CANTO XIII:

De cómo fueron a
la fiesta de la Corte

ero no nos ocupemos de todas estas tareas y digamos cómo la señora Crimilda con sus damas fueron a las orillas del Rhin, desde el país de los Nibelungos. Nunca los caballos habían transportado a damas tan esbeltas y graciosas con tan hermosos vestidos.

Enviaron delante muchas bestias con los cofres. Sigfrido el valiente cabalgaba con sus amigos y también la reina brillando en todos la alegría: después vinieron para su congoja muchos pesares.

Habían dejado en su país al hijo de Sigfrido y de Crimilda su esposa, pues no podía ser de otro modo. De aquella fiesta resultó para ellos grandísimo pesar; el niño no volvió a ver ni a su padre ni a su madre.

Con ellos caminaba también el poderoso rey Sigemundo. Si hubiera sabido lo que iba a suceder, no los hubiera acompañado a la fiesta: nunca pudo esperar tan gran desgracia para aquellos a quienes más quería.

Enviaron mensajeros para anunciar su llegada. Gran número de amigos de Uta y del rey Gunter salieron a su encuentro. El jefe se apresuraba para salir a recibir a sus huéspedes. Fue a donde Brunequilda estaba sentada.

—¿De la misma manera que mi hermana te recibió, no la recibirás tú cuando llegue al país?

—Lo haré con gusto —respondió ella—, pues les estoy muy agradecida.

—Llegan mañana temprano —continuó el poderoso rey—, si quieres recibirlos es menester que nos apresuremos para que no lleguen a la ciudad antes de vernos: nunca he recibido a huésped a quien quiera tanto.

Ella mandó a sus doncellas y mujeres que buscaran hermosos trajes, los más ricos, para que su acompañamiento se vistiera en honor de los huéspedes: ellas lo hicieron con gran voluntad.

Con gran precipitación venían a ofrecer sus servicios las gentes de Gunter: envió a buscar a todos sus guerreros. La reina caminó magníficamente vestida. A los huéspedes queridos hicieron muchas salutaciones.

¡Con cuantas manifestaciones de alegría recibieron a los extranjeros! Parecía que la señora Crimilda no había recibido tan bien a Brunequilda, cuando llegó al país de Borgoña. Dichosos fueron todos los que vivían.

He aquí que llega Sigfrido con su tropa de señores. Por todas partes en la llanura se veían cabalgar a los héroes en numerosos grupos. Nadie podía librarse de la multitud ni del polvo.

Cuando el jefe del país vio a Sigfrido y al rey Sigemundo, les dijo en tono afectuoso:

—Seáis muy bienvenidos por mí y mis amigos; orgullosos y felices nos sentimos de vuestro viaje a nuestra corte.

—Que Dios os lo recompense —dijo Sigemundo, aquel hombre honrado—. Desde que mi hijo Sigfrido se hizo vuestro amigo tenía en el alma el deseo de conoceros.

—Esa alegría me ha sido otorgada —respondió el rey Gunter.

Sigfrido, según le correspondía, fue recibido con los más grandes honores; nadie lo quería mal. Grande actividad desplegaron Geiselher y Gernot; nunca huéspedes fueron recibidos de una manera tan cordial.

Las mujeres de uno y otro rey se aproximaron. Todos se apresuraron a dejar las monturas y muchas hermosas mujeres quedaron de pie sobre el césped. Para ofrecer servicios a las damas, se manifestaban infatigables.

Las dos reinas se abrazaron y sus graciosos saludos alegraron a muchos caballeros. Allí se veían a muchos guerreros que no se descuidaban en servir a las mujeres.

Los nobles del acompañamiento se estrecharon las manos; a todos causaba grande alegría ver el cambio de saludos y besos que hacían las mujeres. Lo mismo a los hombres de Sigfrido que a los de Gunter.

No se detuvieron allí mucho tiempo y caminaron hacia la ciudad. El jefe mandó que se manifestara a los huéspedes el placer con que se los recibía en Borgoña. Ante las jóvenes se ejecutó más de un torneo.

Hagen de Troneja y también Ortewein manifestaron allí todo su vigor. Nadie se atrevía a desobedecer las órdenes que daban, e hicieron muchos favores a aquellos huéspedes queridos.

Delante de la puerta de la ciudad se oía sonar los escudos, al recibir choques y golpes. Harto tiempo emplearon en esto el jefe y sus huéspedes, antes de pasar a otra cosa. En estas diversiones se entretenía el tiempo agradablemente.

Con suma alegría penetraron en los salones del palacio. Por todas partes se veían sobre las monturas mujeres ricamente vestidas, mantillas airosas muy bien adornadas: los hombres de Gunter avanzaron.

Inmediatamente llevaron a los huéspedes a sus aposentos. Entre tanto Brunequilda no dejaba de echar miradas a Crimilda, que estaba muy bella. Con el brillo del oro luchaba el esplendor de sus colores.

Por todas partes, en la ciudad de Worms, se oían los gritos de alegría de los guerreros. Gunter mandó a Dankwart, su aposentador, que tuviera cuidado de ellos; este se ocupó inmediatamente en buscarles alojamientos.

En las habitaciones y al aire libre se les servía de comer; nunca hubo huéspedes mejor tratados. Lo que cada cual deseaba le era otorgado: tan rico era el rey, que nadie tuvo que sufrir una negativa.

Servían con la mayor afección sin ninguna mezcla de odio. El rey se sentó a la mesa con sus huéspedes; y rogó a Sigfrido que ocupara el asiento que tenía antes. Con él fueron a tomar sitio muchos hombres valientes.

Doscientos guerreros estaban sentados a la mesa formando círculo, la reina Brunequilda pensaba que no había nadie tan rico como su vasallo. Sin embargo, lo quería aún mucho para desearle daño.

En aquella noche el rey presidía el banquete, más de un rico traje quedó manchado de vino. Los coperos tenían que acudir a todas las mesas, el servicio se hacía con grandísima actividad.

Cuando la fiesta hubo durado mucho, se aconsejó a las damas y doncellas que fueran a reposar. De cualquier país que fueran, el rey estuvo amable con ellos: todos fueron tratados con sumo honor.

Al terminar la noche, cuando apuntaba el día, de los cofres de viaje sacaron las mujeres muchos vestidos, en los que estaban engarzadas piedras preciosas. Prepararon así muchos suntuosos trajes.

Antes de que fuera día claro aparecieron en el salón muchos caballeros y escuderos. Se escuchaban los toques de la misa que cantaban por el rey. Muchos jóvenes guerreros fueron a ella y el rey les dio las gracias.

De allí se dejaba oír el gran ruido de los sones de las trompas: el rumor de las flautas y de las trompetas era tan grande, que Worms, aun siendo tan extensa, retemblaba toda. Por todas partes se veían venir a caballo los fuertes héroes.

En el campo comenzó un animado torneo entre varios caballeros; eran muchos y los jóvenes corazones se sentían animados. Bajo los escudos se veían brillar muchos y muy buenos caballeros.

Sentadas en las ventanas estaban las distinguidas mujeres y las hermosas jóvenes presenciando las fiestas de aquellos fuertes hombres, ataviados con suntuosos trajes. El jefe con sus amigos comenzó también a cabalgar.

De este modo no se les hacía largo el tiempo. Se escucharon sonar todas las campanas de la catedral. Las mujeres montaron a caballo y partieron; acompañando a las nobles reinas iban muchos fuertes hombres.

Echaron pie a tierra ante la iglesia. Todavía Brunequilda no sentía odio ninguno. Llevando la corona entraron en la ancha nave; desde este punto el amor se trocó en un horroroso odio.

Después de oída la misa, volvieron con la misma pompa. Llenas de alegría se dirigieron a la mesa del rey: su alegría no se interrumpió en toda la fiesta, hasta el undécimo día.

«No puedo esperar más —pensaba la reina—. Aunque me cueste gran pena, Crimilda no nos hace saber por qué durante tanto tiempo, su marido, que es nuestro vasallo, nos ha tenido privado de sus servicios: no quiero dejarle de hacer esta pregunta».

Esperó la ocasión que le aconsejaba el demonio: la fiesta y los placeres los transformó en dolores y lágrimas. Lo que tenía en su corazón debía llegar: por esto muchos países experimentaron grande aflicción.