CANTO XXIX: [24]

De cómo ni Hagen
ni Volker se
pusieron de pie
ante Crimilda

os dos héroes dignos de alabanza, Hagen de Troneja y Dietrich se separaron. El vasallo del rey Gunter miró por encima del hombro buscando un compañero de armas, que halló en seguida.

Allí cerca de Geiselher estaba el notable músico Volker; le rogó que lo acompañara, pues sabía que era muy amigo de querellas. Volker era en todo un noble y valiente caballero.

Dejaron a los príncipes en la corte y marcharon solos a través de ella dirigiéndose hacia un gran palacio. Aquellos guerreros escogidos no temían al rencor de nadie.

En aquella morada sentáronse en un banco que había frente al salón en que estaba Crimilda. Sus armaduras esparcían reflejos luminosos alrededor de ellos. Muchos de los que los veían hubieran deseado conocerlos.

Los Hunos veían con admiración a los atrevidos héroes, lo mismo que se mira a las fieras. La esposa de Etzel los vio desde la ventana y tal vista le afligió el alma.

Ellos le hacían recordar sus sufrimientos y rompió a llorar. Los guerreros de Etzel se extrañaban sin saber qué era lo que le causaba su aflicción. Ella dijo:

—Hagen tiene la culpa, buenos y valientes héroes.

—¿Cómo es eso? —respondieron a la señora— nunca os hemos visto contenta. Por fuerte que sea el que os ha agraviado, decidnos que os venguemos y le daremos muerte.

—Al que me vengue de las penas sufridas le daré todo cuanto desee. Yo os lo pido de rodillas —añadió la esposa del rey—. Vengadme de Hagen, hacedle perder la vida.

Inmediatamente se ciñeron las espadas sesenta guerreros. Por amor a Crimilda querían salir del salón al encuentro de Hagen y matar al fuerte héroe y al músico; hablaron acerca de esto. Viendo la reina que eran pocos, dijo con brío a los guerreros.

—Desechad la resolución que habéis tomado siendo tan pocos, nunca podréis luchar contra el terrible Hagen.

»Por fuerte y altivo que sea el de Troneja, más fuerte es aún el que está sentado a su lado, Volker el músico; es un hombre terrible: no debéis atacar a esos héroes siendo tan pocos».

Al escuchar esto se armaron mayor número de ellos, hasta cuatrocientos. La soberbia reina sintió alegre el corazón pensando que quedarían vengadas sus ofensas. Los guerreros no dejaron de sentir grandes cuidados.

Cuando vio armado a su acompañamiento, la reina dijo a los atrevidos guerreros:

—Esperad todavía, permaneced quietos aún. Quiero pasar la corona por delante de mis enemigos.

»Quiero decir todo el mal que me ha hecho Hagen, el compañero de Gunter. Sé que es tan impertinente que no lo negará; pero tampoco me importa el mal que le pudiera suceder.

Cuando el hábil tañedor de laúd, el fuerte músico, vio a la reina bajar los escalones para salir de la casa, el fuerte Volker se volvió hacia su compañero de guerras y le dijo:

—Mira amigo, como se adelanta altiva la que con mala fe te ha invitado para que vengas a este país. Nunca vi a una reina acompañada de tantos hombres, con las espadas desnudas y las armaduras puestas.

»¿Sabéis, amigo Hagen, si os odian? Si estas son vuestras noticias, cuidad de vuestra vida y de vuestro honor; esto me parece conveniente, pues si no me engaño parece que siente gran cólera.

»Todos son anchos de espaldas, fuertes y valientes: tiempo es de defender la vida. Creo ver que bajo la seda traen las corazas, pero nadie me ha dicho lo que quieren.

Así dijo con ira concentrada Hagen, el fuerte hombre:

—Bien sé que todos traen en las manos las brillantes espadas para atacarme; pero aún puedo salir de aquí y volver a Borgoña.

»Ahora dime, amigo Volker, ¿me harás el favor de ayudarme si la gente de Crimilda me quisiera atacar? Contéstame a esto en nombre del cariño que me tengas, yo por mi parte os serviré siempre fielmente.

—Os ayudaré —le contestó Volker—, y aun cuando viera venir en contra nuestra al rey Etzel con todos sus guerreros, mientras tenga vida, el temor no me hará retroceder un paso de vuestro lado.

—¡Ahora doy gracias al Dios del cielo, muy noble Volker! Si me atacaran, ¿qué otra ayuda puedo desear?

»Puesto que me queréis socorrer, según he oído, la cuestión será peligrosa para esos guerreros.

—Levantémonos de nuestros asientos —dijo el músico—. Hija de reyes es la que pasa. Hagámosle los honores a la noble reina. Así seremos más honrados.

—¡No!, por lo que me quieras —replicó Hagen en seguida—. Esos guerreros podrían creer que lo hacíamos por miedo y que nos queríamos ir. No me levantaré de mi asiento por ninguno de ellos.

»Bueno es que nos dejemos de cortesías. ¿Por qué hacer honores a quien me odia? No, nunca los haré en mi vida. ¿Qué puede importarme en el mundo el odio de Crimilda?

El soberbio Hagen cruzó sobre sus rodillas una brillante espada, en cuyo pomo había un jaspe deslumbrador, verde como la hierba. Crimilda reconoció muy bien que era la de Sigfrido.

Al reconocer la espada experimentó grande aflicción. El puño era de oro, la vaina de galón rojo. Acudieron a su mente todos sus pesares y rompió a llorar. Creo que Hagen lo había hecho ex profeso.

Volker el fuerte colocó a su lado, en el banco, un duro arco, largo y fuerte semejante a un acerado machete. Allí permanecieron sentados sin ningún temor aquellos dos guerreros valerosos.

Los dos fuertes héroes estaban con tanta altivez que por temor de que creyeran otra cosa, no se levantaron de sus asientos. La reina pasó por delante de ellos y les hizo un saludo en el que se advertía el odio.

—Me parece señor Hagen —dijo ella—, que sabéis todo el mal que habéis hecho a quien os ha mandado buscar, a quien os ha invitado a venir a este país. Obrando con un poco de juicio debíais haber renunciado.

—Nadie me ha mandado buscar —respondió Hagen—. Pero han invitado a este país a tres héroes que son mis señores; yo soy de sus huestes y nunca me he quedado atrás cuando la corte hace una expedición.

—Decidme —replicó ella— ¿por qué siempre obráis de manera que se excite mi cólera? Vos habéis matado a Sigfrido mi querido esposo, del que hasta mi fin lloraré la muerte.

—¿Aún hay más palabras? —dijo él—, ya son bastantes. Yo soy Hagen, el que mató a Sigfrido, el arrogante héroe. ¡Qué caro pagó el insulto que la señora Crimilda hizo a la hermosa Brunequilda!

»No quiero mentir, rica reina, de todos vuestros males y pesares yo soy la causa. Ahora vénguese el que quiera, mujer u hombre. Yo no lo niego, os he causado grandes penas.

—Ya lo oís, guerreros —dijo ella—, no niega ninguno de los males que me ha causado; ya no me inspira cuidado nada de lo que pueda suceder hombres de Etzel.

Los feroces guerreros comenzaron a mirarse. Si se hubiera comenzado el combate, el honor habría sido para los dos compañeros que tantas veces habían vencido en las batallas. Pero el temor les hizo abandonar el intento que habían formado.

Así dijo uno de los guerreros:

—¿Por qué me miráis? No quiero realizar lo que había prometido: por obsequios de nadie quiero perder la vida. Mal nos quiere guiar la esposa del rey Etzel.

Otro dijo:

—En el mismo sentido me hallo yo. Aunque me dieran torres enteras de oro rojo y bueno no querría combatir con ese músico, pues horribles son las miradas que le he visto dirigir.

—También conozco a Hagen desde su juventud, y creo cierto cuanto de él hayan dicho. Lo he visto en veintidós combates, y por sus hechos muchas mujeres han sentido su corazón roto.

»Él y el de España han realizado muchas proezas cuando al lado de Etzel combatían con honor del rey. Con mucha frecuencia ha sucedido, y por esto no puede dudarse del honor de Hagen.

»Entonces el guerrero era casi un niño; los jóvenes de aquel tiempo han envejecido ya. Está todo el vigor de su espíritu, y es un hombre furioso: ciñe la Balmung que adquirió de una manera desleal.

Después de esto, se separaron sin librar combate, lo cual fue para la reina un pesar de corazón. Los guerreros se retiraron de allí, pues tenían miedo a la muerte de mano de los dos héroes hubieran sido para ellos un gran peligro.

—Ya hemos visto que tenemos aquí enemigos según nos habían anunciado —dijo el fuerte Volker—; vamos a reunimos con el rey en la corte, y nadie se atreverá a dirigir un ataque contra nuestros señores.

—Está bien, os sigo —respondió Hagen. Fueron a reunirse con los arrogantes guerreros que se preparaban para ser recibidos en la corte. Volker el fuerte hablaba en alta voz. Dijo a sus señores:

—¿Cuánto tiempo vais a permanecer aquí, dejándoos estrujar? Id pronto a la corte y procurad saber cuáles son las intenciones del rey.

Los valientes guerreros se comenzaron a reunir. Dietrich de Berna, tomó de la mano al rico Gunter de Borgoña; Irnfrido tomó la de Gernot el fuerte caballero, y viose ir hacia la corte a Geiselher con su suegro.

De cualquier modo que fueran, no se separaron Volker y Hagen hasta la muerte, sino en un solo combate. Por esto lloraron pesarosas nobles mujeres.

Viose ir hacia la corte a los reyes con su acompañamiento de mil fuerte guerreros; además los sesenta héroes que había escogido en su país el valeroso Hagen.

Hawart e Iring, dos notables guerreros, marchaban el uno al lado del otro acompañando a los reyes. Después iban Dankwart y Wolfhart un héroe distinguido, que en altas virtudes excedían a los demás.

Cuando el rey del Rhin entró en el palacio, Etzel el rico no permaneció sentado. Se levantó de su asiento al verlos llegar, y nunca hasta entonces habían tenido mejor recibimiento los reyes.

—Bienvenidos para mí, señor Gunter, señor Gernot y vos su hermano Geiselher. Os hice ofrecer con afección y lealtad mis servicios en Worms sobre el Rhin; bienvenido sea también todo vuestro acompañamiento.

»Seáis también bienvenidos a este país para mi esposa vosotros valientes guerreros, Volker el fuerte y vos señor Hagen. Ella os envió muchos mensajeros al Rhin.

Así le contestó Hagen de Troneja.

—Ya lo he sabido. Si no hubiera venido con mis señores al país de los Hunos, lo habría hecho sólo por tener este honor.

Entonces el noble rey tomó a sus amados huéspedes de la mano y los condujo a los asientos que tenían preparados. Escanciaron con la mejor voluntad a los extranjeros, hidromel, moral y vino en copas de oro, y manifestaron contento por la feliz llegada de los guerreros.

—Puedo aseguraros —dijo el rey Etzel—; que nada me podía ser tan agradable en este mundo como el que vosotros, héroes, hayáis llegado. También la reina desechará la tristeza que posee.

»Muchas veces me preguntaba con extrañeza qué os podía haber hecho, yo que a tantos huéspedes he recibido en este país, para que no quisierais venir a mi reino. Para mí es un gran placer ver aquí a mis amigos.

Así le respondió Rudiguero, el caballeros altivo:

—Podéis recibirlos bien; su buena fe es grande: los hermanos de mi señora han querido honraros, pues han traído en su compañía muchos nobles héroes.

En los días con que media el estío, habían llegado los jefes a la corte del rey Etzel. Nunca se había oído decir que un buen rey hubiera recibido a sus huéspedes con más cariño.

Llegada la hora se dirigió a la mesa con ellos.

Nunca un rey fue tan espléndido con sus huéspedes. Diéronles que beber y que comer en abundancia, y dispuestos estaban a darles cuanto pudieran desear. De aquellos héroes se habían contado grandes maravillas.

El altivo Etzel había empleado en una morada sus cuidados, su dinero y mucho trabajo: había hecho construir en una gran población su palacio con muchas torres y un magnífico salón, que muchos guerreros venían a visitar en todos tiempos. Además del acompañamiento se hallaban cerca del rey, doce ricos y elevados reyes y muchos valientes guerreros que estaban allí en todo tiempo.

Jamás un rey tuvo cerca de sí tanta gente. Rodeado de sus parientes y vasallos, disfrutaban de una felicidad sin límites. Aquel buen jefe sentía el alma alegre con el ruido de los torneos que celebraban muchos atrevidos héroes.