CANTO XII: [11]

De cómo Gunter convidó
a Sigfrido a su Corte

sí pensaba todos los días la reina Brunequilda.

—Muy altiva se manifiesta siempre la señora Crimilda. Su esposo Sigfrido es vasallo nuestro: mucho tiempo hace que no ha venido a prestarnos homenaje.

Esto lo tenía en el corazón aunque guardaba silencio; para ella era gran pena que permanecieran ausentes tanto tiempo y hubiera querido saber por qué los príncipes no iban a su país.

Preguntó al rey si no le sería posible volver a ver a Crimilda; le habló en secreto de lo que pensaba, pero al rey no le pareció bien lo que su mujer le decía.

—¿Cómo los haríamos venir hasta este país? —preguntó el rey—. Esto me parece imposible. Ellos reinan muy lejos de aquí y no me atrevo a invitarlos.

Brunequilda le contestó con grande arrogancia.

—Aunque fuera más rico y más valiente, como vasallo del rey debe ejecutar lo que su señor le mande. —En tanto que decía esto, Gunter sonreía. Nunca se hubiera atrevido a reclamar el servicio de Sigfrido. Ella continuó—. Amado señor, para agradarme haced venir hasta aquí a Sigfrido con vuestra hermana para que pueda volverlos a ver. Nada de la tierra podría serme tan agradable.

»Pensando en las virtudes de tu hermana, se ensancha mi alma, y también al recordar cuando estábamos juntas en el tiempo en que fui tu esposa. Con razón puede y debe amar al fuerte Sigfrido.

Tanto tiempo se lo rogó que al fin dijo el rey:

—A ningunos huéspedes veré con tan grande alegría. No debes suplicarme más: voy a enviarles mis mensajeros para que vengan a las orillas del Rhin.

Así le contestó la joven reina:

—Hazme saber a quién vas a enviarles y cuantos días tardarán en llegar nuestros queridos amigos. Quiero que me digas cuáles son los mensajes que les vas a enviar.

—Lo haré —contestó el rey—. Enviaré a treinta de mis hombres.

Los hizo llamar luego y les ordenó llevar el mensaje al país de Sigfrido. En su alegría la señora Brunequilda les regaló muchos vestidos.

—Guerreros míos —les dijo el rey—, decidles en mi nombre al fuerte Sigfrido y a mi hermana que los invito a que vengan aquí y decidles que nada en el mundo me será tan grato como verlos.

»Procurad decidirlos a que ambos vengan a las orillas del Rhin: yo y Brunequilda les quedaremos agradecidos para siempre. Antes de que llegue el estío habrá aquí muchos hombres y para que a él y los suyos les hagan honor.

»Llevad también mis cumplimientos al rey Sigemundo y decidle que yo y mis parientes le estamos siempre agradecidos; a mi hermana le diréis que no deje de venir a ver a sus amigos; nunca se encontrará mejor fiesta.

Brunequilda y Uta y muchas de las mujeres que allí estaban, enviaron sus saludos a muchas de las hermosas mujeres que estaban en el país de Sigfrido y a muchos hombres valientes. Los mensajeros marcharon a cumplir las órdenes del rey.

Estaban preparados para el viaje y habían recibido caballos y vestidos: salieron del país y manifestaba gran prisa por llegar al término de su destino. El rey había mandado que los acompañara una numerosa escolta.

En tres semanas llegaron al país donde se hallaban los Nibelungos. Encontraron al héroe en la Marca de Noruega. Los caballos y las gentes estaban fatigados del viaje.

Corrieron a decir a Sigfrido y a Crimilda que habían llegado unos guerreros trayendo trajes como los que se usaban en el país de los Borgoñones. Al escuchar esto la reina saltó del lecho en que reposaba.

Mandó a una de sus damas que se asomara a una ventana: ella vio desde allí al fuerte Gere en medio del patio seguido de los compañeros que habían ido con él. Después de tan gran pena ¡cuál sería la alegría de su corazón!, y dijo al rey.

—¿Veis a los que han llegado a la corte con el bravo Gere enviados por mi hermano Gunter desde las orillas del Rhin?

—Que sean muy bien venidos —le contestó el fuerte Sigfrido.

Todos los servidores corrieron a donde estaban. Cada uno por su parte dijo a los mensajeros las frases más amistosas que se les ocurrieron. Por la llegada de ellos estaba muy alegre el rey Sigemundo.

Dieron alojamientos a Gere y a los que le habían acompañado y cuidaron de sus caballos. Después los mensajeros fueron a donde estaban el señor Sigfrido y Crimilda. Así lo hicieron, porque los invitaron a entrar en el palacio.

El jefe y su esposa los saludaron con la mano. Muy bien recibidos fueron el Borgoñón, sus compañeros de armas y los hombres del rey Gunter. Rogaron al margrave Gere que ocupara un asiento.

—Permitid que demos nuestro mensaje antes de sentarnos; es conveniente que los extranjeros permanezcan de pie a pesar de la fatiga del camino: os diremos lo que nos han encargado Gunter y Brunequilda que se hallan bien.

»Lo mismo sucede a la señora Uta vuestra madre, al joven Geiselher y al señor Gernot y a todos los demás parientes que nos han enviado aquí, y os envían sus saludos desde el país de Borgoña.

—Que Dios se lo recompense —contestó Sigfrido—, tengo gran confianza en su afección y fidelidad como en la de un amigo. Así lo hace también su hermana; ahora haznos saber ¿cómo pasan la vida nuestros queridos parientes?

»Desde que nos hemos venido de allí ¿ha molestado alguien alguna vez a los hermanos de mi mujer? Contéstame a esto. Quiero ayudarle siempre fielmente a rechazar todo ataque, y sus enemigos temblarán ante mis hazañas.

Así le contestó el margrave Gere, el buen caballero.

—Todos están en virtud, gloria y honor. Ellos os invitan para una fiesta en el Rhin; no dudéis que os verán con gran placer.

»Ruegan que vayáis con vuestra esposa, cuando el invierno termine, pues desean veros antes de que llegue el verano.

—Muy difícil es que lo podamos hacer —le contestó el fuerte Sigfrido.

Pero Gere del país de Borgoña le dijo:

—Vuestra madre Uta con Gernot y Geiselher, os ruegan que no rehuséis. Siempre están muy tristes a causa de lo lejos que vivís.

»Brunequilda mi reina y todas sus damas esperan con ansiedad verlos, y en ello tendrán grandísima satisfacción.

Grande alegría causó esta noticia a la hermosa Crimilda. Gere era primo suyo: el jefe lo hizo sentar; sin pérdida de tiempo distribuyeron bebidas a los huéspedes. Sigemundo, que había visto a los mensajeros, se acercó, y el rey dijo así a los de Borgoña.

—Bienvenidos seáis, guerreros, hombres del rey Gunter. Desde que mi hijo Sigfrido tomó a Crimilda por esposa, debíamos haberos visto con más frecuencia por este país para que la amistad reinara entre nosotros.

Ellos contestaron que si así lo quería vendrían con gusto y que la satisfacción haría olvidar el cansancio. Hicieron sentar a los mensajeros y les trajeron alimento. Sigfrido hizo dar a los huéspedes abundantes manjares.

Les fue preciso permanecer allí nueve días. Al fin los atrevidos guerreros se quejaron de no poder volver a su país. El rey Sigfrido había enviado a buscar a sus amigos.

—¿Qué debo hacer? —les dijo— ¿voy al Rhin? Gunter mi amigo y sus hermanos me convidan a una fiesta: yo iría con mucho gusto si su país no estuviera tan distante.

»Ruegan a Crimilda que vaya también conmigo. Aconsejadme, amigos míos, ¿debo ir? Aunque tuviera que atravesar treinta reinos al frente de un ejército, la mano de Sigfrido los servirá bien hasta el fin.

Así le contestaron los guerreros:

—Si piensas hacer el viaje para asistir a la fiesta, esto es lo que tienes que hacer: es necesario que lleves mil guerreros que vayan contigo al Rhin para que no parezcáis desairado en Borgoña.

Así dijo el rey Sigemundo del Niderland:

—Si vas a la fiesta ¿por qué no me lo haces saber? Yo quiero ir contigo y llevaré cien héroes que aumenten los que tú llevas.

—De que quieras venir conmigo, amado padre —le dijo el fuerce Sigfrido—, estoy muy contento. Dentro de doce días saldré del país.

A todos lo que lo desearon dieron caballos y vestidos. Teniendo intención de hacer el viaje, el noble rey despachó a los rápidos y buenos héroes. Hizo decir a los hermanos de su mujer, que vivían en el Rhin, que con mucho gusto acudirían a la fiesta.

Sigfrido y Crimilda, así lo hemos sabido, dieron tantos regalos a los mensajeros que los caballos no podían con ellos; era un hombre muy rico. Con gran alegría llevaban delante de sí las bestias de carga.

Sigfrido y Sigemundo se apresuraron a dar trajes a sus hombres. Eckewart el margrave hizo buscar los más ricos trajes de mujer que pudieran encontrarse en el país de Sigfrido.

Comenzaron a prepararse los escudos y las monturas. A los caballeros y a las damas dieron todo lo que quisieron pedir a fin de que nada les faltara. Deseaban ir a ver a sus amigos con muchos hombres distinguidos.

Los mensajeros apresuraron su marcha para volver pronto. Gere, el distinguido héroe, llegó al país de Borgoña donde fue bien recibido: todos descendieron de los caballos y hacaneas ante el salón de Gunter.

Las jóvenes y los viejos acudieron para saber las noticias.

Así dijo el buen caballero:

—Lo que voy a decir al rey lo sabréis bien pronto.

Y se dirigió con sus compañeros adonde estaba Gunter.

El rey en su alegría abandonó el asiento y gracias le dio por su pronto regreso la hermosa Brunequilda. Así les preguntó a los mensajeros:

—¿Cómo está Sigfrido, de quien he recibido tantas pruebas de cariño?

—Se pusieron rojos de alegría él y vuestra hermana —respondió el fuerte Gere.

—Decidme ¿cómo está Crimilda? ¿Su hermoso cuerpo conserva los encantos que tanto llamaban la atención?

—Ella vendrá en compañía de muchos héroes —le respondió.

Uta rogó a los mensajeros que fueran donde ella estaba. Hubieran podido adivinarse sus preguntas sin esperar lo que quería saber.

—¿Está Crimilda buena?, ¿cómo la habéis encontrado?, ¿tardará muchos días en venir?

No ocultaron nada en el palacio de lo que en trajes y oro les había dado Sigfrido y lo hicieron todo ver a los hombres de los tres príncipes. Mucho alabaron su generosidad.

—Para él —dijo Hagen— hacer regalos no es cosa difícil, no podría disipar todo lo que tiene aunque viviera siempre. Bajo su real poder tiene el tesoro de los Nibelungos. ¡Oh!, así en algún tiempo pueda venir a Borgoña.

Todos se alegraron de que los héroes hubieran regresado a la corte. Constantemente la gente se encontraba en actividad y comenzaron a preparar muchos asientos para los señores.

Hunold el fuerte y Sindold el héroe tenían gran trabajo: el uno era escudero de la mesa, el otro copero y tuvieron que preparar muchos bancos; Ortewein vino a ayudarlos; Gunter le dio las gracias.

Rumold, jefe de cocinas, dirigía perfectamente todo lo que tenía a su cuidado: muchas cacerolas y grandes calderas se veían allí preparadas. Era menester disponer los víveres para todos los que habían de venir al país.

El trabajo de las mujeres no era menor: ellas preparaban los trajes en los que la pedrería brillaba refulgentemente entre el oro. Cuando se vestían, todos las miraban con alegría.