ojos tan abiertos de espanto que Paul temió se le fueran a salir de las órbitas. Paul quería llevárselo de allí pero no podía moverse.

Escrita en la pared sobre una de las grandes columnas, arqueándose por encima de los blancos brazos y piernas descuartizados y de las caras ciegas y boquiabiertas, pintada sobre los tablones en feas letras rojas, se leía la palabra «NATILLAS».