PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Christ actúa ante unos pocos afortunados.
(Imagen: primer plano de una cabeza de perro). Voz en off: Johann Sebastian Christ apareció por sorpresa en un espectáculo local de la red en Nueva Orleans, su ciudad adoptiva…
(Imagen: cabeza de perro, manos humanas.)… el solitario cantante aparece en público por primera vez tras la muerte de tres miembros de su formación musical Blond Bitch en un accidente de tráfico ocurrido el año pasado.
(Imagen: hombre bailando con máscara de perro; al fondo, pantalla mural con escenario fuertemente iluminado). Christ interpretó tres canciones ante el atónito público del estudio acompañado por imágenes del accidente…
Renie dio la vuelta mirando desesperadamente a la multitud que llenaba las terrazas alrededor del pozo sin fondo. !Xabbu no había contestado, pero a lo mejor se debía a un fallo del equipo. Quizá se hubiera desenchufado, sin más, y el problema estuviera en su propio equipo, porque seguía señalando la presencia de un invitado en su línea. Rogó porque así fuera.
El apiñamiento, aunque insustancial, resultaba desbordante. Unos ejecutivos con cuerpos duros como hojas de cuchillo y perfectamente hechos a medida se reían a carcajadas y la apartaban a empellones al pasar; sus equipos de primera clase y sus elevadas cuentas corrientes generaban una barrera invisible, aunque real, entre ellos y la plebe. Unos cuantos, turistas sin duda, con cuerpos virtuales rudimentarios, se movían sin rumbo, anonadados, dejándose arrastrar de un lado a otro del paseo por el remolino del tráfico. Otras formas menores, servidores y agentes, entraban y salían del bullicio con recados de sus dueños. Por lo que a Renie se le alcanzaba, !Xabbu no se encontraba entre ellos, pero la búsqueda era más difícil porque el simuloide de su amigo era de una calidad normal. Cerca de ella había al menos veinticinco parecidos, que miraban el paisaje procurando no estorbar a los grandes potentados.
Aunque estuviera cerca, sin contacto de audio era imposible localizarlo rápidamente, y Renie sabía que Strimbello no tardaría en llegar. Tenía que moverse, seguir desplazándose… pero ¿hacia dónde? Aunque corriera y se alejara, no podría ocultarse mucho tiempo de una persona conectada al club. Por otra parte, el tiparraco había dicho que la conocía, que sabía quién era de verdad. A lo mejor, en ese mismo momento, la dirección del club había entrado en su ficha y se había puesto en contacto con la Politécnica para que la despidieran… ¿quién podía saberlo?
Pero en ese preciso momento no podía permitirse tales preocupaciones. Tenía que localizar a !Xabbu.
¿Se habría desenchufado simplemente, asqueado por el grotesco espectáculo de la Sala Amarilla? A lo mejor, en ese momento estaba desatándose las correas en la sala de arneses, esperando a que ella volviera. Pero ¿y si no era así?
Entonces, se produjo una reacción de asombro entre la gente. Gran parte de la multitud de la terraza se volvió hacia la puerta de la Sala Amarilla. Renie también.
Un bulto enorme acababa de aparecer en el pasadizo que había a su espalda; era una cosa vasta y redonda, más voluminosa que cuatro o cinco simuloides normales, y seguía aumentando. Su cabeza rapada giraba sobre el cuello como la torreta de un tanque; unos ojos negros como cañones de escopeta disparaban miradas a la multitud, hasta que se posaron en ella. La cosa que se llamaba a sí misma Strimbello sonrió.
—Ahí estás.
Renie giró sobre sí misma, dio dos pasos rápidos y se tiró por el borde del pozo. A la mayor velocidad permitida, bajó nadando entre clientes del club que, menos apresurados, flotaban como peces ociosos. De todas formas, el descenso se le antojó insufriblemente lento —el pozo era un dispositivo de escrutinio, no un viaje emocionante—, pero su intención no era ganar la carrera al gordo, seguro que Strimbello conocía el Mister J’s demasiado bien como para despistarlo. Simplemente había salido de su campo de visión un momento con objeto de ganar tiempo para hacer algo efectivo.
—Aleatoria —ordenó.
El pozo y sus miles de simuloides que subían como burbujas de champán se hicieron borrosos y desaparecieron; fueron reemplazados un instante más tarde por otro caos de cuerpos, desnudos éstos, y algunos dotados de atributos nunca vistos en un cuerpo humano vivo. Había luz indirecta, de baja intensidad, y las paredes se inclinaban como pliegues aterciopelados de un rojo uterino. La música latía tan brutalmente que casi saturaba las tomas de audio. Un simuloide de rostro impreciso y temible la miró desde la siguiente espiral de cuerpos; una mano se destacó como una serpiente y le hizo señas.
—Oh, no —musitó.
¿Cuántos menores habría allí, niños como Stephen, a los que la dirección abría las puertas con una sonrisa de suficiencia para que se revolcaran hasta la saciedad en el lodo de aquel club? Y, por cierto, ¿cuántos niños disfrazados habría en la Sala Amarilla? La náusea le hizo un nudo en el estómago.
—Aleatoria.
Un amplio espacio de paredes lisas se abrió ante ella, el extremo opuesto estaba tan lejos que prácticamente no se veía. Unas letras azules de gas, de un alfabeto que no conocía, se encendieron ante sus ojos mientras una voz melodiosa vertía unas palabras igualmente incomprensibles en sus tomas de audio. Un instante más tarde, la imagen entera tembló; el programa leyó su ficha y tradujo:
—… Escoja juego de equipo o competición individual.
Se quedó mirando las formas humanoides que aparecieron de pronto detrás de las letras azules. Llevaban cascos puntiagudos y armaduras brillantes; los ojos eran meros chispazos tras los visores.
—Ha seleccionado competición individual —dijo la voz con un leve matiz de aprobación—. El juego está creando los oponentes designados por usted…
—Aleatoria.
Fue pasando por las salas a mayor velocidad cada vez, con la esperanza de dejar tantas ondas tras de sí que, si trataban de localizarla directamente, Strimbello tardara en dar con ella. Saltó y encontró…
Un estanque bordeado de palmeras que se agitaban suavemente. Unas sirenas con el pecho desnudo descansaban en la orilla, en las rocas, peinándose el cabello y meciéndose al compás de la lánguida música de una guitarra de acero.
Renie saltó.
Una larga mesa con un asiento vacante. Los doce hombres que aguardaban llevaban túnicas y tenían barba. Uno se volvió hacia ella cuando apareció y gritó: «Tomad asiento, milord».
Volvió a saltar, y siguió saltando.
Una habitación oscura con estrellas titilando arriba, en la distancia, donde debía estar el techo, y grietas iluminadas de rojo abajo. Se oían gemidos.
Mil hombres de cabezas mondas como maniquíes de accidentes de tráfico, todos ataviados con monos idénticos, sentados en bancos en dos largas filas dándose bofetones unos a otros.
Una jungla sombría con ojos y aves de brillantes colores. Una mujer con la blusa rasgada atada a un árbol; a sus pies se apilaban grasientas flores rojas.
Un saloon de vaqueros. Los malos sólo tenían puestas las espuelas.
La cabina de un barco que se mecía, las bujías de aceite se balanceaban, las jarras de cerveza aguardaban junto a las brújulas.
Un salón de baile donde las mujeres llevaban máscaras de animales.
Una taberna medieval. El fuego ardía en grandes llamas y se oían aullidos más allá de las diminutas ventanas.
Un banco de la calle vacío junto a una farola.
Un estallido de ruido ensordecedor y luz enceguecedora, podría ser un club de baile.
Una cueva de húmedas paredes iluminada por hilos como telarañas brillantes que colgaban del techo.
Una cabina telefónica antigua. El auricular estaba descolgado.
Un desierto entre paredes.
Un casino que parecía sacado de la era de las películas hollywoodienses de gánsteres.
Un desierto sin paredes.
Una estancia con el suelo ardiente como un horno y todo el mobiliario de metal.
Un jardín coreano convencional en cuyos arbustos gruñían cuerpos desnudos.
Un café al aire libre junto a las ruinas de una antigua autopista.
Una terraza ajardinada que sobresalía como el palco de un teatro de la ladera de un alto risco. A su lado, una catarata inmensa se precipitaba rugiendo garganta abajo…
Aturdida, casi mareada por la velocidad de las transiciones, Renie se detuvo en la terraza. Cerró los ojos hasta que el borrón de colores cesó, y entonces los abrió de nuevo. Unos cuantos clientes que ocupaban las mesas del borde la miraron sin curiosidad y retomaron enseguida sus conversaciones o siguieron contemplando la catarata.
—¿En qué puedo servirle?
Un asiático anciano y sonriente se materializó a su lado.
—Tengo un problema con la multiagenda —le dijo—. ¿Podría conectarme con su centralita?
—Hecho. ¿Desea una mesa para solucionar sus cosas, señor Otepi?
Mierda. Se había detenido en una zona de renta alta. Naturalmente, habrían leído su ficha nada más verla entrar. Al menos, no la habían atrapado todavía; a lo mejor Strimbello no había dado la alarma general. De todos modos, era absurdo tentar a la suerte.
—Todavía no, gracias. Tal vez tenga que marcharme. Un escudo de protección de intimidad, por favor; nada más.
El hombre asintió y desapareció. Un círculo de luz azul le rodeó la cintura, señal de que estaba protegida. Seguía oyendo el estruendo de la gran catarata y veía las aguas despeñándose contra las rocas del cañón, donde desaparecían en una nube de espuma blanca; veía incluso a los demás clientes y oía fragmentos de sus conversaciones por encima del fragor de las aguas… pero seguramente ellos ya no la veían ni la oían.
No había tiempo que perder. Se obligó a pensar con calma. No se atrevía a marcharse a menos que !Xabbu se hubiera desconectado, pero no tenía forma de saber si lo había hecho o no. Estaba segura de que si se quedaba, Strimbello la encontraría tarde o temprano. Quizá no hubiera dado la alarma general —ni siquiera como intrusa sería muy importante en el contexto general de las cosas—, pero fuera humano o un muñeco terriblemente realista, Strimbello no parecía de los que se rendían fácilmente. Tendría que encontrar la forma de permanecer en el sistema hasta localizar a !Xabbu, a menos que se viera obligada a renunciar.
—Conexión telefónica.
Un cuadrado gris apareció ante ella, como si alguien hubiera practicado un corte a la realidad con un cuchillo afilado… a la imitación de la realidad, mejor dicho. Dio el número que deseaba y tecleó el código de identificación de la multiagenda. El cuadrado continuó gris pero apareció un punto pequeño y brillante en la esquina inferior, que le indicaba que había conectado con el banco de acceso directo que había previsto para tal emergencia.
—Carnaval —musitó.
Pero fue sólo una reacción refleja porque, si el escudo de protección de intimidad era legal, podía decir su código a gritos hasta que le dolieran los pulmones, que nadie la oiría. De lo contrario, sus perseguidores estarían ya al corriente de todo lo que había hecho.
No parecía que hubiera nadie al acecho. El banco de acceso bajó la identidad nueva al instante. No experimentó cambio alguno y eso la decepcionó un poco, pues el cambiar de forma, bendita arte de magia tan antigua como el hombre, tendría que provocar alguna sensación, ¿no? Pero naturalmente, no había cambiado de forma: seguía envuelta en el mismo simuloide neutro con el que había entrado, y debajo, seguía siendo Irene Sulaweyo, instructora y ciberpirata por horas. Sólo la ficha había cambiado. El señor Otepi de Nigeria había desaparecido. En su lugar estaba el señor Babutu de Uganda.
Disolvió el escudo protector y contempló la impresionante catarata y el elegante jardín clásico. Los camareros, o las cosas que parecían camareros, pasaban rápidamente de mesa en mesa como moscas de agua. No podía quedarse allí para siempre. En un sector del club con tantos servicios, llamaría la atención otra vez inmediatamente, y no deseaba que su nueva identidad quedara vinculada a la anterior de ninguna manera. Alguien se daría cuenta en algún momento, naturalmente: había entrado como Otepi y, al final de algún período de recuento arbitrario, el sistema experto que hiciera las comprobaciones vería que Otepi no se había marchado. Pero podían pasar horas hasta ese momento, e incluso días. En un nodo con un volumen de producción tan grande y constante como el del Mister J’s, sería difícil localizar la otra mitad de la discrepancia y, con suerte, no lo conseguirían hasta mucho después de que ella se hubiera marchado. Con suerte.
Pronunció una palabra y volvió al vestíbulo principal, donde pasaría más desapercibida entre la bulliciosa multitud. Además, estaba cansada y necesitaba descansar unos minutos en algún sitio. Pero ¿y !Xabbu? Tenía mucha menos experiencia. ¿Cómo le afectaría tanta tensión si se perdía en ese laberinto, solo y atemorizado?
El salón seguía rebosante de luces deslumbrantes y largas sombras, de voces y música salvaje. Renie se fue a un banco sumido en la sombra al pie de una de las ciclópeas paredes y bajó la entrada de audio. Era difícil saber por dónde empezar, había tantas salas y tantos espacios públicos… Ella ya había pasado por docenas, y estaba segura de que sólo había rascado un poco la superficie. No se hacía una idea de cuánta gente podía haber allí… cientos, miles tal vez. El Mister J’s no era un espacio físico. Las únicas limitaciones eran la velocidad y la capacidad del equipo que lo respaldaba. Su amigo podía encontrarse en cualquier parte.
Miró al escenario giratorio. La cantante blanca y su orquesta mágica habían desaparecido. En su lugar, una banda de elefantes, normales en todos los detalles excepto por los sombreros de paja, las gafas de sol y los extraños instrumentos puntiagudos —y, naturalmente, por el delicado tono rosado de su piel rugosa—, tocaba música de baile lenta y rítmica. Oía las vibraciones del bajo a pesar de que había bajado el volumen.
—Disculpe.
Un camarero de cara resplandeciente se acercó a ella.
—Alquiler nada más —le dijo—. Sólo quiero descansar.
—Por mí no hay inconveniente, señor, se lo aseguro. Pero tengo un recado para usted.
—¿Para mí? —Renie estiró el cuello mirándolo con fijeza. Notó un cosquilleo en la piel—. No es posible. —El camarero enarcó una ceja y dio unos golpecitos en el aire con el pie. Renie tragó saliva—. Es decir, ¿está usted seguro?
Si el camarero estaba jugando con ella en beneficio de sus perseguidores, lo hacía de forma muy convincente. Prácticamente hervía de impaciencia.
—¡Oh, señor! Usted es el señor Babutu, ¿no es así? Si es así, sus compañeros de grupo desean que se reúna con ellos en la Sala de la Contemplación.
Renie recobró la compostura y le dio las gracias; un instante después, el camarero desapareció como una enfurruñada estela plateada.
«Claro, podía ser !Xabbu», pensó. Le había dicho los nombres de ambos para casos de emergencia. Pero de todos modos, podría fácilmente ser Strimbello o cualquier otro funcionario menos conocido que deseara evitar una escena. !Xabbu o Strimbello, tenía que ser uno de los dos… El señor Babutu no existía en realidad, de modo que nadie sino ellos podía preguntar por él.
¿Qué opción le quedaba? No podía prescindir de la posibilidad de que fuera su amigo.
Seleccionó la Sala de la Contemplación en el menú principal y cambió. Le pareció detectar una dificultad casi infinitesimal en la transferencia, como si el sistema sufriera una sobrecarga de uso extraordinaria, pero era difícil quitarse de la cabeza la idea de que el retraso podía deberse a que se estaba internando en el sistema, alejándose de la superficie metafórica, adentrándose en las entrañas de la bestia.
La idea de la sala era chocante, una especie de capricho clásico exhaustivo. Altas columnas cubiertas de enredaderas floridas sujetaban una enorme cúpula circular que tenía una parte resquebrajada y caída. Los blancos cascotes, algunos del tamaño de una casa de suburbio, relucían como huesos al pie de las columnas envueltos en tupidos mantos de musgo. Un cielo brillante y azul con algunos jirones de nubes se veía por el agujero de la cúpula y entre las arcadas laterales, como si la sala estuviera sobre el mismísimo monte Olimpo. Unos cuantos simuloides, casi todos en la distancia simulada, paseaban por un amplio espacio cubierto de hierba y circundado por piedras.
No le apetecía entrar en el espacio abierto, pero si las autoridades del club la habían convocado allí, poco importaría que procurara pasar desapercibida o no. Se desplazó al centro y miró alrededor, impresionada por la perfección del diseño. Las piedras del colosal capricho parecían antiguas de verdad con sus superficies resquebrajadas y las columnas rodeadas y cubiertas de vegetación. Por el terreno, lleno de montículos, corrían conejos y otros animales pequeños; un par de pajarillos construían un nido entre las ruinas de la cúpula caída.
—¿Señor Babutu?
—¿Quién eres? —preguntó ella girándose.
Era un hombre alto de cara alargada que parecía aun más impresionante por su amplio traje negro. Llevaba un sombrero de copa alto y ajado y un embozo de rayas suelto alrededor del largo cuello.
—Soy Wicket. —Sonrió ampliamente tocándose el sombrero. Su raída vestimenta contrastaba con sus movimientos rápidos y vigorosos—. Vengo de parte de tu amigo Wonde. ¿Has recibido su mensaje?
—¿Dónde está? —preguntó Renie, mirándolo fijamente.
—Con unos compañeros míos. Ven… te llevo con él.
Sacó algo del abrigo. Si percibió el sobresalto que su movimiento produjo a Renie, no se dio por aludido; se llevó una vieja flauta a los labios y tocó unos pocos compases que Renie no identificó pero que le sonaron a canción de cuna. Un agujero se abrió entre ellos en la hierba. Renie vio unos escalones que descendían.
—¿Por qué no ha venido él en persona?
Wicket ya se había metido en el agujero hasta la cintura y la copa de su chistera quedó a la altura de los ojos de Renie.
—Me temo que no se encuentra bien. Sólo me pidió que fuera a buscarte. Dijo que a lo mejor me preguntabas cosas y que te recordara el juego de hacer cunas con una cuerda.
El juego de las cunas. La canción de !Xabbu. Renie se sintió bastante aliviada. Sólo el bosquimano podía saber eso. El sombrero de Wicket ya desaparecía bajo la tierra y Renie lo siguió.
El túnel parecía de cuento infantil, el hogar de un animal parlante o cualquier otro ser mágico. Aunque al cabo de unos momentos ya habían descendido bastante con respecto a lo que debía de ser la superficie, el túnel estaba jalonado de ventanas pequeñas por las que se veían diferentes escenas de una belleza artificial: riberas de ríos, praderas, bosques de robles y abedules que se mecían al viento… De vez en cuando, a lo largo de la espiral de escalones descendentes, aparecían puertas pequeñas que llegaban a Renie por las rodillas, cada cual con su llamador y su diminuto ojo de la cerradura. Sentía grandes deseos de abrir una. Era como una casa de muñecas maravillosa.
Pero no podía detenerse a mirar nada. Renie tenía que apoyarse en el curvo pasamanos para avanzar, mientras que Wicket, a pesar de sus largas piernas y anchos hombros, bajaba a saltos delante de ella a paso rápido y sin dejar de tocar la flauta. Al cabo de unos minutos, desapareció escaleras abajo. Sólo unos débiles ecos musicales indicaban que seguía delante de ella.
La escalera se hundía más y más caracoleando. De vez en cuando, creía percibir voces agudas detrás de las puertas o el brillo de una mirada curioseando por el ojo de una cerradura. En una ocasión, tuvo que agachar la cabeza para no estrangularse con una cuerda de tender la ropa atada de lado a lado de la escalera de caracol. Unos diminutos vestidos de calicó, del tamaño de una rebanada de pan, le mojaron la cara.
Y siguieron bajando y bajando. Más escalones, más puertas y el trino continuo de la huidiza música de Wicket… El hechizo de cuento de hadas que impregnaba el lugar comenzaba a cansarla. Quería un cigarrillo y una cerveza.
Volvió a agachar la cabeza para pasar por un punto bajo de la escalera y, al levantarla otra vez, la luz cambió. Súbitamente, su pie chocó con algo, no tuvo tiempo de reaccionar y traqueteó con tanta fuerza que se habría hecho daño de no haber estado sujeta por los arneses. Había llegado al piso inferior.
Ante ella, como continuación del cuento de hadas, se abría una cueva misteriosa, el típico lugar que los niños alegres descubren en los cuentos alegres. Era alargada y baja, de piedra y tierra blanda. Del techo pendían retorcidas raíces como si la caverna fuera un espacio hueco bajo la tierra del bosque, pero unas lucecillas pequeñas titilaban entre la vegetación. Por el suelo había montones de objetos extraños. Algunos, como plumas, cuentas brillantes y piedras pulidas, parecían el tesoro abandonado de un animal o un pájaro. Otros, como un pozo lleno de piernas, brazos y cabezas de muñecos, resultaban recargados y como hechos adrede, como una especie de proyecto universitario de arte sobre la corrupción de la inocencia. Había también objetos incomprensibles, bolas y cubos sin nada especial y otras formas geométricas menos reconocibles esparcidas por el suelo blando. Algunos parecían desprender una tenue luz propia.
Wicket sonreía delante de ella. A pesar de tener los hombros encogidos, su cabeza alcanzaba las titilantes lucecillas mágicas. Levantó la flauta y volvió a tocar al tiempo que ejecutaba una danza lenta. Tenía algo de incongruente, algo raro que Renie no lograba nombrar. Si se trataba de una réplica, era un trabajo verdaderamente original. Se detuvo y guardó la flauta en un bolsillo.
—Eres lento —le dijo con cierto matiz burlón en su voz profunda—. Vamos…, tu amigo espera.
Hizo un gesto amplio con la mano imitando una reverencia formal y dio un paso atrás. A su espalda, en el extremo opuesto de la larga cueva, fuera de la vista hasta ese momento, Renie vio el resplandor semioculto de una fogata con unas siluetas oscuras en torno; avanzó cautelosa de nuevo, con el corazón acelerado.
!Xabbu, o un simuloide muy parecido, estaba sentado en medio de un grupo de formas mucho mejor definidas, todos hombres, con ricos atavíos raídos como el de Wicket. Con sus rasgos poco concretos y los rudimentarios detalles corporales, el bosquimano no parecía sino un hombrecillo de mazapán.
«Más cuentos infantiles». Renie empezaba a hartarse.
—¿Te encuentras bien? —preguntó por la banda restringida—. !Xabbu, ¿eres tú?
No hubo respuesta y, por un momento, creyó que la habían engañado. Entonces, el simuloide se volvió hacia ella y habló con una voz que, a pesar de la distorsión, era la de !Xabbu.
—Me alegro de que mis nuevos amigos te hayan encontrado. Llevo mucho tiempo aquí. Empezaba a creer que me habías abandonado.
—¡Dime algo! Si me oyes, levanta una mano.
El simuloide no se movió sino que permaneció sentado mirándola inexpresivamente.
—No te abandonaría por nada —le dijo Renie por fin—. ¿Cómo llegaste hasta aquí?
—Lo encontramos dando vueltas por ahí, perdido y confuso. —Wicket se sentó junto al fuego con las largas piernas dobladas—. Mis amigos y yo. —Señaló a los demás—. Éstos son Brownbread, Silbo y Corduroy.
Sus compañeros eran uno gordo, otro delgado y otro más delgado aún, y ninguno tan alto como Wicket pero por lo demás, se parecían bastante, no paraban de hacerse señas y rebosaban energía e inquietud.
—Gracias. —Renie volvió a centrarse en !Xabbu—. Tenemos que marcharnos; es muy tarde ya.
—¿Seguro que no preferís quedaros con nosotros un rato? —Wicket acercó las manos al fuego—. Recibimos pocas visitas.
—Me gustaría. Os agradezco mucho la ayuda, pero hemos gastado mucho tiempo de conexión.
Wicket levantó una ceja como si Renie hubiera dicho algo ligeramente fuera de tono, pero guardó silencio. Renie se acercó a !Xabbu y le tocó el hombro, consciente de que en la Politécnica estaba tocándolo de verdad. A pesar de la baja calidad del retroalimentador de fuerza, notó el estrecho hombro de pajarillo de su amigo.
—Ven, tenemos que volver.
—No sé cómo hacerlo. —Se percibía una ligera tristeza en su voz y una gran lasitud, como si hablara adormilado—. Se me ha olvidado.
Renie maldijo para sí y disparó la secuencia de salida para ambos, pero cuando la caverna empezó a borrarse y a desaparecer, vio que !Xabbu no se movía con ella y abortó la orden.
—Hay un fallo —dijo—. Algo lo retiene aquí.
—A lo mejor tenéis que quedaros un poco más —dijo Wicket con una sonrisa—. Nos gustaría.
—¡Qué el señor Wonde nos cuente más cuentos! —dijo Brownbread con la alegría pintada en su cara redonda—. No me importaría volver a escuchar el del lince y el lucero del alba.
—El señor Wonde no puede contar más historias —replicó Renie bruscamente. ¿Serían cortos mentales? ¿O no eran más que muñecos que representaban un extraño retablo bucleado donde !Xabbu y ella habían ido a parar?—. El señor Wonde tiene que marcharse. Se nos ha terminado el tiempo. No podemos quedarnos más.
Corduroy, delgado como un galgo, asintió solemnemente con un gesto de la cabeza.
—Entonces debes llamar a los amos. Los amos cuidan de todas las idas y venidas. Ellos lo solucionarán.
Renie creyó saber a qué amos se refería, y no deseaba contar sus problemas a las autoridades del club.
—No podemos. Existen… existen algunos motivos. —Los hombres colocados alrededor de la hoguera fruncieron el ceño. Si eran muñecos, en cualquier momento podrían disparar un mensaje automático de avería a la brigada de mantenimiento del club. Necesitaba tiempo para hacerse una idea de por qué no podía llevarse a !Xabbu de la red—. Hay… hay una persona muy mala que se hace pasar por amo. Si llamáis a los amos, esa persona mala nos encontrará. No podemos llamarlos.
Todos los hombres asintieron como salvajes supersticiosos de una película mala.
—En tal caso, os ayudaremos —dijo Wicket con entusiasmo—. Os ayudaremos contra el malo. —Se dirigió a sus compañeros—. La Colin. La Colin sabrá qué hay que hacer.
—Ez verdad. —Silbo ceceaba, al contrario de lo que su nombre indicaba, hablaba despacio y tenía una sonrisa asimétrica—. Ella puede preztaroz ayuda, pero querrá algo a cambio.
—¿Quién es Colin?
Renie se debatía entre el temor y la impaciencia. A su amigo le había ocurrido algo grave, las autoridades del club la buscaban y Strimbello había dicho que sabía quién era en realidad, pero no podía largarse de allí de una maldita vez con !Xabbu sino que se veía obligada a participar en una especie de cuento de niños. Miró al bosquimano. Estaba sentado junto al fuego, rígido como una crisálida.
—Ella sabe cosas —dijo Brownbread—. A veces las cuenta.
—Es mágica. —Wicket agitó sus largas manos como para ilustrar la palabra—. Hace favores a cambio de una prenda.
—¿Quiénes sois? —estalló Renie sin poder contenerse más—. ¿Qué hacéis aquí? ¿Cómo habéis llegado?
—Ésas preguntas son muy interesantes —dijo Corduroy hablando despacio. Parecía el más reflexivo—. Tuvimos que hacer muchos regalos a la Colin para que nos las contestara.
—Es decir, ¿que no sabéis quiénes sois ni cómo llegasteis?
—Tenemos… ideas —dijo Corduroy como si dijera una gran cosa—. Pero no estamos seguros. Algunas noches discutimos esos temas.
—Corduroy es el que mejor habla —aclaró Wicket—. Sobre todo porque los demás se cansan y abandonan.
Ésos hombres sólo podían ser muñecos, pero parecían perdidos, alejados del vivo resplandor y las astutas lisonjas del resto del club. Renie se estremeció al pensar en réplicas, meras piezas de maquinaria codificada, sentadas alrededor de una fogata virtual y hablando de cuestiones metafísicas. Era una idea tan… de soledad. Levantó la mirada hacia las luces brillantes enredadas en la trama de raíces del techo. Como estrellas. Pequeñas llamas que paliaban la oscuridad de arriba como las fogatas montan guardia contra la oscuridad de la tierra.
—De acuerdo —dijo Renie al fin—. Vamos a ver a esa Colin.
Wicket se agachó y cogió una tea encendida de la hoguera. Sus tres amigos hicieron lo mismo, muy serios de repente. Renie no podía evitarla sensación de que, en el fondo, se lo tomaban como un juego. Fue a coger el último leño de la hoguera pero Corduroy agitó una mano.
—No —le dijo—. Tenemos que dejar el fuego encendido siempre para encontrar el camino de vuelta.
Renie ayudó a !Xabbu a ponerse de pie. Se bamboleaba ligeramente, como si estuviera a punto de desmayarse de debilidad, pero se mantuvo en pie cuando ella le tomó la mano y se dirigió a los hombres.
—Habéis dicho que tenemos que darle algo. Yo no tengo nada.
—Entonces, tienes que contarle una historia. Tu amigo el señor Wonde sabe muchas… nos ha contado algunas. —Brownbread sonrió al recordarlas—. Eran buenas.
Wicket se situó en primer lugar y agachó el cuello para no darse en la cabeza con las raíces colgantes. El último era Silbo, que avanzaba con la antorcha en alto para que Renie y !Xabbu quedaran envueltos de luz. Mientras andaban, Renie percibía algo borroso por el rabillo del ojo. No lograba sorprender ningún cambio en el momento en que sucedía pero el lugar iba transformándose. Las plumosas raíces del techo se hacían más densas y las tenues luces disminuían. La tierra suave y margosa que pisaban se endureció. Al cabo de poco tiempo, Renie se dio cuenta de que pasaban por una serie de cuevas a la única luz de las antorchas. Unas formas raras cubrían las paredes de la gruta, dibujos hechos con carbón de leña y sangre, quizá representaciones primitivas de animales y personas.
Parecía que descendían. Renie tocó a !Xabbu, sobre todo para cerciorarse de su presencia. Empezaba a sentirse parte integrante del lugar, casi como Wicket y sus compañeros. ¿En qué sección del club se encontrarían? ¿Cuál sería su función?
—!Xabbu, ¿me oyes? —Tampoco esta vez obtuvo respuesta por la banda restringida—. ¿Cómo te encuentras? ¿Estás bien?
Tardó bastante en contestar.
—Casi… casi no te oigo. Hay otras presencias muy cerca.
—¿Qué significa «otras presencias»?
—Es difícil de explicar —replicó como distraído—. Creo que la gente de la raza primitiva se encuentra cerca. O tal vez se trate del hambriento, el que se quemó en el fuego.
—¿Qué significa eso? —Le tiró del hombro como para sacarlo del extraño letargo, pero !Xabbu sólo se inclinó hacia un lado y a punto estuvo de caer—. ¿Qué te pasa?
!Xabbu no respondió. Renie empezó a asustarse de verdad por primera vez desde el reencuentro.
Wicket se detuvo ante un gran arco natural. Una cadena de ojos crudamente bosquejados lo rodeaba, oscuros como contusiones contra la piedra iluminada por las antorchas.
—Tenemos que acercarnos en silencio —musitó, al tiempo que se llevaba un largo dedo a los labios—. A la Colin no le gusta el ruido.
Pasaron bajo el arco.
La caverna que se abría al otro lado no estaba tan oscura como el pasadizo anterior. En el fondo, una luz roja salía de una grieta del suelo y teñía el vapor que rezumaba por la hendidura. Apenas visible entre la neblina roja, se adivinaba una figura sentada en un alto sitial de piedra, inmóvil como una estatua.
No hizo gesto alguno pero su voz se extendió por toda la gruta, una especie de gruñido palpitante que, a pesar de la claridad de las palabras, más parecía un órgano de iglesia que una voz humana.
—Acercaos.
Renie se sobresaltó, pero Wicket la tomó del brazo y la condujo a la grieta. Los otros ayudaron a !Xabbu a caminar por el rudo suelo. «Es el…, ¿cómo lo llaman? El Oráculo de Delfos —pensó Renie—. Alguien ha estudiado mitología griega».
La figura del sitial de piedra se levantó y abrió el manto como si de oscuras alas de murciélago se tratara. A Renie le dio la impresión de que tenía más brazos de lo normal, aunque era difícil de precisar a través del basto atavío y del vapor que todo lo oscurecía.
—¿Qué buscáis?
La voz resonaba desde todas partes a la vez. Renie tuvo que admitir que el montaje era impresionantemente fantástico. Pero la cuestión era si pasar por toda esa payasada serviría de algo.
—Quieren marcharse —dijo Wicket—, pero no pueden.
Hubo un largo silencio.
—Marchaos vosotros cuatro. Lo que tengo que decir sólo a ellos concierne.
Renie se dirigió a Wicket y a sus amigos para darles las gracias, pero ellos ya corrían hacia la entrada de la gruta empujándose unos a otros como una pandilla de críos que acaba de encender la mecha de un petardo. Renie entendió de pronto lo que tanto la había confundido con respecto a Wicket desde que lo viera por vez primera, y con respecto a sus amigos, también. Sus actitudes y su comportamiento eran de niños, no de adultos.
—¿Qué me ofrecéis a cambio de la ayuda? —preguntó la Colin.
Renie volvió la mirada. !Xabbu se había caído al suelo al borde de la grieta. Cuadró los hombros y procuró hablar con voz serena.
—Nos han dicho que podemos pagarte con una historia.
La Colin se inclinó hacia delante. Tenía la cara velada, invisible, pero la silueta de debajo del ropaje, tuviera o no más brazos de lo normal, era evidentemente femenina. Un collar reflejó la luz brevemente y las grandes cuentas claras brillaron sobre la sombra negra de su pecho.
—No una historia cualquiera, sino la vuestra. Dime quiénes sois y saldréis libres.
Las palabras permitieron a Renie un momento de pausa.
—Sólo queremos marchar pero algo nos lo impide. Yo soy Wellington Babutu, de Kampala, Uganda.
—¡Mentira! —La palabra cayó como una pesada puerta de hierro—. Dime la verdad. —La Colin levantó los puños. Ocho—. No podéis burlarme. Sé quién eres. Sé exactamente quién eres.
Renie reculó presa del pánico. Strimbello le había dicho las mismas palabras… ¿era todo un juego suyo? Trató de dar otro paso pero no pudo, ni pudo tampoco alejarse de la grieta. La luz se intensificó de pronto; sólo veía el resplandor rojo y la forma oscura de la Colin garrapateada contra la luz.
—No iréis a ninguna parte hasta que me digas tu verdadero nombre. —Cada una de las palabras tenía un peso físico, una fuerza aplastante como martillazos—. Estáis en un lugar donde no debíais estar. Sabes que os han atrapado. Todo irá bien si no te rebelas.
La fuerza de la voz de la criatura y el movimiento constante y serpentino de los brazos, cuya silueta destacaba en el resplandor, resultaban curiosamente imponentes. Renie sintió un deseo desbordante de rendirse, de vomitar la historia entera de su engaño. ¿Por qué ocultar quién era? Los criminales eran ellos, no ella. Habían hecho daño a su hermano y Dios sabría a cuántos más. ¿Por qué habría de mantenerlo en secreto? ¿Por qué no gritar la verdad a los cuatro vientos?
La caverna la envolvía. La luz escarlata parecía arder al fondo del profundo agujero.
«No. Es una especie de estado de hipnosis para debilitarme. Tengo que resistir. Resistir. Por Stephen, por !Xabbu».
—¡Habla! —la instó la Colin.
El simuloide no podía retirarse ni dar media vuelta. Los brazos como serpientes no paraban de describir figuras siempre distintas que transformaban el resplandor de la grieta en un dibujo estroboscópico de luz y oscuridad.
«Tengo que cerrar los ojos». Pero no podía hacer eso siquiera. Se esforzó por pensar en otra cosa que no fuera la silueta que tenía ante ella, la voz exigente. ¿Cómo podían impedirle incluso que parpadeara? Aquello era una simple simulación. No podía afectarla físicamente, tenía que ser una especie de hipnosis de gran intensidad. Pero ¿qué significaba todo eso? ¿Por qué «Colin»? ¿Una mujer? ¿Una virgen como la del Oráculo de Delfos? ¿Por qué llegar a tales extremos sólo para escarmentar a los intrusos? Era como lo que se cuenta a los niños para asustarlos…
Ocho brazos. Un collar de calaveras. Renie se había criado en Durban, una ciudad con mucha población hindú; entonces entendió lo que debía de ser lo que tenía ante los ojos. Pero la gente de otros lugares podía no entender el nombre del oráculo, y menos los niños. Seguramente, Wicket y sus amigos nunca habían oído el nombre de la diosa hindú Kali, y por eso la llamaban a su manera.
Wicket, Corduroy… de pronto se dio cuenta de que no eran adultos sino niños o muñecos que imitaban a niños. Por eso le resultaban tan extraños. Allí, en aquel lugar horrible, se utilizaba a niños para atrapar a otros niños.
«Entonces, este monstruo cree que yo también soy un niño. ¡Y también Strimbello lo creyó!». Habían olisqueado una identidad falsa pero habían dado por supuesto que Renie era un niño disfrazado de adulto para entrar a curiosear en el club. Pero si eso era cierto, Wicket y sus compañeros la habían enviado al proceso que había atrapado a Stephen y a Dios sabría cuántos más.
!Xabbu seguía de rodillas, mirando impotente. Él también estaba atrapado… tal vez lo hubieran atrapado antes de reencontrarse, y ahora se hallaba tan lejos como Stephen. No podía salir.
Pero ella sí podía, o al menos sí había podido un rato antes.
Por un momento, dejó de rebelarse contra las ataduras invisibles. Al notar la rendición, la oscura forma de Kali se expandió amenazadora hasta cubrir todo su campo de visión. La cara velada se inclinó a un lado con el manto volando alrededor como la cabeza de una cobra. Las luces destellaron. Palabras de aviso, órdenes y amenazas cayeron sobre ella en cascada, juntas, con un zumbido rasgado tan alto que hizo vibrar las tomas de audio.
—¡Salir!
No ocurrió nada. Su simuloide quedó congelado como un adorador forzoso a los pies de Kali. Pero aquello no tenía sentido… había dicho el código necesario, su sistema funcionaba con órdenes de la voz. No había motivos para que no obedeciese.
Se quedó mirando fijamente una vorágine turbulenta de luz roja, procurando mantener la concentración a pesar del ruido incesante y controlar el pánico para poder pensar. Cualquier orden dada con la voz tendría que poner en marcha su sistema en la Politécnica… a menos que esa gente fuera capaz de atascar la voz de la misma forma que congelaba simuloides. Pero si podían hacerlo, ¿por qué tomarse tantas molestias en llevarla a ese lugar concreto? Strimbello habría podido inmovilizarla en la Sala Amarilla, sin más. ¿Para qué poner en marcha un espectáculo tan complicado? Tal vez hiciera falta que estuviera allí, aislada y expuesta a esa barrera de luz y sonido. Tenía que ser hipnosis, algún método basado en efectos estroboscópicos a gran velocidad y sonidos especiales que operasen directamente sobre el sistema nervioso, algo que separara los procesos de pensamiento superior de las respuestas físicas.
Es decir, tal vez no hubiera llegado a hablar, aunque creyera lo contrario.
—Salir —gritó.
Pero todo quedó igual. Resultaba difícil concentrarse y notar el cuerpo real bajo la luz intermitente, cegadora e irregular y el doloroso zumbido de un millón de avispas en los oídos. Notaba la insistencia de su atacante arañando la coraza de la concentración, el hilo que la salvaba de precipitarse en la nada. Pero no podría resistirlo mucho más tiempo.
«Cierre por defunción». Las palabras salieron a flote, unas migajas de memoria que se desprendieron durante el torbellino. «Todos los sistemas tienen un mecanismo eyector, una forma de salir en situación de emergencia, un ataque cardiaco, por ejemplo. La Politécnica tiene que tenerlo». El volumen estaba tan alto, alto hasta la desesperación. Los pensamientos le resbalaban como peces de colores fuera del estanque. «¿Velocidad cardiaca? ¿El mecanismo está conectado al monitor de electrocardiograma de los arneses?».
Tendría que dar por supuesto que sí… era la única posibilidad de salir. Aumentaría el pulso más de lo que aconsejaban las medidas de seguridad.
Renie dio rienda suelta por fin al miedo que había tratado de controlar. No fue difícil… aunque hubiese acertado, sólo había una pequeña posibilidad de que el plan funcionase. Sería más probable que fallara y empezara a resbalar de pronto por un túnel hacia la negrura, como le había pasado a Stephen, una negrura que no se distinguía de la muerte.
No notaba su cuerpo físico, que sin duda seguía colgado inútilmente al lado del de !Xabbu en la sala de arneses. Era todo ojos y oídos, atormentados hasta la locura por el torbellino ensordecedor de luz que era Kali.
La desesperación hizo presa en ella sin tasa ni respiro, como una electrocución horrenda y silenciosa. Pero no era suficiente… necesitaba más. Pensó en su corazón y se lo imaginó bombeando. Luego, dejando que el miedo puro tiñera la imagen de color, lo visualizó latiendo más veloz que nunca, luchando por solucionar una emergencia que la evolución no habría podido prever jamás.
«No hay esperanza —se dijo, y se imaginó el corazón tiritando, apresurándose—. Moriré aquí o caeré para siempre en la locura». El oscuro músculo era una cosa tímida y secreta como una ostra sin concha, que se esforzaba por sobrevivir desesperadamente. Bombeaba a toda prisa, se forzaba, perdía el latido un momento al chocar los ritmos unos contra otros.
Renie tenía frío y calor, temía el grado de toxicidad, temblaba como un animal presa de pánico.
Corría, luchaba, caía.
«Me perderé como Stephen, como !Xabbu. Pronto estaré en el hospital, metida en un pulmón de plástico, cerrada con cremallera, muerta, carne muerta».
Empezó a ver imágenes que se sucedían rápidamente en la ventanilla caleidoscópica de la imaginación: Stephen, gris e inconsciente, inalcanzable para ella, vagaba en alguna parte, en un espacio vacío y solitario.
«Me estoy muriendo».
Su madre, que gritaba agónicamente durante sus últimos momentos atrapada en el piso superior de los grandes almacenes, rodeada de hambrientas llamas trepadoras, sabiendo que no volvería a ver a sus hijos.
«Me muero, me muero».
La muerte destructora, la gran nada, el puño congelador que atrapa y machaca hasta reducirlo todo a un polvo que queda flotando en el agujero negro interestelar.
El corazón se ahogaba, llegaba a trompicones al colapso final como un motor recalentado.
Me muero, me muero, me muero, me…
El mundo dio un brinco y se volvió gris; la luz y la oscuridad se repartían por igual. Renie notó un dolor penetrante que le bajaba por el brazo como una llamarada. Se encontraba en un lugar intermedio, viva, no, moribunda, se…
«He salido —pensó, y la idea resonó en su cráneo, cavernoso y sonoro de pronto. El zumbido agudo había terminado. Era otra vez dueña de sus pensamientos pero incluso en la agonía un cansancio infinito y adherente la arrastraba—. Seguro que estoy en pleno ataque cardiaco».
Ya había determinado su propio curso antes de empezar. No podía pensar en lo que iba a hacer ni prestar atención al dolor… aún no.
—Retroceso… al último nodo.
Su voz, aunque sonó alta en la recobrada quietud mental, no fue sino un susurro ronco.
El gris desapareció antes de que terminara de formarse. Estaba otra vez en la gruta, en medio de la cegadora luz roja. Su posición había cambiado; ahora se encontraba a un lado de Kali, que se agachaba en ese momento sobre la silueta encogida de !Xabbu con el interés de un buitre. La diosa de la muerte tenía los brazos inactivos, y su voz enloquecedora guardaba silencio. Volvió el rostro velado hacia el punto en el que había reaparecido Renie.
Renie saltó hacia delante y agarró el simuloide del bosquimano. Otra punzada de dolor le paralizó el brazo; rechinó los dientes y dominó una náusea repentina.
—Salir —gritó, disparando el escape para los dos, pero canceló la orden inmediatamente en cuanto vio que la parte del programa de !Xabbu no respondía.
El estómago le dio otro vuelco. El bosquimano seguía atrapado, enganchado de alguna manera. Tendría que buscar otra forma de sacarlo de allí.
Una sombra pasó sobre ella como un faro en negativo. Levantó la mirada y vio la figura de Kali enmarcada en rojo, que se cernía sobre ellos con los brazos extendidos.
—¡Mierda!
Renie sujetó a !Xabbu con más fuerza preguntándose hasta qué punto sería real la simulación. Se armó de valor contra el dolor inevitable, se enderezó de repente y golpeó con el hombro al oráculo en el tronco. No se produjo sensación de contacto, pero la criatura resbaló varios centímetros por el pozo humeante. El monstruo quedó suspendido en el aire, bañado en el resplandor rojo, apoyando los pies en el vacío.
Kali se llevó una mano a la cara y se arrancó el velo; una piel azul quedó al descubierto, con un agujero mellado por boca, una lengua roja que pendía y… sin ojos.
Otro truco para retenerla hasta que empezaran de nuevo los efectos visuales. Tal vez antes habría surtido efecto, pero en ese momento ya no tenía fuerzas ni para asombrarse.
—Estoy harta de vuestro maldito juego —gruñó.
Veía chiribitas negras, pero no creyó que tuvieran relación con la programación del agujerito infernal del Mister J’s. Mareada, dejó de mirar a la cosa ciega y el ulular dio comienzo otra vez.
—¡Qué te zurzan, bruja! —exclamó Renie sin resuello—. Aleatoria.
El cambio fue sorprendentemente rápido. La gruta se disolvió y, en un momento, el pasillo largo y oscuro empezó a formarse ante sus ojos. Entrevió una hilera casi infinita de candelabros en las paredes, cada uno sujeto por una mano sin cuerpo, y de pronto cambió otra vez… sin haberlo ordenado ella y contra su voluntad.
La transición no fue tan suave como las anteriores. Durante varios largos segundos, tenía la visión distorsionada hasta la náusea, como si la nueva ubicación no fuera a enfocarse nunca. Cayó y notó tierra blanda —o una simulación— bajo el dolorido cuerpo. Mantuvo los ojos cerrados, estiró la mano y tocó a !Xabbu, que permanecía silencioso y quieto. ¡Qué difícil moverse un milímetro más! Pero sabía que tenía que ponerse de pie y empezar a buscar la forma de salir.
—Sólo disponemos de unos momentos —oyó decir a alguien. Era una voz tranquilizadora, a pesar del tono exhortativo, situada a la misma distancia del estereotipo masculino que del femenino—. Ésta vez les resultará mucho más fácil seguirte.
Renie abrió los ojos asombrada. Estaba rodeada de una multitud de gente, como si fuera la víctima de un accidente tendida en una calle bulliciosa. Al cabo de un rato, distinguió las formas grises y estáticas que la rodeaban, todas excepto una.
El desconocido era blanco. No blanco igual que ella negra, no caucásico sino blanco de verdad, blanco puro, como el papel inmaculado. El simuloide del desconocido —pues no podía ser otra cosa ya que todavía estaban dentro del sistema— era un vacío puro, como si hubieran recortado con tijeras una silueta vagamente humana de materia de realidad virtual. Vibraba y bailaba por los extremos sin quedarse nunca quieta.
—Déjanos… en paz.
Hasta hablar era difícil, le faltaba aire, y un dolor intenso le atenazaba el interior de la caja torácica.
—No puedo, aunque es una insensatez arriesgarme tanto. Siéntate y ayúdame a levantar a tu amigo.
—¡No lo toques!
—Deja de hacer tonterías. Los que os persiguen os van a localizar en cualquier momento.
Renie se puso de rodillas con gran esfuerzo; se sentía ligeramente mareada hasta que recobró el aliento.
—¿Quién… quién eres? ¿Dónde estamos?
La forma blanca se acuclilló al lado de !Xabbu. El desconocido no tenía cara ni forma definida; Renie no sabía qué era lo que veía.
—Me he arriesgado mucho ya. No puedo decirte nada… aún es posible que te atrapen, lo cual significaría la muerte de otros. Ahora, ¡ayúdame a levantarlo! Tengo poca fuerza física y no me atrevo a cargarme de más potencia.
Renie se arrastró hasta los dos bultos y por primera vez se fijó en el entorno. Estaban en una especie de parque abierto y verde bajo cielos oscuros y grises, limitado por árboles altos y muros de piedra cubiertos de hiedra. Las silenciosas figuras que los rodeaban se extendían en todas direcciones, fila tras fila, de modo que el lugar parecía una extraña mezcla de cementerio y jardín de esculturas. Cada forma correspondía a una persona, algunas muy particularizadas, otras indefinidas como sus propios simuloides; cada una congelada en un momento de temor o sorpresa. Algunas llevaban mucho tiempo plantadas y, como las estructuras abandonadas de Toytown, habían perdido los colores y las texturas, pero la mayoría eran de nuevo cuño.
El desconocido levantó la cabeza al aproximarse ella.
—Cuando a un invitado le sucede algo durante el tiempo de conexión, el simuloide queda aquí. A los propietarios de este lugar… les gusta conservarlos como trofeos.
Renie cogió a !Xabbu por debajo de los hombros y lo sentó. El esfuerzo le nubló la vista un momento y se tambaleó tratando de mantener la consciencia.
—Creo que… tengo un infarto —musitó.
—Razón de más para apresurarse —dijo el espacio vacío—. Ahora, sujétalo firmemente. Está muy lejos y si no vuelve, no podrás desconectarlo de la línea. Tengo que mandar a buscarlo.
—¿Mandar a buscarlo…?
Renie apenas podía hablar. El mareo iba en aumento y, aunque su estado físico la asustaba en parte, cada vez le preocupaba menos. El vacío en forma humana, el extraño jardín… eran sólo unas cuantas complicaciones más de una situación complicada de por sí. ¡Qué difícil, pensar! Sería más sencillo dejarse acunar en brazos del sueño…
—El guía de la miel irá a buscarlo.
El desconocido levantó los bultos romos que eran sus manos como si fuera a rezar, pero las dejó un poco separadas. Al ver que nada ocurría, Renie empezó a reunir fuerzas para hacer otra pregunta, pero la forma indefinida se había quedado completamente rígida como cualquiera de los residentes del jardín de trofeos. Una soledad fría la invadió. Ya todo estaba perdido. Todos se habían ido. ¿Para qué seguir luchando, si podía ponerse a dormir inmediatamente…?
Se produjo un movimiento entre las manos del desconocido y después apareció una especie de abertura, una nada más profunda aún, como una sombra proyectada sobre aire desnudo. La oscuridad tembló y volvió a temblar; luego, otra forma blanca salió de ella vibrando. Ése trozo más pequeño de vacío, que tenía forma de ave igual que el desconocido tenía forma humana, voló hasta el hombro del simuloide de !Xabbu, se acurrucó un momento, aleteando suavemente como una mariposa recién nacida al secarse las alas. Renie miraba con indolente fascinación mientras la pequeña cosa blanca resbalaba hasta cerca de la oreja de !Xabbu —o el rudimentario pliegue del simuloide que la representaba— como para contarle un secreto al oído. Renie oyó un chillido agudo y, después, aquella especie de pájaro saltó al aire y desapareció.
La gran nada volvió bruscamente a la vida con un temblor. Dio un brinco y golpeó las rudimentarias manos.
—Marchaos ya, rápido.
—Pero…
Renie miró hacia abajo. !Xabbu se movía. Una de las manos del simuloide se cerró en un puño apretado, como si quisiera atrapar algo que se había ido volando.
—Ahora puedes llevártelo. Y llévate esto otro también.
El desconocido se hundió un brazo en el costado y, al sacarlo de nuevo, llevaba un objeto que despedía una suave luz ambarina. Renie se quedó mirándolo. El desconocido le tomó una mano, le abrió el puño y le dejó el objeto en la palma. Renie se preguntó un momento por el roce tan mundano y normal de la presencia fantasmal, luego volvió a mirar lo que le había dado. Era una gema redonda y amarilla con cientos de caras talladas.
—¿Qué… qué es?
Resultaba difícil acordarse de las cosas. ¿Quién era esa forma blanca y luminosa? ¿Qué estaba haciendo ella allí?
—No más preguntas —le dijo tajante—. ¡Idos!
Renie se quedó un momento mirando el vacío donde tenía que estar su cara. Algo se le agitaba en la mente, en lo más hondo, e hizo un esfuerzo por identificarlo.
—¡Idos ya!
Apretó un poco más a !Xabbu; estaba delgado como un niño.
—Sí, claro. Salir.
El jardín desapareció como una pompa de jabón en el aire.
Todo estaba a oscuras. Renie creyó que se habían quedado colgados en la transición, hasta que se acordó del casco. Alzó un brazo y el dolor le cortó la respiración un instante, pero logró levantarse el visor.
El panorama no mejoró gran cosa; seguía viendo gris, principalmente, aunque se distinguían también rayas oscuras. Unos instantes después comprendió que las borrosas rayas verticales de alrededor eran las correas de la sala de arneses. Estaba colgada en su sitio, balanceándose levemente. Se giró y vio a !Xabbu suspendido a su lado; era el !Xabbu de verdad con su cuerpo de verdad. Mientras lo miraba, el bosquimano tembló convulso y levantó la cabeza con los ojos en blanco, tratando de enfocar la mirada.
—!Xabbu —dijo con voz apagada. Todavía tenía puestas las entradas de audio, pero le faltaban fuerzas para levantar el brazo de nuevo. Tenía que decirle algo, algo muy importante. Lo miró fijamente, tratando de recordar, pero notaba un gran peso en la cabeza. Justo antes de darse por vencida, se acordó—. Llama a una ambulancia —dijo; le hizo gracia lo insólito de la situación, e incluso se rio un poco—. Creo que me estoy muriendo.