uando los huéspedes partieron, el hijo de Sigemundo dijo a los de su acompañamiento:
—Nosotros debemos prepararnos para volver a nuestro país.
Cuando su esposa lo supo se alegró mucho. Así dijo a su esposo:
—¿Por qué darnos prisa? Mis hermanos deben partir estas tierras conmigo.
Pena causaron a Sigfrido estas palabras. Los príncipes se acercaron a él y los tres le dijeron:
—Sabed señor Sigfrido, que estamos dispuestos a serviros hasta la muerte.
Al escuchar este ofrecimiento, se inclinó ante los señores.
—Nosotros partiremos contigo —dijo el joven Geiselher—, los campos y las ciudades que son nuestras y todo lo que hay en este dilatado reino: con Crimilda tendrás parte de todo.
Cuando Sigfrido, el hijo de Sigemundo, escuchó estas palabras y conoció la voluntad de los señores dijo:
—Dios os haga siempre dichosos a los tres; bastante tiene mi amada esposa.
»La parte que queréis darle no le es necesaria, porque ella llegará a ceñir la corona, y si no perdemos la vida será más poderosa que ninguna reina en el mundo. Para todo lo demás que queráis, estaré siempre a vuestras órdenes.
—Si no queréis nada de mi reino —dijo entonces Crimilda—, los guerreros Borgoñones no tienen tan poca importancia. Cualquier rey puede llevarlos con orgullo a su país. Quiero que de ellos nos den una parte mis amados hermanos.
—Escoge los que quieras —dijo el rey Gernot—. Muchos hay aquí que querrán ir contigo. Entre tres mil guerreros toma mil hombres para que te acompañen.
Crimilda envió en seguida a preguntar a Hagen de Troneja y a Ortewein si ellos o sus parientes querrían ir con Crimilda. Al saber esto, Hagen experimentó gran despecho y dijo:
—Gunter no puede cedernos a nadie. Que os sigan otros, pues ya debéis conocer bien las costumbres de los de Troneja. Nosotros permaneceremos cerca del rey y no serviremos nunca más que al que hasta aquí hemos servido.
No se habló más de aquello. Crimilda se preparó un noble acompañamiento de treinta y dos doncellas y quinientos hombres. Eckewart el margrave siguió a la reina cuando partió.
Se despidieron cortésmente caballeros y escuderos; jóvenes y mujeres. Después de cambiar muchos besos, dejaron con gran placer el país del rey Gunter.
Sus más próximos parientes los acompañaron buen trecho de camino. En todos los puntos del reino hicieron preparar alojamiento para cuando quisieran pasar la noche. Al rey Sigemundo le fueron enviados mensajeros, para que él y la señora Sigelinda pudieran saber que iba su hijo con la hija de Uta, la hermosa Crimilda de Worms sobre el Rhin. Nunca habían recibido noticia tan agradable.
—¡Dichoso me siento —dijo Sigemundo—, por haber vivido hasta el día en que la hermosa Crimilda lleve la corona entre nosotros! Aún quiero que mi heredero quede más honrado: quiero que mi hijo Sigfrido sea también rey.
La señora Sigelinda dio al mensajero un traje de terciopelo color escarlata y un gran puñado de plata y oro: este fue el precio de su mensaje. Mucho se alegró de la noticia que acababa de recibir y su acompañamiento se vistió en seguida de una manera conveniente.
Le dijeron los que venían al país con Sigfrido, e hizo preparar asientos por donde debía pasar ante sus vasallos, puesta la corona. Los guerreros de Sigemundo salieron a su encuentro.
No he sabido que nunca una persona fuera mejor recibida que lo fueron aquellos héroes en el país de Sigemundo. Su madre Sigelinda salió al encuentro de Crimilda con muchas hermosas mujeres y muchos valerosos caballeros.
Lo que dura un día de marcha, se tardó hasta llegar a donde estaban los extranjeros. Los naturales del país y los extraños habían sufrido muchas incomodidades antes de llegar a una gran ciudad llamada Xanten, donde con el tiempo fue coronado.
Con agradable sonrisa, Sigemundo y Sigelinda besaron muchas veces a la hija de Uta y al héroe Sigfrido; todos sus cuidados habían desaparecido. Los que venían en su acompañamiento fueron muy bien recibidos.
Hicieron que los huéspedes se aproximaran al salón del rey Sigemundo. Después ayudaron a las hermosas vírgenes a bajar de las cabalgaduras en que habían ido: allí había muchos caballeros que prestaron este servicio a las hermosas mujeres.
Aunque era de todos conocido el lujo desplegado en la orilla del Rhin para las bodas, dieron allí a los guerreros vestidos más ricos que todos los que hasta entonces habían llevado. Maravillas podrían contarse de su gran riqueza.
Mientras que los príncipes estaban suntuosamente en su corte, los de su acompañamiento llevaban dorados trajes con galones y piedras engarzadas en el tejido. Así los trató Sigelinda la noble reina. Así dirigió la palabra a sus amigos:
—A todos mis parientes que se hallan aquí anuncio que en presencia de estos guerreros, Sigfrido va a ceñir mi corona.
Esta noticia fue recibida con alegría por todos los habitantes del Niderland. Se le dio con la corona la administración de justicia y el reino haciéndolo señor y rey. Cuando tenía que decidir de lo que a cada uno tocaba, lo hacía con canta equidad, que mucho se hacía temer el esposo de la bella Crimilda.
En tan elevado honor vivió durante diez años que hizo justicia con la corona ceñida. En tanto la hermosa reina tuvo un hijo de lo que resultó gran satisfacción para todos los parientes del rey.
Se apresuraron a bautizarlo poniéndole por nombre Gunter como a su tío; no debía avergonzarse de llamarse así. Feliz él si se le llegaba a asemejar; lo educaron con gran cuidado como tenía que suceder.
Por aquel tiempo murió la señora Sigelinda; la autoridad en el país fue entonces de la noble hija de Uta, como convenía a reina tan poderosa. Mucho lloraron sin embargo a la que la muerte acababa de arrebatar.
También en las orillas del Rhin, según hemos oído contar, la hermosa Brunequilda dio un hijo al rico Gunter en el país de los Borgoñones. Por el amor al héroe, le pusieron por nombre Sigfrido.
¡Con gran cuidado lo atendían! El poderoso Gunter le dio un preceptor que debía inculcarle todas las virtudes para cuando fuera hombre. ¡Oh!, desde entonces la adversidad le hizo perder muchos amigos.
Constantemente se oía hablar de la vida feliz que los guerreros tenían en el país de Sigemundo. Pero bien sabido tenemos que de igual modo vivía Gunter con los suyos.
El país de los Nibelungos se hallaba sometido a Sigfrido (ninguno de sus parientes había sido tan rico como él), así como también el héroe Schilbungo y sus dominios. Elevados eran los dominios del héroe.
El valeroso caballero poseía un tesoro más grande que todos los que hasta entonces habían montado a caballo. Mucho se temía su fuerza y no sin motivo.