unter y Hagen, los guerreros valerosos, celebraban con falsía una cacería en la selva. Con sus lanzas aceradas, simulaban perseguir los jabalíes, los osos y los bisontes: ¿qué podían hacer más atrevido?
En medio de ellos caminaba Sigfrido con altiva arrogancia. Llevaba víveres de todas clases. Cerca de una fresca fuente debía perder la vida. Así lo había querido Brunequilda, la esposa del rey Gunter.
El fuerte héroe fue a donde Crimilda estaba. En bestias de carga arreglaron su equipo de caza y el de sus compañeros; iban a pasar el Rhin. Nunca Crimilda había experimentado pesar tan grande. Besó la boca de su esposo amado.
—Qué Dios me conceda, querida mía, hallarte buena y que así tus ojos me vuelvan a ver: distráete con tus buenos parientes; yo no puedo permanecer aquí.
Se acordó de la confianza que había tenido con Hagen, pero no se lo quiso decir. La noble reina comenzó a llorar, quejándose de haber nacido. Muchas lágrimas vertió la extraordinariamente bella mujer.
—Deja de ir a esa cacería —dijo al guerrero—, he tenido un sueño de mal agüero, soñé que dos jabalíes te perseguían entre las matas; las flores se tornaban rojas. En verdad que es una pena que dejes llorando a tu pobre esposa.
»Temo mucho que las maquinaciones de los envidiosos: podemos haber dejado de servir a cualquiera que nos haya jurado odio mortal. Quédate aquí, querido señor, mi afección te lo aconseja.
—Querida mía —contestó él—, volveré dentro de poco tiempo; no conozco aquí a nadie que me pueda odiar. Todos tus parientes me quieren bien, y nunca por parte de ellos he merecido otra cosa.
—¡Oh!, no, mi querido Sigfrido: temo que perezcas. He tenido esta noche un sueño de mal agüero, como si dos montañas cayeran sobre ti y no pudiera verte más. Si quieres dejarme, sentiré una pena grandísima.
Cogió entre sus brazos a la virtuosa esposa y cubrió de besos su hermoso cuerpo. Después se separó inmediatamente, pues tenía que partir. Desde entonces ya no lo vio vivo.
Se encaminaron hacia una selva profunda donde debían cazar: muchos fuertes caballeros acompañaban al rey. Gernot y Geiselher se habían quedado en palacio.
Muchos caballos cargados los esperaban del otro lado del Rhin llevando a los cazadores pan, vino, manjares, pescados y más provisiones, como un rey tan rico podía proporcionarlas.
Los fieros e impetuosos cazadores hicieron alto en la entrada de la selva por donde acostumbraban a salir los animales bravíos. Cuando iban a cazar en una extensa llanura, llegó Sigfrido y le avisaron al rey.
En todas partes estaban prevenidos los compañeros de caza: así dijo el atrevido héroe, Sigfrido el fuerte:
—¿Quién nos conducirá en la selva sobre la pista de los animales, guerreros fuertes y atrevidos?
—¿Queréis vosotros —preguntó Hagen— que nos separemos aquí, antes de dar comienzo a la cacería? De este modo mi señor y yo reconoceremos quién ha sido más hábil en la partida.
»Partiremos igualmente gentes y perros y cada uno irá donde quiera. El que mejor cace recibirá las felicitaciones de todos.
Los cazadores no permanecieron reunidos más tiempo. El noble Sigfrido dijo:
—No tengo necesidad de más perros, que de un sabueso bien enseñado a seguir la pista de los animales por entre la selva. ¡Qué bien vamos a cazar! —exclamó el esposo de Crimilda.
Entonces un viejo cazador cogió un sabueso que condujo al señor en poco tiempo al sitio en que abundaba la caza. Los demás cazaron todo lo que se presentó, como aún lo hacen los buenos cazadores de nuestro tiempo.
Cuanto levantaba el perro era cazado por la mano del fuerte Sigfrido, el héroe del Niderland. Su caballo corría con tanta rapidez que nada se le escapaba: recibió alabanzas de todos por lo bien que cazaba.
Era muy diestro en todos los ejercicios. El primer animal que mató el héroe por su mano, era un fuerte jabalí; poco después se le presentó delante un furioso león.
El perro lo hizo saltar, él le lanzó con el arco una acerada flecha con la que lo atravesó. El monstruo se adelantó hacia el cazador, pero sólo pudo dar tres saltos. Sus compañeros de caza le dieron las gracias.
A poco mató a un bisonte y a un ciervo, cuatro fuertes toros salvajes y un macho cabrío. Con tal rapidez lo llevaba su caballo, que nada se le podía escapar. Los gamos y las cabras casi nunca le faltaban.
El sabueso encontró un gran jabalí. Cuando comenzaba a correr, el maestro cazador se le puso delante: el animal se volvió furioso para acometer al atrevido héroe.
Lo atravesó de parte a parte con la espada el esposo de Crimilda: ningún otro guerrero lo hubiera podido hacer. Cuando el animal estuvo cogido, retiraron al perro. Sus proezas en aquella cacería fueron conocidas por todos los Borgoñones.
—Por favor, señor Sigfrido —le dijeron sus cazadores—, no tiréis a una parte de la caza, pues si no van a quedar desiertas la montaña y la selva.
Al escuchar esto, el héroe valeroso no pudo menos que sonreír.
Por todas partes se escucharon gritos y exclamaciones. El ruido de las gentes y de los perros era tan grande que el eco repercutía en la montaña y en la selva. Ochenta y cuatro pares de perros habían soltado.
Gran número de animales recibieron horribles muertes: los del país querían conseguir el premio de la caza, pero esto no les fue posible, al ver llegar junto a la hoguera del campamento al fuerte Sigfrido.
La cacería tocaba a su fin, pero aún no estaba terminada. Los que se aproximaban a la hoguera llevaban pieles en abundancia. ¡Ah!, ¡cuántos manjares se prepararon para los del acompañamiento del rey!
El rey hizo anunciar a los cazadores de alto rango que iba a comer. Sólo una vez tocaron fuertemente el cuerno, para que los que estaban lejos supieran que el rey estaba en el campamento.
—El sonido de la trompa nos anuncia que debemos volver al campamento —dijo un cazador a Sigfrido—. Voy a responderles.
Por todas partes los sones del cuerno llamaban a los cazadores. El noble Sigfrido dijo:
—Ahora salgamos ya de la selva. —Su caballo lo condujo rápidamente siguiéndolo los demás. Sus gritos dieron lugar a que se levantara un feroz animal, un oso terrible. El héroe volviéndose dijo—: Voy a dar una broma a nuestros compañeros de caza. Soltad los perros, pues veo un oso que se va a venir con nosotros al campamento. Si no corre mucho caerá en nuestro poder.
El perro fue lanzado y huyó el oso. El esposo de Crimilda quiere perseguirlo, pero el animal se refugia en un montón de árboles derribados, haciendo imposible la persecución. El fuerte animal creía estar bien defendido de los cazadores.
El atrevido y buen caballero se apeó de su caballo lanzándose tras el animal, que al cabo no podía librarse. El héroe lo cogió en un instante y sin que le causara la menor herida, lo amarró fuertemente.
Ni las uñas ni los dientes podían hacerle daño alguno; amarró al oso a la silla, montó a caballo y con gran audacia lo llevó a donde ardía la hoguera. Para el héroe aquello había sido un juego.
Cabalgó hacia el campamento con sin igual arrogancia. Su lanza era larga, fuerte y dura: una brillante espada le tocaba las espuelas y le héroe llevaba también un hermoso cuerno de oro rojo.
Nunca he oído hablar de mejor equipo de caza. Llevaba un traje de tela negra y un capuchón de cebellina de suntuosa riqueza. ¡Oh!, ¡qué magníficos eran los cordones de los que pendía su carcaj!
A causa de su buen olor lo habían cubierto con una piel de pantera. Llevaba también un arco que tenían que montarlo con una palanca, sino era él quien lo manejaba.
Todo su traje de arriba abajo iba guarnecido con pieles de lince, y sobre las ricas pieles muchas láminas de oro brillaban a uno y otro lado del maestro cazador.
También llevaba la Balmung, larga y hermosa: era tan dura, que al dar un golpe partía un yelmo; su filo era bueno. El arrogante cazador iba sumamente alegre.
Por cuanto debo hacer una reseña exacta, sabed que su carcaj iba lleno de flechas, cuyos hierros largos de un palmo estaban engastados a los palos por medio de anillos de oro. Todo lo que aquellas flechas tocaban debía tener fin.
El noble caballero caminaba por fuera de la selva. Cuando las gentes de Gunter lo vieron venir, salieron a su encuentro para tenerle el caballo. Amarrado a la silla llevaba al oso terrible y grande.
Cuando se apeó del caballo, desató la cuerda con que tenía amarradas las patas y el hocico del oso: los perros comenzaron a ladrar con fuerza. El animal quería volverse a la selva, lo cual asustó a muchos hombres.
El oso asustado por el ruido huyó hacia la cocina. ¡Cómo huyeron los cocineros lejos del fuego! Más de una caldera se volcó y más de un hacha cayó a tierra. ¡Qué de buenos manjares cayeron en la ceniza!
Jefes y escuderos saltaron de sus asientos. El oso comenzó a irritarse: el rey mandó que soltaran todas las traillas de perros que estaban sujetos con cuerdas ¡Aquel hubiera sido un día feliz, si terminara con bien!
Con arcos y picas, salieron a perseguir al oso los más ligeros y audaces, pero nadie se atrevía a tirarle porque había muchos perros. Los gritos de la multitud hacían retemblar la montaña.
El oso comenzó a huir rápidamente delante de los perros; nadie podía seguirlo sino el esposo de Crimilda. Lo alcanzó con la espada y le dio muerte; el monstruo fue acercado a la hoguera.
Los que veían aquello decían que era un hombre muy fuerte. Rogaron a los audaces compañeros de cacería que se acercaran a la mesa: los héroes se sentaron sobre el mullido césped. ¡Ah!, ¡qué magníficos manjares sirvieron a los cazadores!
Los coperos que debían servir el vino andaban muy despacio, por lo demás los héroes no podían estar mejor servidos. Sin tener entre ellos un alma perversa aquellos héroes hubieran estado al abrigo de toda vergüenza. Así dijo el noble Sigfrido:
—Me llama la atención que ya que nos traen tantos manjares de la cocina, ¿por qué los coperos no nos sirven vino? Si no se sirve mejor a los cazadores, no tomaré parte en ninguna otra cacería.
—Yo he dado motivo para que se me atienda mejor —desde su asiento le contestó el rey con falsía—. Nos enmendaremos de aquello en que hoy se os haya faltado: Hagen es el que nos quiere hacer morir de sed.
—Yo creía, mi querido señor —contestó Hagen de Troneja—, que hoy se cazaría en el Spechtsharte: allí he enviado el vino. Si hoy permanecemos sedientos, en adelante evitaré que suceda.
—Yo os daré las gracias —dijo el noble Sigfrido—. Siete bestias de carga por lo menos debían habernos traído el mosto y el hidromel: de no hacer esto debimos acampar en las orillas del Rhin.
Hagen de Troneja le contestó:
—Nobles y valerosos caballeros, yo sé que cerca de aquí hay una fresca fuente y para que no os incomodéis vamos a ir a ella.
Este aviso debía causar gran pena a muchos héroes. El guerrero Sigfrido sentía una sed abrasadora; mandó retirar en seguida las mesas para ir a la montaña en busca de la fuente. Hagen había dado su consejo con una intención pérfida.
Cargados en carro los animales que Sigfrido había matado por su mano, los trasportaron al país. Todos los que veían aquello lo felicitaban. Hagen hizo gran traición a Sigfrido. Al comenzar la marcha hacia el gran tilo, dijo Hagen de Troneja:
—Me han dicho muchas veces, que no hay nadie que pueda aventajarte en la carrera al esposo de Crimilda: ¿querríais hacérnoslo ver?
Así le contestó el bueno y fuerte héroe del Niderland:
—Podéis ensayarlo, pero quiero dirigirme hacia la fuente. Haremos una apuesta y se concederá el premio al que resulte vencedor.
—Bueno, pues ensayemos —contestó el héroe Hagen.
—Hasta quiero acostarme delante de vos sobre la hierba —respondió el fuerte Sigfrido.
¡Con cuánta alegría escuchaba esto el rey Gunter!
El valeroso guerrero agregó:
—Os diré más, quiero llevar mi lanza y mi escudo y todo mi equipo de caza.
En seguida tomó su espada y su carcaj. Despojáronse de sus vestidos, quedándose ambos sólo con las blancas camisas. Como dos salvajes panteras, corrieron sobre la yerba, pero se vio llegar antes a la fuente al rápido Sigfrido.
En todo conseguía el premio sobre los demás hombres. Inmediatamente se desciñó la espada, dejó el carcaj y apoyó la lanza contra el tronco de un tilo: el noble extranjero permanecía en la corriente.
Grandes eran los méritos de Sigfrido: colocó su escudo cerca de la fuente, pero por grande que fuera la sed del héroe no quiso beber más antes que el rey: horrible pago le dieron por ello.
La corriente era fresca, transparente y buena. Gunter se inclinó sobre las ondas, levantándose cuando hubo bebido. El bravo Sigfrido lo hubiera hecho con gusto una vez más.
Muy cara pagó su atención: el arco y la espada le fueron quitadas con presteza por Hagen, que volvió corriendo para retirar la lanza, y buscó la señal en el vestido del guerrero.
Cuando el noble Sigfrido se inclinaba hacia la corriente para beber, lo hirió en la cruz señalada, con tal violencia que la sangre, brotando del corazón, manchó los vestidos de Hagen. Nunca la mano de un héroe cometió tan gran bajeza.
Dejóle clavada en el corazón la lanza. Ante ningún hombre en el mundo había huido Hagen de una manera tan vergonzosa. Cuando el fuerte Sigfrido sintió la profunda herida, se levantó saltando con furia; el asta de la lanza le salía del pecho. Creía tener cerca de sí su espada y su arco; Hagen hubiera recibido su merecido.
El herido de muerte, no hallando su espada, cogió del borde de la fuente su escudo y persiguió a Hagen: casi no podía escaparse el vasallo del rey Gunter.
Aunque la herida era de muerte, le pegó con el escudo con tan gran fuerza, que se rompió saltando por todas partes las piedras preciosas. Con gran placer se hubiera vengado el noble huésped.
Repentinamente fue alcanzado Hagen; la llanura retembló con la fuerza de aquel golpe. Si hubiera tenido su espada en la mano habría dado muerte al de Troneja. Su herida le irritaba y su dolor era grande.
Palidecieron sus colores, apenas podía sostenerse. Las fuerzas de su cuerpo lo abandonaban; en sus descoloridas mejillas se veía la señal de la muerte. Bien llorado fue por muchas mujeres.
Cayó entre las flores el esposo de Crimilda. La sangre le brotaba a torrentes de su herida. Dirigió reproches a los que deslealmente habían procurado su muerte. Las fatigas de la muerte le hacían hablar. Así dijo el moribundo:
—Viles y cobardes ¿de qué me sirve todo lo que por vosotros he hecho, cuando así me asesináis? Siempre os he sido fiel; bien caro lo pago. Muy mal habéis obrado con vuestro amigo.
»Todos lo que de vosotros nazcan, lo harán sin honra desde este día; vuestra cólera la habéis saciado bien con mi vida. Con vergüenza quedaréis excluidos del número de los buenos guerreros.
Todos los caballeros acudieron a donde el herido estaba echado; para muchos de ellos, aquel fue un día funesto. Los que aún conservaban algún honor, lo sentían y bien lo merecía por parte de todos el magnánimo guerrero. El rey de los Borgoñones sentía también su muerte.
El herido dijo:
—Sin motivo llora el que ha cometido el crimen: gran deshonor merece y todo lo ha perdido.
—No sé de que os lamentáis —dijo el furioso Hagen—. Nuestros cuidados han tenido fin. Ya no habrá nadie que nos pueda resistir. Gracias a mí, el héroe ha muerto.
—Fácil os es alabaros —dijo el del Niderland—. Si yo hubiera sabido vuestras perversas costumbres, hubiera defendido bien mi vida y mi cuerpo. Lo que más siento en el mundo es el abandono de la señora Crimilda; mi esposa.
»Quiera Dios tener piedad del hijo que me ha dado, que dentro de algún tiempo oirá decir que sus parientes han matado a un hombre: esto me causa gran sentimiento.
»Nunca un hombre ha cometido tan horrible asesinato —le dijo al rey— como el de que yo soy víctima. Yo defendí vuestra vida en los más grandes peligros y desgracias: bien caro pago todo lo que hice por vos. —El héroe, herido de muerte, añadió tristemente—: Sí queréis, noble rey, hacer aún algo bueno en este mundo, permitid que deje encomendada a vuestro cuidado a mi amada esposa.
»Que pueda disfrutar del beneficio de ser vuestra hermana: con virtudes elevadas ha sido siempre mi compañera. Mucho tiempo me van a esperar mi padre y mis guerreros. Jamás a un amigo ni a una esposa se le causó pena tan grande. —La fuerza del dolor le hacía agitarse convulsivamente, y dijo con voz ahogada—: De esta horrible muerte, tal vez os arrepintáis algún día; creed mi palabra, vosotros mismos os habéis castigado.
Las flores estaban teñidas de sangre. Luchaba con la muerte, pero no duró mucho. El arma mortífera lo había atravesado de parte a parte. Allí debía morir el guerrero fuerte y noble.
Cuando los guerreros vieron que el héroe estaba muerto, lo colocaron sobre un escudo de oro rojo; después se reunieron para ver cómo habían de ocultar que Hagen lo había matado. Así dijeron muchos de ellos:
—Nos ha ocurrido una desgracia: debemos ocultar lo sucedido y decir todos la misma cosa: Yendo a cazar solo el esposo de Crimilda, lo han matado unos bandidos que atravesaban la selva.
—Yo mismo lo llevaré a la ciudad —dijo Hagen de Troneja—. Nada me importa que sepa la verdad de lo ocurrido, la que ha causado pena a la reina: nada me importa lo que pueda hacer en su duelo.
Ahora sabed dónde estaba la fuente en que Sigfrido fue asesinado. Delante del Odenwalde hay una aldea que se llama Odenhein. Allí mana todavía la fuente, no puede caber duda.