l otro lado del Rhin se veía ya al rey acompañado de muchos caballeros. Las riendas de las cabalgaduras en que iban muchas jóvenes, las llevaban en la mano. Los que debían recibirlos estaban dispuestos.
Cuando las barcas en que iban los guerreros de Islandia, los Nibelungos y los hombres de Sigfrido divisaron la orilla, aceleraron la marcha; sus manos eran infatigables; y se dirigieron a donde estaban los amigos del rey.
Escuchad ahora el relato de cómo la reina Uta la rica, condujo a la joven fuera de la ciudad y cabalgó ella misma. Aquel día entablaron relaciones muchos caballeros con hermosas jóvenes.
El margrave Gere llevaba de la brida el caballo montado por Crimilda, pero sólo lo hizo así hasta las puertas de la ciudad. Desde allí el héroe Sigfrido la sirvió tiernamente; era una hermosa mujer. Más tarde fue recompensado por ella como merecía.
El atrevido Ortewein cabalgaba al lado de la reina Uta, y un gran número de caballeros y de jóvenes los seguían. Nunca, es menester decirlo, se había visto reunido en una recepción tan gran número de mujeres.
En tanto llegaba la barca se hicieron vistosos juegos de armas por famosos guerreros, ¿sería bueno olvidarlo?, ante la hermosa Crimilda. Para esto se levantaron de las sillas muchas hermosas mujeres.
El rey había atravesado el río con sus nobles caballeros. ¡Cuántas lanzas volaron en astillas ante las mujeres! Se escuchaba el ruido que hacen muchos escudos chocando violentamente. Sus adornadas puntas resonaban al ser golpeadas.
Cerca de la orilla estaban las mujeres dignas de ser amadas; Gunter con sus huéspedes descendió de la barca dando a Brunequilda la mano. Los vestidos y la pedrería brillaban hasta causar envidia.
Haciendo graciosas cortesías se adelantó Crimilda para recibir a Brunequilda y a su acompañamiento. Con sus manos se las vio separar las trenzas de sus cabellos para darse un beso: se lo dieron afectuosamente. Así dijo en tono amistoso la virgen Crimilda:
—Seáis bienvenida a este país, por mí y mi madre y por todos nuestros fieles y amigos. —Ambas se inclinaron.
Las mujeres se abrazaron repetidas veces. Nunca se había oído hablar de una recepción tan afectuosa como la que hicieron a la desposada, Uta y su hija. Muchas veces se besaron sus dulces labios.
Cuando las damas de Brunequilda saltaron todas en tierra, muchos jóvenes guerreros llevaron de la mano a no pocas vírgenes, ricamente vestidas. Estas nobles jóvenes rodeaban a Brunequilda.
Largo rato pasó antes que las salutaciones estuvieran terminadas; entre tanto, más de una rosada boca besó y fue besada. Las hijas de los reyes estaban una junta a la otra. Muchos famosos guerreros tenían gusto al contemplarlas.
Las seguían con los ojos todos aquellos que habían oído decir que nada había más hermoso que aquellas dos mujeres; no había exageración en esto: nada de la belleza de sus cuerpos era fingido ni engañador.
Los que sabían apreciar a las mujeres y sus amorosos cuerpos, alababan la hermosura de la esposa de Gunter. Pero los más entendidos decían que Crimilda valía más que Brunequilda.
Juntas las unas a las otras se adelantaron mujeres vírgenes; todas ellas iban lujosamente vestidas. Muchos pabellones de seda y gran número de tiendas estaban extendidas por el campo antes de llegar a Worms.
Los parientes del rey caminaban a su alrededor. A Brunequilda y a Crimilda las llevaban por los sitios en que menos las dañara el sol: iban acompañadas por los héroes del país de Borgoña.
Todos los huéspedes habían llegado a caballo; chocaron admirablemente las lanzas contra los escudos. Todo el campo quedó cubierto por una nube de polvo, como si el fuego lo hubiera envuelto: los héroes verdaderos fueron allí conocidos.
Las mujeres miraban atentamente a los guerreros. Creo que el fuerte Sigfrido pasó y volvió a pasar con la espada en la mano por delante de los pabellones. Mil fuertes Nibelungos eran mandados por el héroe.
Hagen de Troneja se adelantó por indicación del rey e hizo cesar los juegos caballerescos, para que el polvo no molestara a las hermosas jóvenes. Todos los extranjeros obedecieron inmediatamente sin violencia ninguna. Así habló Gernot:
—Dejad ahí los caballos hasta que refresque, iremos a acompañar a las hermosas mujeres hasta el palacio: así cuando el rey quiera cabalgar, todos estaréis dispuestos.
Cesaron inmediatamente los asaltos y abandonaron el campo para retirarse al abrigo de las tiendas, en las que el tiempo se pasó agradablemente. Los guerreros permanecían cerca de las jóvenes cuyos favores esperaban conseguir: así pasaron las horas hasta el momento de partir.
A la caída de la tarde cuando el sol principió a descender, el aire refrescó y no quisieron detenerse más. Damas y guerreros se dirigieron a la ciudad. Con los ojos admiraban las bellezas de aquellas lindas mujeres.
Manifestando su destreza, los buenos guerreros hicieron algunos asaltos para ganar trajes, según era la costumbre del país, hasta que llegaron al palacio donde el rey echó pie a tierra. Allí las damas fueron servidas por los caballeros según correspondía a su rango.
En aquel momento se separaron las reinas. Uta y Crimilda se dirigieron a sus suntuosos aposentos, seguidas por sus acompañantes. Por todas partes se oían alegres gritos de satisfacción.
Prepararon los asientos; el rey quería dirigirse al banquete con sus huéspedes. A su lado se veía la hermosa Brunequilda, que ceñía la corona en el país del rey, y estaba muy ricamente vestida.
Muchas hermosas sillas estaban colocadas alrededor de buenas y anchas mesas, cargadas de manjares, según nos han contado. ¡De lo que podía desearse no faltaba nada! Cerca del rey estaban sentados los convidados más distinguidos.
Los camareros reales servían el agua en copas de oro rojo. Inútil sería decir que en otra fiesta de príncipes fueron mejor servidos, porque nadie querría creerlo.
Antes que el jefe del Rhin hubiera tomado el agua, Sigfrido hizo lo que debía hacer. Le recordó su promesa, hecha antes de que vieran a Brunequilda en Islandia.
—Debéis recordar lo que me juró vuestra mano —dijo—, que si alguna vez Brunequilda venía a este país, me daríais vuestra hermana: ¿qué se ha hecho de vuestros juramentos? En este viaje he realizado por vos grandes trabajos.
—Con razón me habéis advertido. Mi mano jamás será perjura: os ayudaré lo mejor que pueda para que salgáis con bien de vuestro empeño.
Rogó cariñosamente que Crimilda compareciera a la corte. Con muchas hermosas mujeres penetró en el salón, pero Geiselher le dijo en alta voz desde su asiento:
—Haced que esas jóvenes se vuelvan: que mi hermana quede sola delante del rey.
Condujeron a Crimilda a donde estaba el rey: muchos nobles caballeros de distintos países estaban allí. Rogáronles que permanecieran tranquilos en el amplio salón; la señora Brunequilda estaba ya en la mesa. Ella no sabía lo que iba a suceder. Entonces el hijo del rey Dankwart dijo a su más próximo pariente:
—Ayudadme para que Crimilda tome por esposo a Sigfrido.
—Muy bien puede hacerlo —dijeron todos a un tiempo.
Así le dijo el rey Gunter:
—Hermana mía, noble joven, que por tu virtud y bondad quede cumplido mi juramento. Te he prometido a un guerrero; si lo haces tu esposo, quedarán cumplidos tus votos.
—Mi hermano amado, no es menester que me roguéis —respondió la noble joven—; haré siempre lo que me mandéis; que así sea. Amaré siempre señor al que me deis por marido.
Al escuchar esta declaración amorosa, Sigfrido se tornó rojo. El guerrero hizo sus cumplimientos a la hermosa Crimilda. Hicieron que el uno se aproximara al otro, junto a los demás parientes y le preguntaron si aceptaba por esposo al valeroso guerrero.
Al principio el pudor cohibió a la joven, pero felizmente, para alegría de Sigfrido, no le duró mucho tiempo: la tomó por esposa también el noble héroe del Niderland.
Estaba desposado con la virgen, ella con él, Sigfrido pudo estrechar en sus brazos a la hermosísima doncella: la noble reina fue abrazada después en la asamblea de los héroes.
Después se dividieron en dos grupos. Frente al rey estaba sentado Sigfrido, teniendo junto a sí a Crimilda; servíanlos muchos hombres valientes. Los Nibelungos estaban sentados a sus lados.
Al otro lado estaban el rey con Brunequilda la virgen. Cuando vio a Crimilda sentada al lado de Sigfrido (nunca tuvo tanta pena), rompió a llorar; por sus blancas mejillas se veían caer las lágrimas.
—¿Qué tenéis, mujer mía —le dijo el jefe del país—, qué así se oscurece el brillo de vuestros ojos? Es menester que os alegréis; os están sometidos mi país, mis ricas ciudades y muchos hombres valientes.
—Mejor quiero llorar —contestó la hermosa joven—. Vuestra hermana es la causa de que yo tenga el corazón traspasado de este modo. La veo sentada al lado de un siervo vuestro y me apena que se haya rebajado a tanto.
Así le contestó el rey Gunter:
—Guarda silencio; en otra ocasión te diré por qué yo he dado mi hermana a Sigfrido. Así pueda pasar la vida siempre feliz al lado de ese guerrero.
—Yo lo sentiré siempre por su belleza y por su virtud —replicó ella—. Si supiera donde ir, huiría con gusto y jamás me sentaría a vuestro lado, hasta que me dijerais porqué Sigfrido es esposo de Crimilda.
—Os lo diré en seguida —le dijo el rey Gunter—, él tiene muchas ciudades como yo y muchos campos. Debes creer lo que te digo, él es un rey poderoso: por esto le he dado por esposa la bella y virtuosa joven.
Por mucho que el rey le dijo, siempre permaneció de humor sombrío. Muchos buenos caballeros abandonaron sus sillas. Los juegos de armas siguieron de una manera tan ruda que se percibían en toda la ciudad. Sin embargo, el rey estaba disgustado al lado de sus huéspedes.
«Mejor estaría yo al lado de mi hermosa mujer», pensaba y tenía en su corazón la esperanza de que ella le pagaría bien su amorosa deuda. Comenzó a mirar tiernamente a Brunequilda.
Se rogó a los huéspedes que pusieran final al torneo: el rey deseaba retirarse con su esposa. En la escalera del salón se encontraron Crimilda y Brunequilda. Todavía entre ellas no había ningún odio.
Sus acompañamientos las siguieron sin pérdida de tiempo. Sus ricos camareros se separaron y muchos héroes acompañaron a Sigfrido.
Los dos héroes llegaron a sus aposentos. Cada cual pensaba vencer con el amor a su mujer encantadora: pensar así les era muy dulce. El placer de Sigfrido fue completo y sin tasa.
Cuando el héroe Sigfrido estuvo al lado de Crimilda, le ofreció a la joven su noble amor y se hizo como su propia vida: lo merecía muy bien, porque era rica en virtudes.
No os diré lo que hizo con su mujer: os contaré lo que sucedió al rey Gunter con su esposa Brunequilda. Muchos héroes se han encontrado en más dulce fiesta con otras mujeres.
La multitud de hombres y mujeres se había retirado.
Se apresuró a cerrar la puerta confiando que ganaría su voluntad: pero aún no había llegado el momento en que debía ser su esposa.
El noble rey tenía la luz en la mano. Después el atrevido héroe se aproximó a su joven mujer: colocóse a su lado, grande era su alegría y estrechó entre sus brazos a la hermosa.
Muchas amorosas caricias le hubiera prodigado, si su mujer lo permitiera, pero se irritó de tal modo que él se asustó. Esperaba hallar la felicidad y no encontraba más que rencoroso odio.
—Noble caballero —dijo ella—, renunciad a vuestros proyectos: lo que pensáis no se realizará jamás. Nada lograréis, señor rey, hasta tanto que sepa el secreto que os he preguntado.
Gunter la comenzó a odiar. Quiso conseguir su amor por la fuerza. La poderosa joven tomó un galón muy fuerte con el que se ciñó las caderas, e hizo experimentar al rey grandes dolores.
Le amarró los pies y las manos y, levantándolo luego, lo colgó de un clavo que se hallaba en un muro para que no pudiera turbar su sueño; le prohibió tocarla y su fuerza era tan grande que temió verse muerto. El que debía ser dueño, comenzó a rogar:
—Quítame estas ligaduras, noble mujer mía. Nunca intentaré venceros, hermosa señora, y ni aún intentaré acercarme a vuestro lado.
Ella manifestaba cuidarse muy poco del modo como se encontraba y pasó la noche tranquilamente acostada. Él permaneció colgado toda la noche, hasta la mañana siguiente en que la luz vino a entrar por la ventana. Entre tanto su placer no era grande.
—Decidme, señor Gunter, ¿no os disgustaría —le preguntó la bella joven—, que vuestros camareros os encontraran amarrado de ese modo, por las manos de una mujer?
—Esto mismo no os haría honor —respondió el noble caballero—. Pero confieso que no me haría favor a mí tampoco: en nombre de vuestra virtud y de vuestra bondad, dejad que me acerque a vos y ya, que tanto os incomoda mi afección, mi mano no tocará ni aun vuestros vestidos.
Inmediatamente le quitó las ligaduras y el rey quedó libre; se acostó en el lecho en que estaba su mujer. Pero se mantenía tan distante que ni aun siquiera tocaba su ropa: ella tampoco quería que sucediera.
Llegaron los de su servidumbre, trayéndoles nuevos adornos, de los que habían preparado gran número, para aquella mañana nupcial. Todos estaban alegres, pero el jefe del país permanecía de humor sombrío y la alegría de los demás le hacía daño.
Según las costumbres del país, que siguieron exactamente, Gunter y Brunequilda no tardaron en ir a la catedral, donde se cantó una misa. El señor Sigfrido hizo lo mismo: allí se aglomeraba mucha gente.
Allí recibieron los honores reales que les correspondían: el manto y la corona. Cuando los cuatro estuvieron bendecidos, admiraron su bella presencia con la corona ceñida.
Sabed también que aquel día muchos guerreros, seiscientos o más, fueron armados caballeros en honor del rey. Grande fue la alegría que hubo en el país de Borgoña: las lanzas vibraron en las manos de los nuevos caballeros.
Desde las ventana los miraban las hermosas jóvenes, viendo relucir a lo lejos sus brillantes escudos. El rey sin embargo se mantenía separado de los suyos: sucediera lo que sucediera, permanecía triste y pensativo.
Su humor y el de Sigfrido eran bien diferentes. El noble caballero sabía la causa de la pena del rey, pero se le acercó y le dijo:
—¿Qué os ha sucedido esta noche?, contádmelo.
El jefe respondió a su huésped:
—El deshonor y la vergüenza se han introducido en mi casa con esta mujer. ¡Cuando le he querido hacer el amor, me ha amarrado fuertemente! Después, levantándome, me ha colgado de un clavo que había en el muro.
»Lleno de angustia, he permanecido allí toda la noche, hasta que fue de día. ¡Sólo entonces fue cuando me desató! Te lo digo en secreto, como a un amigo fiel.
—Esto me aflige mucho —le respondió Sigfrido—. Pero yo te haré dueña de ella; cesa en tu cólera. Yo haré que esta noche permanezca a tu lado y en adelante nunca te negará su amor.
Estas palabras aliviaron un tanto la pena del héroe.
—Ahora mira mis mano, como están hinchadas: ella me ha domeñado como si fuera un niño, la sangre brotaba de mis uñas; creí que me haría perder la vida.
—No temas nada —le dijo el fuerte Sigfrido—. La noche de uno y otro no ha sido igual. ¡Tu hermana es amada de mí como mi propio cuerpo! Es menester que hoy mismo Brunequilda quede hecha tu mujer.
»Cuando salga su camarera penetraré en su cámara favorecido por mi Tarnkappa, de modo que nadie pueda advertir el engaño; deja que las camareras se vayan a sus dormitorios.
»En las manos de los niños apagaré las luces: esta será la señal de que estoy allí para prestarte ayuda. Yo la obligaré a que sea tu esposa, a que te otorgue su amor, o perderé la vida.
—Con tal que no solicites su amor —le respondió el rey—, haz lo que quieras de mi querida esposa. Por lo demás quedaré satisfecho; aun cuando tuvieras que arrancarle la vida, consentiría también: es una terrible mujer.
—Te prometo —dijo Sigfrido— por mi fe, de no solicitar su amor; tu hermana amada es preferible para mí a todas las mujeres que he visto.
Sin ninguna sospecha más, Gunter creyó lo que Sigfrido le decía. Entre tanto, los guerreros estaban entregados a las alegrías y los sinsabores de los torneos. Pusieron fin a los ejercicios de armas a fin de que las mujeres pudieran entrar en el salón. Los camareros abrían paso ante ellas.
Los caballos y las gentes salieron del patio, cada una de las dos princesas era conducida por un obispo al dirigirse a la mesa del rey. Después de ellas iban los galantes caballeros.
El rey se hallaba sentado al lado de su esposa: de continuo pensaba en lo que Sigfrido le había prometido. Aquel solo día le parecieron treinta: todo su pensar estaba concentrado en Brunequilda.
Gran trabajo le costó esperar a que quitaran la mesa. La hermosa Brunequilda fue llevada a su aposento y Crimilda al suyo. ¡Oh!, cuántos héroes valientes se veían caminar ante el rey.
El héroe Sigfrido estaba sentado amorosamente con su encantadora mujer. Ella, con sus blancas manos, acariciaba las de él, cuando de repente desapareció ante sus ojos, sin que supiera dónde había ido.
Charlaban juntos y de repente dejó de verlo; la reina dijo a los de su acompañamiento:
—Esto es un prodigio, ¿a dónde puede haber ido el rey? ¿Quién ha podido de este modo retirar sus manos de entre las mías?
Después dejó de hablar. Él fue a donde estaban las camareras con las luces encendidas y las apagó en las manos de ellas; Gunter comprendió en seguida que Sigfrido estaba allí.
Ya sabía lo que iba a suceder e hizo salir a las damas y a las doncellas. Cuando hubieron salido, el noble rey fue por sí mismo a cerrar la puerta, pasándoles dos fortísimos cerrojos.
Se apresuró a ocultar la luz bajo las colgaduras de un lecho. Entre el fuerte Sigfrido y la hermosa joven, comenzó entonces una lucha, pues ella no sabía quién era. Para el rey Gunter aquello era al mismo tiempo pena y alegría.
Sigfrido se colocó al lado de la reina. Ella le dijo:
—Gunter, cualesquiera que sean vuestros deseos, permaneced quieto si no queréis sufrir de nuevo pena y dolor, o de lo contrario, mis manos sabrán castigaros.
Él retuvo su voz y no habló ni una sola palabra. Por más que el rey Gunter no los veía, sabía que entre ellos no pasaba nada misterioso. Poco les quedaba que reposar en aquel lecho.
Fingiendo que era el rico Gunter, estrechó entre sus brazos a la amorosa joven. Ella lo rechazó contra un banco que estaba cerca, dando con tal fuerza, que resonó su cabeza.
Con doble fuerza, el hombre atrevido se levantó de un salto; quería intentar algo otra vez, pero le salió mal la nueva prueba. Pienso que jamás una mujer se defendió de una manera tan vigorosa. Como no quería retirarse, la joven le dijo:
—No os está permitido desgarrar mis vestiduras. Sois muy audaz; os sucederá una desgracia —dijo la vigorosa joven.
Cogió entre sus brazos al valiente héroe y quiso amarrarlo como lo había hecho con el rey, para poder quedar tranquila en el lecho. ¡Deseaba una horrible venganza al que había roto su túnica!
¿De qué le servía su fuerza contra tan poder? Ella arrojó al héroe con gran violencia, él apenas la podía resistir y lo estrechó sin piedad contra un cofre, cerca del lecho.
«¡Oh!» pensó él, «si pierdo vida y cuerpo aquí a manos de una joven, en adelante las esposas tendrán peor humor con sus maridos de lo que han tenido hasta aquí».
El rey se apercibía de todo: temblaba por el hombre. La vergüenza dominó a Sigfrido y se comenzó a irritar; la rechazó con una violencia prodigiosa, y con todas sus fuerzas, empeñó contra Brunequilda una lucha angustiosa.
Por muy fuertemente que ella lo sujetaba, su cólera y su fuerza le vinieron en ayuda y consiguió levantarse; su ansiedad era grande. Acá y allá chocaban en la cerrada cámara.
También el rey Gunter experimentaba gran ansiedad; y a cada momento tenía que quitarse de un lado y de otro. Lucharon de un modo tan violento, que maravilla pensar cómo salieron sanos y salvos.
El rey Gunter gemía por la desgracia de ambos, pero más temía a la muerte de Sigfrido. Ella casi le había arrancado la vida al guerrero; de poder hubiera acudido en su ayuda.
Larga fue la furiosa lucha entre ambos; por fin consiguió acercar a la joven al borde del lecho; por grandes que fueran sus fuerzas comenzaron a agotarse. Gunter en su cuidado tenía muchos pensamientos.
Largo le pareció el tiempo al rey que antes de que Sigfrido la venciera. Ella le apretó las manos con una violencia tan grande que la sangre le salía por las uñas; aquello era un gran dolor para el héroe. Sin embargo pudo obligar a la vigorosa joven a que cambiara la voluntad que hasta entonces había tenido. El rey lo escuchaba todo, aunque no decía nada. Él la estrechó contra el lecho hasta hacerle lanzar agudos gritos. El fuerte Sigfrido le hacía mucho daño.
Llevó sus manos al lado para coger el cinturón y amarrarlo, pero él la rechazó con tanta furia que sus miembros y su cuerpo crujieron con violencia. La lucha tuvo fin; ella fue mujer de Gunter.
—Noble rey, no me quites la vida —le dijo—, perdona el daño que te hecho; nunca más me defenderé contra tu amor; ya sé demasiado como puedes hacerte dueño de las mujeres.
Sigfrido dejó a la joven y se retiró como si fuera a desnudarse. Él le tomó del dedo un anillo de oro, sin que la noble reina se apercibiera de ello.
También le quitó su cinturón, hecho de un tejido muy bueno; yo no sé si lo hizo por orgullo. Lo regaló a su esposa y después fue causa de su desgracia. El rey y la hermosa joven permanecieron uno al lado del otro.
Él trató a su mujer con ternura, como convenía a los dos: ella se vio obligada a renunciar a su cólera y a su pudor. Con su ternura palidecieron algo sus colores. ¡Oh con el amor se redujeron mucho sus fuerzas!
Después no fue más fuerte que las demás esposas. Muy amorosamente la acarició; de resistir de nuevo ¿qué hubiera conseguido? Todo esto lo había conseguido Gunter con su amor.
Así permaneció poseído de un tierno cariño junto a su esposa hasta que el día derramó sus luces. El señor Sigfrido había entrado también en su aposento y fue muy bien recibido por su esposa.
Comprendió la pregunta que le iba a hacer; mucho tiempo ocultó lo que llevaba para ella, hasta que estuvo en su país, ciñendo la corona: muy poco le negó aquello que el héroe pensaba darle.
El jefe estaba a la mañana siguiente de mejor humor que los días anteriores: su contento alegró a muchos nobles hombres de otros países. A todos los que había invitado a su corte les dio regalos.
La boda duró catorce días y durante todo aquel tiempo, no cesaron las diversiones a que se entregaba cada cual. No pueden apreciarse las riquezas que el rey distribuyó en aquella ocasión.
Los nobles parientes del rey distribuyeron por orden suya y en su honor trajes de oro rojo, plata y caballos, a muchos hombres valientes. Los jefes que habían venido se retiraron alegres.
También el fuerte Sigfrido del Niderland dio a sus mil hombres los trajes que habían traído y hermosos caballos con monturas; en adelante podrían vivir como señores.
Antes que los ricos regalos quedaran distribuidos, pareció el tiempo largo a los que tenían deseos de volver a su país. Nunca hubo compañeros de armas mejor tratados. Así tuvieron fin las fiestas; muchos guerreros partieron en busca de nuevas aventuras.