CANTO III: [2]

De cómo Sigfrido
llegó hasta Worms

ingún pesar de amor torturaba al novel caballero, mas oyó decir que vivía en Borgoña una hermosa joven que parecía hecha a deseo, y esto le hizo experimentar muchas alegrías y muchas calamidades.

Hasta muy lejos había llegado el conocimiento de aquella extraordinaria belleza, así como también el de los altaneros sentimientos de que más de un héroe había encontrado poseída a la joven: por esto llegaron muchos extranjeros al país de Gunter.

Por más que gran número de ellos habían solicitado su amor, Crimilda no podía resolverse a elegir uno para hacerlo dueño de su corazón. Todavía le era desconocido aquel a quien más tarde debía someterse.

El hijo de Sigelinda pensó en aquel amor elevado. Ante lo que era ya suya, las pretensiones de los demás le parecían aire, pues él era muy digno de conseguir el afecto de una hermosa mujer. Algún tiempo después la noble Crimilda fue esposa del atrevido Sigfrido.

Como sus padres y sus caballeros le aconsejaran que por cuanto aspiraba a un fiel amor, se dirigiera a una mujer que le pudiera convenir, el noble Sigfrido, dijo:

—Quiero por esposa a Crimilda, la hermosa joven del país de los Borgoñones, por su sin igual hermosura. Además sé que no hay emperador poderoso que, al desear escoger mujer, deje de intentar que sea suya reina tan elevada.

Sigemundo tuvo conocimiento de esta noticia; sus fieles vasallos se la comunicaron y de este modo supo cuál era la voluntad de su hijo. No dejó de causarle pena que intentara pretender a tan soberbia joven.

También afligió la nueva a Sigelinda, la esposa del noble rey: grande fue el cuidado que comenzó a tener por la vida de su hijo, pues conocía bien a Gunter y a sus bravos. Todos hicieron esfuerzos para que el héroe abandonara su empeño.

Entonces el atrevido Sigfrido habló de esta manera:

—Padre muy querido, prefiero vivir siempre sin el amor de ninguna noble mujer, si no consigo el de aquella por la que siento una afección tan grande.

Todos los consejos que le dieron para hacerle desistir, fueron inútiles.

—Ya que no quieres renunciar a tu proyecto —le dijo el rey—, te ayudaré activamente y haré todo lo que deseas. Sin embargo, el rey Gunter, dispone de muchos hombres esforzados.

»Y aun cuando tuviera no más que a Hagen, el de la fuerte espada, es tan altanero en su arrogancia, que temo salgamos mal librados si nos empeñamos en obtener la soberbia joven.

—¿Qué peligro nos puede amenazar? —preguntó Sigfrido—. Lo que de él no pueda conseguir amistosamente, lo podré conquistar con la fuerza de mi brazo; creo que podré conquistar el país y dominar a todos los que en él habitan.

—Me disgusta la manera que tienes de expresarte —le respondió Sigemundo—; cuando llegue hasta el Rhin la noticia ya no podrás penetrar en el país de Gunter. Hace mucho tiempo que conozco a Gernot y a Gunter.

»No hay nadie que por la fuerza pueda conquistar a tan hermosa joven. Esto —dijo Sigemundo— así me lo han asegurado. ¿Supongo que a lo menos querrás recorrer aquel país acompañado de guerreros? Si son nuestros amigos, pronto estarán dispuestos.

—Mis designios no son en modo alguno aventurarme seguido de mis guerreros —respondió Sigfrido—, como un ejército en marcha; grande sería mi pena si tuviera que conquistar a la altanera virgen.

»Sólo mi brazo será bastante para conseguirla; yo el duodécimo, quiero ir al país del rey Gunter y vos me ayudaréis para ello, padre Sigemundo.

Diéronle a sus guerreros vestidos de colores forrados con pieles grises.

La noticia llegó a oídos de su madre Sigelinda y comenzó a temer por su hijo querido, que debía morir, según ella, a manos de los guerreros de Gunter. La noble esposa del rey rompió en lamentos.

Sigfrido, el joven capitán fue adonde ella estaba y dijo a su madre, en tono cariñoso:

—Señora, no debéis llorar por mis deseos, pues ningún enemigo me inspira el menor cuidado.

»Ayudadme para que pueda realizar mi viaje al país de los Borgoñones: haced que yo y los guerreros que me acompañen podamos llevar tales trajes, que tan bravos hombres se puedan sentir orgullosos de ellos: en verdad que os daré las gracias sinceramente.

—Ya que no quieres renunciar —le dijo Sigelinda—, te ayudaré para que puedas hacer tu viaje; mi hijo único, a ti y a los que te acompañan daré trajes que mejores jamás los hayan llevado caballeros; tendréis todo lo necesario.

Se inclinó respetuosamente el joven Sigfrido, y dijo:

—Sólo quiero llevar conmigo doce guerreros; que preparen los trajes para ellos. Quiero saber lo que hay de verdad respecto a Crimilda.

Desde entonces mujeres hermosas permanecieron sentadas día y noche, sin descansar un momento, hasta que los trajes de Sigfrido estuvieron terminados. Por nada quería desistir de realizar su viaje.

Su padre le mandó hacer una armadura de caballero, que debía llevar desde el momento en que abandonara los dominios del rey Sigemundo. Se prepararon más de una cota de mallas y también reforzados yelmos y largos y brillantes escudos.

Se aproximaba el tiempo del viaje hacia los Borgoñones. Hombres y mujeres se preguntaban con cuidado si volverían de nuevo al país. Llevaban las armas y los vestidos en bestias de carga.

Hermosos eran los caballos y los arcos iban guarnecidos de oro rojo: podía asegurarse que nadie había obrado con tanta audacia como el guerrero Sigfrido y los hombres que lo acompañaban. Ardía en deseos de partir para el país de los Borgoñones.

Teniéndolo abrazado, lloraron sobre él la reina y el rey, y consolándolos a ambos, les dijo:

—No debéis llorar por mi causa, no tengáis cuidado por mi vida.

Triste era aquello para los guerreros, y muchas mujeres lloraron también. Pienso que el corazón les decía que gran número de sus amigos debían encontrar la muerte y se lamentaban con razón; presentían la catástrofe.

Al séptimo día, hacia Worms, por la arena cabalgaban los bravos: sus vestidos eran de oro rojo, los arneses primorosamente trabajados. Los caballos avanzaban majestuosamente llevando a los hombres del intrépido Sigfrido.

Nuevos eran sus escudos, fuertes y brillantes sus yelmos magníficos, cuando el atrevido Sigfrido se dirigía a la corte del rey Gunter. Jamás héroe ninguno había llevado tan suntuoso equipo.

Las puntas de las espadas rozaban con las espuelas y los caballeros escogidos llevaban agudas lanzas. Sigfrido llevaba una de doble filo y ambos cortaban de una manera horrible.

Llevaban las doradas riendas en la mano; las gualdrapas eran de rica seda: así penetraron en el país. El pueblo los admiraba en todas partes con la boca abierta; muchos de los hombres de Gunter corrieron al encuentro de ellos para verlos.

Aquellos valerosos guerreros avanzaron hacia los distinguidos extranjeros como era de rigor y recibieron a los huéspedes en el país de su señor. Tomaron los escudos de sus manos y de sus diestras las riendas.

Querían conducir los caballos hacia el palacio, pero inmediatamente les gritó Sigfrido el atrevido:

—Dejad quietos los caballos a mí y a los míos; pronto nos alejaremos de este sitio, porque nuestras intenciones son las mejores.

»El que sepa lo cierto que me responda, que me diga ¿dónde podré encontrar a Gunter, el poderoso rey de los Borgoñones?

Uno de los allí presentes que sabía todo aquello, le respondió:

—Si queréis ver al rey es cosa fácil en esa gran sala, lo he visto con sus caballeros; entrad y podréis encontrarlo con muchos valerosos guerreros.

Dieron al rey la noticia de que habían llegado unos guerreros magníficamente vestidos, que llevaba ricas cotas de mallas, un soberbio equipo y a los que nadie conocía en el país de los Borgoñones.

Extrañado el rey, hubiera querido saber de dónde venían aquellos fieros guerreros, vestidos de una manera tan rica y brillante y con tan buenos, nuevos y anchos escudos. Nadie se lo podía decir y eso le causaba gran inquietud.

Ortewein, señor de Metz, que era bravo y atrevido, dijo entonces al rey.

—Por cuánto no sabemos quiénes son, será menester llamar a mi tío Hagen, y hacérselos ver. Los reinos y los países extranjeros le son muy conocidos; si sabe quiénes son estos caballeros, nos lo dirá seguramente.

El rey le rogó que viniera con sus hombres y lo vieron avanzar majestuosamente rodeado de los guerreros que formaban su corte.

Preguntó Hagen al rey qué era lo que deseaba.

—Han llegado a mi palacio unos guerreros a los que nadie conoce aquí. Si los has visto ya, tú me dirás la verdad, Hagen.

—Así lo haré —respondió Hagen. Se acercó a una ventana y dirigiendo su miradas hacia los extranjeros, los examinó detenidamente. Sus armas y el equipo que llevaban le agradaron, pero nunca los había visto en el país de los Borgoñones.

Habló así:

—Cualquiera que sea el punto de donde esos guerreros hayan venido hacia el Rhin, deben ser jefes o emisarios de jefes. Sus riendas son hermosas y sus trajes magníficos. Cualquiera que sea el punto de donde vengan, deben ser caballeros de gran valor.

Además, dijo Hagen:

—Aunque en mi vida he visto a Sigfrido, estoy dispuesto a creer y me parece que es él, el héroe que avanza con tanta majestad.

»Trae nuevas noticias a este país: la mano de ese héroe ha vencido a los atrevidos Nibelungos: a Schilbungo y a Nibelungo, hijos de un rey poderoso. La fuerza de su brazo le ha bastado para realizar maravillas.

»En ocasión que el héroe cabalgaba sólo y sin acompañamiento, encontró al pie de una montaña, según me han dicho, cerca del tesoro del rey de los Nibelungos, a muchos hombres atrevidos a los que no conocía, pero a los que desde entonces, comenzó a conocer.

»Todo el tesoro del rey de los Nibelungos había sido sacado del hueco de la montaña. Escuchad la narración de aquella aventura. Cuando los Nibelungos se disponían a repartírselo, el héroe Sigfrido, lo vio y quedó maravillado.

»Se acercó tanto, que pudo ver a los guerreros, y los guerreros lo vieron a él. Uno de ellos dijo:

»—Aquí se acerca el gran Sigfrido, el héroe del Niderland.

»Con los Nibelungos le ocurrieron aventuras extraordinarias.

»El joven fue muy bien recibido por Schilbungo y Nibelungo. Los dos de acuerdo, rogaron al príncipe que tomara con ellos parte del tesoro: con tal ardor se lo rogaron, que comenzó a creerlos.

»Vio allí tantas piedras preciosas, según hemos llegado a saber, que cien carros de los de cuatro ruedas no hubieran podido transportarlas. También había mucho oro rojo del país de los Nibelungos: de todo debía tomar parte el valiente Sigfrido.

»Por su trabajo le dieron de regalo la espada del rey Nibelungo. Pero se manifestaban muy poco satisfechos de los servicios que les había prestado el buen héroe Sigfrido: no pudieron llegar a un acuerdo; la cólera de ellos estaba muy excitada.

»No pudo llegar a tomar su parte del tesoro, pues los hombres de uno y otro rey comenzaron a armarle querella: pero con la espada de su padre, que se llamaba Balmung, les arrebató a los atrevidos el tesoro y el país de los Nibelungos.

»Tenían allí entre los amigos, doce hombres atrevidos que eran fuertes como gigantes: pero ¿para qué podían servirles? Sigfrido los venció con fuerte mano y cautivó a setecientos guerreros del país de los Nibelungos.

»Con la buena espada que se llamaba Balmung lo hizo. El gran temor que llegó a inspirar a muchos jóvenes guerreros la espada y el atrevido héroe, fueron causa de que se le sometieran los campos y las ciudades.

»Había herido ya mortalmente a los dos ricos reyes; Alberico puso en gran peligro su vida haciendo grandes esfuerzos por vengar a sus señores, hasta que también él mismo experimentó la gran fuerza de Sigfrido.

»El enano vigoroso no pudo resistirlo tampoco. Como fieros leones huyeron a la montaña en la que logró arrebatar a Alberico la Tarnkappa: de este modo, Sigfrido, el hombre terrible, logró hacerse dueño del tesoro.

»Los que se atrevieron a pelear con él quedaron derrotados allí. En seguida hizo conducir y depositar el tesoro al sitio del que lo habían sacado los Nibelungos. El fuerte Alberico quedó de guardia.

»Le hizo prestar juramento de que lo serviría como un fiel vasallo; desde entonces en todo le fue leal.

De esta manera lo contó Hagen de Troneja.

—Esto hizo el héroe; ningún otro guerrero adquirió tanto poderío.

»Me son conocidas también otras grandes aventuras suyas: la mano de ese héroe mató al Dragón y se bañó en su sangre, haciéndose su piel tan dura como el cuerno; muchas veces ha podido notarse, ningún arma le hace mella.

»Debemos recibir de la mejor manera al joven capitán, para que no excitemos la cólera de tan intrépido guerrero. Su cuerpo es tan bello, que cualquiera se siente inclinado a amarlo; su fiereza le ha bastado para realizar tantas hazañas.

El poderoso rey dijo entonces:

—Debes tener razón; ¡mira cómo se mantienen dispuestos para el combate esos guerreros y el atrevido joven lo mismo que los héroes! Nosotros debemos salir al encuentro de tan valiosa espada.

—Bien podéis hacerlo sin deshonor —dijo Hagen—; es de muy noble linaje, hijo de un rey poderoso. Paréceme que está preocupado; Nuestro Señor Jesucristo sabrá por qué. No creo sean aventuras insignificantes las que le han hecho venir.

—Que sea bienvenido —dijo entonces el señor de aquel país—; es bravo y noble, bien lo sé, y esto le será muy útil en el país de los Borgoñones.

El rey Gunter salió al encuentro de Sigfrido. El real huésped y sus hombres recibieron al extranjero de una manera tal, que nada se echó de menos en su cortesía. El agradable señor se inclinó al escuchar tan lisonjeras frases.

—Me extrañó la noticia —dijo el rey— de que hubierais venido hasta este país, noble Sigfrido. ¿Qué habéis venido a buscar en Worms sobre el Rhin?

El extranjero respondió al rey:

—No os lo ocultaré en modo alguno. En el reino de mi padre supe que aquí a vuestro alrededor se encontraban los guerreros más valientes que rey pudo reunir, y he querido convencerme de ello: mucho he oído contar y por esto he venido.

»También os oí nombrar por vuestro valor; dicen que jamás se vio un rey tan bravo. Las gentes hablan mucho de ello en todos los países; no quiero marcharme ya sin haber probado vuestra bravura.

»Yo soy también un guerrero y en su día me ceñiré corona: quiero dar lugar a que se diga de mí que con justicia poseo hombres y tierras. Por merecerlo expondré mi honor y mi vida.

»Por más que seáis tan poderoso como me han dicho casi no siento ninguna inquietud, y cause a algunos pesar o alegría, quiero arrebataros lo que poseéis, campos y ciudades, y someterlos a mi dominio.

El rey se extrañó y también sus hombres al escuchar que quería arrebatarle su reino; al oír tal amenaza, aquellos guerreros se estremecieron de cólera.

—Cómo es esto —dijo Gunter al héroe—, ¿he merecido yo perder por la violencia de un extranjero el país que durante tanto tiempo gobernó mi padre con honor? Os haremos ver que también nosotros practicamos la caballería.

—No me quiero marchar —dijo el atrevido joven—; si tus dominios no siguen en paz gracias a tu valor, quiero conquistarlos todos; también las tierras mías te quedarán sometidas si la fuerza te las hace conseguir.

»Tu herencia y la mía serán una apuesta igual; al que triunfe del otro, le quedará sometido todo, las tierras y los habitantes.

En aquel instante, respondieron Hagen y Gernot:

—No sentimos deseos —dijo Gernot de conquistar nuevas tierras—, y dar lugar a que por este motivo mueran muchos a manos de los guerreros: poseemos en justicia ricos dominios que nos obedecen y que no se someterán más que a nosotros.

Allí se encontraban todos los amigos inflamados por la cólera. Entre ellos estaba Ortewein, señor de Metz, que dijo así:

—La reconciliación sería para mí un dolor terrible: sin motivo ninguno, os ha provocado el fuerte Sigfrido.

»Si vosotros y vuestros hermanos no tenéis valor, aun cuando trajera en su compañía un real ejército, me atrevería a combatir con él de tal modo que en adelante el atrevido héroe renuncie por razones poderosas a su impertinencia.

Tales frases despertaron la cólera del héroe del Niderland:

—Tú brazo no puede medirse con el mío: yo soy un rey poderoso, tú no eres más que un vasallo de rey; doce como tú no podrían resistirme en el combate.

—¡A las espadas! —gritó inmediatamente Ortewein, señor de Metz, que ciertamente era digno de ser hijo de la hermana de Hagen de Troneja. Que este permaneciera callado tanto tiempo atormentaba al rey. Entonces habló Gernot, el bravo y respetado caballero.

—Calmad vuestra cólera —dijo a Ortewein—. Nada ha dicho aún el noble Sigfrido para que sea imposible terminarlo todo cortésmente. Así pienso yo; tengámosle por amigo y será honroso para nosotros.

—Nos causa gran pesar —dijo entonces el fuerte Hagen— que para venir a combatir haya atravesado el Rhin con sus guerreros: jamás debió hacer semejante cosa, pues de mis hombres no recibió ofensa parecida.

—¿Os ofende lo que he dicho señor Hagen? —respondió Sigfrido, el héroe valeroso—. Si así fuera a vos toca escoger si queréis que mi valor sea terrible para los Borgoñones.

—Solo yo me basto para impedirlo —replicó Gernot. Prohibió a todos sus guerreros que hablaran con desacato porque aquello le disgustaba. Sigfrido pensaba en la hermosa joven—. ¿Por qué nos ha de ser necesario combatir contra vosotros? —preguntó—. Si en la lucha murieran muchos héroes, para nosotros no sería honra ninguna y vos no conseguiríais provecho.

Al escuchar estas palabras, Sigfrido, el hijo del rey Sigemundo, respondió:

—¿Por qué Hagen y también Ortewein desean afrontar el combate en compañía de sus amigos cuando tienen tantos entre los Borgoñones?

Todo quedó terminado; el consejo de Gernot prevaleció.

—Para nosotros seréis bienvenido tú y los que te acompañan —dijo el joven Geiselher—, yo y todos mis amigos queremos serviros.

Y escanciaron a los extranjeros vino del rey Gunter.

El soberano del país añadió:

—Todo lo que aquí hay es vuestro, según prescriben las reglas del honor; cuerpos y bienes serán divididos con vosotros.

Al escuchar esto la cólera de Sigfrido se aplacó un tanto.

Hicieron cuidar sus equipajes y se buscaron para los acompañantes de Sigfrido los mejores alojamientos que había. Desde entonces todos vieron con gusto al extranjero en el país de los Borgoñones.

Grandes honores le hicieron durante muchos días; cien veces más que todos los que yo podría decir. Puede creerse que su valor los merecía, y no ocurrió que nadie al verlos, sintiera odio en contra suya.

En todas las diversiones del rey y de sus hambres, se mostró siempre superior. Cualquier cosa que se intentara, era tan grande su fuerza, que nadie podía igualarlo, fuera en arrojar la piedra o en lanzar la flecha.

Como siempre estos juegos se hicieron por cortesía delante de las mujeres, que veían con sumo gusto al héroe del Niderland. Él tenía fijos sus sentidos en un elevado amor.

Las hermosas mujeres de la corte querían saber noticias. «¿De dónde es? ¿Es hermosa su presencia, es muy rico su equipaje?». Muchos contestaban: «Ese es el héroe del Niderland».

Para cualquier ejercicio estaba siempre dispuesto; llevaba en su mente una amorosa y bella virgen a la que todavía no había visto y ella también lo sentía en su corazón.

Cuando caballeros y escuderos celebraban justas en el patio, Crimilda, la respetada hermana del rey, los miraba desde la ventana; ningún otro divertimiento le agradaba tanto.

Si hubiera sabido que lo estaba mirando aquella de quien sentía lleno su corazón, hubiera sido para él grande alegría. Si sus ojos hubieran podido verla, lo afirmo, nada le habría parecido tan dulce en la tierra.

Cuando se hallaba en la corte entre los demás caballeros, como ocurre en los juegos, parecía tan digno de ser amado el hijo de Sigelinda que más de una mujer sentía enternecido el corazón.

Con frecuencia pensaba: «¿De qué modo llegarán mis ojos a ver a esta noble joven a la que desde hace mucho tiempo amo con todo mi corazón? Aún no la conozco; no debo sentir aflicción».

Cuando los poderosos reyes viajaban por su país, los guerreros tenían que acompañarlos y Sigfrido también; esto era un dolor para las mujeres; por esto muchas veces a causa de su amor sentía gran pena.

De este modo permaneció con los guerreros, esta es la verdad; en el país del rey Gunter vivió un año sin haber visto en este tiempo a la mujer amada, por la que poco después experimentó gran felicidad y grandes aflicciones.