PROGRAMACIÓN DE LA RED/NOTICIAS: Chip defectuoso provoca matanza indiscriminada.
(Imagen: Kashivili comparece maniatado ante el juez). Voz en off: El chip de comportamiento del convicto Aleksandr Kashivili sufrió un fallo inesperado, según declaran hoy las autoridades después de que Kashivili, en libertad condicional…
(Imagen: escaparate incendiado, ambulancias y camiones de bomberos aparcados.) …diera muerte con un lanzallamas a diecisiete personas en un restaurante de la zona Serpukhov de Moscú Mayor.
(Imagen: el doctor Konstantin Gruhov en su despacho de la universidad). GRUHOV: Son los primeros pasos de la tecnología. Ocurrirán accidentes…
Otro instructor abrió la puerta de la cabina y asomó la cabeza. El ruido del pasillo, más intenso que de costumbre, entró con él.
—Amenaza de bomba.
«¿Otra vez?». Renie dejó la multiagenda en la mesa y recogió el bolso. Al acordarse de que habían desaparecido muchas cosas durante la última alarma, recogió también la multiagenda y salió al pasillo. El hombre que acababa de avisarla —nunca se acordaba de cómo se llamaba, Yono no sé qué— le llevaba cierta ventaja e iba a perderlo entre la multitud de estudiantes e instructores que avanzaba sin prisas hacia las salidas, de modo que apretó el paso para darle alcance.
—Cada dos semanas —comentó—. Una vez al día en época de exámenes. Me vuelve loca.
El instructor sonrió; tenía una gafas muy gruesas pero unos dientes bonitos.
—Al menos, tomaremos un poco de aire fresco.
En pocos minutos, la ancha calle de la Politécnica del área cuatro de Durban se convirtió en una especie de carnaval improvisado; los estudiantes reían, contentos de abandonar las aulas. Un grupo de jóvenes con los abrigos atados a la cintura como si fueran camisas bailoteaba encima de un coche aparcado haciendo caso omiso de las órdenes de un viejo profesor que les pedía con voz aguda que lo dejaran, que desistieran.
Renie los observó con sentimientos encontrados. Ella también sentía el atractivo de la libertad, como sentía el cálido sol africano en los brazos y el cuello, pero también sabía que llevaba un retraso de tres días con los proyectos del curso de graduación; si la amenaza de bomba duraba mucho, perdería una hora de tutoría que tendría que reprogramar a costa de su menguante tiempo libre.
Yono, o como se llamase, sonrió al ver bailar a los estudiantes, pero a Renie la irritó tan alegre irresponsabilidad por su parte.
—Si lo que quieren es perder clases —comentó—, ¿por qué demonios no se largan sin más, en vez de comportarse como chiquillos y obligarnos a los demás a…?
Una descarga de luz brillante tiñó el cielo de blanco. Un breve huracán de aire caliente y seco tiró a Renie al suelo al tiempo que un ruido tremendo hacía estallar todos los cristales de la fachada de la facultad y agitaba las ventanillas de los coches aparcados. Se cubrió la cabeza con los brazos, pero no hubo escombros, sólo gritos de la gente. Cuando logró ponerse en pie, le pareció que no había heridos entre los estudiantes que daban vueltas a su alrededor, pero una nube de humo negro se elevaba por encima de lo que debía de ser el edificio de la administración, situado en el centro del campus. El campanario había volado: de la colorida torre sólo quedaba un muñón ennegrecido y humeante de estructura de fibrámica. Dejó escapar un suspiro, mareada de pronto y con ganas de vomitar.
—¡Dios mío!
A su lado, su colega también se puso en pie; tenía la oscura piel casi gris.
—Ésta vez ha sido de verdad. ¡Dios! Esperemos que hubieran desalojado a todo el mundo. Seguramente… porque los de administración siempre son los primeros en salir para controlar la evacuación. —Hablaba tan deprisa que casi no lo entendía—. ¿Quién crees que habrá sido?
Renie movió la cabeza negativamente.
—¿Broderbund? ¿Zulu Mamba? ¿Quién sabe? ¡Maldita sea! Es la tercera vez en dos años. ¿Cómo son capaces? ¿Por qué no nos dejan trabajar en paz?
La expresión preocupada de su compañero se agudizó.
—¡Mi coche! ¡Está en el aparcamiento de administración!
Dio media vuelta y echó a correr hacia el edificio siniestrado abriéndose camino entre estudiantes con aire despistado; algunos de ellos lloraban, ya nadie tenía ganas de reír y bailar. Un guardia de seguridad que intentaba acordonar la zona le gritó al verlo traspasar el límite a la carrera.
—¡El coche! ¡Será imbécil!
Renie tenía ganas de llorar. Se oyó un ulular de sirenas a lo lejos. Sacó un cigarrillo del bolso y tiró de la pestaña de autoencendido con dedos temblorosos. Teóricamente no producían cáncer, aunque en ese instante no le importaba. Un trozo de papel con los bordes ennegrecidos llegó volando y cayó a sus pies.
Como una nube de moscas, los camaracópteros empezaron a bajar desde el cielo chupando metraje para la red.
Iba por el segundo cigarrillo y empezaba a tranquilizarse un poco cuando le tocaron en el hombro.
—¿Señora Sulaweyo?
Dio media vuelta y se encontró frente a un muchacho delgado de piel marrón amarillenta. Tenía el cabello corto, formando pequeños rizos pegados a la cabeza, y llevaba corbata, cosa que hacía años que no veía.
—¿Sí?
—Creo que teníamos una cita. ¿Una hora de tutoría?
Renie se quedó mirándolo sin comprender. El chico apenas le llegaba a los hombros.
—¿Eres… eres…?
—!Xabbu —dijo, con un sonido peculiar como cuando se hace crujir la articulación de los nudillos—. Se escribe con equis… y con un signo de exclamación cuando se escribe con las letras de ustedes.
—¡Ah! Eres… —exclamó, acordándose de repente.
El chico sonrió y mostró una blanca dentadura.
—Del pueblo san…, los que algunos llaman bosquimanos, sí.
—No pretendía ser grosera.
—No lo ha sido. Pocos de nosotros conservan la pureza de la sangre, los rasgos antiguos. Muchos se han casado en el mundo urbano, o han muerto en la espesura incapaces de adaptarse a estos tiempos.
Le gustaron su sonrisa y su forma rápida y cuidadosa de hablar.
—Pero a ti no te ha pasado ninguna de las dos cosas.
—No, ninguna de las dos. Soy estudiante universitario —añadió con cierto orgullo y un ápice de ironía. Se giró hacia la humareda flotante—, si es que queda algo de universidad en pie.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Renie.
Sacudió la cabeza y reprimió un estremecimiento. La sucia ceniza en suspensión teñía el cielo de un gris crepuscular.
—Qué barbaridad, sí. Pero afortunadamente, parece que no hay que lamentar heridos graves.
—Bien, lo siento pero hemos perdido tu hora de tutoría —le dijo, recobrada en parte la compostura profesional—. Tendremos que reprogramarla; a ver, consultemos la multiagenda.
—¿Es obligatorio reprogramarla? —preguntó !Xabbu—. No tengo nada que hacer en este momento y creo que vamos a tardar en volver a la universidad. ¿Le parecería bien ir a… tomar una cerveza, por ejemplo (el humo me ha resecado la garganta), y hablamos allí?
Renie vaciló. ¿Estaría bien salir del campus por las buenas? ¿Y si la necesitaba el jefe del departamento o cualquier otra persona? Miró hacia la calle y hacia la escalinata principal, que empezaba a parecer una mezcla de refugio y festival gratuito, y se encogió de hombros. Ése día no se haría nada útil en la universidad.
—Bien, vamos a tomar una cerveza.
El tren de Pinetown no funcionaba… una persona había saltado a la vía en las afueras de Durban, o había sido arrojada. Cuando Renie llegó por fin al bloque de apartamentos, le dolían las piernas y la camisa húmeda se le pegaba al cuerpo. El ascensor tampoco funcionaba, pero eso no era una novedad. Subió las escaleras trabajosamente, tiró el bolso en la mesa que había frente al espejo y se detuvo atraída por su propio reflejo. Precisamente, el día anterior un colega había criticado su práctico corte de pelo diciéndole que una mujer de su estatura tenía que parecer más femenina. Frunció el ceño y se fijó en las manchas de polvo de su camisa blanca. ¿Cuándo tenía tiempo para ponerse guapa? Y además, ¿a quién le importaba?
—¡Ya estoy en casa! —avisó.
No hubo respuesta. Asomó la cabeza por la esquina y vio a Stephen, su hermano menor, sentado en la silla, tal como esperaba. Con el casco de realidad virtual puesto, no se le veía la cara; tenía un mando en cada mano y se balanceaba de un lado a otro. Renie se preguntó qué estaría experimentando, pero prefirió no saberlo.
La cocina estaba vacía, sin el menor preparativo de comida caliente a la vista. Maldijo en voz baja con la esperanza de que sólo fuera porque su padre se hubiera quedado dormido.
—¿Quién anda ahí? ¿Eres tú, niña?
Volvió a maldecir, la rabia iba en aumento. Por la forma de arrastrar las palabras, estaba claro que su padre había encontrado algo mejor con que pasar la tarde que preparar la cena.
—Sí, soy yo.
Después de un sonoro porrazo y un ruido como el arrastrar de un mueble grande por el suelo, la alta silueta de su padre se recortó en el dintel de la puerta bamboleándose levemente.
—¿Cómo es que llegas tan tarde?
—Porque no hay tren y porque hoy han puesto una bomba en la universidad.
Su padre reflexionó un momento sobre esa información.
—Broderbund. Ésos malditos afrikáners, seguro.
Long Joseph Sulaweyo creía firmemente en la maldad indeleble de todos los sudafricanos blancos.
—Todavía no se sabe. Ha podido ser cualquiera.
—¿Me lo discutes?
Long Joseph quiso intimidarla con una mirada torva de ojos enrojecidos y empañados. Renie se hartaba sólo de verlo.
—No, no te lo discuto. Creí que ibas a hacer la cena por una vez.
—Vino Walter y teníamos mucho de que hablar.
«Y teníais mucho que beber», pensó Renie, mordiéndose la lengua. Furiosa como estaba, no valía la pena soportar otra velada de gritos y platos rotos.
—O sea, que me toca a mí otra vez, ¿no?
El padre se bamboleó, dio media vuelta y volvió a la oscuridad del dormitorio.
—Haz lo que quieras, yo no tengo hambre. Necesito descansar un rato… un hombre tiene que dormir sus horas.
Los muelles del colchón chirriaron y, después, se instaló el silencio.
Renie aguardó un momento apretando y aflojando los puños, luego se acercó a la puerta del dormitorio y la cerró para darse más espacio, un poco de espacio libre. Miró a Stephen, que seguía columpiándose y riéndose en la red, como si estuviera catatónico. Se dejó caer en una silla y encendió otro cigarrillo. Se recordó a sí misma que era importante no olvidar cómo había sido su padre, y aún lo era a veces: un hombre orgulloso y amable. A algunas personas se les extiende la debilidad como un cáncer desde el momento en que se les manifiesta. La muerte de su madre en el incendio de los grandes almacenes había desencadenado esa debilidad y la había puesto de manifiesto. Joseph Sulaweyo parecía haber perdido fuerza para enfrentarse a las adversidades de la vida. Todo lo dejaba pasar, iba desconectándose del mundo, de sus penas y sinsabores, lenta pero inexorablemente.
«Un hombre tiene que dormir sus horas», pensó Renie y, por segunda vez en el día, se estremeció.
Se agachó y apretó el interruptor. Stephen, con la cara todavía oculta por el casco, gesticuló indignado. Como no se levantó el visor insectoide, Renie no levantó el dedo del interruptor.
—¿A qué viene esto? —preguntó Stephen en tono exigente, sin quitarse el casco del todo—. Soki, Eddie y yo estábamos casi a las puertas del Circuito Selecto. ¡Nunca habíamos llegado tan lejos!
—Te he hecho la cena y quiero que te la comas antes de que se enfríe.
—La pasaré por el microondas cuando termine.
—De eso nada. Vamos, Stephen. Hoy ha estallado una bomba en la universidad. He pasado mucho miedo y me gustaría cenar contigo.
El chico se desperezó. La apelación a su vanidad había surtido efecto.
—¡Guay! ¿Qué has preparado?
—Arroz con pollo.
No puso buena cara, pero ya se había sentado a la mesa y había empezado a comer antes de que Renie volviera de la cocina con una cerveza para ella y un refresco para él.
—¿Y qué ha saltado por los aires? —Masticaba a toda velocidad—. ¿Hubo muertos?
—Ni uno, gracias a Dios. —Procuró no descorazonarse al ver la abierta manifestación de desencanto de su hermano—. Pero ha destruido el campanario… ¿te acuerdas?, la torre del centro del campus.
—¡Ultraguay! ¿Quién ha sido? ¿Zulu Mamba?
—No se sabe. Pero me he asustado mucho.
—La semana pasada estalló una bomba en mi colegio.
—¿Cómo? ¡No me habías dicho nada!
Su hermano hizo una mueca de asco y se limpió la barbilla.
—Pero no de ésas. En la ciberescuela. Un sabotaje. Dicen que fue una broma de graduación de unos chicos de nivel superior.
—Pero tú te refieres a un apagón de la red. —Se preguntó si Stephen entendería la diferencia entre la red y la vida real. Hubo de recordarse que no tenía más que once años y que todo lo que no caía dentro del reducido círculo de su experiencia no era muy real todavía para él—. La bomba que pusieron hoy en la Politécnica pudo haber causado cientos de víctimas. Muertos, ¿entiendes?
—Ya. Pero la de la ciberescuela se cargó un montón de naves e incluso unas cuantas constelaciones superiores, hasta las copias de seguridad y todo. Y no las podremos recuperar nunca.
Cogió el plato de arroz y se sirvió otra vez.
Renie suspiró. Naves, constelaciones. Si no fuera una profesora impuesta en el tema de la red, seguramente pensaría que su hermano hablaba una lengua extranjera.
—Cuéntame más cosas. ¿Has leído algo del libro que te regalé?
El día de su cumpleaños, le había bajado, por un precio nada despreciable, el En marcha hacia la libertad de Otulu, el trabajo mejor confeccionado y más estimulante que conocía sobre la lucha sudafricana por la democracia a finales del siglo XX. En atención a los gustos de su hermano, había adquirido la carísima versión interactiva, llena de secuencias históricas en vídeo y de reconstrucciones tridimensionales en el novedoso sistema «entra en acción».
—Todavía no. Le eché un vistazo. Política.
—Es más que política, Stephen, es tu herencia… nuestra historia.
El chico seguía engullendo.
—Soki, Eddie y yo estuvimos a punto de entrar en el Circuito Selecto. Un chico de nivel superior nos dio un código de acceso. Casi llegamos al centro. ¡Billete abierto!
—Stephen, no quiero que intentes entrar en el Circuito Selecto.
—Tú entrabas cuando eras como yo —replicó con una desarmante sonrisa desvergonzada.
—Eran otros tiempos; ahora puedes ir a la cárcel por eso, ponen multas muy fuertes. Hablo en serio. No lo hagas.
Sabía que era inútil, como advertir a los niños que no se bañaran en la vieja poza de pesca. Stephen seguía cotorreando como si no le hubiera dicho nada. Suspiró. A juzgar por el grado de excitación, ya podía prepararse para un discurso de cuarenta minutos plagado del indescifrable argot de pequeños cibernautas.
—… Estaba sampleado ultraguay. Esquivamos tres controles. Pero no hacíamos nada malo —añadió apresuradamente—, sólo asomar la nariz por aquí y allá. ¡Qué pasada! ¡Conocimos a uno que entró en el Mister J’s!
—¿Mister J’s?
Era lo primero que no reconocía.
Stephen cambió de actitud súbitamente; a Renie le pareció detectar un destello en el fondo de sus ojos.
—Bueno… el sitio ése, una especie de club.
—¿Qué clase de club? ¿Una sala de diversiones, con espectáculos y cosas así?
—Eso, espectáculos y cosas así. —Jugueteó con un hueso de pollo un momento—. Un sitio normal.
Se oyó un golpe en la pared.
—¡Renie! ¡Tráeme un vaso de agua!
A juzgar por la voz, Long Joseph estaba grogui, alelado.
Renie se crispó pero fue hasta el fregadero. De momento Stephen merecía lo más parecido a una vida familiar normal pero, cuando se independizara, las cosas cambiarían en casa.
Cuando Renie volvió, Stephen terminaba el tercer plato, pero el bailoteo de la pierna y la forma de sentarse a medias en la silla eran señales inequívocas de que no pensaba en otra cosa más que en volver a conectarse.
—No tan deprisa, joven guerrero. Casi no hemos podido hablar de nada.
Un sentimiento muy semejante al pánico se reflejó en la cara de Stephen, y a Renie se le agrió el estómago. Definitivamente, el chico pasaba demasiado tiempo conectado a la red, si no, no estaría tan desesperado por volver. Era necesario que saliera con más frecuencia. Si lo llevaba el sábado al parque, no se iría a casa de un amigo a conectarse y a pasar todo el día tumbado en el suelo como un invertebrado.
—¿Qué más pasó con la bomba? —preguntó Stephen de pronto—. ¡Cuéntamelo todo!
Se lo contó; el chico escuchó atentamente e hizo algunas preguntas. Parecía tan interesado que hasta le habló de su nuevo alumno, !Xabbu, de lo menudo y educado que era y del estilo tan anticuado de vestir que tenía.
—El año pasado venía un chico así a mi colegio —dijo Stephen—, pero se puso enfermo y tuvo que marcharse.
Renie se acordó de la despedida, del delgado brazo de !Xabbu y de su expresión dulce, casi triste. ¿Enfermaría él también, física o espiritualmente? Le había contado que muy pocos de los suyos prosperaban en la ciudad. Deseó que él fuera la excepción…, le gustaba su sutil sentido del humor.
Stephen se levantó, recogió la mesa sin que se lo mandaran y luego se conectó pero, para sorpresa de Renie, entró en En marcha hacia la libertad, e iba parándose de vez en cuando para preguntarle cosas concretas. Cuando por fin se fue a su habitación, Renie leyó trabajos de fin de trimestre durante una hora y media y después entró en el banco de noticias. Vio varios reportajes sobre problemas lejanos: un rebrote del virus bukavu imponía la cuarentena en África Central, un tsunami en Filipinas, sanciones de las Naciones Unidas al Estado Libre del Mar Rojo y un juicio clasista contra un servicio de atención a la infancia de Johannesburgo y las noticias locales, con abundancia de imágenes sobre la bomba en la universidad. ¡Qué sensación tan extraña, estar en la red viendo en estereoscopio de 360 grados lo mismo que había vivido en directo esa misma mañana! Resultaba difícil saber cuál de las dos experiencias era más convincente, más real. Aunque, de todos modos ¿qué significaba «real» en esos tiempos?
El casco empezó a darle claustrofobia, de modo que se lo quitó y vio el resto de las noticias que le interesaban en la pantalla mural. Al fin y al cabo, la visión envolvente no era una novedad para ella.
Sólo después de preparar la comida del día siguiente para todos, poner el despertador a la hora y acostarse en la cama, se manifestó por fin la sensación que la había tenido irritada toda la velada: Stephen la había manipulado. Estaban hablando de una cosa, el chico cambió de tema y no terminaron de hablarlo. Después, se comportó de forma sospechosa, como si quisiera evitar algo.
No consiguió recordar el tema de la conversación ni por asomo… Tonterías de cibernautas enanos, seguramente. Se propuso hablar con él de esa cuestión.
Pero tenía tanto que hacer, tantísimo que hacer… siempre le faltaban horas al día.
«Eso es lo que necesito. —Estaba ya casi dormida, hasta los pensamientos le pesaban como una carga de la que deseaba librarse—. No me hace falta más red, más visión envolvente, más imágenes ni más sonidos. Sólo necesito más tiempo».
—Ahora lo he visto. —!Xabbu contemplaba los muros blancos aparentemente lejanos de la simulación—. Pero sigo sin entender con exactitud. ¿Dice usted que eso no es un lugar real?
Se volvió y lo miró a la cara. Aunque tampoco ella era más que una vaga apariencia humana en ese momento, a los principiantes les daba más seguridad mantener el mayor número posible de formas semejantes a la interacción normal. !Xabbu, en la simulación para principiantes, era una figura humana gris con una equis roja en el pecho. Aunque la equis era parte del simuloide, Renie había inscrito una erre escarlata en la forma que la representaba… también para facilitar la transición.
—No pretendo ser grosera —le dijo con tacto—, pero no estoy acostumbrada a esta clase de sesiones con adultos. Por favor, no te ofendas si te digo cosas que parecen de cajón.
El simuloide de !Xabbu no tenía rostro ni, por tanto, expresión facial, pero sí una voz suave.
—No me ofendo fácilmente, y sé que soy un caso raro, pero es que en los pantanos de Okavango no tenemos acceso a la red. Por favor, enséñeme lo que enseñaría a un niño.
Una vez más, Renie se preguntó qué le ocultaba !Xabbu. A lo largo de las últimas semanas, había constatado que el muchacho tenía algunos contactos misteriosos…, la Politécnica no habría admitido jamás a nadie en el curso avanzado de programador de la red sin preparación de ningún tipo. Sería como pretender que alguien aprendiera a leer y escribir haciendo un curso de literatura en la Universidad de Johannesburgo. Pero era listo, muy listo: con su pequeña estatura y sus modales formales, apetecía tratarlo como a un niño o como a un sabio idiota.
«Porque, por otra parte —se dijo—, ¿cuánto tiempo sobreviviría yo desnuda y desarmada en el Kalahari? Muy poco, desde luego. Para vivir en el mundo sigue haciendo falta algo más que dominar las técnicas de la red».
—De acuerdo. Sabes lo esencial sobre ordenadores y procesado de datos. Bien, la pregunta que me haces, si eso es un lugar real, es muy difícil de responder. Una manzana es real, ¿no? Pero el dibujo de una manzana no es una manzana. Se parece a una manzana, evoca manzanas e incluso puede que elijas una manzana de entre varias dibujadas porque te imaginas el sabor, aunque no puedas probarlas. Los dibujos no se comen o, al menos, no sería como comerse una manzana de verdad. No es más que un símbolo de un objeto real por muy realista que sea. ¿Lo has entendido?
—Hasta ahí lo he entendido —respondió !Xabbu riendo.
—Bien; la diferencia entre un objeto imaginado, un concepto, y el objeto real, antes era relativamente directa. Hasta la fotografía más realista de una casa era una mera imagen. Te imaginabas cómo sería por dentro pero no podías entrar de verdad; porque no era una réplica íntegra de la experiencia de entrar en una casa de verdad, con todo lo que eso conlleva. Pero ¿y si pudieras hacer algo que te transmitiera la misma sensación que un objeto real, que tuviera el mismo sabor, que oliera igual pero que no fuera ese objeto…, que no fuera un objeto en absoluto sino sólo un símbolo de un objeto, como un dibujo?
—En algunas partes del desierto del Kalahari —respondió !Xabbu hablando despacio— se ve agua, una laguna de agua dulce. Pero cuando llegas allí, desaparece.
—Un espejismo.
Renie agitó la mano y apareció una laguna en el extremo opuesto de la simulación.
—Un espejismo —corroboró !Xabbu, pasando por alto, al parecer, la ilustración de Renie—. Pero si se pudiera tocar y fuera húmeda…, si se pudiera beber para mitigar la sed…, ¿no sería agua? Es difícil imaginar una cosa que es real e irreal al mismo tiempo.
Renie lo condujo por el suelo blanco y desnudo de la simulación hasta la laguna que había conjurado.
—Mira. ¿Ves los reflejos? Ahora, mírame a mí. —El simuloide de Renie se arrodilló y cogió agua con las manos. Se le escapó entre los dedos y las gotas cayeron de nuevo a la laguna. Las ondas se expandieron intersectándose unas a otras—. Ésta configuración es muy sencilla; es decir, tu equipo de interfaz, las gafas y los sensores que te acabas de poner no son muy avanzados. Pero incluso con lo que tenemos, eso parece agua ¿no? ¿Se mueve como el agua?
!Xabbu se agachó y pasó la mano de dedos grises por el agua.
—Fluye de una forma rara.
—El tiempo y el dinero mejoran el realismo —comentó Renie agitando una mano—. Existen equipos externos de simulación tan bien hechos que esto no sólo se movería exactamente igual que el agua de verdad sino que además la notarías fría y húmeda sobre la piel. También hay cánulas, implantes neurocanulares que tú y yo jamás probaremos a menos que terminemos trabajando en los laboratorios más avanzados del gobierno. Ésos implantes permiten introducir directamente en el sistema nervioso sensaciones simuladas por ordenador…, podrías beber esta agua y te parecería de verdad.
—Pero no me quitaría la sed, ¿no? Si no bebiera agua de verdad, moriría —comentó, no preocupado sino simplemente por interés.
—Desde luego, y no está de más recordarlo. Hace diez o veinte años moría un niño o una niña cibernauta cada dos semanas; pasaban tanto tiempo en el simulador que se olvidaban de la necesidad de comer y beber de verdad, por no hablar de otras consecuencias menores como llagas por el roce. Actualmente, eso ya no es tan frecuente: los productos comerciales pasan muchos controles de seguridad y los accesos a la red de universidades y empresas están regulados por múltiples restricciones y dispositivos de alarma.
Renie agitó la mano y el agua desapareció. Volvió a agitarla y un bosque de coníferas ocupó de repente el espacio vacío que los rodeaba, troncos de corteza rojiza y escamosa que se elevaban como altos pilares coronados por una masa de follaje verde oscuro. !Xabbu aspiró súbitamente, señal de asombro que proporcionó a Renie una satisfacción infantil.
—Todo se reduce a input y output —le dijo—. Igual que antes uno se sentaba frente a una pantalla plana y mandaba órdenes apretando las teclas de un teclado, ahora movemos las manos de una forma determinada y hacemos magia. Pero no es magia, es sólo input, decir al procesador de la máquina lo que tiene que hacer. Y el resultado no aparece en una pantalla ante nuestros ojos sino que recibimos el output en forma de imágenes estereoscópicas —señaló hacia los árboles—, sonido —hizo otro gesto con la mano y un susurro de canto de pájaros resonó en el bosque— o lo que quieras, dependiendo siempre del grado de sofisticación del aparato procesador y del equipo de interfaz que uses.
Renie añadió un par de detalles pellizcando el aire con los dedos; un sol en el cielo por encima de la filigrana de ramas y un suelo de hierba cuajado de blancas corolas. Cuando terminó, abrió los brazos con una floritura.
—¿Ves? Ni siquiera es necesario hacer todo el trabajo: los aparatos afinan los detalles, los ángulos, la longitud de las sombras y demás. Eso es fácil. Ya has aprendido las primeras nociones, en pocas semanas sabrás hacerlo tú solo.
—La primera vez que vi a mi abuelo haciendo una lanza de pesca —dijo !Xabbu lentamente—, también me pareció magia. Movía los dedos con tanta rapidez que yo no veía lo que hacía, pelaba aquí, giraba allá, torcía la cuerda… y de pronto, ¡ya estaba!
—Exacto. La única diferencia es que si quieres hacer las mejores lanzas de pesca en este entorno, tienes que encontrar quien te pague por ello. Un equipo de realidad virtual empieza por lo más sencillo que hay en todas las casas… bueno, en todas excepto en las de los pantanos de Okavango, claro está. —Le habría gustado que !Xabbu hubiera visto que sonreía; no pretendía ofenderlo con el comentario—. Pero para estar en primera línea, hay que tener una o dos minas de diamantes o un país pequeño. De todos modos, hasta en los bajos fondos de la cultura que es esta facultad, con nuestro equipo viejo y chirriante, puedo enseñarte muchas cosas.
—Ya me ha enseñado muchas cosas, señora Sulaweyo. ¿Podemos hacer algo más? ¿Podría intentarlo yo?
—La creación en el entorno virtual… —Se detuvo a buscar una explicación clara—. Aunque te enseñe a hacer cosas, a fabricarlas, no serías tú quien las hiciera, al menos no en el nivel en que estás. Sólo dirías a unos programas muy sofisticados que quieres hacer tal cosa, y te la darían hecha. Eso está bien, pero antes tienes que aprender las primeras nociones. Sería como si tu abuelo hiciera toda la lanza y te dejara a ti el último toque. No la habrías hecho tú ni habrías aprendido a hacerla.
—Es decir, primero tengo que buscar la madera adecuada, aprender a ver la lanza y sacarla de la rama, saber dónde colocar la primera muesca… —el simuloide de !Xabbu abrió los brazos con un gesto cómico—, ¿no es así?
—Sí —contestó ella riéndose—. Has comprendido que se necesita hacer un trabajo mucho menos espectacular antes de que todo esto nos sirva de algo, así que ven, voy a enseñarte a hacer una cosa.
Siguiendo las pacientes instrucciones de Renie, !Xabbu probó los movimientos de las manos y las posiciones del cuerpo que enviaban órdenes a los microprocesadores. Aprendía con rapidez, y a Renie le recordó de nuevo la forma de aprender de los niños. La mayoría de los adultos, al enfrentarse a una tarea nueva, trataban de hacerla con la cabeza y terminaban en callejones sin salida cuando su lógica no encajaba con las nuevas circunstancias. Sin embargo, a pesar de su bien demostrada inteligencia, !Xabbu se tomó la realidad virtual de una forma mucho más intuitiva. En lugar de ponerse a hacer algo concreto forzando la maquinaria para adaptarla a su idea, dejó que los microprocesadores y el software le enseñaran lo que hacían, y luego continuó en la dirección que más le interesaba.
Mientras observaban los primeros intentos de controlar la forma y el color, que aparecían y desaparecían en el aire, !Xabbu le preguntó:
—Pero ¿por qué tanto esfuerzo y tanto gasto para… falsificar? ¿Se dice así? ¿Por qué tenemos que falsificar la realidad?
—Bien… —Renie vaciló—, si aprendemos a falsificar la realidad, podemos crear cosas que sólo existen en nuestra imaginación, como han hecho siempre los artistas. O hacer algo para demostrar lo que nos gustaría crear, como los arquitectos cuando dibujan un plano. Y, además, podemos rodearnos de un entorno más cómodo para trabajar. Éste programa, con un simple gesto de la mano —lo hizo y una nube blanca apareció en el cielo—, crea una nube. Pues este mismo gesto puede trasladar una gran cantidad de información de un lugar a otro, o buscar otro dato en otra parte. En vez de estropearnos la columna vertebral sobre un teclado o una pantalla digital, como antes, podemos sentarnos, estar de pie o echados señalando, moviendo una mano o hablando. Así, el uso de los aparatos de los que dependemos resulta tan fácil como…
Se detuvo a pensar en un símil.
—Como hacer una lanza de pesca —dijo !Xabbu con una extraña inflexión en la voz—. Creo que hemos cerrado el círculo. Nos complicamos la vida con máquinas y luego luchamos para hacerla tan sencilla como antes de tenerlas. ¿Qué hemos ganado, señora Sulaweyo?
—Tenemos mayor poder… —respondió sintiéndose vagamente a la defensiva—, hacemos más cosas…
—¿Podemos hablar con los dioses y escuchar sus voces con mayor claridad? ¿O acaso todo ese poder nos convierte en dioses?
La encontró desprevenida, no se esperaba ese cambio de tono. Mientras se esforzaba por encontrar una respuesta razonable, !Xabbu habló otra vez.
—Mire esto, señora Sulaweyo. ¿Qué opina?
Una flor pequeña y un poco primitiva había salido en el suelo simulado del bosque. No se parecía a ninguna flor que hubiera visto antes, pero vibraba y cautivaba; casi parecía una obra de arte, más que un intento de imitación de una flor real. Los pétalos aterciopelados eran de color rojo sangre.
—Es… está muy bien para ser la primera vez, !Xabbu.
—Usted es muy buena profesora.
Chasqueó los torpes dedos grises y la flor desapareció.
Se dio la vuelta y señaló con el dedo. Apareció una estantería de libros con los títulos visibles.
—¡Mierda! —musitó—. Tampoco está aquí. No me acuerdo del título. Buscar cualquier título con «desarrollo espacial» o «interpretación espacial» y «niño» o «juvenil».
Tres libros flotaron en el aire sobresaliendo de la estantería.
—Análisis de la interpretación espacial en el desarrollo juvenil… —leyó—. Bien. Listar por orden de mayor incidencia…
—¡Renie!
Se giró en redondo al oír la voz incorpórea de su hermano, exactamente igual que lo habría hecho en el mundo real.
—¡Stephen! ¿Dónde estás?
—En casa de Eddie. Pero estamos… metidos en un lío —dijo asustado.
A Renie se le aceleró el pulso.
—¿Qué clase de lío? ¿Ocurre algo en la casa? ¿Os molesta alguien?
—No, en la casa no. —Su tono era tan apagado y triste como el día en que unos chicos mayores lo tiraron al canal al volver del colegio—. Estamos en la red. ¿Puedes venir a ayudarnos?
—Stephen, ¿qué pasa? ¡Dímelo inmediatamente!
—Estamos en el Circuito Selecto. Ven enseguida.
Se cortó el contacto.
Renie chasqueó los dedos dos veces y la biblioteca desapareció. Por unos momentos, mientras su equipo no tenía input que digerir, Renie quedó suspendida en puro ciberespacio gris. Con un gesto de la mano abrió la parrilla de inicio e intentó saltar al punto en que se encontraba su hermano, pero se lo impidió un aviso de prohibido el paso. Efectivamente, el chico estaba en el Circuito Selecto, y en una zona sólo para socios. Por eso no mantuvo el contacto más tiempo. Estaría cargando el tiempo de conexión a la cuenta de otra persona —la del colegio seguramente—, y las entidades que disponían de accesos a la red para grandes grupos mantenían vigilado el sistema para evitar tales abusos.
—¡Maldito chico!
¿Acaso esperaba él que su hermana se dedicara a piratear en un gran sistema comercial? Ése delito se penaba con grandes multas e incluso con la cárcel en caso de allanamiento. Por no hablar de lo que pensarían en la Politécnica si supieran que uno de sus instructores se dedicaba a esas tonterías de críos preuniversitarios. Pero estaba tan asustado…
—¡Maldito sea! —repitió y, con un suspiro, empezó a confeccionarse una identidad virtual.
Para entrar en el Circuito Selecto era necesario llevar un simuloide, no se permitía la presencia de merodeadores invisibles que incomodaran a la flor y nata de la red. Renie había preferido aparecer con el mínimo indispensable: un objeto sin cara ni sexo como el peatón de los semáforos. Sin embargo, un atuendo tan rudimentario llamaría la atención inmediatamente en el Circuito Selecto por pobre. Así pues, se decidió por un eficiente andrógino con la esperanza de que tuviera expresión facial y articulación física suficientes como para parecer el chico de los recados de cualquier rico barón de la red. El gasto, filtrado por varios estratos de cuentas, terminaría en los sótanos del presupuesto operativo de la Politécnica; si lograba entrar y salir con rapidez, no gastaría tanto como para llamar la atención.
Odiaba correr ese riesgo y aún despreciaba más la falta de honradez. Cuando encontrara a Stephen y lo sacara de allí, la reprimenda sería histórica.
Pero parecía tan asustado…
El Circuito Selecto era un rectángulo luminoso colocado en la base de una especie de muro de granito blanco de kilómetro y medio de alto, iluminado por luz natural aunque no se veía el sol por ninguna parte en la supuesta bóveda celeste de color negro. Una muchedumbre de figuras aguardaba a ser procesada; algunos llevaban cuerpos físicos estrambóticos y de vivos colores —había una clase concreta de merodeadores que deambulaba por los alrededores del acceso sin la menor esperanza de entrar, como si el Circuito Selecto fuera una especie de club que de pronto decidiera que la casa podía hacer la vista gorda esa noche— pero la mayoría llevaba personificaciones funcionales como la de Renie, de unas dimensiones más o menos humanas. Resultaba irónico que allí, donde mayor era la concentración de riqueza y poder de la red, los trámites fueran tan lentos como en la vida real. En su biblioteca o en la red informática de la Politécnica, se saltaba con un simple gesto a donde se deseara, pero en el Circuito Selecto y en otros centros de influencia, se obligaba a los usuarios a llevar simuloides y luego los trataban como si fueran gente de verdad, conduciéndolos a despachos y controles virtuales, obligándolos a esperar durante mucho tiempo sin hacer nada mientras el coste de la conexión se disparaba.
«Si los políticos encontraran la forma de gravar impuestos sobre la luz del sol —pensó con amargura—, seguro que también montarían salas de espera para la inspección de los rayos». Se colocó en la cola detrás de una cosa gris y encorvada, un simuloide ínfimo cuyos hombros encogidos hacían prever que sería rechazado.
Tras una espera que se le hizo eterna, el simuloide que iba delante de ella fue convenientemente despachado y, por fin, Renie se encontró frente a uno de los funcionarios de cómic más logrados que había visto en su vida. Era pequeño y con cara de ratón, con unas gafas antiguas que le caían hasta la punta de la nariz y unos ojillos desconfiados que asomaban por encima. Pensó que sin duda se trataba de un muñeco, un programa con aspecto de persona. Nadie podía parecerse tanto a un burócrata de mala muerte ni, en todo caso, perpetuarse así en la red, cuando allí cada cual podía disfrazarse a su gusto.
—¿Motivo de su visita?
Hasta la voz era tensa como la música de kazoo, como si no la emitiera por el orificio normal.
—Un recado para Johanna Bundazi.
Renie sabía que la rectora de la Politécnica tenía un pequeño nodo en propiedad en el Circuito Selecto.
El funcionario se quedó mirándola un buen rato en actitud insolente mientras los procesadores procesaban en alguna parte.
—La señora Bundazi no se encuentra aquí.
—Lo sé. —Y era cierto; había tomado la precaución de cerciorarse—. Tengo que hacer una entrega en mano en su nodo.
—¿Por qué? Ella no se encuentra aquí. Es mejor que se lo envíe al nodo en el que se encuentre ahora. —Otros momentos de espera—. No está localizable en ningún nodo en estos instantes.
Renie hizo un esfuerzo por no perder la paciencia.
—Sólo sé que tengo que dejarle el recado en su nodo del Circuito Selecto. Ella sabrá por qué prefiere que se lo suban directamente. De modo que, si no tiene instrucciones en contra, déjeme cumplir con mi trabajo.
—¿Por qué quiere el remitente que se entregue en mano si ella no está accesible en este momento?
—¡Yo qué sé! Y tampoco es asunto suyo. ¿Prefiere que dé media vuelta y le dice usted a la señora Bundazi que me negó el acceso para dejarle el recado?
El funcionario entrecerró los ojos como si escrutara un rostro humano en busca de señales de engaño o tendencias peligrosas. Renie se alegró de llevar puesta la máscara del simuloide. «¡Venga, adelante, mírame bien, rata despreciable!».
—Muy bien —dijo al fin—. Dispone de veinte minutos.
Renie sabía que era el tiempo mínimo de acceso… otra atención de mal gusto por su parte.
—¿Y si me encuentro con instrucciones para el remitente? ¿Y si me ha dejado un mensaje relacionado con éste y tengo que llevar otra cosa a otra parte del Circuito Selecto?
Pensó que, si se tratara de un juego y tuviera una pistola láser, en ese instante haría estallar al muñeco en pedazos.
—Veinte minutos —repitió, y levantó una mano de cortos dedos para cortar las réplicas—. Diecinueve minutos, cincuenta y… seis segundos a partir de ahora, y el contador no se detiene. Si necesita más tiempo, vuelva a renovarlo.
Empezó a alejarse, pero se volvió hacia el hombre de cara de rata, para mayor indignación del siguiente aspirante, que por fin había llegado a Tierra Santa.
—¿Es usted un muñeco? —le preguntó en tono imperioso.
Algunos de los que esperaban en la cola murmuraron sorprendidos, pues era una pregunta sumamente grosera pero la ley obligaba a responderla. El funcionario se cuadró indignado.
—Soy un ciudadano. ¿Desea que le dé mi número?
¡Dios nos asista! Era una persona de verdad.
—No —dijo—, era por simple curiosidad.
Se maldijo por haber llevado las cosas tan lejos, pero aquello no se podía aguantar.
Aunque la imitación de la vida real era detallada en las demás partes del Circuito Selecto, no se producía esa ilusión en el paso por la entrada: poco después de haberse confirmado su admisión, Renie fue depositada simplemente en Gateway Plaza, una extensión de piedra simulada inmensa y deprimentemente neofascista, un espacio llano que parecía de las dimensiones de un país pequeño, rodeado de arcos altos de donde partían, a modo de rayos, unas calles que se perdían en la distancia como falsos caminos rectos. Mera ilusión, naturalmente. Con sólo pasear unos minutos por cualquiera de ellas, se acababa en algún sitio que, por supuesto, no se veía desde la plaza y que no tenía por qué ser una avenida ancha y recta, ni una calle siquiera.
A pesar de su gran tamaño, en la plaza había mucha más gente y mucho más bullicio estentóreo que en la zona de espera de la entrada. Ya estaban dentro, aunque sólo fuera de visita, y se comportaban con orgullo y soltura. Si además tenían tiempo para cruzar la plaza e imitar la vida real hasta ese punto, seguro que tenían buenas razones para sentirse orgullosos: los que accedían con el mínimo de tiempo, como ella, sólo podían aspirar a ir a su destino instantáneamente y regresar.
Valía la pena deambular un rato por allí. Los verdaderos ciudadanos del Circuito Selecto, los que disponían de dinero y poder para apropiarse de un espacio exclusivo en esa zona de elite de la red, no tenían que ceñirse a las mismas restricciones que los visitantes respecto a los simuloides. A lo lejos, Renie vio a un par de hombres desnudos con una musculatura increíblemente desarrollada y ambos, casualmente, de un vivo color rojo manzana de caramelo y de una estatura de nueve metros. Se preguntó a cuánto ascenderían los gastos de mantenimiento, sólo en impuestos y conexión… era mucho más caro mover un cuerpo no homologado en las simulaciones.
Pensó que serían nuevos ricos.
En las pocas ocasiones en que había logrado entrar en el Circuito Selecto, pirateando en sus tiempos de ciberestudiante y dos veces como invitada legal de otra persona, le había bastado con admirar el paisaje. Por descontado, el Circuito Selecto era único: la primera gran ciudad del mundo, con una población (aunque fuera simulada) formada, aproximadamente, por los diez millones de ciudadanos más influyentes del planeta Tierra…, o al menos así lo creía la clientela del Circuito a pies juntillas, y hacían todo lo posible por justificar tal opinión.
Las construcciones que cada cual se hacía eran maravillosas. En un entorno sin gravedad, sin necesidad siquiera de atenerse a la geometría normal y con unas leyes de zonificación sumamente flexibles en los sectores privados, la ingenuidad creativa del género humano florecía en formas espectaculares. Las estructuras que en el mundo real habían sido edificios, y sujetas por tanto a las leyes físicas, prescindían de consideraciones irrelevantes como la relación arriba-abajo o la proporción entre peso y tamaño. Sólo tenían que servir de nodos y, por eso, de la noche a la mañana, aparecían resplandecientes exhibiciones de diseño por ordenador que solían desaparecer con la misma rapidez, desmesuradas y exóticas como flores tropicales. Incluso en ese momento no pudo evitar detenerse a contemplar un rascacielos verde translúcido, delgado hasta lo imposible, que se elevaba en el cielo detrás de los arcos. Le pareció bonito y menos ostentoso de lo habitual, como una aguja de tejer de sólido jade.
Si los habitantes del circuito más selecto de la humanidad construían cosas espectaculares para su propio disfrute, no se quedaban atrás con respecto a su propia apariencia. En un lugar donde el único requisito imprescindible era existir, y sólo el presupuesto, el buen gusto y una consideración normal hacia el prójimo limitaban la inventiva (aunque a algunos habituales del Circuito les sobraba de lo primero y les faltaba de lo segundo y lo tercero), sólo ver pasear a la gente por las avenidas principales constituía en sí mismo un espectáculo continuo y continuamente variado. Desde la moda más extremada del momento —las cabezas y extremidades alargadas parecían ser el último grito— hasta las réplicas de objetos y personas de la realidad —Renie había visto tres ejemplares de Hitler en su primera visita al Circuito, uno de los cuales llevaba un traje femenino de baile hecho de orquídeas azules—, pasando por el reino del diseño, donde el cuerpo no era más que un punto de partida, el Circuito era un carnaval sin fin. En sus primeros días, los turistas que adquirían la entrada con la oferta del viaje organizado se sentaban en los cafés de las aceras con la boca abierta y pasaban así horas y horas, hasta que, igual que los cibernautas más jóvenes, sus cuerpos reales de carne y hueso caían por efecto del hambre y la sed y sus simulacros quedaban congelados o desaparecían. Era comprensible, siempre había algo más que ver, una nueva rareza fabulosa que aparecía en la distancia.
Pero ese día, Renie había entrado por un motivo concreto: encontrar a Stephen. Hasta el momento, el gasto se iba cargando a la cuenta de la Politécnica y, además, había despertado las iras del perverso hombrecillo de la entrada; al acordarse, programó la entrega para la rectora Bundazi a las Hora de entrada más 19 minutos, porque sabía que el señor «Soy un ciudadano» estaría al acecho. El recado era en realidad un documento de correo interno del departamento dirigido a la rectora, nada importante. Le había cambiado el certificado de tránsito por otro de entrega en mano dirigido a otro de los nodos de la señora Bundazi, con la esperanza de que culparan del error al buzón, un sistema de correo electrónico desfasado desde hacía veinte años al que nunca se podría culpar mucho. Tratar de pasar algo por el sistema interno de mensajería de la Politécnica era como empeñarse en colar mantequilla por una piedra.
Tras estudiar un momento las coordenadas del mensaje de Stephen, Renie saltó a la calle Lullaby, la avenida principal de Toytown, un sector marginal donde se concentraban los creadores y comerciantes menos importantes y menos famosos, así como los nodos residenciales de los que se mantenían en el Circuito Selecto por los pelos. La suscripción al Circuito Selecto era muy cara, y también las modas creativas necesarias para mantener el puesto entre la elite; pero aunque uno no pudiera permitirse un exótico simuloide nuevo cada día ni dispusiera de medios para renovar la oficina o el nodo personal todas las semanas, el mero hecho de disponer de una residencia en el Circuito Selecto era signo de estatus social elevado en el mundo real. En esos días, era la última aspiración a la que renunciarían las clases sociales bajas con posibilidades de promoción…, y no renunciaban fácilmente.
Renie no localizó inmediatamente el punto de emisión de la señal, de modo que redujo la marcha a lo que sería un paso normal, pero su simuloide de rayas verticales no hacía una cosa tan cara, inútil y complicada como caminar. La decadencia de Toytown se hacía patente mirara donde mirase. La mayoría de los nodos eran de una funcionalidad extrema, cajas blancas, negras o grises sin otro propósito que separar unas de otras las agonizantes empresas de los ciudadanos. En otro tiempo, algunos disfrutaban de un esplendor relativo pero habían ido desfasándose sin remedio. Varios de ellos empezaban a desaparecer después de que sus dueños hubieran sacrificado las funciones visuales más costosas para seguir manteniendo la propiedad del espacio. Pasó ante uno de gran tamaño que recordaba imágenes de Metrópolis de Fritz Lang —la ciencia ficción antigua había estado de moda en el Circuito hacía casi diez años—, pero lo encontró completamente transparente, con la gran cúpula convertida en un esqueleto poliédrico, sin detalle alguno, apagados los magníficos colores y texturas de antaño.
Un solo nodo de la calle Lullaby tenía un aspecto moderno y caro a la vez, y estaba situado cerca del punto de emisión del mensaje de Stephen. La estructura virtual era una inmensa mansión gótica que ocupaba un área del tamaño de dos manzanas de una ciudad real, coronada de torrecillas puntiagudas y laberíntica como un nido de termitas. En las ventanas destellaban luces de colores: rojo oscuro, morado apagado y un blanco arrebatador. Un potente chorro musical anunciaba que se trataba de una especie de club, mensaje que se repetía en las letras cambiantes que recorrían la fachada como serpientes luminosas, donde también se leía en varios idiomas, incluidos el japonés, el chino, el árabe y unos cuantos más, el nombre de «MISTER J’S». En medio de las letras que culebreaban y aparecían y desaparecían inmediatamente como si el gato de Alicia en el país de las maravillas tuviera el día bromista, se abría una enorme sonrisa llena de dientes y sin cuerpo.
Se acordó del nombre del club, Stephen había hablado de él; eso era lo que los había inducido a entrar en el Circuito Selecto o, al menos, en esa zona. Se quedó mirándolo asombrada y fascinada. Era verdaderamente tentador: el esmero de las sombras de cada esquina y la luz que salía a chorros por todas las ventanas anunciaban evasión pura, libertad, sobre todo para lo prohibido, la entrada a un cielo donde todo era lícito. Sintió un escalofrío de miedo por la espalda al pensar en su hermano de once años en un lugar semejante. Pero si estaba allí dentro, allí tendría que entrar ella…
—¡Renie! ¡Aquí arriba!
Fue un grito silencioso, como si estuviera cerca. Stephen quería establecer comunicación privada, pero no se daba cuenta de que en el Circuito era imposible a menos que se pudiera pagar por el aislamiento sonoro. Si alguien quería oír, oiría, de modo que en ese momento sólo importaba la rapidez.
—¿Dónde estás? ¿Estás ahí, en ese… club?
—¡No! ¡En la otra acera! ¡En el edificio de la cosa de tela en la fachada! Se dio media vuelta y miró. A cierta distancia, en la otra acera de la calle Lullaby, enfrente del Mister J’s, se levantaba algo semejante al caparazón de un viejo hotel de Toytown, una relajante réplica de una zona de descanso de la vida real diseñada para turistas, un punto de recepción de mensajes y planificación de excursiones. Al principio tuvieron mucho éxito, cuando la realidad virtual era todavía una novedad intimidante. Los días gloriosos de ese hotel habían pasado a la historia hacía tiempo. Las paredes habían perdido la definición de color e incluso se habían borrado algunas partes. Sobre la ancha puerta principal, una bandera no ondeaba como debería, mecida por un simulacro de brisa, condenada, como el resto de la estructura, a un estado de supervivencia ínfima.
Renie se acercó a la puerta y, tras comprobar brevemente que no había ningún sistema de seguridad, entró. El interior estaba aún peor que el exterior; el tiempo y el descuido lo habían reducido a un almacén de cubos fantasmagóricos apilados como piezas olvidadas de un juego infantil de construcción. Unas cuantas réplicas de mejor calidad se mantenían íntegras y destacaban como objetos misteriosos entre lo demás, el mostrador principal, por ejemplo, que era una brillante masa de mármol azul neón. Encontró a Stephen y a su amigo Eddie escondidos detrás.
—¿A qué demonios estáis jugando?
Los dos llevaban simuloides de la ciberescuela, incluso un poco más rudimentarios que el suyo, pero aun así, percibió la cara de miedo de Stephen. El chico se levantó como pudo y se abrazó a la cintura de su hermana. El simuloide de Renie sólo recibía sensación de fuerza por las manos, pero Renie supo que la apretaba con toda su alma.
—Nos persiguen —dijo Stephen sin aliento—. Los del club. Eddie tiene un escudo que nos tapa y nos hemos escondido debajo, pero es barato y van a encontrarnos enseguida.
—Si hay alguien buscándoos, ya sabrá que estáis aquí desde el momento en que me lo dijiste. —Se volvió hacia Eddie—. ¿Y de dónde has sacado tú ese escudo, si puede saberse? No, no me lo digas.
Se desembarazó de su hermano con suavidad. Era una sensación extraña, notar su brazo delgado entre las manos cuando sabía que sus cuerpos de verdad estaban en puntos opuestos de la ciudad, en el mundo real, pero esa especie de milagro fue lo que la encaminó hacia el campo de la realidad virtual desde el principio.
—Ya hablaremos después… tengo muchas preguntas que hacerte. Pero de momento, vamos a salir de aquí antes de que nos lleven a todos ante un magistrado.
—Pero… Soki… —dijo Eddie al fin.
—¿Qué le pasa a Soki? —preguntó Renie con impaciencia—. ¿También está aquí?
—Todavía está en el Mister J’s, más o menos…
Al parecer, Eddie perdió el poco valor que le quedaba y Stephen terminó de hablar.
—Soki… se cayó por un agujero. Una especie de agujero. Cuando íbamos a sacarlo, llegaron unos hombres. Creo que eran muñecos. —La voz le temblaba—. Daban mucho miedo.
—No puedo hacer nada por Soki —dijo Renie—. Se me está acabando el tiempo y no tengo intención de allanar un club privado. Si lo atrapan, atrapado está, y si dice quién estaba con él, tendréis que afrontar las consecuencias. Primera lección del cibernauta: el que la hace, la paga.
—Pero… a lo mejor le hacen daño.
—¿Daño? Le darán un escarmiento, como mucho, y vosotros dos merecéis otro tanto. Nadie va a hacerle daño. —Cogió a Eddie por el brazo, de modo que tuvo agarrados a los dos niños. En los procesadores de la Politécnica, su algoritmo de escape sumó dos más—. Y vamos a…
Se oyó un estallido tremendo casi tan fuerte como el de la bomba de la Politécnica; tan potente que, en el punto más elevado, las tomas de audio de Renie no recogieron el sonido y, afortunadamente, quedaron un instante en silencio. La fachada del hotel se deshizo en un remolino de motas de cibermateria. Una sombra gigantesca se interpuso entre ellos y la calle de Toytown, mucho más corpulenta que los simuloides normales. Eso fue todo lo que pudo distinguir porque, en la forma visible, algo oscuro se agitaba arrítmicamente y, prácticamente, impedía mirarla.
—¡Dios! —A Renie le zumbaban los oídos. «Así aprenderás a subir el volumen a tope.»—. ¡Dios!
Se quedó petrificada un momento, mientras la sombra se agigantaba amenazadora sobre ella, una expresión abstracta genialmente realizada de los conceptos grande y peligroso. Entonces, estrechó fuertemente a los niños y salió del sistema.
—Entramos… en Mister J’s. En el colegio lo hace todo el mundo.
Renie miraba fijamente a su hermano desde el otro lado de la mesa de la cocina. Se había preocupado mucho por él, incluso se había asustado; pero en ese momento, la rabia iba desplazando a todas las demás emociones. No sólo le había dado un buen quebradero de cabeza sino que, además, tardó en regresar de casa de Eddie una hora más que ella de la Politécnica, y la obligó a esperar.
—No me importa que lo haga todo el mundo, Stephen, y de todos modos, dudo mucho que sea cierto. ¡Estoy muy enfadada! Es ilegal que entres en el Circuito y te aseguro que no podríamos pagar las multas si te descubrieran. Además, si mi jefe se entera de lo que he tenido que hacer para sacarte de allí, me despide. —Le tomó la mano y se la apretó hasta que el chico se estremeció de dolor—. ¡Me juego el puesto de trabajo, Stephen!
—¡Callaos de una vez, impertinentes! —gritó su padre desde el dormitorio de atrás—. ¡Me dais dolor de cabeza!
Si no hubiera habido una puerta por el medio, la mirada de Renie habría prendido fuego a las sábanas de Long Joseph.
—Lo siento, Renie. Lo siento mucho, de verdad. ¿Puedo intentar hablar con Soki otra vez?
Sin esperar a que le diera permiso, se volvió hacia la pantalla mural y pidió la llamada. No hubo respuesta al otro extremo de la línea.
—¿Qué dices que le pasó a Soki? —preguntó Renie tratando de controlar el mal genio.
Stephen tamborileó sobre la mesa nerviosamente.
—Eddie le dijo: «¿A que no te atreves?».
—¿Qué no te atreves a qué? Maldita sea, Stephen, no me obligues a sacarte las palabras una a una.
—Hay una sala en Mister J’s, unos chicos del colegio nos hablaron de ella. Hay… bueno, hay cosas hiperguays.
—¿Cosas? ¿Como qué?
—Bueno… cosas. De todo, ya sabes. —Stephen no la miraba a los ojos—. Pero no las vimos, Renie. No encontramos la habitación. El club es ultragrande por dentro… ¡No te lo imaginas! ¡No se acaba nunca! —Los ojos le brillaron como si, al pensar en el esplendor de Mister J’s, hubiera olvidado la gravedad del asunto; pero una mirada a su hermana bastó para recordársela—. Bueno, pues estuvimos buscando y buscando, y preguntamos a la gente…, creo que casi todos eran ciudadanos, aunque algunos hacían cosas muy raras; pero nadie sabía dónde estaba. Entonces, un hombre ultrahipergordo nos dijo que se entraba por la sala de la planta baja.
Renie contuvo un estremecimiento de asco.
—Antes de que sigas contándome, jovencito, quiero que te enteres de una cosa. No debes volver jamás a ese sitio. ¿Entendido? Mírame a los ojos. ¡Jamás!
—Vale, de acuerdo —asintió Stephen de mala gana—. No volveré. Bueno, pues bajamos por unas escaleras de caracol, ¡era como un juego de mazmorras! Y después de un rato, encontramos una puerta. Soki la abrió y… se cayó.
—¿Dónde se cayó?
—¡No sé! Era una especie de agujero que había al otro lado, con humo y unas luces azules abajo del todo, en lo hondo.
Renie se reclinó en el respaldo.
—Un truco malo y sádico. Todos os habéis ganado un buen escarmiento, aunque espero que no se haya asustado mucho. ¿Había pirateado el equipo de la ciberescuela, como vosotros?
—No; llevaba la configuración doméstica. Una unidad nigeriana barata.
Igual que la que tenían ellos en casa. ¿Cómo podían esos críos ser pobres y tan esnobs al mismo tiempo?
—Bien, entonces, las simulaciones de vértigo o de gravedad no habrán sido muy fuertes. No le pasará nada. —Miró a Stephen fijamente otra vez—. Me has oído, ¿verdad? No volverás allí jamás; como vuelvas, en vez de quedarte sin tu rato de unidad y sin ver a Eddie y a Soki un mes, será para siempre.
—¿Qué? —saltó Stephen ante tamaño ultraje—. ¿Sin red?
—Hasta el último día del mes. Y considérate afortunado porque no se lo he dicho a papá… te daría una buena tunda con el cinturón en ese culo negro y revoltoso que tienes.
—Pues mejor eso que quedarme sin red —contestó resentido.
—¿Quieres ganarte las dos cosas?
Después de mandar a Stephen a su dormitorio, entre protestas y murmuraciones, Renie entró en la biblioteca de su departamento para ver si tenía mensajes de la señora Bundazi sobre fraudes a la Politécnica; después pidió archivos de las actividades del Circuito Selecto. Encontró el Mister J’s inscrito como «club de juego y espectáculo», exclusivamente para adultos. La propiedad estaba registrada al curioso nombre de Corporación Innovadora El Malabarista Feliz, tras una primera apertura con el nombre de La Sonrisa de Mister Jingo.
Aquélla noche, mientras esperaba que llegara el sueño, revivió imágenes de la destartalada fachada del club, de torres como cabezas puntiagudas de idiotas y ventanas como ojos fisgones. Lo más difícil de olvidar fue la enorme boca móvil y las hileras de dientes brillantes que se retorcían sobre la puerta… una puerta por la que sólo se podía entrar.