l mismo señor Dietrich cogió su armadura que le ayudó a ceñirse el viejo Hildebrando. Aquel fuerte hombre lloraba, y su voz hacía retemblar todo el palacio.
Pronto recobró toda su energía el valeroso guerrero, y el buen héroe se armó dominado por la cólera: embrazó el escudo y marcharon juntos él y el maestre Hildebrando. Hagen de Troneja dijo:
—Veo que se acerca el señor Dietrich: querrá luchar con nosotros por los grandes pesares que le hemos causado. Ahora podremos decidir cuál de los dos es más valiente.
»Aun cuando el guerrero Dietrich de Berna fuera más fuerte y más terrible, si quiere vengar en nosotros sus penas —añadió Hagen—, le haré frente con denuedo.
Estas palabras las escucharon Dietrich y el maestre Hildebrando. Él fue a buscar a los dos guerreros, que estaban apoyados en el muro fuera de la sala. Dietrich puso a sus pies su buen escudo. Dominado por el dolor y por el cuidado, dijo Dietrich:
—¿Por qué has obrado así en contra mía, rey Gunter; cuando no soy de este país? ¿Qué os hice yo para que me hayáis dejado solo y sin ningún consuelo?
»No ha sido bastante para vos a matar a Rudiguero el valeroso héroe en esta espantosa lucha, sino que también habéis matado a todos mis hombres. Nunca os hice yo sufrir penas semejantes.
»Pensando en vosotros mismos, en vuestros pesares, en vuestros amigos muertos en este combate, debéis sentir el alma rota, buenos héroes. ¡Cuánto me aflige a mí la pérdida de deudos!
—Nosotros no somos culpables —respondió Hagen—; a este palacio han venido vuestros guerreros en gran tropel y fuertemente armados. Me parece que no te han dado las noticias con verdad.
—¿A quién le debo creer? Hildebrando me ha dicho que mis guerreros Amelungos os han pedido que les dejarais sacar del palacio el cuerpo de Rudiguero, y vosotros habéis respondido a los míos con burla.
—Querían llevarse de aquí el cuerpo de Rudiguero —dijo el rey del Rhin—; y yo se los negué en odio a Etzel, no por los vuestros, y entonces Wolfhart comenzó a insultarnos.
—Así tenía que suceder —replicó el héroe de Berna—. Gunter, noble rey, por tu virtud, repara la pena que en el corazón me has causado. Concede una compensación, fuerte caballero, para que te lo perdone.
»Entrégate, prisionero con Hagen tu vasallo: yo te defenderé aquí entre los Hunos, de modo que nadie os ofenda ni cause agravio. Sólo encontraréis en mí bondad y buena fe.
—No permita el Dios del cielo —respondió Hagen— que se entreguen a ti dos guerreros que bien armados puedan defenderse todavía con valor y que marcharán con la frente alta hacia el enemigo.
—No debéis despreciar mi ofrecimiento, Gunter y Hagen —añadió Dietrich—. Los dos habéis causado tan grandes tribulaciones a mi corazón, que obraríais bien si me compensarais.
»Os doy mi palabra, y mi mano os lo jura, que iré con vosotros hasta vuestro país. Os acompañaré con honor o sufriré la muerte y por vosotros daré al olvido mi gran desgracia.
—No lo pidáis más —replicó Hagen—. No nos conviene que se diga que dos tan fuertes guerreros se han entregado a vuestra mano, pues sólo os acompaña Hildebrando.
—Dios sabe, señor Hagen —dijo el maestre Hildebrando—, que la paz que el señor Dietrich os ofrece llegará un momento en que la echéis de menos: debíais aceptar la composición que os pide.
—Yo aceptaría esa paz —le respondió Hagen— antes que huir como un mal guerrero del campo del combate, según vos lo habéis hecho, maestre Hildebrando. Por mi fe, creí que erais hombre más valeroso.
—¿Por qué me insultáis? ¿Quién permaneció sentado en Wasgensteine, sobre su escudo, mientras Walther de España le mataba muchos de sus parientes? Hay mucho que decir acerca de vos.
—¿Cuándo se ha visto a los héroes cambiar palabras como a las viejas? Os prohíbo —dijo el noble Dietrich—, maestre Hildebrando, que habléis más. Gran dolor me aflige fuera de mi patria.
—Déjame oír, amigo Hagen —añadió Dietrich—, lo que decíais entre vosotros, guerreros valerosos, cuando me habéis visto venir armado. Decíais que ambos lucharíais conmigo en un combate.
—Nadie os lo negará —contestó Hagen el esforzado—, quiero sostener el combate con fuertes golpes a menos que no me falte la espada del Nibelungo: indignado me tiene que me hayáis solicitado como prisionero.
Cuando Dietrich conoció la horrible disposición en que Hagen se encontraba, el buen guerrero embrazó el escudo. ¡Con cuánta rapidez bajó Hagen los escalones a su encuentro! La buena espada del Nibelungo cayó con fuerza sobre Dietrich.
El señor Dietrich sabía que aquel hombre esforzado estaba de humor sombrío. El noble héroe de Berna se defendió bien de los golpes que le asestaba. Conocía bien a Hagen, el soberbio héroe.
Temía a la Balmung, la terrible espada, pero Dietrich esgrimió tan certeros golpes que logró vencer a Hagen en el combate. Le infirió una herida ancha y profunda. El noble Dietrich pensó: «Mírate en peligro; poco honroso sería para mí darte muerte. Quiero ver si te cojo y te llevo prisionero». Esto lo hizo con mucho cuidado.
Dejó caer el escudo; su fuerza era grande y cogió en sus brazos a Hagen: de este modo pudo domeñar a tan fortísimo hombre. Gunter el noble, al ver aquello rompió a llorar.
Dietrich amarró a Hagen llevándolo hacia Crimilda, en cuyas manos dejó al más fuerte guerrero que había ceñido espada. Después de tan grandes dolores, ella se sintió alegre. De alegría se inclinó ante el héroe, la esposa del rey Etzel.
—Sed siempre dichoso de cuerpo y alma; tú me has dado consuelo en mi desgracia, te estaré agradecida hasta la muerte.
—Es menester conservarle la vida —le contestó el noble Dietrich—, noble reina tal vez con sus servicios llegue a compensar todo el daño que os ha causado: es menester que no sufra porque os lo entrego amarrado.
Hizo llevar a Hagen a un calabozo, donde nadie podía verlo: Gunter, el noble rey, comenzó a gritar:
—¿A dónde ha ido el héroe de Berna? Él me ha causado gran pena.
Fue a donde él estaba el señor Dietrich de Berna. La fuerza de Gunter era grande y digna de un caballero; sin esperar más tiempo se precipitó fuera de la sala. Al chocar sus dos espadas se escuchó gran ruido.
Aunque desde hacía mucho se tenía en gran estima el valor de Dietrich, Gunter estaba tan animado por la cólera en el combate, sentía tanto odio que fue una maravilla que el señor Dietrich se escapara.
Bravos y fuertes eran los dos; a sus golpes retemblaron el palacio y las torres y los casco se abollaban con las espadas.
El señor Gunter tenía, en verdad, un ánimo esforzado.
Sin embargo, el de Berna lo venció como había vencido a Hagen; se vio correr la sangre por debajo de la coraza a causa de un fuerte tajo dado con la acerada espada que llevaba Dietrich. El señor Gunter se había defendido allí de una manera caballeresca.
El rey fue amarrado por Dietrich de un modo tal, que nunca un príncipe sufrió nudo semejante. Pensaba temeroso que si dejaba libre a Gunter y a su vasallo, mataría a cuantos encontraran.
Dietrich de Berna lo cogió de la mano y lo llevó a donde Crimilda estaba. La reina se hallaba de un humor sombrío y exclamó:
—Rey Gunter, sed muy bienvenido.
—Os doy las gracias querida hermana mía —le contestó el rey—, si ese saludo me lo dirigía de buena fe. Sé reina, que tenéis sangrientos designios, que a Hagen y a mí no podéis hacer sino irónicos saludos.
—Reina elevada —dijo el héroe de Berna—; nunca han sido hechos cautivos mejores guerreros que los que ahora os entrego, noble señora. Creo que por afección a mí seréis buena con los extranjeros.
—Lo seré, respondió ella.
El señor Dietrich se alejó de los fuertes guerreros con las lágrimas en los ojos. La esposa de Etzel se vengó horriblemente; quitó a los buenos guerreros la vida.
Para atormentarlos los encerró separados, y en la vida no se volvieron a ver los héroes, sino cuando ella llevó a Hagen la cabeza de su hermano. La venganza de Crimilda fue terrible.
La reina fue donde Hagen estaba, y dijo al guerrero con colérico acento:
—Si me devolvéis lo que me habéis robado, os dejaré ir con vida al país de Borgoña.
—Tu ruego es perdido, muy noble reina —le respondió Hagen el terrible—. He jurado no decir donde se encuentra el tesoro, por larga que sea mi vida, en tanto que viva uno de mis señores.
—Iré hasta el fin —dijo la noble reina, y mandó que le cortaran la cabeza a su hermano. Cortáronsela y trajéronla de los cabellos a donde estaba el héroe de Troneja. Aquello fue para él terrible dolor. Cuando el valiente vio la cabeza de su señor, dijo a Crimilda:
—Has llegado hasta el fin, como era tu voluntad, y ha sucedido todo lo que yo había pensado.
»Ahora ya está muerto el noble rey de Borgoña, Geiselher el joven y también el señor Gernot. Nadie sabe dónde está el tesoro sino Dios y yo: tú, mujer de los demonios lo ignorarás siempre.
—Mal has reparado el mal que me has hecho —dijo ella—, pero quiero conservar al menos la espada de Sigfrido. Mi amado la llevaba la última vez que lo vi, y su muerte me ha hecho sufrir más que mis otros males.
Se la sacó de la vaina sin que pudiera evitarlo. Quería quitar la vida al guerrero y esgrimiéndola con las manos le cercenó la cabeza. Esto lo vio el rey Etzel y sufrió gran pesar.
—¡Oh! —exclamó el rey—, ¡como ha sido asesinado por manos de una mujer el más valeroso héroe que se lanzó en combates y embrazó el escudo! Por enemigo suyo que fuera, lo siento mucho.
El maestre Hildebrando dijo:
—No gozará del placer de haberlo matado, y aunque él me tuvo en grandísimo peligro, quiero vengar la muerte del héroe de Troneja.
Colérico, Hildebrando saltó hacia Crimilda y descargó sobre la reina un fuerte tajo con la espada. Terrible fue para ella la cólera del guerrero; ¿de qué podían servirle sus desgarradores gritos?
Por todas partes se veían cadáveres, y allí estaba también la reina en dos pedazos. Dietrich y Etzel comenzaron a llorar; lamentaban la pérdida de sus parientes y guerreros.
Allí yacían muertos los valerosos héroes; la gente estaba afligida y pesarosa. La fiesta del rey acabó de una triste manera, pues muchas veces el amor termina con desgracia.
No puedo deciros lo que sucedió después, sino que cristianos y paganos lloraron, y que estaban en la mayor aflicción caballeros, mujeres y muchas hermosas vírgenes.
Aquí tiene fin la narración de Los Nibelungos.