Sin mierda en las tripas

Lo tramaron en la misma boca del metro, alrededor de una fogata que se apagaba por momentos. Era asunto fácil, cogerían al Luisete, le echarían una pastillita al descuido y, en menos de lo que se tarda en decir joder, el Luisete caería fulminado. Sabe Dios o el Diablo que le iban a randelar hasta el último céntimo.

—Y hay que andarse al loro con que al cartón le quede un culo del vino, compadre. Que no corren tiempos pa derrochar.

El que así hablaba era el Cuchichi, natural de Badajoz y carrilero de los de pedigrí. Lucía la piel cetrina y el bigote espeso, igual a un crespón negro sobre la herida abierta de la boca.

—¿Toa la pirula? —saltó el Raspa, la voz ronca de flemas y la brasa del cigarrillo quemándole los dedos.

—No, compadre, sólo una miajita, que la Futi anda con el mono y se la trapicheamos por un billete, que tú le dejas a mi menda con la transasión.

—Eeeeh, Cuchichi, ande vas, ande vas, que los ruinoles son míos. —El Raspa lanzó la colilla a la fogata.

Tenía los ojos arañados por el cansancio. No le gustaban los listos y el de Badajoz era uno de ellos.

Por si no lo he dicho antes, estamos en navidades, dentro del pasaje subterráneo que cruza la calle Alcalá a la altura del Banco de España. El antedicho pasaje es domicilio obligado de la gallofa madrileña y cuadro de soperones, lampas y tuberos que conviven dejados de la mano de Dios o del Diablo. En días tan significativos como son los navideños, provocan en el transeúnte una rara mezcla de asco y piedad. La misma que lleva a apurar el paso y mirar hacia otro lado. Pues bien, uno de los miembros más veteranos de la citada gallofa era el Raspa, natural de Madrid, o eso decía, y flaco como un listón. El tal Raspa se trabajaba el horario de misas de la iglesia que llaman de San José. No pelaba un puto día, dándole igual que tronase, nevase o que cayesen chuzos de punta. Y envuelto en una manta de las que da la caridad, los ojos en blanco, la mano extendida y en ese plan, el Raspa se acomodaba en la puerta de la iglesia repitiendo una y otra vez la misma letanía: por Misericordia, una limosnita, que estoy sin mierda en las tripas. Y cuando por misericordia una limosnita caía en el vaso de plástico, el Raspa cambiaba el discurso, felicitando las Pascuas y deseando un Próspero Año Nuevo, así y como suena, con mayúsculas, para volver otra vez con lo de la limosnita y la mierda en las tripas. A pesar de la facilidad aparente con la que el Raspa ejecutaba su trabajo, el asunto requería cierto sacrificio. Pero a Dios gracias, o al Diablo, por el invento de la Misericordia Cristiana, que en fechas tan significativas ni vino ni tabaco faltaban, como tampoco faltaba mierda en las tripas. Incluso había momentos en los que el Raspa cedía ante ciertos lujos, como anteayer, cuando sacó de la farmacia una caja de ruinoles. Al Raspa le daba por pensar y se le hacía mala sangre.

—Cuchichi, me maten a mí, que las pirulas las aforó mi menda.

—Shhh, calla, compadre, alguien viene. —Se escuchaba el eco de unos pasos—. Al loro, que es el Luisete.

El Raspa se restregó los ojos en un intento de precisar la figura que se les acercaba, borrosa aún, culpa del humo de la puñetera fogata. El Cuchichi se le arrimó con camelancias; directo a la oreja:

—Anda compadre, ve y dame la mitá del ruinol que mi menda lerenda se lo pone al Luisete. Lo otro te lo queas tú y se lo vendes a la Futi. Y santas pascuas. Que se muera papa que yo no quiero na.

El Raspa se echó mano al bolsillo y sacó el último ruinol que le quedaba. Se lo llevó a los dientes y lo partió en tres pedazos que escupió en la palma de la mano; las uñas como mejillones y cubierta de roña la línea que llaman del Destino. Y el Cuchichi que, ni corto ni perezoso, va y se apaña los trozos más grandes. Lo hace en un pispás, muy resuelto él y sin darle tiempo al Raspa a cerrar la mano, dejándole a este con la palma vuelta hacia arriba y una mueca deformándole la jeta. Teví a sacar las asaúras hijoeputa, malbajió el Raspa. De fondo, el eco de unos pasos cada vez más cercanos.

Hay que aclarar que el Raspa iba armado con un cuchillo de cocina. Se lo había conseguido hacía ya tiempo, en un comedor que quedaba por Sol, al lado de un cine al que llamaban el Palacio del Terror. Estamos hablando de cuando allí se proyectaban películas de Bela Lugosi, Paul Naschy, Jess Frank y Narciso Ibáñez Menta. Cuando la gente que hacía cola para sacar las entradas era confundida con los de la gallofa que aguardaban turno para lo de la sopa boba, un caldo tibio, color escabeche y que sabía a líquido de frenos. Pero no nos distraigamos, volvamos al pasaje subterráneo que cruza la calle Alcalá, donde tenemos al Raspa que empuña el cuchillo y maldice. Y también tenemos al de Badajoz, compadre, enmascarado en un humo cada vez más negro.

—No me tires de los cojones, que teví a tener que meté una bacalá y no son fechas. Oíste.

Y siguieron los juegos florales, pues tanto el Raspa como el Cuchichi poseían un perfecto dominio del idioma, algo que no le viene mal a una ciudad como Madrid, cuna y sangre de gramáticos desde los tiempos de Maricastaña. Y lo que pasó a continuación lo vamos a contar de seguido y como buenos gramáticos que somos, pues pasó lo que tenía que haber pasado, o sea, que como el Cuchichi también iba armado, llevaba navaja de a tercia, pues se desjarretaron el uno al otro y el otro al uno y viceversa. Y también pasó que el Luisete no apareció hasta las tres horas o así, cuando el juez de guardia hubo levantado los cadáveres y en el pasaje sólo quedaba un humo espeso que picaba en la garganta. Ajeno a lo sucedido, el Luisete arrojó su manta al suelo y se tiró sobre ella. Y fue al estirar la mano cuando encontró los pedazos de algo que parecía masticable. Se los llevó a la boca y, como sabían a midicina, se incorporó de seguido y le pegó un viaje al cartón de vino. Y en menos de lo que se tarda en decir joder, el Luisete cayó rendido en un plácido sueño.