El último sacramento

Hace la tira de años, durante el tiempo de los piratas, colocaban luces de mentira a lo largo de la costa. Y las disponían con tan mala uva que los barcos encallaban en la noche, creyéndose que las luces eran faros. En estos casos, los gritos no cesaban hasta bien entrado el alba, de amanecida, cuando el canto del gallo anunciaba el fin del saqueo.

Desde entonces hasta hoy, las cosas no han cambiado mucho por estos lugares. Mirándolo bien, sigue habiendo luces que engañan y sigue habiendo piratas trabajándose la costa. Y de eso trata la historia que nos ocupa y cuyo protagonista es Roque, un hombre de la mar al que todo el mundo llama el Roque, pues aquí, en el sur, las gentes honran al prójimo de una manera muy especial, que es plantándole a la altura de las cosas. Pero empecemos por el principio, que es por donde empiezan todas las cosas. Y en el principio, aparte del Roque, andaba cerca el coronel Peralta, panza de botijo y vozarrón de mando.

Ar.

—Aquí se paga por marea, la mitad ahora y la otra mitad cuando alijes. —Además de la culata del revólver, su barriga lucía un lamparón fresco. Para ser exactos de carne mechada.

—No me apetece un cagao, pero si me paga un poco más empezamos a hablar. La vida ha subío mucho, sabeusté —el Roque contestó entre dientes, con el cigarrillo sin encender ajustado a la boca. Quería escapar de la sospecha y que el coronel no le viera interesado en la verbena. Dar pol saco, que él decía, pues el dinero que Peralta podía ofrecer era papel para bocadillos comparado con lo que se iba a sacar después del palo. Rascó una cerilla y prendió el cigarro—. Un quilito más y mireusté que aquí me tiene, dispuesto pazalí esta noche.

—Tú mismo, o comes garbanzos o comes piedras, elige —el coronel Peralta, con su vozarrón, que cerraba la oferta como el que pega un portazo. Plam. La grasa brillaba en su barbilla, lo más parecido a un currusco de pan mal cocido y peor disimulado entre los pliegues de la papada.

Sin embargo, al Roque no parecía importarle esto último, pues hacía rato que había decidido distraerse con el trasero de la Sole, que iba y venía con la bandeja y con el garbo. Cada vez que paraba a servir una mesa lo encabritaba de tal modo que al Roque le hacía creer en Dios y hasta en el mismísimo Diablo. Bendito sea Dios que hizo tu culo pa que todo lo demás se quedase pequeño, mascullaba entre dientes. Bendito sea Dios o el Demonio, seguía el Roque con la letanía, como si el coronel Peralta no existiera, posando los ojos en aquel meneo de caderas que de tan natural resultaba obsceno. Mató el cigarrillo y se pasó la lengua por los labios. Bendito sea Dios, que cuando la Sole se acercó hasta su mesa a retirar los platos, el Roque le pegó una sardineta en el culo que resonó en la plaza como un estampido. Ella le devolvió una mirada que quería decir mucho, miles de hogueras chisporrotearon en la noche de sus ojos. Recogió el último plato, pasó la bayeta y, con andares de yegua alazana, la Sole entró en el bar. El coronel rio a las carcajadas y el Roque apuró su cerveza, arrastró la silla y fue tras la Sole.

Por si no lo he dicho antes, estamos hablando de Conil de la Frontera, un pueblo marinero de la costa gaditana, con sus nidos de cigüeñas, sus vírgenes y sus tabernas. Y es en una de ellas donde empieza esta historia de piratas, una taberna chica que lleva por nombre La Gigantilla y que está situada en el centro del pueblo, en la misma plaza de España. Pues bien, en el instante en que el Roque hizo aparición en la taberna, la Sole andaba en la cocina, fregando.

—Un par de cajetillas del güinston, Sole, se las pones en la cuenta al coronel.

Ella hizo como que no le escuchaba y siguió con el fregoteo. El Roque sospechaba lo que la Sole quería, por eso cruzó la barra y corrió la cortina de chapines. Ella miró de reojo; podía advertir su figura, el aroma que todo él desprendía, una fragancia espesa que le provocaba cosquilleos en el bajo vientre y que disparaba sus resortes más íntimos. Sintió el calor pegado a la braga y se quitó los guantes y fue hacia él, que seguía impasible, apoyado en el marco de la puerta, envuelto en sombras.

A todas las mujeres les faltaba cordel para atarle. A todas menos a ella, que sabía cómo manejar un buen macho. Sacó a la loba que llevaba dentro y le buscó la lengua. Y con la lengua le buscó los contornos de una virilidad que se conocía de memoria. Hincó las rodillas al suelo. Con los dientes le desabotonó la bragueta. Cielosanta. La naturaleza del Roque era de un grosor semejante al de los vasos de cubata, cayó en la comparación a la que guerreaba con el miembro entre las manos. Cielosanta, Roque. Cerró los ojos y acarició con violencia. Era robusto como un fardel de cables gordos. La Sole tragó hasta enterrar sus labios en la mata alborotada de rizos. Bendito sea Dios, Sole, benditosea. Al Roque le aparecieron diminutas gotas de sudor en la frente. Bendito sea Dios, Sole, benditosea que el Roque sospechaba lo que la Sole quería. No era difícil. Sin pedírselo le estaba pidiendo el acrobático número de siempre, aquel en el que ella es penetrada en vilo contra la pared, a la vez que le rodeaba con sus piernas los riñones. Uuhmmmm. Y fue que la Sole apartó a un lado el elástico de las bragas cuando él dijo que no, Sole, que no, que esta noche salgo a la mar. Le daba que el coronel iba a aceptar y lo único que necesitaba el Roque era ganar tiempo y durante ese tiempo entretenerse. También conocía la extenuación después de navegar con delicia dentro de un cuerpo como el de la Sole, por eso el Roque renunció a seguir y la sentó sobre la mesa espolvoreada de harina y pan rallado. Ella sintió el vacío, el intervalo clavado entre los muslos. Bendito sea Dios, que el Roque agarró una jarra, propaganda del Ricard y que contenía hielo. Y que la vació en su acusada erección hasta convertirla en un cabo de cuerda gruesa y retorcida. Aagggh. El Roque apretaba los dientes como si estuviera triturando. Bendito sea Dios, Sole. Ella se tumbó en la mesa y, cocida en su propio caldo, engañó al hambre con los dedos. Hubo un destello de acero en sus ojos y un maullido de gata herida que le estranguló la voz.

Al final el coronel había aceptado y ahora el Roque sentía la noche metida en la barca. La luna era negra y soplaba viento de poniente, que es un viento claro que facilita las cosas y que cala los huesos si no llevas pelliza. Sin embargo el Roque se sabía de otras veces que nada abriga más que un arma de fuego. Por eso siempre que salía la llevaba encima. Con las primeras luces del faro, el Roque se puso a bordo de una zodiac, una goma, que la llaman. Era un asunto fácil, ya lo había hecho otras veces, sólo que esta vez no iba a ser tan pringao. Esta vez no iba a devolver los fardos, ni mucho menos. Con los fardos en su poder, negociaría con el coronel, qué coño. El Roque redujo la velocidad, se acercaba hasta el punto, un barco pesquero anclado en aguas marroquíes con una media luna pintada en la aleta de estribor. La consigna era Salamarecum. El Roque se aproximó al pesquero, paró el motor y gritó la consigna haciendo bocina con las manos. De inmediato escuchó una voz que le respondía Arecumsalam y, sin ninguna delicadeza, le arrojaron las sacas que fueron cayendo, una tras otra, en la trasera de la goma. Debido al peso, la zodiac cabeceó con violencia y el Roque tuvo que echar mano de una de las trinchas. Cajondiós, moromierda. Sin tiempo que perder, el Roque colocó los fardos, tiró con rabia del motor y se puso de vuelta. No había peligro de nada, el coronel había comprado a las patrullas en ambas orillas. Todo Dios respetaba al coronel Peralta pues su cartera siempre tenía la última palabra. Como aquella vez que se encaprichó de una mujer que salía en los carteles del circo ruso, «No se lo pierdan, dos únicas funciones», rezaba la propaganda donde aparecía ella, rubia como la peseta, colgada de un trapecio y con un traje de lentejuelas que le ceñía el escote y le coronaba los pechos. Se casaron por la iglesia, en la parroquia de Santa Catalina. Él iba con fajín, charreteras y traje de gala, además de los pantalones flojos. Los llevaba tan caídos que con los bajos barría los regalitos caninos que alfombraban la calzada. Ella iba de blanco y cuentan que ni vestida de novia había perdido los aires de ramera. Se llamaba Bárbara Kurkrovich o algo así, y el Roque la conocía de oídas, pues cuando lo de la ceremonia él andaba en el trullo. Sabía por otras lenguas que era mujer de clítoris pipotudo y que olisqueaba los grifos de las fuentes públicas como una perra. Sin ir más lejos, el Lunarejo se calentaba la boca contándole a todo el pueblo que se beneficiaba a la rumana. Y que lo hacía a espaldas del coronel y cada vez que se le requería para una chapuza o para arreglar los setos del jardín. Una pipa asín de grande, picha, te das la vuelta y te da por culo, contaba el Lunarejo por los bares de Conil. Parece ser que el coronel la tenía enclaustrada en una negra mansión del cabo de Roche, donde no faltaban sus sauces llorones a la entrada ni tampoco la piscinita con forma de riñón. Una pipa asín de grande, picha, decía el Lunarejo, y se ponía a hacer chistes a costa del coronel. Su marido sólo le da gusto a la rusa cuando se quita de encima, picha, sólo cuando se quita de encima, seguía el Lunarejo con la sonrisa en cardenillo.

El Lunarejo era un pelín exagerado, pero algo de verdad había en todo aquello que contaba pues un buen día el Lunarejo desapareció. Según algunos, se lo llevaron a alta mar y allí lo despacharon calzándole unos zapatitos de cemento. Antes de sacrificarlo, un cura le dio la extremaunción, pues el coronel era un hombre de respeto con la vida y con los sacramentos de la Santa Madre Iglesia. Sea esto último cierto o no, el Lunarejo, además de un pelín exagerado, era un pelín bocazas. Según él, lo que más le gustaba a la tal Bárbara Kurkrovich era untarle el miembro en manteca colorá antes de chupárselo. El Roque no había probado nunca esta última cuestión y allí en la Zodiac, surcando la noche del Estrecho, el Roque imaginó que a la Sole le gustaría el detalle. En cuanto llegase a la costa y arreglase precios y diferencias con el coronel, lo probaría. Primero que se la untase bien untada y luego le hiciera el chupachús. Como premio empujaría hasta que los resortes del catre chirriasen en sus orejas igual que el casco de un barco en alta mar. Bendito sea Dios. A pocas millas de la costa el Roque convocaba con la imaginación la violencia del placer. Y en esas estaba cuando oyó el rumor, levantó la vista y vio aproximarse una patrullera de la guardia civil, una Heineken que las llaman por su parecido con el color de las latas de cerveza. Venían a por él. Cajondiós.

El Roque llevó el motor al límite, se encorvó sobre él y sacó la pistola del bolsillo de la pelliza. Veía las luces de la costa pasar veloces y, entre todas ellas, distinguió la del faro Trafalgar. También distinguió el centelleo cada vez más cercano de la Heineken aproximándose a babor. Cajondiós, Roque, que te trincan, masculló entre dientes. Siempre quedaba el recurso de tirar los fardos a la mar, pero eso era impensable para el Roque, así que paró el motor y dejó que se acercaran, que los guindillas tomasen posición. El que ignora su miedo es débil y el Roque, que no era débil, sintió el tiburón del terror navegarle entre las tripas cuando el foco de la patrullera cegó sus ojos. Entonces alzó las manos en señal de rendición y, cuando tuvo a tiro a los de la Heineken, puso en marcha la escaramuza. Uno de los guardias civiles fue a bajar, el Roque se tiró a lo largo de la goma, agarró la pistola y disparó sobre él. El guindilla se dobló como una navaja, tanto como su barriga dio de sí, y luego cayó al agua. Glu, glu. El Roque aprovechó el desconcierto y, sin tiempo que perder, tiró del motor. Lo hizo con la presteza de un pirata versado en mares, tormentas y saqueos. Y aceleró cortando el paso a la patrullera por la proa. Luego serpenteó alrededor del casco, disparando a diestra y siniestra, volviendo locos a sus ocupantes, que intentaban rescatar el cuerpo sin vida del compañero. Y así, con una mano en el timón popero y la otra en la pistola, el Roque salió de la emboscada. Bendito sea Dios, que fue en la Fuente del Gallo, al ir a desembarcar los fardos, cuando se dio cuenta. Sólo entonces reparó en que todo había sido una trampa. Era jachís mojado, jachís del malo, de ese que no vale un cagao y el mismo que utilizan para los señuelos, para los pringaos. El coronel se la había jugado. El Roque se daba cuenta de que había hecho el primo. Cajondiós, gritó cuando vio el material. Le habían tomado por molde de tontos para que los de la pestañí le trincasen mientras una carga de calidad llegaba a la costa y sin problemas. «Aquí se paga por marea, la mitad ahora, la otra mitad cuando alijes.» Cajondiós, que no había podido cazarle y ahora lo iba a pagar. Por sus muertos que el coronel lo iba a pagar. Se encendió un güinston y cargó la pistola, todavía caliente. A lo lejos se oía el zumbido de un helicóptero.

Sabía dónde encontrar al coronel. A esas horas de la noche andaba en el Garum, un puticlub situado a la entrada de Conil. El coronel era cliente asiduo, de esos que piden cosas especiales. Las chicas se lo contaban todo al Roque, pues de vez en vez se pasaba por allí a tomar una copa, a cerrar algún negocio o a probar el material, vaya. Entró en el local y, acodados en la barra, columbró a dos de los hombres del coronel. Estaban comprobando la buena salud de una negrita recién llegada de Cabo Verde y lo hacían de una manera tan burda que bien merece explicarse.

Habían pedido a la de Cabo Verde que, por favor, les diera la espalda o el culo. Y puercos de salivas, manosearon las partes a la vista. Cuando el tacto llegó hasta la pipa o clítoris, pellizcaron trayéndolo hacía atrás. De esta forma se comprobaba la buena salud de la carne, pues si al operar de este modo en la pipa la chica juntaba las piernas o se retraía, o bien las dos cosas, revelaba que la carne la vendía enferma. Y en esas andaban los hombres del coronel que no vieron al Roque entrar y dirigirse a la barra. Y preguntar por su jefe. La encargada, que se hacía llamar Samira y que era de la Guinea, le dijo que estaba arriba, que acababa de subir con Jaira al número tresse. La de la Guinea se arrepentiría de haber dicho esto último, pero ahora sigamos. La tal Jaira nació dominicana y no se llamaba Jaira ni era del todo mujer, pues gastaba un paquete de estibador que hacía las delicias del coronel. Masaje prostático, que lo llaman, realizado con mucho mimo y por el recto. Sin embargo, cuando el Roque tiró la puerta de la habitación número tresse, aún estaban con los preliminares y el coronel Peralta andaba arrodillado, haciendo lo que suele hacerse en esta postura. Vestía un corsé rosado y tenía la bola en la boca. Chup, chup. Jaira, en pie y totalmente en cueros, apretaba los ojos y se dejaba hacer; las manos largas y afiladas sobre la calva sudorosa del coronel. Así, así. Chup, chup.

—Bueeenas.

Ante la visita, el mamón se quedó de una pieza. El Roque, con el dedo en el gatillo, dio instrucciones. Sigue chupando, cerdo. Y le atornilló el cañón de la pistola a la cabeza a la que hizo una seña a Jaira para que se apartara. Sin más preámbulos le vació el cargador. Cuando los hombres del coronel subieron, revólver en mano, hasta la habitación número tresse, se encontraron con las paredes jaspeadas de sangre y cartílago.

Jaira se cubrió con el ropón de la colcha las vergüenzas y con la otra mano indicó hacia la ventana, por donde el Roque acababa de saltar.

El Roque llegó a pie hasta el portal de la Sole. Vio luz en la azotea y fue a llamar al timbre, cuando se acordó de la manteca colorá. Y fue a buscarla en el único sitio donde a esas horas podía encontrarse, y que era donde la Juana. Y aquí nos vamos a detener pues aunque viuda, la llamaban la Juana por esa costumbre de anteponer el artículo a los nombres de las mujeres de mala vida. Aclarado esto sigamos, pues la Juana vivía arriba de su negocio, una tienda de comestibles donde no faltaban los aguacates, ni los condones, ni el hielo picado. Tampoco el güinston de contrabando. Así que bajó a abrir en camisón y, por decir no quede que, cuando vio al Roque, a la viuda se le alegró la vista.

—Cuánto tiempo, Roque. A estas horas, pensé que era una pareja buscando preservativos, qué te trae por aquí, pasa, pasa.

La Juana puso los ojos pintarrajeados en el bulto que marcaban los tejanos. Pasa, pasa. A pesar de los años cumplidos, al Roque le seguía excitando aquella mujer, las piernas largas y su carne de mullida celulitis. Gallina vieja, buen caldo hace, masculló para sí. La Juana no se contuvo y frotó sus pantorrillas en la recia tela de los tejanos. Pero él dijo que no, que venía a por manteca colorá y que hoy no podía ser, que cualquier día de estos, que había quedado. A la viuda pareció no hacerle gracia esto último y se retiró despechada y se perdió por un pasillo. El Roque imaginó que iba a la trastienda a por la manteca colorá y se quedó esperando. Y en la espera evocó la tarde en que la Juana lo desvirgó, cuando ella todavía tenía el culo más incendiario de toda la costa y él no había cumplido los catorce. Fue en la playa de los Bateles, junto al río y sobre una barca salpicada de caracolillo. Y en esas cosas andaba el Roque que, cuando se quiso dar cuenta, ya era tarde. Alguien había entrado en la tienda de comestibles y le apuntaba con una pistola. Era uno de los hombres del coronel Peralta.

Altoahí, no te muevas que disparo.

Se lo llevaron a alta mar y le calzaron unos zapatitos parecidos a los del Lunarejo. En un barreño hicieron la mezcla, cemento rápido, y allí que le metieron los pies. Pero antes de estrenarlos y lanzarle por la borda, y justo después de que el cura acabase con la extremaunción, el Roque con la voz rota de adentro pidió un último deseo: una mujer. Al principio los hombres del difunto coronel se molestaron por el capricho. Algunos pedían un cigarrillo, otros un vaso de agua o de vino, una bolsa de patatas o un plato de caviar, pues también los había muy finos. Pero una mujer, que supiesen, naide la había pedido. El cura les indicó que la última palabra del que va a morir hay que respetarla. Y así donde primero llamaron fue donde la Sole. Pero esta contestó que no, enojada dijo que para esos menesteres fueran donde la viuda, pues todo el pueblo se hacía lenguas. Qué hacía el Roque donde la viuda a esas horas si le daban alergia los preservativos.

¿Comprar tabaco? Mentira, pues al final se había llevado un cartón de güinston a cuenta del coronel. Convencidos, los hombres del coronel fueron donde la viuda, que fue la que había dado el chivatazo y todavía estaba de buen ver. Esta les dijo que no, que ella del Roque no quería saber nada y que fueran donde la Sole, pero que antes, y si ellos gustaban, podía ofrecerse a ellos. Y así fue, y con las manos vacías y los genitales también, los hombres del coronel llegaron a alta mar. Allí esperaban los demás junto con el cura, para ajusticiar al Roque a bordo de un velero de tres palos que el coronel había bautizado como El Manila. Estaba amaneciendo y el Roque sentía la imposibilidad de mear clavada en la vejiga. El sol le cegaba y el hormigueo de los pies dormidos en el cemento le hinchaba las piernas y los cojones, que por decir no quede. Todos los allí presentes calcularon la dificultad de conceder un último deseo al Roque. El cura se negó a que le ajusticiaran y los hombres del coronel se embarcaron de nuevo y volvieron a la costa a regañadientes. Una vez en tierra firme se pusieron a la labor de buscarle mujer al Roque. También pusieron una bolsa de cien mil pesetas en billetes grandes, para pagar los servicios de la que quisiera conceder el último deseo al Roque, pero ni con esas. Fueron con la oferta al Garum, al puticlub los Lagos y al de los Gurriatos, así como al Don Tico, este último situado en Jerez de la Frontera, junto al aeropuerto, pero toda puta rechazaba el ofrecimiento. Nadie quería saber nada con el asesino del coronel, ni por cien mil pesetas ni por todo el dinero del mundo. Y con el atardecer, cabizbajos y con la bolsa intacta, se embarcaron en el bote y volvieron al Manila.

El crepúsculo era sangriento y el Roque se orinaba, todo muy poético. Y fue cuando iba a pedir que, por favor, se la sacasen, pues un hombre de su calidad no iba a orinarse encima. Y fue cuando iba a pedir esto último, cuando divisó la barca, un tajo de espuma que venía a su encuentro desde la costa. Era una embarcación de recreo que conducía una mujer de dorados cabellos y con un rizo rubio que le caía sobre un ojo. Bendito sea Dios, qué mujer, suspiró el Roque con la orina contenida en su erección de burro. Al principio pensó que se trataba de un espejismo y que bien podría ser la muerte, o una mujer enviada por la propia muerte. Una dama vestida con velos transparentes que se untaban a su anatomía y que venía a darle el último beso, pensó el Roque en su delirio de fiebre. Y no anduvo muy descaminado nuestro amigo, pues en cuanto la subieron a bordo, dijo que venía a por la bolsa y que estaba dispuesta a hacerle el amor a aquel apestado. Bendito sea Dios, que al Roque le cortaron las ligaduras que amarraban su silla al palo mayor y también las que le anudaban las muñecas. Y, sin tiempo que perder, aquella hembra del demonio le volvió loco con la lengua, para después sentarse sobre él y jinetear sin riendas sobre la carnosa montura, abrazada a su cuello, sintiendo la música del Roque en cada latido. Así estuvieron hasta bien entrada la mañana, que fue cuando las campanillas tocaron a duelo. Y sin más dilación y sin pararnos en los detalles finales, al Roque le empujaron por la borda, con los huevos rugosos y calzado con unos zapatitos a medida. Sólo decir que cuando el cura se acercó a la extraña mujer y fue a darle la bolsa con las cien mil pesetas, esta la rechazó.

—No, por favor, con este dinero páguele unas misas al apestado.

Entonces el cura preguntó que de parte de quién, si es que podía saberse, y ella frunció la boca y pronunció su nombre:

—De parte de Bárbara Kurkrovich, la viuda del coronel Peralta.