CANTO II:
Sigfrido
or aquel tiempo vivía en el Niderland el hijo de un rey poderoso; su padre se llamaba Sigemundo, su madre Sigelinda y habitaban en una ciudad muy conocida situada cerca del Rhin: esta ciudad se llamaba Xanten.
¡No os diré cuán hermoso era aquel héroe! Su cuerpo estaba exento de toda falta y con el tiempo se hizo fuerte e ilustre aquel hombre atrevido. ¡Ah!, ¡cuán grande fue la gloria que conquistó en el mundo!
Aquel héroe se llamaba Sigfrido, y gracias a su indomable valor visitó muchos reinos; por la fuerza de su brazo domino a muchos países. ¡Cuántos héroes encontró entre los Borgoñones!
De su mejor tiempo, de los días de su juventud, pueden contarse maravillas que Sigfrido realizara; de mucha gloria está circundado su nombre, su presencia era arrogante muchas mujeres hermosas lo amaron.
Lo educaron con todos los cuidados que merecía, pero por naturaleza tenía más sobresalientes cualidades; el reino de su padre adquirió fama por él, pues en todas las cosas se mostró perfecto.
Llegado que hubo a la edad de presentarse en la corte, todos deseaban verle; muchas mujeres y hermosas vírgenes anhelaban que su voluntad se fijara en ellas; todos le querían bien y el joven héroe se daba cuenta de ello.
Muy pocas veces permitían que el joven cabalgara sin acompañamiento; riquísimos vestidos le dio su madre Sigelinda; hombres instruidos que sabían lo que el honor vale, cuidaban de él: de esta manera pudo conseguir hombres y tierras.
Cuando llegó a la plenitud de la edad, y pudo llevar las armas, le dieron todo lo necesario: gustaba de las mujeres que saben amar, pero en nada se olvidaba del honor el hermoso Sigfrido.
He aquí que su padre Sigemundo hizo saber a los hombres que eran amigos suyos, que iba a dar una gran fiesta; la noticia circuló por las tierras de los demás reyes; daba a cada uno un caballo y un traje.
Donde quiera que había un joven noble, que por los méritos de sus antepasados pudiera ser caballero, lo invitaban a la fiesta del reino y más tarde todos ellos fueron armados al lado de Sigfrido.
Grandes cosas podrían contarse de aquella fiesta maravillosa. Sigemundo y Sigelinda merecieron gran gloria por su generosidad: sus manos hicieron grandes dádivas, y por esto se vieron en su reino a muchos caballeros extranjeros que los servían con gusto.
Cuatrocientos portaespadas debían recibir la investidura al mismo tiempo que el joven rey; muchas hermosas jóvenes trabajaban con afán, pues querían favorecerlos y engarzaban en oro gran cantidad de piedras preciosas.
Querían bordar los vestidos de los jóvenes y valerosos héroes y no les faltaba que hacer. El real huésped hizo preparar asientos para gran número de hombres atrevidos, cuando hacia el solsticio de estío, Sigfrido obtuvo el título de caballero.
Muchos ricos de la clase media y muchos nobles caballeros fueron a la catedral: los prudentes ancianos hacían bien en dirigir a los jóvenes como en otro tiempo lo habían hecho con ellos; allí gozaron de placeres sin número y de no pocas diversiones.
Se cantó una misa en honor de Dios. La gente se agolpaba en numerosos grupos cuando llegó la hora de armar caballeros, según los antiguos usos de la caballería, a los jóvenes guerreros, y se hizo con tan ostentosos honores como nunca hasta entonces se había visto.
Inmediatamente se dirigieron ellos al lugar en que se hallaban los corceles ensillados. En el patio de Sigemundo el torneo era tan animado que las salas y el palacio entero retemblaban. Los guerreros de gran valentía hacían un ruido formidable.
Podrían escucharse y distinguirse los golpes de los expertos y de los novicios, y el ruido de las lanzas rotas que se elevaba hasta el cielo; los fragmentos de muchas de ellas despedidos por las manos de los héroes, volaban hasta el palacio. La lucha era ardiente.
El real huésped les mandó cesar; retiraron los caballos y sobre el campo pudieron verse rotos muchos fuertes escudos; esparcidas sobre el verde césped muchas piedras preciosas, así como también las placas de las bruñidas rodelas. Todo aquello era resultado de los violentos choques.
Los convidados por el rey tomaron asiento en el orden señalado de antemano. Sirviéronse con profusión ricos manjares y vinos exquisitos, con los que dieron al olvido sus fatigas. No fueron pocos los honores que se hicieron lo mismo a los extranjeros que a los hijos del país.
El día entero lo pasaron en alegres goces: allí aparecieron multitud de personas que no estuvieron desocupadas, pues mediante recompensa sirvieron a los ricos señores que se encontraban en la fiesta. El reino entero de Sigemundo fue colmado de alabanzas.
El rey dio al joven Sigfrido la investidura de las ciudades y de los campos, de la misma manera que él la había recibido. Su mano fue pródiga para los demás hermanos de armas, y todos se felicitaron del viaje que habían hecho hasta el reino aquel.
La fiesta se prolongó durante siete días: Sigelinda la rica, perpetuando antiguas costumbres, distribuyó oro rojo por amor de su hijo, al que deseaba asegurar el cariño de todos sus súbditos.
En el país no volvieron a encontrarse pobres vagabundos. El rey y la reina esparcieron por doquier vestidos y caballos, lo mismo que si no les quedara más que un día de vida. Creo que en ninguna corte se desplegó tanta munificencia.
Los festejos terminaron con ceremonias dignas de general alabanza. Muchos ricos señores dijeron después de aquel tiempo, que hubieran querido tener por jefe al gallardo príncipe, pero Sigfrido, el arrogante joven no sentía tales deseos.
Por mucho que vivieron Sigemundo y Sigelinda, nunca el hijo querido de ambos ambicionó ceñir la corona; aquel guerrero bravo y atrevido quería ser sólo el jefe para afrontar todos los peligros que pudieran amenazar el reino de su padre.
Nadie se atrevió a insultarlo nunca y desde que tomó las armas apenas si se permitió reposo aquel ilustre héroe. Los combates eran su alegría y el poder de su brazo le hizo adquirir nombre en los países extranjeros.