CANTO XXXI: [26]

De cómo los señores
fueron a la iglesia

e tal modo siento frío en mi arnés —dijo Volker—, que pienso que la noche no debe durar mucho. Por lo frío del aire opino que no tardará en ser de día.

Velaron por los muchos que aún dormían. La brillante mañana iluminó a los extranjeros en la sala. Hagen comenzó a despertar a los guerreros para que fueran a misa a la iglesia. Según las costumbres cristianas, las campanas comenzaron a tañer.

Se escuchaban distintos cantos, marcándose así la diferencia entre cristianos y paganos. La gente de Gunter quería ir a la iglesia; todos habían dejado el lecho al mismo tiempo.

Avanzaron los guerreros llevando trajes tan magníficos como nunca los habían llevado héroes. Hagen experimentó pena y dijo:

—Aquí es menester gastar otros vestidos, pues bien sabéis lo que sucede. En vez de rosas hay que llevar en las manos las espadas; en lugar de capacetes adornados, los brillantes y bien templados yelmos. Ya sabemos cuál es el ánimo de Crimilda.

»Tal vez tengamos que combatir, quiero que lo sepáis. En vez de túnicas de seda, vestíos buenos tabardos; y en vez de ricas capas, llevad vuestros acerados escudos: si alguno os ataca, que podáis defenderos.

»Mis queridos señores y amigos, id a la iglesia y rogad a Dios con todo corazón por vuestros cuidados y penas pues estad seguros de que se acerca vuestra muerte.

»No olvidéis nada de lo que habéis hecho y sed ante Dios humildes y sumisos. Quiero que sepáis, valerosos guerreros que si el Dios del cielo no os salva, no volveremos a oír misa.

Los príncipes y sus gentes se dirigieron a la iglesia. El terrible Hagen hizo que se detuvieran junto al santo cementerio para que no se separaran y les dijo:

—Nadie sabe todavía lo que nos pasará con los Hunos.

»Dejad, amigos míos, vuestros escudos a los pies y si alguno os hiciera el saludo con hostilidad, causarle heridas mortales; este es el consejo de Hagen. Así aprenderán que sabéis portaros de una manera digna de encomio.

Volker y Hagen fueron a colocarse ambos ante la anchurosa iglesia. Hacían esto porque sabían que la reina tenía que pasar por allí. Sentían terrible furia en su alma.

Llegaban ya el soberano del reino y su hermosa esposa, cubiertos los cuerpos con suntuosos trajes y acompañados de muchos esforzados guerreros que formaban su séquito. La caballería de Crimilda levantaba el polvo del camino.

Cuando el rico rey vio armados a los príncipes y a los de su acompañamiento, dijo:

—¿Cómo es que mis amigos llevan sus yelmos? Esto me causa pena, a fe mía, pues no los he ofendido.

»Os daré satisfacción de la manera que os parezca buena. Si os ha causado alguien pesar en el corazón o en el alma, le haré saber que me ha ofendido. Cuanto pidáis estoy dispuesto a concedéroslo.

A estas palabras respondió Hagen:

—Nadie nos ha hecho mal, pero es costumbre de mis señores permanecer armados durante tres días en todas las fiestas. Si alguien nos ofendiera lo haríamos saber a Etzel.

La reina comprendió lo que Hagen quería decir y miró al héroe con rencorosos ojos. A pesar de todo, no dijo cuál era la costumbre en su país, aunque mucho tiempo hacía que conocía a los Borgoñones.

Por grande y fuerte que fuera la cólera de la reina, si cualquiera hubiera dado a Etzel noticias de lo que pasaba hubiera evitado lo que sucedió después, pero por grande orgullo nadie quería confesarlo.

Crimilda se dirigió a la iglesia rodeada de la multitud, y los dos compañeros no quisieron ceder un paso de la anchura de dos manos; esto causó gran pesar a los Hunos. Ella se vio obligada a rozar con los fuertes guerreros.

A los camareros de Etzel no pareció bien esto. Si se hubiesen atrevido a ello habrían provocado el furor de los guerreros ante el noble rey. La multitud se apretó mucho, pero no hubo nada más.

Cuando terminó el servicio divino, e iban a salir, llegaron a caballo muchos Hunos. Al lado de Crimilda se veían muchas hermosas doncellas y más de siete mil caballeros acompañaban a su reina.

Crimilda, con sus mujeres, estaba sentada a la ventana al lado de Etzel, lo cual le agradaba mucho. Quería ver pasar a caballo a los héroes esforzados. ¡Oh!, ¡cuántos altivos caballeros pasaron ante ella por la corte!

El mariscal había llegado con sus caballos. El fuerte Dankwart llevaba todo el acompañamiento que sus señores habían traído de Borgoña. Admiraron las monturas que llevaban los caballos de los Nibelungos.

Los príncipes y sus guerreros habían ido a caballo; el atrevido Volker les comenzó a aconsejar que hicieran un torneo como tenían por costumbre en su reino. Los guerreros comenzaron entonces a esgrimir armas.

No se arrepintieron de hacer lo que el héroe les aconsejaba: el ruido de los choques de las lanzas se hizo muy grande. En la corte se reunieron muchos hombres, a los que también comenzaron a mirar Etzel y Crimilda.

Llegaron al torneo diferentes hombres, guerreros de Dietrich, para encontrarse con los extranjeros. Querían justar con los Borgoñones y con placer lo hubieran hecho si le hubieran dado permiso.

¡Oh!, ¡qué de buenos caballeros habían ido con ellos! Hicieron saber al héroe Dietrich que no permitiera a los suyos justar con el acompañamiento de Gunter; temía por sus gentes y esto era una desgracia.

Cuando se marcharon los que habían ido con Dietrich, llegaron de Bechlaren los fieles de Rudiguero en número de quinientos, los cuales entraron en la sala cubiertos con los escudos. El margrave sentía pesar, pues no querían que justaran.

Se acercó recatadamente a las compañías, y dijo a sus hombres que podían advertir, como los que habían ido con Gunter estaba de mal humor y que le darían un placer con no tomar parte en el torneo.

Cuando se retiraron estos héroes, llegaron los de Turinga, según nos han dicho, y los fuertes de Dinamarca. A los golpes volaron en astillas las astas de muchas lanzas.

Irnfrido y Hawart llegaron al torneo: los del Rhin lucharon contra ellos con ánimo esforzado, esgrimiendo fuertes lanzadas contra los de Turinga; más de un fuerte escudo quedó agujereado.

Llegó el guerrero Blodel con tres mil de los suyos. Etzel y Crimilda lo vieron al momento, pues justaban ante ellos. La reina los vio venir con gran placer en odio a los Borgoñones. Así pensaba en su interior y ocurrió más tarde.

—Si ofende a cualquiera confío en que principiará el combate; podré vengarme de mis enemigos y terminarán mis cuidados.

Schrutano y Gibek, Ramungo y Hornbogo llegaron al torneo a la manera de los Hunos e hicieron frente a los guerreros Borgoñones: las astillas de las lanzas saltaron por encima de las paredes del palacio.

Por mucho que todos hicieron, no era más que ruido. En el palacio y en los salones se escuchaba el chocar de los escudos de los hombres de Gunter. Allí consiguió su acompañamiento grande honor.

El torneo era fuerte y tan animado que los buenos caballos que montaban los guerreros arrojaban espuma a través de los bocados. Justaron con los Hunos por deferencia. El fuerte Volker, el noble músico, dijo:

—Creo que esos guerreros no se atreverán a hacernos frente. He oído decir que nos odiaban, nunca se les ha presentado mejor ocasión.

—Ahora —dijo el altivo rey— es necesario llevar nuestros caballos; volveremos por la noche cuando sea hora. Tal vez entonces la reina conceda el premio a los Borgoñones.

Vieron llegar a uno más bello que todos los Hunos que hasta entonces se había presentado. En la ventana debía de estar la que amaba, y se adelantaba con tan airoso continente que parecía un recién desposado.

—¿Quién es el que llega? —dijo Volker—. Ese afeminado debe sentir mis golpes. Nadie lo podrá evitar, porque en ello va su vida: ¿qué me importa a mí la cólera de la esposa de Etzel?

—No hagáis eso si me quieres —le dijo el rey—, la gente nos censuraría si lo acometiéramos: deja que los Hunos comiencen, esto será mejor.

El rey Etzel seguía en la ventana al lado de la reina.

—Quiero animar el torneo —dijo entonces Hagen—. Hagamos ver a esas mujeres y a esos guerreros que sabemos cabalgar; de cualquier manera que sea, no concederán el premio a los héroes de Gunter.

Volker el atrevido entró de nuevo en la liza causando al corazón de muchas mujeres grandes sobresaltos. Esgrimió su lanza contra el cuerpo del rico Huno; se vio en seguida llorar a muchas mujeres y doncellas.

Inmediatamente Hagen con sus guerreros, en número de sesenta, se dirigieron al sitio en que justaba el músico. Etzel y Crimilda veían todo aquello.

Los reyes no quisieron dejar sin ayuda al buen músico en medio de los enemigos. Fueron allá con mil guerreros caminando con maestría; todo cuanto querían lo llevaban a cabo cortésmente.

Cuando el rico Huno fue herido de muerte, se escuchó a sus parientes llorar y quejarse. Todo el acompañamiento preguntó: «¿Quién ha hecho eso? Eso lo ha hecho el músico, Volker el esforzado artista».

Los parientes del margrave de los Hunos, pedían agrandes voces sus escudos y sus espadas; querían dar muerte al músico. El rey había visto todo aquello desde la ventana.

Por todas partes lanzaban gritos los Hunos. Los príncipes y Volker echaron pie a tierra ante la sala, y el acompañamiento de Gunter dejó a un lado los caballos. Llegó el rey Etzel y separó a los dos grupos. De manos de un primo suyo de los Hunos, arrancó una afilada espada, y esgrimiendo los separó a todos; grande era su cólera.

—¡Oh!, ¡cómo voy a perder los servicios de estos héroes, si matáis aquí al noble artista! —exclamó el rey Etzel—. Yo he visto cómo atacó a ese Huno. Él no ha tenido la culpa, sino su caballo que se ha desbocado. Es menester dejar en paz a mis huéspedes.

Él mismo lo acompañó. Llevaron los caballos a sus cuadras donde muchos criados los curaron y vendaron con esmero.

El príncipe con sus amigos se dirigió al salón, y contuvo con impero todos los odios. Pusieron las mesas y trajéronles agua. Los del Rhin tenían allí fuertes enemigos.

Aunque Etzel le incomodaba, se vio mucha gente armada que se agolpaba cuando pasaron los príncipes para ir a la mesa: todo revelaba el odio hacia los extranjeros.

Querían vengar a su pariente si había tiempo para ello.

—Preferir comer con vuestras espadas, que sin ellas, es ya una descortesía —dijo el soberano del país—. Si alguno de vosotros hace la menor ofensa a mis huéspedes, le cuesta la cabeza. Sabedlo, Hunos.

Antes que se sentara pasó mucho tiempo, los cuidados de Crimilda eran grandes. Ella dijo:

—Príncipe de Berna, os pido ayuda y consejo; mi angustia es grande.

A estas palabras respondió Hildebrando, el noble caballero:

—El que ataque a los Nibelungos lo hará sin mi ayuda; ningún tesoro podrá decidirme, y además le sucederá una desgracia. Estos esforzados guerreros no han sido vencidos todavía.

—Hagen me ha causado grandes pesares, pues él asesinó a Sigfrido, mi amado esposo. Daría todas mis riquezas al que lo separara de los suyos, pero si uno más pereciera, sentiría grandísima aflicción.

—¿Cómo podría matársele cerca de los suyos?

—Fácil es que comprendáis —le respondió en seguida Hildebrando— que si atacara a ese héroe, se empezaría en seguida un combate, en el que tendrían que perecer pobres y ricos.

El señor Dietrich, animado de los mejores sentimientos, añadió:

—Dejad esas palabras rica reina; vuestros parientes no nos han inferido ofensa ninguna que pueda llevarnos a un combate contra los fuertes guerreros.

»Vuestra petición os favorece muy poco, noble esposa del rey, y no es bueno querer quitar la vida a vuestros parientes. Con gran confianza han venido a este país. Sigfrido no será vengado por la mano de Dietrich.

No hallando deslealtad ninguna en el de Berna, prometió hacer mandar a Blodel una extensa marca que en otro tiempo tenía Nudungo. Bien pronto matándole, le hizo olvidar Dankwart el regalo.

—Tú me ayudarás, hermano Blodel —dijo ella—. Aquí en esta casa están mis enemigos, los que asesinaron a Sigfrido mi querido esposo. Al que me ayude a vengarlo, quedaré siempre reconocida.

—Señora —le respondió Blodel—; bien sabéis que no puedo dar satisfacción a vuestro odio, pues Etzel quiere mucho a vuestros hermanos. Si les causara algún mal, la cólera de Etzel caería sobre mí.

—No, señor Blodel, yo os lo agradecería siempre, os daré en premio toda mi plata y oro y una hermosa esposa, la viuda de Nudungo: placer tendríais acariciando su hermoso cuerpo.

»Yo os daría además tierras y ciudades; siempre podríais vivir satisfecho, noble caballero, si consiguierais la marca que tenía Nudungo. Todo lo que yo os prometo lo cumpliría fielmente.

Cuando Blodel conoció toda la recompensa, como aquella hermosa le agradaba mucho, se preparó a conseguir, combatiendo, la hermosa mujer. Pero en aquella empresa debía perder la vida. Dijo a la reina:

—Entraré en la sala y sin que nadie pueda sospechar provocaré un combate. Menester es que Hagen pague el mal que os ha hecho. Os entregaré amarrado al vasallo de Gunter.

»Ahora —exclamó Blodel— armaos, todos los de mi séquito. Iremos en busca de nuestros enemigos a su alojamiento. La esposa de Etzel me lo pide y no se lo puedo negar; por esto, héroes, debemos exponer nuestros cuerpos.

Cuando la reina dejó al guerrero Blodel dispuesto a emprender el combate, se dirigió a la mesa donde estaba Etzel con su acompañamiento. Había preparado una horrible traición contra los extranjeros.

Quiero deciros como fue el banquete: se veían allí ricos reyes con la corona ceñida marchando delante de ella, muchos elevados príncipes y muchos valerosos guerreros que hacían grandes honores a la reina.

El rey hizo dar asiento a todos los extranjeros, colocando cerca de sí a los de más valía. Hizo servir lo mismo a los cristianos que a los paganos, siempre con abundancia, pues así lo quería el sabio rey.

Los del acompañamiento comieron en sus habitaciones y les habían puesto sirvientes para que los atendieran con esmero. No pasó mucho tiempo sin que aquella hospitalidad se convirtiera en llanto y duelo.

Como no podía provocarse el combate de otro modo y Crimilda sentía siempre el dolor en su corazón, hicieron llevar a la mesa al hijo de Etzel. ¿Cómo una esposa podía vengarse de una manera tan cruel?

Llegaron luego cuatro hombres de Etzel llevando a Ortlieb el hijo del rey, y colocaron al príncipe en la mesa en que estaba Hagen. El niño tenía que morir a los golpes de su terrible odio.

Cuando el rey vio a su hijo, dijo amistosamente a los hermanos de su mujer:

—Mirad, amigos míos, ese es mi hijo único y de vuestra hermana por lo que todos seréis buenos con él.

»Si crece en relación con su origen, llegará a ser un fuerte hombre, rico y noble además, valeroso y atrevido. Si vivo le daré doce ricos dominios de reyes y con esto el joven Ortlieb podrá serviros bien.

»Por esto os ruego, queridos amigos míos, que cuando volváis al Rhin llevéis al hijo de vuestra hermana y obréis cariñosamente con ese niño.

»Educadlo en el honor hasta que sea un hombre y si alguna vez en vuestro país os ofende alguien, él os ayudará a vengaros tan pronto como sus fuerzas se lo permitan.

—Esos guerreros podrían tener confianza en él, si llegara a hombre —dijo Hagen—, pero el joven rey morirá bien pronto: muy difícilmente se me podrá ver ir en la corte de Ortlieb.

El rey miró a Hagen; aquellas palabras le afligían y le causaban inquietud, pero nada le respondió. Los intentos de Hagen no se armonizaban con la fiesta aquella.

Lo que Hagen había dicho afligió a todos los príncipes y a los que formaban su acompañamiento. Estaban tristes por tenerlo que soportar y aún ignoraban lo que muy pronto tenía que hacer aquel guerrero.

Muchos de los que le habían escuchado hubieran querido atacarle al momento y el mismo rey lo hubiera hecho de permitírselo su honor. Bien pronto Hagen hizo más, pues mató al niño a su propia vista.