10. Espinas

PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Se firma el acuerdo pero la desconfianza sigue latente en Utah.

(Imagen: hombres dándose la mano ante el edificio del Capitolio en Salt Lake City). Voz en off: Se ha firmado un frágil acuerdo de paz entre el gobierno estatal de Utah, la iglesia mormona y los separatistas militantes de la secta mormona conocida con el nombre de Alianza del desierto, pero queda en el aire la pregunta: ¿durará, sin implicación federal?

(Imagen: el presidente Anford en La Rosaleda). El gobierno de las Naciones Unidas, amparándose en los derechos de autodeterminación de los estados y ciudades, reivindica su neutralidad, declaración que ha levantado las protestas de algunos ciudadanos de Utah, según los cuales la administración Anford ha «incurrido en anticonstitucionalidad». Sin embargo, la actitud imparcial de la Administración ha merecido el aplauso de otros sectores.

(Imagen: Edgar Riley, portavoz de la Alianza, en la conferencia de prensa). RILEY: Ningún gobierno tiene derecho a imponer su voluntad en el reino del Señor. Contamos con algunos guerreros, hombres endurecidos. Si el Estado da marcha atrás, cerramos las fronteras a cal y canto.

Vienen por ti con la aurora. Es Jankel el Bueno, y otro de nombre Simmons o algo parecido… no lo has visto muchas veces. Antes enviaban a más de dos, pero los tiempos han cambiado. No has pegado ojo, claro, pero ellos se acercan sigilosamente como si no quisieran despertarte.

Jankel te dice que ya es la hora como disculpándose.

Te sacudes su mano de encima y te levantas… no quieres que nadie te ayude. Irás solo, andando sobre dos pies, si puedes, pero te flaquean las rodillas. Muchas veces durante la larga noche has oído sus pasos precursores fantasmagóricos, en el pasillo. Ahora te sientes difuminado y borroso como una fotografía mal revelada. Estás cansado.

El sueño llega, sin embargo. Enseguida dormirás.

No hay sacerdote ni pastor… les dijiste que no querías curas. ¿Qué consuelo te proporcionaría el balbuceo de un desconocido hablándote de cosas en las que no crees? Sólo Jankel te escolta, y Simmons, o como se llame, sujeta la puerta. No son más que un par de funcionarios de prisiones mal pagados que necesitan hacer horas extras la mañana del domingo. Además, sacarán una pequeña bonificación por el trabajo, naturalmente, porque es desagradable de verdad… nadie los obliga, son prisioneros del sistema penal privado. Jankel debe de necesitar el dinero, con tantos impuestos que pagar por tantos niños que alimentar. De otro modo, ¿quién sino un psicópata se prestaría para un trabajo así?

El último paseo. Arrastrando los pies, en realidad, con los grilletes de nailon de la pena capital en los tobillos. No sucede nada de lo que has visto en el cine. Los compañeros de celda no acuden a los barrotes a despedirte con frases lacónicas; la mayoría duerme o lo finge. Tú hiciste lo mismo cuando se llevaron a Garza. ¿Qué tienes que decir? Y Jankel no grita «¡Muerto va!», ni nada por el estilo, no lo ha hecho nunca. La vez que más se te acercó fue durante aquella conversación en voz baja el día que llegaste a la planta, cuando, en el más perfecto estilo de drama carcelario, te dijo: «Si trabajas conmigo, todo irá como la seda… si no, lo vas a pasar peor que en toda tu vida». Ahora está silencioso y entristecido, como quien lleva el perro del vecino, al que ha atropellado un camión, al veterinario de urgencia.

Te llevan a un sitio que en realidad no es la consulta del médico —es la cámara de la muerte, al fin y al cabo— pero huele como cualquier enfermería de prisión. El doctor es un hombre pequeño… si es que es doctor en medicina: sólo hace falta el título de ayudante técnico sanitario para llevar a cabo la ejecución. Es evidente que ha esperado quince minutos más de lo que quería y el café de la mañana se le ha vuelto ácido en el estómago. Asiente con la cabeza al veros entrar a todos y sonríe con una mueca extraña en los labios que no será más que dispepsia y nervios. Asiente de nuevo, señala, con un gesto un tanto tímido, la mesa de acero inoxidable, una mesa de reconocimiento normal y corriente, y se encoge de hombros como si dijera «Nos gustaría que fuera más agradable, pero con los tiempos que corren… ya se sabe…».

Los guardias te sujetan por los brazos cuando te tiendes boca arriba encima del papel protector… en realidad, te ayudan, se aseguran de que el temblor de las piernas no te haga caer inoportunamente. Te ayudan pero te sujetan con mano firme, muy firme.

Subes las piernas a la mesa y ellos te ayudan también a tumbarte. Empiezan a atar las correas.

Hasta el momento, podría haber sido una visita de rutina al médico de la cárcel, pero nadie habla. Es normal, en realidad…, hay poco que decir. Ya te han hecho el diagnóstico definitivo, enfermo terminal.

Peligroso. Desgraciado inútil. Conflictivo. Falta de autocontrol. De difícil acomodo y caro de alimentar. Se suma la combinación de síntomas Se prescribe la medicación.

De nada sirve decirles que eres inocente. Llevas años haciéndolo, lo has hecho de todas las formas posibles. Nada ha cambiado. Las apelaciones, el par de artículos en las revistas —«Enterremos nuestros errores», decía un titular, apropiado para cárceles y hospitales a la vez— no cambiaron nada, al final. El niño pequeño que hay dentro de ti, la parte que creía que gritando con fuerza suficiente aparecería alguien que arreglaría el entuerto, ha muerto, borrado por completo, con la misma eficiencia con la que el resto de ti mismo será borrado enseguida.

Un oficial aguarda en el umbral, una sombra gris tiburón. Te vuelves a mirarlo pero la cadera de Jankel lo tapa. Un breve toque húmedo y frío en el brazo te obliga a mirar otra vez la mala cara del doctor. ¿Alcohol? ¿Para qué? Te limpian un poco para que no se te infecte. Una pequeña broma carcelaria, tal vez, más sutil de lo que esperabas. Una punta afilada te traspasa la piel buscando la vena, pero ocurre un fallo. El doctor maldice por lo bajo, con un leve matiz de pánico en el fondo y saca la aguja; tantea otra vez en busca de la vena, y otra, y la tercera, en vano. Te duele como si te pasaran por el brazo una máquina de coser. Tienes una sensación que te oprime el pecho, puede ser risa o un grito largo y borboteante.

Lo reprimes, claro. Dios no permita que te pongas en ridículo ahora. Sólo van a matarte.

Tienes toda la piel pegajosa. Los fluorescentes tiemblan y flotan cuando el pincho metálico entra por fin en el sitio adecuado y el doctor lo tapa con esparadrapo. El otro guardia, Simmons o como se llame, se inclina sobre ti y aprieta la correa para que no te sacudas la aguja de un tirón. Empiezan con la siguiente inyección.

Hay algo asombroso en todo eso. Es el fin del mundo pero los que te rodean se comportan como si llevaran a cabo una tarea cotidiana. Las únicas indicaciones de que no es así son las pequeñas gotas de sudor que aparecen en el labio superior del doctor y en el ceño fruncido.

Una vez convenientemente amarrado y alanceado, el traje gris que ves con el rabillo del ojo se acerca. Nunca habías visto esa cara, y te preguntas por un momento qué puesto ocupa en la jerarquía oficial: ¿estará por encima o por debajo de los guardias? Entonces te das cuenta de que estás perdiendo los últimos momentos en una estupidez y sientes un desprecio de vértigo.

El hombre blanco de mandíbula cuadrada pronuncia unas frases de condolencia, levanta una carpeta y lee en voz alta el resarcimiento de la corporación penal seguido de la orden legal de llenarte las venas de pentotal sódico y de cloruro potásico hasta que el corazón se te pare y la línea del cerebro salga recta en el monitor. Antes hacían tragar un tercer producto químico mortal, pero los contables decidieron que eso era dar margaritas a los cerdos.

El doctor ha empezado a inocular la solución salina, aunque no notas en el brazo nada más que la molestia de la aguja y un ligero escozor de los pinchazos fallidos.

¿Entiendes, hijo?, te pregunta el hombre blanco de la mandíbula cuadrada. Quieres burlarte. Entiendes más de lo que él sabe. Entiendes que simplemente se deshacen de la basura y después reciclan el envase. Vas a ser más útil a la sociedad como fertilizante hidropónico que nunca en tu vida como boca que alimentar en una cara celda privada.

Quieres burlarte pero no lo haces. En ese momento, mirando los ojos de color azul claro de ese hombre, te das cuenta mejor que nunca hasta entonces de que vas a morir de verdad. Nadie va a saltar desde detrás del sofá para decirte que era sólo una broma. Ni es una película de la red: no hay grupo de mercenarios a sueldo que vayan a tirar abajo las puertas de la prisión para liberarte. Dentro de un momento, el médico apretará ese botón y esa botella de líquido claro —tenían que ser líquidos claros, naturalmente, incoloros, como ese hombre blanco de mandíbula cuadrada y ojos inexpresivos que te han mandado para leerte la sentencia de muerte— empezará a irrigar por la vía principal. Y entonces, morirás.

Quieres hablar pero no puedes. Tiemblas de frío. Jankel te tapa hasta la barbilla con la fina manta blanca del hospital, con cuidado de no tocar el tubo transparente que se te hunde en el brazo como una larga serpiente de cristal. Pero asientes con la cabeza. No eres idiota, por Dios. Entiendes las leyes y su funcionamiento. Si no te hubieran aplicado una, te habrían aplicado otra. Hacen esas leyes para que la gente como tú no se acerque a lo que tiene la gente como ellos. Por eso asientes, para decir lo que tu lengua seca y tu garganta cerrada no pueden decir: sé por qué queréis matarme. No necesito más explicaciones.

El hombre del traje gris sonríe, sus labios forman una línea estrecha y curva, como si comprendiera la mirada de tus ojos. Hace al doctor un gesto de asentimiento, uno solo, se guarda la carpeta bajo el brazo, se dirige a la puerta y desaparece de tu vista por detrás de la curvatura de los pantalones azules de Jankel.

Acabas de conocer al ángel de la muerte. Era un desconocido. Siempre es un desconocido.

Jankel te aprieta el brazo, significa que el doctor acaba de abrir la espita de la segunda vía, pero no miras al guardia. No quieres que tu imagen postrera de la tierra sea él. Él no es nadie… sólo un hombre que cuida tu jaula. Un hombre honrado, para ser vigilante en un zoo humano, tal vez, pero nada más.

Transcurre un breve tiempo… tiempo denso y escurridizo que, sin embargo, jamás se precipita. La mirada se te va hacia arriba, hacia los fluorescentes, que tiemblan aún más que antes. Tienen pequeñas grietas de color en los bordes. Te das cuenta de que los ojos se te inundan de lágrimas.

Al mismo tiempo, la habitación se caldea. Notas la piel más suelta, los músculos laxos. No está tan mal.

Pero no volverás jamás. El corazón se te acelera. Te empujan hacia la oscuridad. Un pasajero sobra en el gran barco, tú has sacado la paja corta.

Una especie de pánico cerval se apodera de ti y, por un momento, luchas contra las ataduras, o lo intentas, pero ya es tarde. Un músculo se mueve en el pecho, nada más, una contracción como al principio del parto. Como nacer.

Mal camino, mal camino. Sales, no entras…

La negrura tira de ti implacablemente, te arrastra, te corroe la resistencia. Pendes, colgado de las uñas, sobre un océano de cálido terciopelo, y sería tan fácil, tan, tan fácil dejarse llevar… pero hay algo debajo de lo mullido, algo áspero, terminante y… ¡ay!, tan solitario y aterrador.

Se va, la luz casi se ha ido, no es más que un rastro que se diluye deprisa. Se fue, la luz se fue.

Un grito mudo, un chisporroteo en un último instante antes de ser engullido por la fría oscuridad.

¡Oh, Dios! No quiero.

Media hora más tarde, todavía temblaba.

—¡Eres un virus infecto, Gardiner! Una inyección letal: ¡Dios! Te has ganado el máster de virología.

Orlando levantó la mirada e intentó ver. Todo eran sombras y niebla que se arrastraba por el oscuro saloon, pero la ancha silueta de su amigo era inconfundible.

Fredericks se dejó caer en uno de los hundidos sillones de respaldo alto y leyó detenidamente el menú de experiencias que destellaba en la mesa negra, una telaraña abstracta y cambiante de letras blancas como la espuma. Su simuloide hizo un gesto exagerado de desprecio y alzó los hombros provocativamente, parecía más musculoso de lo normal.

—¿Qué mosca te ha picado con esos viajes de tres al cuarto, Gardiner?

Orlando no entendía por qué a Fredericks le gustaban los simuloides de hombres musculosos. Tal vez en el mundo real fuera un tipejo pequeño y enclenque. Imposible averiguarlo, nunca había visto a su amigo en carne y hueso y, a esas alturas, sería violento preguntárselo siquiera. Además, el propio Orlando también pecaba de falsificar su imagen: el simuloide que llevaba era, como de costumbre, un producto de calidad, aunque no especialmente atractivo ni físicamente impresionante.

—¿Los viajes de la muerte? Me gustan, nada más. —Le costaba cierto esfuerzo componer los pensamientos, secuela del último descenso a la nada—. Me… interesan.

—Bueno, sí; me parecen ultramorbosos.

Una hilera de esqueletos bailaba la conga en la mesa frente a Fredericks, vestidos de pies a cabeza a lo Carmen Miranda; se pavoneaban, se contoneaban y caían de la mesa estallando como pompas de jabón. Lo llenaban todo: esqueletos en miniatura que jugaban a resbalar por los agitadores de cócteles como si fueran bomberos y patinaban en bandejas de hielo, todo un ejército de huesos haciendo demostraciones acrobáticas en la gran araña, incluso algunos, con diminutos Stetsons y zahones, cabalgaban en murciélagos que aleteaban en las sombras del alto techo. La decoración del saloon Última Oportunidad explotaba cuanto podía su proximidad virtual a Fila Terminal. Sin embargo, la mayoría de los habituales prefería la imitación gótica del club a las experiencias más realistas y desagradables que se vendían en el local de al lado.

—Estuviste conmigo en el accidente de aviación —puntualizó Orlando.

—Sí —replicó Fredericks con un resoplido—, en una ocasión. Tú has hecho ese viaje tantas veces que debes de tener un asiento reservado permanentemente. —La ancha cara de su simuloide quedó inexpresiva un momento, como si el auténtico Fredericks se hubiera retirado del sistema, aunque en realidad no era sino la incapacidad de su programa para expresar resentimiento…, una lástima porque Fredericks tenía una gran tendencia al resentimiento—. Fue el peor. Creí que iba a morir de verdad… creí que se me paraba el corazón. ¿Cómo puede gustarte esa mierda, Gardiner?

—Uno se acostumbra.

Pero no era cierto en realidad, y eso formaba parte del problema.

En el silencio que siguió, las grandes puertas de un extremo del saloon se abrieron con un crujido y un viento frío y estremecedor entró en la estancia. Orlando bajó el nivel de susceptibilidad casi sin darse cuenta; Fredericks, como llevaba una interfaz más barata, ni siquiera lo notó. Una cosa con brillantes ojos rojos y cubierta de copos de nieve como confeti se asomó a la puerta. Los clientes que se encontraban más cerca de la entrada se rieron. Un simuloide muy femenino gritó.

—Me han dicho que esas simulaciones las graban de la realidad, con gente que muere de verdad —dijo Fredericks bruscamente—. Las toman directamente de los equipos de interfaz de personas reales.

—¡Qué va! —Orlando sacudió la cabeza negativamente—. Es que es buen material. —Se quedó mirando la cosa de ojos rojos, que agarró a la mujer chillona y la arrastró hacia la blanca noche. Las puertas volvieron a cerrarse—. ¿Acaso crees que van a mandar a alguien al aire con el último grito en artilugios de grabación teleneuronal, que valdrán un pastón, y que, por pura casualidad, mientras está en marcha, un avión hace un Manila? Es una posibilidad contra enemil, Frederico, y tampoco la pondrían a disposición del usuario en cualquier sala de ciberjuegos. Por no decir que cuando se graban esas experiencias es imposible verlas después, desde luego; eso lo he comprobado, hombre. Las grabaciones con gente real son pura bazofia, unas mezclas monstruosas de verdad. No se puede interpretar la experiencia de una persona a través de un cerebro diferente. No funciona.

—¿En serio? —replicó Fredericks, no plenamente convencido; pero no tenía el interés obsesivo de Orlando por la realidad virtual y la red y, por lo general, no discutía esos temas con él.

—De todos modos, no es de eso de lo que quería hablar contigo. —Orlando apoyó la espalda—. Tenemos cosas más importantes de que hablar, en privado, y este sitio es una tumba. Vamos a mi queo.

—Sí, una tumba.

Fredericks soltó una risita cuando dos esqueletos del tamaño de un dedo pasaron patinando por la mesa jugando al frisbee con la chapa de una botella.

—No me refería a eso —contestó Orlando frunciendo el ceño.

La cabaña electrónica de Orlando estaba en Parc Corner, un sector bohemio de clase alta del Circuito Selecto habitado sobre todo por estudiantes universitarios de buena posición. Su base de operaciones en el mundo virtual era una réplica casi estereotipada del dormitorio de un muchacho…, la habitación que le habría gustado tener en casa pero que nunca tuvo. Una pantalla que ocupaba una pared mostraba constantemente imágenes de vídeo en directo del Proyecto CBM, un vasto desierto de color naranja. Los invitados de Orlando tenían que entrecerrar los ojos para ver los ejércitos de pequeños robots obreros que se movían en el laberíntico polvo de Marte. En la pared de enfrente, una amplia ventana daba a una simulación de un abrevadero del cretácico superior. Resultaba bastante vivido, para ser un empapelado normal y corriente; en ese momento, un joven tiranosaurio devoraba, con los peores modales, a un hadrosauro de pico de pato.

El interior estaba construido como una casa de playa de estilo escandinavo que los padres de Orlando habían alquilado cuando él era un niño. Le había impresionado la abundancia de rincones, escaleras y alcobas semiescondidas y, si cambió en algo la reconstrucción virtual, fue para exagerar el efecto laberíntico. Los recuerdos de sus proezas cibernéticas, sobre todo las de Thargor, estaban esparcidos por los múltiples niveles de la habitación. En un rincón había una pirámide de urnas de cristal simuladas, cada una con una réplica de la cabeza de un enemigo vencido, tomada directamente del volcado de instantáneas correspondiente a los últimos segundos del enemigo, cuando eso había sido posible. En la cumbre de la pirámide, el príncipe elfo negro de Dieter Cabo ocupaba el lugar de honor, bizco por la estocada que acababa de partirle el estrecho cráneo. Aquélla batalla había durado tres días y, por su culpa, Orlando estuvo a punto de suspender un parcial de biología, pero había valido la pena. En el País Medio todavía se hablaba de la épica batalla con respeto y envidia.

Otros muchos objetos ocupaban nichos individuales: cajas de homúnculos luchadores, restos de otro encantamiento mal disparado por el enemigo, la esfera aselfiana que Thargor había arrancado de la frente de un dios moribundo y hasta la mano esquelética del mago Dreyra Jarh. No se la había cortado el mismo Thargor sino que se la había robado a cierto mercader de rarezas momentos antes de que su auténtico (y enormemente irritado) dueño llegara a reclamársela. A lo largo de la escalera, el cuerpo de un desagradable gusano de la fortaleza de Morsin hacía las veces de pasamanos. Una hora de lucha con esa cosa en el foso salobre de la fortaleza —y cierto respeto por un ser tan estúpido y a la vez tan resuelto— le había granjeado un lugar en su colección. Además, le parecía que destacaba bastante, a lo largo de la escalera.

—No pensaba que quisieras comentarlo —Fredericks se arrellanó en el ancho sillón de cuero negro—, más bien creía que estarías preocupado de verdad.

—Y lo estoy. Pero no me refiero sólo a la muerte de Thargor sino a mucho más.

—¿Qué quiere decir «mucho más»? —preguntó Fredericks mirando a su amigo con los ojos entrecerrados. Orlando no sabía cómo era en el mundo real, pero estaba casi seguro de que usaba gafas—. Chocaste, Thargor murió. ¿Qué más puede haber?

—Mucho más. Vamos, Fredericks, ¿acaso me has visto hacer una cosa así alguna vez? Me han pirateado la aventura. ¡Me han hecho trampa!

Le contó lo mejor que pudo la arrebatadora visión de la ciudad dorada que había tenido, pero le resultaba casi imposible encontrar palabras para explicar lo vibrante e increíblemente real que había sido.

—… Era como, como… como si abriera un boquete en esa pared —señaló al ser cretácico que rechinaba los dientes y graznaba en el cristal simulado de la pared opuesta— y viéramos el mundo real al otro lado. No una película de vídeo del mundo real, ni siquiera con la mejor resolución que puedas imaginarte, sino el mundo de verdad, la realidad. Pero aquello no lo había visto nunca. No creo que sea en la tierra.

—¿Crees que ha sido Morpher? ¿O Dieter? Quedó bastante quemado después de lo del elfo negro.

—¿No lo entiendes? Nadie de los que conocemos sería capaz de hacer una cosa así, y dudo que el gobierno o el Laboratorio Superior de Investigaciones de Krittapong puedan tampoco.

Orlando empezó a pasear de un lado a otro del sótano. Se sentía encerrado. Con un gesto, expandió el suelo de la habitación y separó las paredes y el sillón de Fredericks varios metros.

—¡Oye! —exclamó su amigo incorporándose en el sillón—. ¿Quieres decir que se trataba de un ovni o algo parecido? ¡Vamos, Gardino! Si alguien se dedicara a hacer cosas tan raras en la red, saldría en las noticias o algo.

—¡Beezle! —gritó Orlando al cabo de un momento de silencio.

Se abrió una puerta en el suelo y una cosa pequeña con los ojos en blanco y muchas patas salió de un salto y se le acercó presurosa. Se detuvo a sus pies de un revolcón y se arrastró con esfuerzo hasta tomar forma de bulto desaliñado.

—¿Sí, jefe? —dijo con un bronco acento de Brooklyn.

—Haz una búsqueda en las noticias sobre el fenómeno que acabo de describir o sobre cualquier otra anomalía de la red. Y búscame la grabación de los últimos quince minutos del último juego de Thargor.

—Procesando, jefe. —Se abrió otra puerta en el suelo y Beezle desapareció. Se oyó un ruido como de banda sonora de dibujos animados, un estrépito de cazuelas y sartenes entrechocando y de cosas cayéndose y, luego, la criatura reapareció agitando las patas y arrastrando un pequeño cuadrado negro como si fuera el ancla de un buque de lujo—. ¡Uf! —jadeó el agente—. Hay muchas noticias que repasar, jefe. ¿Quieres ver esto mientras las repaso? Es la grabación del juego.

Orlando cogió el pequeño cuadrado y lo agrandó; se amplió hasta el tamaño de una toalla de playa y quedó colgado en el aire sin necesidad de apoyo. Empezó a enfocarlo hacia Fredericks y sonrió. A pesar de la cantidad de tiempo que pasaba en la red, a veces todavía pensaba en términos de mundo real cuando tenía prisa. La realidad virtual no funcionaba de la misma manera; si Fredericks quería ver la demostración, la vería desde cualquier punto. Pero en ese momento estaba pensando en ángulos; dio un golpe seco al cuadrado con un dedo y se expandió en tres dimensiones.

—Ponlo en marcha, Beezle —dijo—. Dame un punto de vista desde fuera de los personajes.

Los procesadores tardaron unos momentos en reconfigurar los datos y, enseguida, una antorcha se encendió en el cubo negro sobre dos figuras.

—… Diamantes de peso imperial —se oyó decir a sí mismo con la voz profunda de Thargor.

—¡Cincuenta! ¡Por todos los dioses!

—Sí; ahora cierra la boca.

Orlando contemplaba la escena con espíritu crítico. Le producía una sensación extraña estar fuera de Thargor así, como si el bárbaro no fuera más que un personaje de película de la red.

—No tan atrás; ni siquiera he entrado en la tumba todavía. Avance, diez minutos.

Apareció su álter ego abriéndose camino en la espesura de raíces levantadas, con la antorcha en una mano y la espada de runas en la otra. De pronto, Thargor se irguió blandiendo a Lifereaper como para parar un golpe.

—¡Ahí es! —exclamó Orlando—. ¡Lo vi en ese momento! Beezle, quiero ver la pared que hay justo enfrente de Thargor, dame el punto de vista.

La imagen se hizo borrosa. Un instante más tarde, el punto de vista se había situado a la altura del hombro derecho del mercenario. Se veía la pared al completo, incluido el sector donde había aparecido la grieta ardiente.

Pero la grieta no se veía.

—¿Cómo? ¡Esto es un virus infecto! Congela, Beezle. —Orlando rotó la forma poco a poco recorriendo la pared desde lados distintos. El estómago le dio un vuelco—. ¡No me lo puedo creer!

—No se ve nada —dijo Fredericks.

—Gracias por aclarármelo.

Orlando pidió varias veces a su agente que cambiara el punto de vista; Fredericks y él congelaron la grabación y entraron en ella, pero no descubrieron nada extraordinario. No encontraron el motivo de la reacción de Thargor.

—¡Mierda! —exclamó Orlando, y salieron los dos de la grabación—. Sigamos pasándolo.

Se quedaron en silencio mirando a Thargor, que observaba la pared levemente inclinado hacia delante, y la pared seguía íntegra. Luego oyeron a Fredericks, Pithlit el ladrón, que gritaba: ¡Veo entrar algo en la cámara! ¡El guardián de la tumba! ¡Thargor!

—No fue tan rápido, ¿verdad? —preguntó Fredericks en tono dubitativo, pero Orlando sintió un gran alivio.

Menos mal que no estaba loco.

—No; como hay infierno. ¡Mira, ahí viene! —Señaló al cadáver andante que se acercaba arrastrando los pies desde un lado del cubo, hacha de guerra en mano—. La secuencia entera dura unos diez segundos según estas imágenes. Pero tú sabes que duró más, ¿no es así?

—Sí; estoy seguro de que estuviste mirando a esa pared mucho más tiempo. Pensé que habías tenido que desconectar o que se había cortado la comunicación o algo parecido.

—Beezle —dijo Orlando chasqueando los dedos para hacer desaparecer el cubo—, revisa ese fragmento de la grabación y busca ediciones o alteraciones de cualquier clase. Comprueba las diferencias de tiempo de rodaje con respecto al reloj del juego y manda una copia a la Mesa del Juicio con la calificación de posible muerte no válida de personaje.

El agente apareció en la habitación como salido de la nada y lanzó un profundo suspiro.

—Sí, jefe. ¿Alguna otra cosa? Ya he bajado los primeros datos de búsqueda.

—Archívalos, los miraré después. ¿Has encontrado algo interesante? ¿Algo que cante?

—¿Ciudades doradas y/o fenómenos suprarreales en el medio virtual? No, en realidad no, pero te paso todo lo que tenga un interés mínimo.

—Bien. —A Orlando le bullía algo en el fondo de la mente, el recuerdo de la extraña metrópoli, las pirámides brillantes y las torres de ámbar y pan de oro en pliegues. Al principio, parecía una visión personal, un privilegio concedido sólo a él… ¿Estaba dispuesto a renunciar a esa posibilidad?—. He cambiado de opinión con respecto a la Mesa del Juicio. No quiero implicarlos en esto… todavía.

—Como gustes —gruñó Beezle—. Ahora, con tu permiso, tengo mucho que hacer.

La criatura sacó un puro de la nada, se lo colocó a un lado de su ancha y poco firme boca y salió a través de una pared haciendo ostentosos aros de humo como en los dibujos animados.

—Agénciate otro agente, Gardino —comentó Fredericks—. Éste es un virus infecto y hace años que lo tienes.

—Precisamente por eso formamos un buen equipo. —Orlando cruzó las piernas al estilo hindú y se quedó flotando a medio metro del suelo—. Lo interesante de tener un sirviente es que no hay que preocuparse más de comandos y todo eso. Beezle sabe lo que quiero cuando digo cualquier cosa.

—Beezle Microbio —rio Fredericks—. ¡Qué chorrada!

—Le puse ese nombre cuando era pequeño —respondió Orlando ceñudo—. Vamos, aquí está pasando algo raro: tchi seen ultrarresopla. ¿Vas a ayudarme a pensar o vas a quedarte ahí sentado haciendo comentarios idiotas?

—Me quedo aquí haciendo comentarios idiotas.

—Me lo parecía.

El padre de Christabel y su amigo Ron —aunque ella tenía que llamarle capitán Parkins— tomaban cerveza sentados en la sala de estar. Eso decían cuando se ponían a beber el whisky de su padre y a hablar. Pero cuando su padre bebía un poco él solo o con su madre, no lo llamaba así. Cosas de mayores.

Tenía puestas las gafas de cuentos, pero no prestaba atención al relato porque estaba escuchando la conversación de los hombres. Era excepcional tener a su padre en casa durante el día, no lo veían ni los sábados, y ella quería quedarse en la misma habitación que él, aunque estuviera hablando con el capitán Parkins, que tenía un bigote ridículo como de morsa. Los hombres estaban viendo un partido de fútbol americano en la pantalla mural.

—Qué lástima lo del muchacho ése… Gamecock… no sé cómo se llamaba —dijo su padre—. ¡Pobres padres!

—¡Oye! El fútbol es un juego peligroso. —El capitán Parkins hizo una pausa para beber. Ella no lo veía porque estaba viendo la Bella Durmiente con las gafas de cuentos, pero identificaba el ruido que hacía al tragar, y también sabía que se estaría mojando el bigote. Sonrió para sí—. La mayoría son chicos del gueto… no tienen otra forma de salir de allí. Es un riesgo reconocido, como apuntarse al ejército.

Se rio a grandes carcajadas, como siempre.

—Sí, pero de todos modos… ¡Vaya forma tan bárbara de salir!

—¿Qué puede esperarse cuando se tienen dos hijos de doscientos kilos de peso, y capaces de correr como sprinters? Si uno te sacude, ¡pum! A pesar de esa armadura nueva, es un milagro que no se produzcan más muertes.

—Ya te entiendo —dijo su padre—. Es como si en los barrios los criaran distintos, supergrandes y superrápidos. Como si fueran de otra especie.

—Yo estaba en la guardia nacional cuando los disturbios de San Luis —dijo el capitán Parkins con un tono frío en la voz que hizo estremecerse a Christabel a pesar de que se encontraba al otro extremo de la sala de estar—, y son de otra especie, es cierto.

—Bien, ojalá los Heels se decidieran a reclutar más elementos de esa clase —comentó su padre risueño—. Nuestra línea de defensa necesita más músculos.

Christabel se cansó de escuchar la conversación sobre deporte. Lo único que le gustaba era los nombres de los equipos: Tarheels, Blue Devils, Demon Deacons… Como personajes de cuentos maravillosos.

La imagen del apuesto príncipe llevaba un rato congelada. La niña tocó la patilla de las gafas y quitó la pausa. El príncipe pasaba por un bosque de arbustos cubierto de zarzas con grandes espinas largas y puntiagudas. Aunque había visto el cuento muchas veces, todavía le daba miedo que se pinchara y se hiciera daño de verdad.

—Siguió avanzando por entre los espinos sin saber lo que encontraría —dijo el narrador por el auricular. Se había puesto sólo uno para escuchar la conversación de su padre y su amigo, de modo que oía el cuento a bajo volumen—. Ahora, lee la parte siguiente —le dijo la voz.

Christabel forzó la vista para ver el texto que apareció debajo de los espinos como si estuviera escrito en una nube de niebla.

—Se… se pinchó varias veces con las ramas de las zarzas —leyó—, y se quedó atra… atra… atrapado en una y pensó que no podría salir nunca más. Pero se quitó la camisa y la capa con cuidado. La ropa se rasgó pero él no se hizo daño.

—Christabel, cariño, ¿puedes leer en voz baja? —le dijo su padre—. Ron no sabe cómo acaba ese cuento, no se lo estropees.

—¡Gracioso! ¡Qué gracioso! —comentó el capitán Parkins.

—¡Perdona, papá!

Siguió leyendo en un murmullo:

—… El príncipe atravesó una pared de telarañas y llegó a las puertas del castillo de la Bella Durmiente.

—¡Ah! Tengo algo que contarte de nuestro viejo amiguito —dijo el capitán Parkins—. Ayer lo encontré manipulando los registros del economato. Por la forma en que se comporta con la comida, daba la impresión de que quería doblarse las raciones de alimentos, pero lo que pretendía era aumentarse la cuota de cierto producto clave.

—A ver si lo adivino. ¿Alimento para plantas? ¿Fertilizantes?

—Más raro todavía, y absolutamente sorprendente, teniendo en cuenta que no ha salido de ahí en treinta años…

Christabel dejó de escuchar porque se habían formado otras palabras al pie del cuento de la Bella Durmiente. Eran más grandes que las de antes, y una de ellas era su nombre.

AYÚDAME, CHRISTABEL. SECRETO, NO SE LO DIGAS A NADIE.

Cuando apareció la palabra «SECRETO», se dio cuenta de que estaba leyendo en voz alta. Se detuvo alarmada, pero el capitán Parkins seguía hablando con su padre y no la había oído.

—… Comuniqué al economato que rechazara la orden a menos que estuviera debidamente justificada, claro, y también les dije que me remitieran cualquier solicitud que se saliera de lo normal. Bien, ¿tras de qué andará, en tu opinión? ¿Querrá fabricar una bomba? ¿Querrá hacer limpieza de primavera?

—Como dijiste antes, hace muchos años que no sale. No; me parece pura senilidad, pero lo mantendremos bajo vigilancia. A lo mejor me dejo caer por su agujero a echar un vistazo… en cuanto se me pase el resfriado. Estoy seguro de que allí proliferan los miasmas de mala manera.

Christabel seguía leyendo las palabras de su libro, pero en silencio y conteniendo la respiración, además, porque tenía un gran secreto que guardar y su padre estaba muy cerca.

TRÁEMELAS, POR FAVOR. DATE PRISA Y NO SE LO DIGAS A NADIE. SECRETO.

Aparecieron de nuevo las palabras normales, pero Christabel ya no quería seguir leyendo. Se quitó las gafas; antes de levantarse, su madre apareció en la puerta de la sala de estar.

—Bueno, chicos, estáis muy a gusto, ¿no? —les dijo—. Mike, creía que estabas enfermo.

—Eso se cura con un poco de fútbol y unas dosis de malta pura.

Christabel se puso en pie y apagó las gafas por si empezaban a hablar solas y contaban el secreto.

—Mamá, ¿me dejas salir un momento?

—No, hija mía. Acabo de poner la comida en la mesa. Come algo primero y sales luego. Ron, ¿nos acompañas?

—Con mucho gusto, señora.

El capitán Parkins se removió en la silla y dejó el vaso vacío en la mesilla auxiliar.

—Si vuelves a llamarme señora —le contestó con una sonrisa—, te pongo veneno en la comida.

—Aun así, sería mucho mejor que lo que como en casa.

La madre de Christabel se rio y se llevó a los hombres a la cocina. Christabel estaba preocupada. El mensaje decía que se diera prisa, pero cuando su madre ponía la comida en la mesa, nadie salía a ninguna parte. Era la norma, y Christabel siempre obedecía las normas. Bueno, casi siempre.

Se levantó con un tallo de apio en la mano.

—¿Me dejas salir ya?

—Sí, si a tu padre le parece bien.

Su padre la miró de arriba abajo como si sospechara algo. Christabel se asustó un momento, pero enseguida se dio cuenta de que era una broma.

—¿Adónde vas con el apio, jovencita?

—Me gusta ir comiéndolo cuando salgo de paseo. —Dio un mordisco para demostrárselo—. Me gusta que cruja mientras ando; así parezco un monstruo que aplasta edificios al pasar: chaf, chuf, chaf.

Los mayores rieron la gracia.

—¡Niños! —comentó el capitán Parkins.

—De acuerdo, pero vuelve antes de que anochezca.

—Prometido.

Salió rápidamente del comedor y cogió el abrigo del perchero, pero en vez de salir directamente por la puerta principal, bajó sigilosamente por el vestíbulo hacia el cuarto de baño y abrió el armario de debajo del lavabo. Una vez se hubo llenado los bolsillos, volvió a la puerta sin hacer ruido.

—¡Me voy! —gritó.

—¡Ten cuidado, monstruito! —replicó su madre.

Había hojas marrones volando por el césped de la entrada. Christabel alcanzó la esquina rápidamente. Miró atrás para comprobar que nadie la vigilaba y se dirigió inmediatamente a casa del señor Sellars.

No contestó a la llamada. Al cabo de unos minutos, entró ella sola, aunque tenía la sensación de ser un ladrón o algo así. El aire húmedo y caliente aplastaba, era tan denso que parecía un ser vivo.

El señor Sellars estaba sentado en su silla, con la cabeza muy echada hacia atrás y los ojos cerrados. Por un momento, creyó que estaba muerto de verdad y se preparó para un buen susto, pero entonces, el anciano abrió un ojo muy despacio, como las tortugas, y la miró. También sacó la lengua, se lamió los labios resecos y trató de decir algo, aunque no logró emitir ningún sonido. Tendió la mano hacia la niña, le temblaba. Al principio, Christabel creyó que quería que se la tomase; luego se dio cuenta de que señalaba a sus abultados bolsillos.

—Sí, he traído bastantes —dijo—. ¿Te encuentras bien?

Volvió a mover la mano, casi un poco enfadado esta vez. Sacó de los bolsillos las pastillas de jabón que su madre usaba para la cara y se las colocó en el regazo. El señor Sellars empezó a arañar una con los dedos pero no lograba quitar el envoltorio.

—Déjame a mí.

Le cogió la pastilla del regazo y la desenvolvió. Cuando la tenía en la mano, blanca y lustrosa, el hombre señaló hacia un plato que había en la mesa de al lado. En el plato había un queso muy viejo, completamente seco y agrietado, y un cuchillo.

—¿Quieres comer algo? —le preguntó.

El señor Sellars negó con la cabeza y cogió el cuchillo. Las manos le temblaban tanto que estuvo a punto de dejarlo caer, y se lo tendió a Christabel. Quería que cortara el jabón.

La niña empezó a serrar la resbaladiza pastilla. En clase habían hecho tallas con jabón, pero no era fácil. Se concentró en la tarea y por fin logró cortar un trozo de la anchura de dos dedos. El señor Sellars tendió una mano como una patita derretida de pájaro y lo tomó; se lo llevó a la boca y empezó a masticar despacio.

—¡Aj! ¡Eso no se come, es malo!

El señor Sellars sonrió por fin. Tenía pequeñas pompas de jabón en la comisura de los labios.

Cogió el cuchillo y la pastilla de manos de la niña y empezó a cortarse más trozos. Terminado el primero, cuando se disponía a engullir el segundo, sonrió otra vez.

—Ve a cambiarte —dijo con voz débil, pero al menos era la voz del señor Sellars de siempre.

Cuando volvió con el albornoz de felpa, el señor Sellars había terminado la primera pastilla y empezaba a cortar la segunda.

—Gracias, Christabel —dijo—. Peróxido de cinc, lo que me mandó el médico. He estado tan ocupado que no he tenido tiempo de tomar las vitaminas y minerales de siempre.

—¡Nadie toma vitaminas de jabón! —le dijo indignada; aunque no estaba segura del todo porque, desde que había empezado a ir al colegio, tomaba vitaminas envueltas en una especie de piel y, además, a lo mejor los viejos tomaban otra clase de vitaminas.

—Pues yo sí —contestó el viejo—. Y estaba muy enfermo hasta que llegaste tú.

—Pero ahora estás mejor, ¿no?

—Mucho mejor. Pero tú no lo comas nunca… es sólo para viejos especiales. —Se limpió un resto blanco del labio inferior—. He tenido mucho, mucho trabajo, pequeña Christabel, ver a gente, cosas que hacer. —Era una broma tonta, ella lo sabía porque el señor Sellars nunca salía ni iba a ver a nadie; sólo la veía a ella y al hombre que le llevaba la comida; se lo había dicho él. Dejó de sonreír y empezó a cerrar los ojos. Los abrió otra vez al cabo de un momento, pero parecía muy cansado—. Ahora que ya me has salvado, más vale que vuelvas a casa. Seguro que tuviste que inventar una excusa para venir aquí. Ya me pesa bastante que tengas que mentir a tus padres, como para encima meterte en líos por retenerte conmigo más de la cuenta.

—¿Cómo hablaste conmigo por las gafas de cuentos?

—No es más que un truco muy fácil que aprendí cuando era un joven cadete. —La cabeza le tambaleaba levemente—. Ahora necesito dormir, amiga mía. ¿Sales tú sola?

—Siempre salgo yo sola —dijo, sentándose erguida.

—Cierto, cierto.

Levantó la mano como despidiéndose y cerró los ojos de nuevo.

Cuando Christabel se puso su ropa otra vez —estaba húmeda, así que tendría que darse una vuelta antes de entrar en casa—, el señor Sellars se había quedado dormido en la silla. Lo miró despacio para asegurarse de que no estaba enfermo otra vez, pero lo encontró más sonrosado que al principio. Le cortó otros cuantos trozos de jabón, por si acaso se sentía débil cuando se despertara, y le subió la manta hasta el largo y fino cuello.

—Es tan difícil —dijo de repente. La niña dio un brinco, temerosa de despertarlo, pero no abrió los ojos y hablaba en un susurro casi ininteligible—. Hay que esconderlo todo dejándolo a la vista. Pero a veces desisto… sólo puedo hablarles en susurros, con verdades a medias, fragmentos andrajosos de poesía. Sé cómo se sentía el oráculo…

Siguió murmurando un momento, pero la niña no entendía las palabras. Cuando se quedó quieto y no habló más, le dio un golpecito en la delgada mano y se marchó. Una nube de humedad salió tras ella por la puerta. Se le había mojado la ropa y el viento le provocó escalofríos.

Un oráculo era una especie de pájaro, ¿verdad? Así que el señor Sellars estaba soñando con los tiempos en que era piloto.

Las hojas pasaron volando a sus pies por la acera, resbalando y dando tumbos como acróbatas circenses.

Estaba maniatado. Lo empujaban y lo hacían andar a empellones por un sendero oscuro entre las caras verticales de los riscos. Sabía que se lo llevaban a la negrura, a la nada. Detrás quedaba algo importante, algo que no se atrevía a perder, pero a cada instante, las manos que lo sujetaban, las siluetas tenebrosas que lo flanqueaban, se lo llevaban más y más lejos.

Trató de girarse pero notó un dolor penetrante en el brazo, como si le pincharan con una daga tan afilada como una aguja. La profunda oscuridad del paso entre montañas crecía y lo envolvía. Se debatió a pesar del dolor penetrante de los brazos y por fin consiguió liberarse lo suficiente como para volver la cabeza.

En la grieta que había a su espalda, acurrucado entre las laderas rocosas pero a kilómetros de distancia, se extendía un campo de rutilante luz dorada. Al mirarlo desde la oscuridad, ardía a lo lejos como un fuego en la pradera.

La ciudad. El lugar donde habría de encontrar lo que tanto había ansiado…

Las manos lo sujetaron, lo hicieron volverse hacia delante y lo empujaron para que continuara. Todavía no veía a quienes lo sujetaban, pero sabía que lo llevaban a rastras a la sombra, al vacío, a un lugar donde hasta el recuerdo de la ciudad dorada acabaría por borrarse. Luchó contra sus guardianes, pero estaba fuertemente atado.

Su sueño, su única esperanza, se retiraba. Lo empujaban sin remedio hacia un vacío negro…

—¡Orlando! ¡Orlando! Estás soñando. ¡Despierta!

Hizo un esfuerzo para alzarse hacia la voz. Le dolían los brazos… ¡lo tenían atrapado! ¡Tenía que luchar! Tenía que…

Abrió los ojos. El rostro de su madre lo contemplaba, levemente luminoso a la claridad de la ventana, como la luna en cuarto creciente.

—¡Mira lo que has hecho! —exclamó entre molesta y preocupada; la preocupación ganó a la irritación, pero por los pelos—. ¡Lo has tirado todo!

—Estaba… estaba soñando.

—Como si no lo supiera. Todo el día con esa historia de la red… no me extraña que tengas pesadillas.

Suspiró, se agachó y empezó a recoger las cosas del suelo.

—¿Crees que las pesadillas son sólo por culpa de la red? —preguntó con voz estremecida y un poco enfadado.

Su madre se detuvo con un puñado de parches dérmicos en la mano como si fueran hojas caídas.

—No —dijo en tono tenso—. Por supuesto que no. —Dejó los parches en la mesilla de noche y volvió a agacharse a recoger otras cosas que Orlando había tirado—. Pero sigo pensando que no puede ser bueno para ti pasar tanto tiempo conectado a… a ese aparato.

—Bueno, Vivien —dijo Orlando, y soltó una carcajada furiosa adrede—, todo el mundo necesita una afición.

—No seas rencoroso, Orlando.

La mujer puso mala cara, aunque la idea de llamar a sus padres por su nombre de pila había partido de ellos, no de él.

—No lo soy. —Se dio cuenta de que no mentía; no sentía rencor, como otras veces. Pero estaba enfadado y asustado, y no sabía por qué exactamente. Estaba relacionado con la pesadilla, que ya se le empezaba a borrar de la memoria… una sensación de que algo se le escapaba. Respiró hondo—. Lo siento. Es que estoy… ha sido un sueño de terror.

La madre levantó el pie del gotero, que Orlando había tirado al suelo durante la pesadilla, y comprobó si la aguja seguía fija en su sitio.

—El doctor Vanh dice que podemos terminar el tratamiento a finales de semana. ¡Qué bien! ¿Verdad?

Era su forma de disculparse y Orlando trató de aceptarlo de buen grado.

—Sí, me alegro —bostezó—. Voy a dormir otra vez. Lamento haber hecho tanto ruido.

—Nosotros… —La madre lo arropó con la manta y le tocó la mejilla con la mano; la tenía fresca—. En fin, estaba inquieta. Pero nada de pesadillas, ¿prometido?

Se hundió en la cama, buscó el control remoto y levantó un poco la parte superior de la cama hasta colocarla en una inclinación más cómoda.

—De acuerdo, Vivien. Buenas noches.

—Buenas noches, Orlando.

Tras un momento de indecisión, se inclinó y le dio un beso antes de salir.

Orlando pensó en encender la lámpara de noche y leer un rato, pero no lo hizo. Saber que su madre había oído su angustia desde la otra habitación le hizo considerar la oscuridad más apetecible que de costumbre, y tenía mucho en que pensar.

Para empezar, la ciudad, ese lugar supuesto del que no había registro alguno en el País Medio. Había invadido sus sueños y el mundo de Thargor. ¿Por qué le parecía tan importante una cosa que no sería más que una señal de interferencia o, como mucho, una broma de corsarios de la red? Hacía mucho tiempo que había dejado de creer en milagros mucho más prácticos, de modo que, ¿qué significaba esa especie de espejismo? ¿Significaría algo, en realidad, o se trataría de un simple incidente caprichoso que ahora catalizaba sus miedos y sus esperanzas perdidas tiempo atrás?

La casa estaba en silencio. Sólo una explosión despertaría a su padre, y su madre ya habría caído otra vez en un sopor más superficial y poco reparador. Orlando estaba solo en la oscuridad con sus pensamientos.