En los tiempos en los que se desarrolla esta historia, el barrio de las Injurias era poco más de dos o tres calles trazadas con mal pulso. Un arrabal indecente que se extendía desde las Américas del Rastro hasta más allá del matadero, pasados los Ochos Hilos, casi llegando a donde Tío Boluco tenía la huerta. Y allí que se perdía el barrio. De esto hace cien años, cuando todavía reinaba don Antonio Chacón en el cante y en España lo hacía Alfonso XIII, hijo de la Restauración y nieto de aquella a la que el pueblo de Madrid sabía puta. Pero no nos despistemos, pues aunque la historia se desarrolle en un Madrid hambriento y tenga como protagonistas a un hombre y a una puta, poco o nada gozan, ni el hombre ni la puta, de los privilegios de Palacio.
Decir del hombre que se llamaba José Merlo, aunque por esa atracción que sufren los madrileños ante los diminutivos, nunca pudo evitar que se refirieran a él como Joselito. Pues bien, Joselito era chispero de los de bigote y mosca, andares aflamencados y pelo brillante de aceite. Y decir de ella, de la puta, que era mujer de tronío, pellejo tostado, pongamos que moreno verdoso, como de campana antigua, y que llevaba la sexualidad cosida al trasero. Y por decir no quede que cuando lo meneaba, ofendía los nervios de todos los que anduvieran en tan rijoso momento. Se llamaba Maruja León y paseaba su anatomía por el Naranjeros, un local chiquito, punto de aventuras dudosas, que contaba con tablao y mesas amarillas de puro antiguas. El Naranjeros estaba puesto frente por frente con el mercado de la Cebada, en la misma plaza donde colgaron a Riego, a mano derecha del camino que lleva a la Puerta de Moros. Y fue aquí, en el Naranjeros, durante una noche de luna fecunda, a punto ya del alba, donde Joselito y Maruja se conocieron.
La noche de marras cantaba Chacón y alternaba su cante con el de un tal Fernando el Herrero. Tocaba Luis el Jorobao que más que tocar removía los sonidos negros de la sonanta. También andaba cerca el Ceniza, que era picaor de la cuadrilla del Gallo y que palmeaba los muslos a Manolita, la camarera que iba y venía con la bandeja y las frasquillas. «Aayyyy chulapona mía.» Aquella noche de luna fecunda, en la que el Naranjeros hervía de propósitos, don Antonio Chacón desvelaría los arcanos del cante rematando una soleá que le quedaba a su garganta como un traje a medida:
Mardita sea mi suerte
que mi novia ma pillao
en la cama con la muerte.
Fue cuando Maruja León se arrancó a bailar en carne viva, haciendo crujir las tablas y las dentaduras, dejándose comer por veinte pares de ojos que la devoraron con una ordinariez excesiva, propia de los tratantes de cerdos. Sin embargo, de todos ellos, fue Joselito Merlo, el chispero de la mosca y el bigote, el que al final se la llevó al catre. Ella quedó seducida, más que por los encantos de Joselito, que no eran pocos, por el dinero que Joselito puso sobre una mesa de mármol, amarilla de tanto fregoteo. Y juntos salieron al gris de la mañana. Dentro quedaron Chacón, el Herrero, el Jorobao, el Ceniza y demás amigos del bronce.
Son horas en que las gentes del mercado ocupan la plaza con sus carretas, sus bueyes y toda la pestilencia que sube hasta las narices como un hierro colado de malos olores. Joselito se lía un cigarrillo, se estira las puntas del chaleco y agarra a Maruja por el talle. La pasea por delante de los puestos como si de un trofeo se tratase. «Ole, ahí mi niña.» Las voces de los vendedores se oyen por todas partes, lo más parecido a una letanía grosera. «Cebollas, patatas, asauras, tomates.» Joselito luce navaja de a tercia en la cintura, por si hay que desbravar a algún macho, y camina con empaque sin soltar a Maruja. Llegan hasta donde se alinean las tinajas de vino. Tinto de la Mancha, Valdepeñas y blanco chiclanero. Joselito y Maruja se hacen arrumacos entre fardos de bacalao y cubetas de arenques coronadas de moscas; embelecos que embrutecen a los machos del mercado. «A cuarto la caja, ni sube ni baja. A cuarto la caja, mira la niña qué raja.» Y fue en una de esas, entre mondas de patata y hojas de berza, cuando Joselito vio por primera vez a la gata. Tenía la piel de un color tan negro como su destino y le miraba fijo y con unos ojos como ascua de oro; unos ojos que se le clavaron jondo, muy jondo, y que le llenaron de arañazos su conciencia de cabrito.
Hay que advertir que Joselito Merlo, protagonista de esta historia, era currinche de la herrería que quedaba a la entrada de la calle Barquillo, además de aficionado a las timbas. La noche había corrido con suerte para él y su actitud no sería reprochable si el tal Joselito Merlo no hubiese estado casado. Ni tampoco hubiera sido reprochable la actitud de Joselito si su santa esposa no anduviera en cama, víctima de una tuberculosis que le trepanaba pecho y entrañas. La Juliana, así la conocían, esperaba a Joselito empapada de fiebre, riñendo con la muerte; la mirada perdida en el techo y los ojos vidriosos, lanzando esputos de sangre en un pañuelo. La escena tenía lugar no lejos del mercado, en uno de esos caserones ocres y achatados que se levantaban próximos al matadero. De cuando en cuando, Joselito volteaba para mirar a la gata que les seguía de cerca.
—Te pasa algo, ninchi.
—Na, cosas mías.
—Convídame a desayunar, ninchi, que ando con el vientre vacío y así me aplico mejor en la cama —retó Maruja León, picarona.
Y haciéndose zalamerías llegaron hasta donde Malacatín, una taberna popular situada en la calle la Ruda, a un tiro de piedra del mercado. Sus desayunos eran de fama y pocos cuartos. Vasito de aguardiente, galleta y terroncitos de azúcar arreglaban el cuerpo de los madrugadores. Don Julián, el dueño, les dio la bienvenida.
—Al fondo hay sitio. Al fondo, al fondo… Maruja y Joselito se pusieron al final del mostrador y Julián preguntó que qué iba a ser.
—Dos desayunos.
Julián secó dos copas con el mandilón y a la que servía el aguardiente, preguntó:
—Entonces qué, sigue Chacón en el Naranjeros.
Maruja le contestó que llevaba un rato largo cantando y que el Naranjeros estaba a rebosar. Hizo un racimo con los dedos:
—Así.
Luego, a la que ronchaba un terrón de azúcar, Maruja le siguió contando que en un principio el personal había ido a escuchar cantar al de la Matrona, un gachó jovencillo, sevillano él, que la estaba armando por ahí abajo y al que querían contratar. Pero al final nada, que el tal Matrona era un bocas y que no se había atrevido con Chacón.
—La verdad es otra que yo la sé —saltó Julián, el dueño, desde el otro lado de la barra, a la que servía a un gitano enjuto que llevaba allí desde antes que ellos—. La verdad es que el del Naranjeros es más agarrao que un chotis.
—A Chacón no hay nadie que le haga sombra —saltó Maruja a la que rechupeteaba el terrón con ruido de salivas—. Nadie.
—Manuel Torre, Manuel Torre, ese sí que es un fenómeno —apuntó el gitano. Y así, sin más, y sin que nadie lo hubiese pedido, se arrancó a hablar de los cantes de fatiga—. El cante jondo nace del tajo y del currelo, de la fragua y del trillo y lo demás son cantes pa señoritos. Por eso el mejor es Torre, gitano de raza y cantaor largo y de fatiga. —Y fue terminar de hablar y apurar de un trago el aguardiente.
—Tú qué sabrás de cante —contestona, Maruja León, a la que ronchaba y tragaba.
Joselito ya andaba caliente y por demostrar su hombría se echó mano a la cintura, allí donde lucía navaja de a tercia.
—El mejor es Chacón, ya ha oído usted a la gachí.
—Ese es un payo que canta como un canario flauta —contestó el gitano con guasa—. Como Torre no ha nacío naide. Naide.
—Torres, torres las de Balmoral —cambió de tercio Julián desde detrás del mostrador. No quería problemas y menos en los que un gitano tomaba parte desde el principio—. Eso sí que son torres. Al final ni austriaca ni alemana. Al final va a ser una inglesa reina de España. Y yo que había votao por la alemana[4].
Entonces, Joselito se fija en el espejo barnizado de humo donde aparece de nuevo la gata negra que le clava los ojos. Y siente la presencia del crimen recorrer su espinazo.
—Te pasa algo, ninchi.
—Na, cosas mías. —Y agarra a Maruja por el talle y se la lleva—. Venga, vamos que al final el gitano este me va a buscar la ruina.
Y tras pagar los desayunos salen a la calle. El gris de la mañana recupera un poco a Joselito, que se sabe de un cuarto económico donde desahogar la necesidad carnal. Y así se lo hace saber a Maruja.
—Aquí, junto a la plazuela San Millán.
—Será limpio, mira tú que una es más honrá que un tapete hule.
Llegaron hasta un portalón de herrumbre y Joselito, con petulancia de macho, cedió el paso a Maruja.
—Adelante.
Subieron unas escaleras de madera con los descansillos impregnados de orines y otras inmundicias. Un olor a letrina y aguas sucias que taponaba las narices. Ella iba delante, con las nalgas encabritadas y mucho movimiento de caderas. A él le colgaban hilos de baba por la comisura de los labios. Cuando llegaron al tercer piso, Joselito señaló la puerta de la izquierda. Salió a abrir una vieja desdentada, provista de nariz ganchuda y ojos chicos y saltones parecidos a los de una rata. Joselito ajustó el precio. El cuarto tenía un balcón a la calle y, según la vieja, daba justo enfrente de donde estuvo la iglesia que guardaba la imagen del Cristo llamado de las Injurias y que fue de donde tomó nombre el barrio: las Injurias, una mancha vergonzosa que se extiende desde las Américas del Rastro hasta más allá del matadero, pasados los Ocho Hilos, casi llegando a donde Tío Boluco tenía la huerta y cerca de donde la santa Juliana seguía riñendo con la muerte entre arcadas, toses y esputos sanguinolentos, a esas horas en que la luz del alba se cuela pobre por el ventanuco.
Joselito pagó a la vieja lo acordado y cerró la puerta. Maruja se tendió sobre el catre y le obsequió con sus muslos abiertos, de carnes más abundantes que escasas. Maruja era hembra de entrepierna jugosa, de amplitud genital y abultada de chichas y semejante a cresta de gallo viejo. Lo que Joselito Merlo tardó en cerrar la puerta se puso con la gimnasia oral de los preliminares, tascando una poza de primera magnitud donde le bailaba la lengua. Después del preámbulo y a punto de pasar a la introducción, Joselito oyó los maullidos. Y cuál fue su sorpresa cuando se dio la vuelta y vio, en el balcón, a la gata negra de nuevo, traspasándole con los ojos a la que arañaba el cristal y provocándole una grima que le arrugó las carnes, dejando de ellas sólo pellejo.
—Qué pasa, ninchi.
—Na, que la gata me pone nervioso.
Así que Joselito intentó espantarla con un amago del pie, como si fuera a pegarle una patada. En vista de que la gata no se iba, abrió la puerta del balcón y la dejó entrar.
—Qué vas a hacer, ninchi.
—Na, cosas mías.
Y fue decir esto Joselito y acercarse hasta la silla donde había dejado la ropa. Y revolviendo sacó la navaja de a tercia.
—Oye, no se te ocurrirá…
—Déjame, son cosas mías.
Y fue terminar de decirlo y abrir la navaja en toda su extensión y agarrar a la gata y asestarle dos puyazos.
Uno por cada ojo. La sangre salpicó el piso y los maullidos fueron tan escandalosos que Maruja se tapó los oídos y empezó a gritar:
—No, ninchi, no, no, no…
—Calla, ya te he dicho que son cosas mías.
Como los maullidos no paraban y cada vez se hacían más desgarradores, Joselito cogió un trozo de sábana con el que rodeó el pescuezo del animal y tiró con fuerza hasta que los maullidos cesaron y la gata quedó boca arriba y chorreando por los ojos una sangre tan negra como el destino de su verdugo.
—No, no… no, ninchi, no…
Y no pudo decir más pues Joselito ya la tenía agarrada por el cuello y no quedó contento hasta que pudo cerrar el puño. Ella abría la boca en busca de aire y Joselito se la llenaba con carne, cada vez más crecida, que empujaba la garganta hasta asfixiar. Cautivo de un entusiasmo que no había conocido hasta entonces, Joselito Merlo le dio la vuelta y forzó sus nalgas hasta hacerlas sangrar. No, no… no, ninchi, no… Así una y otra vez y otra vez más hasta desahogar toda la esperma contenida. Cuando hubo finalizado se vistió y salió a la calle, no sin antes orinar en el portal. Arriba quedaba el cadáver de la gata. También quedaba Maruja, brutalizada por una fuerza prodigiosa que jamás un hombre había utilizado con ella. Llevaba muchos años en el oficio y nunca hasta ahora, en toda su perra vida, había sentido algo parecido. Su vientre rebosante de calambres ardía de emulsiones y la cara se mostraba inflada en la luna del espejo. Era lo que sus compañeras de profesión tantas veces le habían dicho. Sin ninguna duda era lo mismo: el resultado del placer que una mujer encuentra cuando un macho supera el umbral de la humillación carnal. Con una excitante mezcla de atracción y miedo, Maruja le dio tiempo a Joselito y salió al balcón para asegurarse de que ya se había borrado y que no se le podía encontrar de nuevo.
Podía estar tranquila, pues cuando Maruja salió a la mañana, Joselito andaba ya por la Fuentecilla, enjuagando su navaja de a tercia. Sentía el hambre arañar sus tripas y un tembleque en las piernas que no era más que el resultado de la actividad mañanera. Compuso su figura y apuró el paso hacia la casa, haciendo memoria de lo que quedaba en la despensa. Pero cuál fue su sorpresa cuando, llegando al matadero, se encontró con mucho revuelo de guardias. Afinó la vista y se dio cuenta de que el trajín venía de su misma casa. Entonces aceleró el paso y fue al llegar a la puerta cuando se encontró con un guardia que le negaba el paso.
—Qué ocurre, si es que pue saberse.
—Aquí las preguntas las hago yo —contestó el guardia a la que se rascaba el bigote.
Fue la Emilia, una de las vecinas, la que salió en su ayuda y testificó que era verdad lo que Joselito Merlo decía y que esa era su casa.
—Aquí lleva viviendo desde que se casó.
—Entonces acompáñeme.
Y Joselito Merlo, acompañado del guardia, entró hasta el dormitorio donde pudo ver el horror al desnudo. Sobre el piso estaba su mujer, en un charco de sangre negra, apuñalada y con las cuencas de los ojos vacías. Tenía la lengua fuera y alrededor de su cuello el trozo de una sábana. Según apuntó la Emilia, había sentido los chillidos.
—Igualito que cuando ahorcan a un gato.
Joselito Merlo no dijo nada; en un surco de su cabeza todavía cantaba Chacón.
Mardita sea mi suerte
que mi novia ma pillao
en la cama con la muerte.