El vestido de la Chata

El día 31 de mayo de 1906, el pueblo de Madrid se engalanó de lo lindo. No era para menos: Alfonso XIII, rey de España por la gracia de Dios, se nos casaba. Al final la elegida había sido una extranjera, rubia y esponjosa de carnes como un bizcocho recién horneado. Aunque no contase con la gracia de Dios, Ena de Battenberg contaba con las gracias de su cuerpo. Monárquicos, republicanos y carlistas, en ese sentido, estaban de acuerdo.

El desposorio tuvo lugar en la iglesia de los Jerónimos. Allí se dio cita lo más granado de las dinastías de Europa, con sus rancios abolengos y todo el medallerío en las pecheras. El exceso de arcos voltaicos cegaba a los presentes, a los pasados y a los que estaban por llegar, o sea a los futuros esposos. En lo que respecta al novio, la pompa carnal de su familia, por parte de abuela, calentaba los asientos desde muy temprano. La tía Eulalia lucía un traje blanco y un manto carmesí que hacía peligrar la reputación de la monarquía. Era por todos sabido que su padre fue Miguel Tenorio de Castilla, secretario particular de su madre, la reina Isabel, y tascador de bajos al servicio de la corona. Al citado varón no sólo se le adjudicaba la paternidad de la tía Eulalia sino la de las infantas Paz y Pilar, esta última en el pudridero. La infanta Paz envolvía su humanidad en un vestido color manzana y un manto a juego que, al ir a sentarse, se enganchó en uno de los sillones. Tenía algo más de cuarenta años y desde joven siempre había aparentado ser lo que era ahora, una mujer fondona y con la fatiga prendida al pecho. Cuanto más descansaba más cansada se sentía. A su lado seguía la tía Eulalia, que no le hacía ni caso, entretenida con lo que ella llamaba física recreativa y que era materia en la que destacaba por encima de sus hermanas. En eso había salido a la madre.

En el vertedero de su infancia, escalando montañas de basura y carne infecta de catolicidad, tal vez allí se pueda encontrar la raíz de su comportamiento en la iglesia, apoyando las palmas de la mano en los muslos abiertos, algo inclinada pero sin perder el porte del cuello, tampoco el ojo, siempre cerca de los realces que lucían los moros de la embajada marroquí. Fueron los primeros en llegar tocados con turbantes y pisando babuchas relucientes de sebo, todos ellos envueltos en la gasa transparente de los jaiques y el aroma de la grifa y el pachulí a discreción. La tía Eulalia emitió un suspiro, antojo de noches estrelladas y serpientes lúbricas enroscadas alrededor de sus ingles. Luego llegaron los duques de Génova, y detrás los príncipes de Gales ocupando sus puestos con la boca riente. Y más acá se puso el archiduque Francisco Fernando de Austria, con sus bigotones de brocha. No se sacó los guantes blancos, evitando en todo momento revelar la línea del destino que llevaba marcada en la palma de su mano. Y más allá andaba el príncipe de Portugal saludándose con el gran duque de Vladimiro, y detrás el príncipe de Grecia, y más al fondo, orondo y grasiento, el médico que trataba las almorranas del maharajá de Kapurthala. Y a todo esto la Chata yendo y viniendo por la iglesia con el trajín, colocando y recolocando príncipes despistados, gobernando la situación, sobrada de carnes y con mucho aire de abanico, poniendo en cada golpe una vergüenza más que arrojar a la organización del espectáculo. O sea, al gobierno. Y como parecía que faltaba un cojín para la hija de la de Coburgo, la Chata se acercó hasta donde estaban los ministros, todos ellos muy peripuestos con trajes cortados en París, oh-la-la, y cuyo gasto había originado la última crisis ministerial. Y aprovechando la falta de cojines les obsequió con una rima que ahora no viene al caso, pero que provocó la subida de colores de las orejas ministeriales, en contraste con el vestido amarillo de la Chata, a punto de reventar y tornasol de una patria que, por aquel entonces, ya anunciaba su descomposición. Sin embargo, en un principio no tenía pensado ir con el vestido amarillo. Qué va, el amarillo ya lo había usado en los Sanisidros del año anterior, para ir a los toros. Aunque hayan pasado cien años desde entonces, la historia del vestido de la Chata todavía anda de boca en boca por las tabernas de Madrid.

Gracias a las fotografías de la época, sabemos que la Chata era mujer regordeta y de trémula papada. Bien mirada, la carnosidad del pescuezo era resultado de la prolongación perruna de sus mejillas, a juego con un trasero que, con el paso de los años, iría adquiriendo dimensiones de mesa camilla. Esto último era todo un problema a la hora de vestir y que solucionaba con ayuda de su modista, la prestigiosa Piluca Solís, mujer atenta a los encargos de Palacio y que no daba abasto en su taller de corte y confección situado en el barrio de Pozas, muy cerca de donde la Chata residía. Desde que un buen día se la recomendara su íntima Lolita Balanzat, marquesa de Nájera, no había temporada que la Chata no mandase hacer su media docena de trajes. Se encaprichaba con un modelo que había visto lucir en París a alguna dama foronda y, de seguido, la Chata encargaba los patrones y hacía llamar a su modista, Piluca Solís, que iba rauda a tomar medidas.

Era Piluca Solís mujer de manos hábiles con la tijera así como de labios pálidos y fruncidos y donde nunca faltaba alfiler. Experta en paños y vestiduras de gala, igual confeccionaba ropilla de bebé para Palacio que blusones o capotillos de dos faldas. Sin embargo lo mejor que tenía era el precio, pues la tal Piluca Solís se lo hacía gratis a la Chata. A cambio obtenía el llamado «prestigio», reputación para su taller que cada vez tenía más clientela. La Chata, que era mujer muy viva para los instintos, había sospechado que los gustos de Piluca Solís estaban más cerca del pescado que de la carne. Igual que le ocurría a ella. Y por lo mismo aprovechaba el rato en que Piluca se pasaba a probarla para dar rienda suelta a todo el apetito venéreo que sus labios contenían.

Cuando a primeros de septiembre de 1905, entre prueba y prueba, Piluca Solís se lo dijo, la Chata supuso que la modista se había quedado en estado más por interés que por gusto. El que fertilizó su vientre era hombre cercano a Palacio.

—No te preocupes, no le faltará de nada.

Esto último lo dijo con la costumbre de la que se sabe entendida en linaje bastardo. Sin ir más lejos, la Chata era hija del Pollo Arana, soldadito que se movía por Palacio con la petulancia seminal de un gallo. Su primer encuentro con la Isabelona tuvo lugar cuando la reina se quedó atrapada en una de las barricadas del Madrid del 48. Entonces el Pollo Arana, sin pizca alguna de temor ante el fuego cruzado, llegó atrevido hasta la carroza y rescató a la reina, que disfrutó tanto con la emoción vivida que soñó con el momento en que la ocasión se le repetiría para sentir lo mismo. Tres meses después, más arriba, más abajo, sus sueños se cumplen. Estalla la revuelta en el centro de la ciudad y ella se entera que su Pollo Arana se está batiendo en la Puerta del Sol como un bravo. Se le humedecen los labios. La reina quiere saber qué esta pasando y se lo encarga a Narváez, que en esos momentos está en Palacio, presidiendo el banquete de ministros. Y también le encarga que las noticias lleguen cuanto antes, a caballo montado por un jinete de porte macho al que se conoce como el Pollo Arana. Y así el gallo de corrales ajenos vuelve otra vez a desafiar el fuego cruzado, consiguiendo llegar a Palacio. Y mientras la hoguera de la revolución enciende Madrid, el Pollo Arana, soldadito con los genitales de plomo, aviva las brasas de la reina. Narváez escucha los gemidos tras la puerta, está contento, ha conseguido contrarrestar la influencia del chulo de O’Donell, alejarle de la cama de la reina y de los milagros de la corte.

—Y si es niña, tampoco.

Después de vomitar un par de veces más, Piluca Solís volvió a meter su nariz entre los cuartos traseros de la mesa camilla. Las papilas gustativas no resistían el sabor de la mucosa vaginal y Piluca rompió en un vómito en que saltaron los alfileres. Y fue en una de esas, pasado el invierno, con el anuncio de boda de su sobrino, cuando la Chata mandó llamar con urgencia a su modista, pues quería lucir un traje color azul purísima en día tan señalado. Y Piluca se volvió a presentar en la calle Quintana a hacer la primera prueba, observando que los cuartos traseros de la Chata crecían a la misma velocidad que a ella misma le iba creciendo su vientre inflado de bastardía.

—Buena avispa te ha picado, granuja. —Y la Chata cacheteaba su trasero—. Buena avispa te ha picado. —Y volvía otra vez a la carga. Plash.

Ya llegado el mes de mayo y con el hilvanado de la última prueba, Piluca empezó a sentir las patadas del feto que amenazaba con salir. Mientras tanto, en el taller de Piluca no se paraba, dale que dale al pedal de la máquina. Tenían muchos encargos, pero lo primero de todo era confeccionar el colosal vestido que la Chata iba a lucir en la boda de su sobrino. Y fue dos días antes de la boda cuando en la residencia se presentó una de las empleadas con la mala noticia. Piluca se había puesto de parto. Con todo lujo de detalles, la empleada contó que Piluca Solís había roto aguas a eso de la medianoche y que, de inmediato, llamaron al doctor, que nada pudo hacer por salvar la vida del niño, que venía muerto.

—Vaya por Dio. —La Chata se santiguó varias veces seguidas—. Vaya por Dios, vaya por Dios.

Según contó la empleada, la Chata no tenía por qué preocuparse, pues el vestido estaba ya casi terminado y aunque faltaban las últimas puntadas, estas las quería dar la propia Piluca en persona. Y que contase con el traje a primera hora del día de la boda, para lo cual mandarían un correo. Después de las genuflexiones, la encargada de llevar la noticia se despidió y la Chata se encerró en su gabinete. Tenía asuntos pendientes que despachar, todos ellos relacionados con la boda. Y se puso a ello. Y llegó el día de la boda y con las primeras luces apareció un correo con una caja envuelta en papel de seda y atada con lazo rojo. La Chata le dio propina, que el mozo no quiso coger y, una vez se hubo guardado la propina y el mozo borrado, la Chata agarró la caja y se metió con ella en su alcoba.

¡Cómo pesaba la condenada! La puso sobre la cama y cual fue su sorpresa cuando, al ir a abrirla, se encontró de sopetón con el feto de un niño envuelto en cuajarones de sangre. Cuentan que la Chata cerró la caja y exclamó:

—Lo que faltaba, se han confundido y han enterrado mi vestido.