Se decía que era tan tímida que ni siquiera acudiría a su propio entierro. Se llamaba Greta Garbo y, aunque su verdadero nombre era otro, todo el mundo la conocía como la Divina. Había llegado a Hollywood desde las frías tierras escandinavas y muy pronto atrajo la atención por su voz bronca, de una virilidad desconcertante, y también por el escalofrío que se reflejaba en sus ojos, negros y de una calidad cercana a la pólvora. Sin embargo, sobre todo lo demás, la Divina destacó por poseer una misteriosa sonrisa. De una dureza atemorizante.
Entre otros muchos, el fotógrafo Cecil Beaton confesó que contemplar a la Garbo tras el objetivo de una cámara era como estar presenciando las más remotas profundidades del rostro humano. El crítico Kenneth Tynan dijo de ella que lo que uno ve en otras mujeres estando borracho, lo encuentra en la Garbo estando sereno. Y Juan Marsé, que la conoció en persona, dejó escrito que era alta, de hombros un poco demasiado anchos y senos discretos y con un escalofrío pectoral como si andara resfriada. En resumidas cuentas, la Garbo no pasaba inadvertida. Era como un trozo de hielo al fondo de la copa vacía. Siempre a la espera del licor que la derritiese. Todos los que tuvieron la suerte de trabajar con ella resaltaban su sentido escénico, cualidad que la Garbo manejaba con la frialdad propia de una esfinge. Un mecanismo innato que le hizo ganarse las envidias de las actrices de la época. Cultivaba enemistades igual que otras cultivan orquídeas. Entre su escueto círculo de afectos destacaba el del escritor Aldous Huxley, el del astrónomo Edwin Hubble, candidato al Nobel y portada de la revista Time, y la devoción de un gurú cuyo nombre era lo más parecido a un trabalenguas, Krishnamurti Prabhavananda, o algo así. En la reducida lista de aprecios no podía faltar el nombre de Salka Viertel, consejera, confidente y perra guardiana de las puertas de su sexo. Su obsesión por la Divina llegaba a tal extremo que los más allegados se referían a ella como la Sombra. Con el tiempo, se uniría al grupo otra mujer de andares machos y con la cual la Garbo mantendría relaciones de las llamadas ocultas. Su nombre: Mercedes de Acosta.
La tal Mercedes de Acosta era mujer viril, de hombría latente y seductora para todas aquellas que, al igual que la Garbo, se balanceaban en el trapecio de la incertidumbre. Poetisa y mujer de teatro, entre las conquistas de Mercedes de Acosta figuraba la Dietrich o la mismísima Isadora Duncan. De verbo tentador y mirada penetrante, no había mujer que no flaquease ante sus propósitos. Mercedes de Acosta vestía a lo macho con traje de tres piezas y tacón plano, indumentaria que había llevado desde chica pues su madre esperaba varón y como varón trató a la niña, llamándola Rafael en vez de Mercedes. Y así fue criada en una hacienda cubana, entre libros, partituras y todo ese polvo novelesco que envuelve las leyendas de los aparecidos y demás fantasmas. Por su infancia pasaron, entre otros personajes, la reina de Rumania, el escritor Anatole France, el escultor Rodin y el compositor Igor Stravinsky.
Más que por gusto personal, fue por imperativo materno que Mercedes de Acosta se casó con un muchacho de la alta sociedad de Chicago. Era guapo, rico y unos cuantos años mayor que ella. La noche de bodas fue algo muy especial, tanto que Mercedes la pasaría junto a su madre. Ya por aquel entonces soñaba con poseer a la Garbo, que aunque no del todo lesbiana, se comportaba como si lo fuera. Dispuesta a compartir con ella el salto de trapecio planeó una estrategia amorosa donde la pólvora sexual incendiaría el campo de batalla de su lecho. Pero volvamos a la Garbo.
Con el despertar de la pubertad y los primeros picores, se entregó a juegos clandestinos con su hermana Ava. Perversiones subiditas de tono donde no faltaban la vela, la güija ni los tocamientos impuros. Un pasatiempo que era resultado de la excitación y del miedo y que, desde muy temprano, albergó sospechas no sólo de incesto, sino también de retorcido lesbianismo. Fue en una de estas sesiones cuando el vecino las descubrió. «Sé lo que haces con tu hermana, pero yo te enseñaré cómo se hace de verdad.» Al no encontrar placer en la experiencia primera de la carne, la Garbo rechazaría amantes de la talla de Onassis, el naviero, un hombretón que hubiera dado el oro y las astillas por calentarle el vientre con los quilates de su esperma. La Garbo nunca pudo disimular su aborrecimiento hacia la especie masculina. Por lo mismo, cuando en su vida se cruzó la virilidad de la tal Mercedes de Acosta, la Garbo no pudo más y se rindió ante unas habilidades sexuales que hicieron la delicia de su entrepierna.
Todo empezó un invierno, cuando Mercedes de Acosta llegó hasta la casa que la Garbo tenía en San Vicente Boulevard, donde vivía protegida por su guardiana y confidente Salka Viertel. Años después, Mercedes de Acosta escribiría su primer encuentro con la tinta con que se escriben los conjuros amorosos[3].
«Cuando nos estrechamos las manos y ella me sonrió, fue como si la conociera de encarnaciones anteriores. Era hermosa, mucho más de lo que parecía en sus películas. Vestía un jersey blanco y pantalones de marinero azules. Sus pies estaban desnudos y, al igual que sus manos, eran delgados y delicados. Su precioso cabello lacio llegaba a sus hombros y llevaba una visera de tenis blanca echada hacia delante, tapándose un poco el rostro, en un esfuerzo por ocultar sus extraordinarios ojos, que poseían una mirada de eternidad.» Cuando Salka bajó a hablar por teléfono, Mercedes de Acosta escribió: «Nos dejó a Greta y a mí solas. Hubo un silencio, un silencio que ella pudo manejar con gran tranquilidad. Greta siempre puede manejar con maestría un buen silencio. De repente, miró mi brazalete y dijo: “Qué bonito brazalete”. Me lo saqué de la muñeca. “Lo compré para ti en Berlín”, dije». Y así empezó todo.
Dos días después tuvieron otro encuentro, también en casa de la Garbo. Un desayuno. Salka Viertel, en vista de lo que se avecinaba y ardiendo de celos, sugirió que la dejasen sola y que cogieran las dos y fueran a una casa cercana, la del escritor Oliver Garret. Allí, sobre la alfombra, con el rumor del mar envolviendo sus miradas, bailaron pegadas la una a la otra. Desde ese momento, la Garbo no conseguiría quitarse de encima el aroma a macho que Mercedes de Acosta desprendía.
Tan pronto como las lenguas afiladas de Hollywood empezaron a hablar de la novia de la Garbo, Mercedes de Acosta y Salka Viertel se convirtieron en competidoras. Como era de esperar, la batalla la ganaría la Viertel, veterana en lances amorosos que seguiría guardando las puertas de la Garbo hasta que un buen día esta decidiese abandonar las luces de Hollywood para siempre, recluyéndose en Nueva York, en un apartamento donde no existían los espejos. Sin embargo, antes de la retirada, cuando Mercedes de Acosta y la Garbo rompieron, la primera se despidió de la segunda con su estilo bronco, salpimentado de esa poesía que tantas entrepiernas había abierto, recordando su primer encuentro y regalándole una hembra de gran danés que respondía al nombre de Sombra. «Para que no me olvides.»
La perra era de color negro azulón y presencia majestuosa, de silueta bien proporcionada y temperamento amable, sobre todo cuando llegaba la noche. En la soledad de su apartamento neoyorquino de la calle 52, la Garbo primero apagaba las luces y luego esperaba que Sombra subiera hasta su cama, donde el calor de su hocico le incendiaba la mata del pubis. Los lametones eran intensos, de abajo arriba, alterando la carne con el salvaje perfume de la fiebre animal; deteniéndose en la perla escandinava cuya dureza deshacía su lengua perruna. Desde el trapecio de la carne, la Garbo balanceaba las caderas, una, dos, tres veces, antes de pegar el salto al vacío. La compañía de Sombra vino a llenar el hueco de cualquier amante. Y así pasaba las noches la Garbo, apagando la luz y registrando en su oscuridad toda una gama de sensaciones interiores, hasta que llegó el desenlace fatal que pocos conocen y que dejaría una mezcla de asombro y desamparo en sus ojos hasta el final de sus días.
Ocurrió una noche de invierno, una de esas noches neoyorquinas en que hasta los dientes de las ratas castañetean de frío. La Garbo apagó la luz y como cada noche sintió bajo su cama removerse a Sombra. Sin embargo esta vez era distinto, por los ladridos le pareció que la perra se violentaba demasiado, incluso que tardaba en subir hasta su cuerpo. Será una rata, se preguntó, una de aquellas ratas que buscando el calor de las alturas había llegado hasta su apartamento y ahora irritaba a Sombra. Será una rata, se preguntaba la Garbo. Y estuvo a punto de encender la luz cuando notó el calor del aliento en su entrepierna. Aquella noche, la Garbo se desató en un orgasmo continuo que la hizo gemir hasta las lágrimas. Sería el último de su vida.
Pero no adelantemos acontecimientos, pues fue a la mañana siguiente, cuando las primeras luces del alba se filtraban en la habitación, fue a la mañana siguiente, al ir a levantarse, cuando sus pies se hundieron en el charco viscoso de la sangre. Y la Garbo pegó un grito que todavía hoy se escucha en la calle 52. A los pies de la cama, Sombra estaba muerta, cosida a cuchilladas. Quienquiera que hubiese sido se había ensañado de lo lindo, desgarrando panza y cuello al animalito. Quienquiera que hubiese sido traía hambre de sangre, apetitos que no del todo sació. Después de matar a Sombra, quienquiera que fuese se atiborró de carne.
Greta Lovisa Gustafson, más conocida como la Garbo, moriría años después, el 15 de abril de 1990, a la edad de ochenta y cuatro años. Los que gustan de hacer uso de la leyenda comentan que el día de su entierro no se presentó a la cita y que en los días de frío se la puede encontrar paseando por Nueva York. Pero eso son habladurías, fábulas de las llamadas urbanas. Lo único cierto en todo es que a la Garbo la enterraron entre lágrimas y coronas blancas y que fue a la tumba sin haber podido aclarar los dos misterios de un mismo secreto.