Todos en el barrio le conocíamos como Pucherito. Según algunos era cuarterón, de madre gitana y padre julai y extranjero del cual no guardaba foto ni consejo alguno. Hay incluso quien apunta que su padre era rubio como la cerveza y hay otros que dicen que gastaba peluquín. En lo único que se ponían de acuerdo era en lo poco que duró la siembra. Parece ser que entró a por lumbre donde la madre trabajaba y, previo pago, ella le encendió el cigarro hasta convertírselo en colilla. Buscándole las cuentas al almanaque, la cosa debió suceder en el noviembre de mil novecientos cincuenta y poco. Y se le puso Julio por patronímico al tocarle venir al mundo el mismo mes que lleva ese nombre. Al no reconocerle ningún padre cualquiera, por apellidos llevaría los de su madre que son Pinto y Pinto. A causa de ello en la escuela recibió las burlas y las guasas, refiriéndose a su persona como Pinto doble. Sin embargo Pucherito dejó la escuela bien pronto, tan pronto como cayó en cuenta de que en el reparto le había tocado la porción más estrecha del embudo. Con la ley en contra tuvo que callar maullidos de tripas y mitigar dolores de conciencia. Así ocurrió y desde que el bozo anunciaba sombra ganó sus primeros jurdós. Y como una cosa trae la otra, le dio por ponerse a juntar mantecas en el buche. Y eso sumado a la estatura, herencia de madre, le hicieron el mote de Pucherito. Sin embargo, aun ganando en hechuras nunca perdió agilidad ni grandeza a la hora de pegar una patá por bulerías. Y no digamos cuando le daba por bailar la farruca, con su cabriola incluida, actividad con la que Pucherito alcanzó esos momentos de gloria que todo humano persigue, aunque sólo sea por un rato. Llegó a compartir cartel con el gran Antonio por el mundo, y decir no quede que también anduvo por París con Vicente Escudero, del que aprendió a poner el porte y el puro. Por aquel entonces se le anunciaba en letras grandes y las luces que alumbraban sus pasos parecía que no iban a apagarse nunca.
Debido a la nocturnancia y alevosía del oficio Pucherito trató con infinidad de mujeres. Y decir no quede que las hubo pelirrubias, pelinegras y que también las hubo depiladas. Consumido por el placer que lleva consigo abrir una cartera bien repleta de jurdós y poder elegir pelambre, Pucherito agotó su fortuna en jolgorio corrido, sin pensar nunca que un día le pudieran faltar los dineros y menos aún la cuerda de mujeres. Así es la vida, un castillo de naipes que en el momento más inesperado, plas, se viene abajo de golpe. Y como Pucherito nunca fue de los que amontonan para cuando el infierno se congele, pues así le vino el trapo al amigo. Ahora es un juguete roto que a veces sale de permiso un par de días, sobre todo en Navidades, y como no tiene nada mejor que hacer y tanto trullo le aburre, se da un garbeo por el barrio. Fue en uno de esos paseos que me contó la historia de cómo le entraron.
—Ocurrió en uno de esos días de gloria, cuando se me rifaban los tablaos y de Torres Bermejas pasaba al Chinitas y de allí al Corral de la Morería donde a Dios gracias nunca me faltaba currelo. Tampoco el roneo de las bailaoras más jóvenes. Raro era el día que cuando tocaba recogerse no me entrase alguna. Y no te digo las guiris.
Sin embargo Pucherito había catado a todas y andaba ahíto de tanta gachí. Lo que le empezaba a picar era el vicio de las timbas que se organizaban una vez acabado el espectáculo. La rutina carnal le había puesto a cierta distancia del roneo con bailaoras y a más distancia aún de las guiris.
—Por decir no quede que me jugaba hasta los gayumbos al chiribito. Acababa al día siguiente cuando daba la hora de abrir.
—De eso me acuerdo bien, Pucherito. Joder, que sí.
Antes de continuar he de decir que yo era asiduo y puntual a las timbas de Pucherito, en las que nunca faltaba un periodista del tipo chuleta, mirada chispera y andares estiraos al que todos llamaban el Faisán. Curtido en las aulas sagradas del chiribito, todavía resuenan en mi cabeza sus descartes.
—Total, que no había hecho más que empezar la partida y mi menda ya andaba más tieso que la pierna el Tato, por lo que tuve que pedir al dueño del tablao un anticipo a cuenta, que los llaman.
Han pasado muchos años desde entonces pero el recuerdo está fresco como un banco recién pintado. Al final, cuando el dueño del tablao le vino a Pucherito a negar el adelanto, justificándose en su descargo que era por su bien y no por el suyo, Pucherito amenazó con pegar la espantá a Torres Bermejas, un tablao que hay por la Gran Vía donde le camelaban. Entonces el Faisán entró con el reto.
Por aquel entonces Madrid contaba con dos salidas. La una era el aeropuerto de Barajas y la otra, más barata, el viaducto de la calle Bailén. Y como razón no le falta al dicho y lo barato sale caro, si tomabas la segunda no había vuelta de hoja. Tan sólo un saltito y adiós muy buenas. Un descalabradero que parecía hecho para tales ocurrencias. Asomarte a la baranda era una invitación difícil de rechazar. Un saltito de nada y hala, a terminar con los sesos esparcidos en esa calle que llaman de Segovia y que antes fue barranquera. A poco de allí y más abajo del terraplén de las Vistillas, existe un tablao que lleva por nombre Corral de la Morería y que es el sitio donde Pucherito a punto está de pegar la espantá.
—No hay cojones a cruzar el Retiro por la noche. —El Faisán le retaba.
—Por la fetén y ahora mismo, me maten a mí.
—¿Ahora? Anda ya.
—¿Cuánto te apuestas?
Y no terminó la cuestión cuando el Faisán saltó como un resorte:
—¿Hace un quilito[1]?
No está de más decir que el Faisán hacía apuestas por cualquier cosa. Un par de días antes apareció una gachí en el tablao. La fulana vestía un vestido de esos que la hacían más desnuda que sin nada encima. Luego fue hasta la barra y allí pidió un güisquito. En vaso largo. Cuando agarró el vaso, todos los allí presentes nos llevamos la mano a la bragueta. Entonces el Faisán provocó la apuesta:
—Pucherito, a que no la tumbas.
A un servidor le extrañó el envite, pues era de sobras conocida la afición de las gachís al empuje de riñones que Pucherito se gastaba; sin embargo, bien mirado y tratándose del Faisán y de su vicio por los retos pasaba por cosa natural.
—¿Cuánto te va? —preguntó Pucherito.
—Dos mil duros.
—Dale tiempo a que se tome la copa.
La gachí se tomó la copa y al ir a pedir la segunda Pucherito se presentó ante ella. Aquí Pucherito, primera figura del flamenco, etcétera, etcétera. Y así que Pucherito se la cameló con la facundia que le es propia. Cuando la puerta se cerró tras ellos empezaron las risas entre nosotros. Pucherito recordó el episodio como si tal cosa, quitándole hierro y carne. Pero yo no me di por vencido y al final Pucherito se soltó a hablar.
—Cogimos un peseta[2] que había en la puerta y que andaba con el pimiento puesto. La gachí no dijo na en to el camino. Fue al poco de montarnos que las manos fueron al pan y que mis entendederas se iluminaron por completo. Los pocos jurdós del envite eran el precio que el Faisán pagaba por su burla. Aquella gachí tenía to de gachí menos lo más importante, me maten a mí, que le colgaba como gachó. A la noche siguiente, en el tablao, la cuenta de mi bolsillo engordó tres mil duros y las orejas se hicieron sordas a to los comentarios que arrastraba mi sombra. Qué más quies que te cuente.
Pucherito traía del trullo la mirada quejosa, el hablar espeso de gargajos y la tos del que fuma para matar el rato.
—Los tres mil duros no me duraron na, tú lo sabes que al rato tenía ya los bolsillos en barbecho. Y fue cuando el Faisán se arrancó con el envite. Por no quedar como braguillas y sobre todo lo demás por trincar los jurdós, acepté.
Recuerdo que Pucherito tenía que entrar por la puerta del Ángel Caído, cruzar el parque y salir en O’Donell, esquina Menéndez Pelayo, donde le esperaba el Faisán. En eso consistía el trato.
—Y con la jindama en la garganta, mi menda se puso a ello.
Le imaginé una vez más, las hojas crujiendo a su paso y los murciélagos del terror revoloteándole en las tripas. También imaginé las gotas de orina que se escaparon pierna abajo. Con la brasa del pitillo, Pucherito iluminaba un camino que le llevaría directo a la ruina.
—Lo mejor de todo iban a ser los jurdós, un quilito que vendría al pelo. Pero ni con esas el canguelo se desprendía de las tripas.
Hay que apuntar, para quien no sepa, que el Parque del Retiro es uno de los pulmones de Madrid que dicen en las guías turísticas. Y que fue montado en los gloriosos tiempos aquellos que nuestros gobernantes se empeñan en recordar, cuando reinaba un rey tan cruel como torpe, si es que ambas cosas no van unidas en los monarcas. El rey en cuestión era Felipe IV y montó el sitio como cazadero. Se dice que entre la maleza habita un duende benigno y republicano que hace florecer el amor entre las parejas que hasta allí van a retozar. Bah, mariconadas de las guías turísticas. A la noche, en el parque del Retiro lo único que hay son sombras amenazadoras que destilan cuidado.
—Lo peor, o mi menda eso creía, lo peor, digo, ocurrió al llegar hasta donde la estatua del Ángel Caído.
Y ahí debió ser cuando la orina le calentó los gayumbos a Pucherito, pues no sólo la estatua se movió y batió las alas durante unos segundos que parecieron siglos, sino que una música dramática le taponó orejas y abrió su trasero. Fue la nariz la que avisó. Y con los gayumbos chorreantes, Pucherito se puso a correr y fue, llegando al estanque, cuando la música ensordeció para dejar paso a unos gritos que rompían la noche en dos mitades. En una mitad estaba él con la respiración forzada y el desasosiego de las peores pesadillas. En la otra mitad estaba Satán, encarnado en una apuesta que iba a ser su propia ruina.
—Los bramidos venían de una canoa que cabeceaba en mitad del estanque, me maten a mí si miento. Arrimado a la baranda mi menda alcanzó a ver la figura de una gachí pidiendo auxilio.
Entonces me volvió a contar lo que yo sabía de otras veces, que Pucherito agarró una de esas canoas que se alquilan a los guiris y a las parejas de enamorados.
—Nunca había visto una moribunda tan cerca, me maten a mí. Si es que era como un maniquí al que hubieran retorcío to el cuello. Amanecía en Madrid y no sé la hora, el peluco también lo perdió mi menda en la timba. Pero a lo que iba, que la gachí, además del cuello retorcido como una fregona, tenía un cuchillo clavado en el corazón. De seguido pensé en sacárselo, me maten a mí, pero luego caí en cuenta de que aquello podía ser fatal. No sé quién había dicho que lo que mata no es la hoja que entra sino la que sale. A to esto la gachí seguía quejándose en un idioma que no era el mío, tal vez hablaba con el Diablo o con la propia Muerte, vete tú a saber.
Y le vino la tos de nuevo.
Pucherito me siguió contando que remó hasta la orilla más cercana. Y con un esfuerzo que desató tripas y salpicó gayumbos, logró sacar el cuerpo del bote y lo fue arrastrando por to el Retiro, así hasta llegar hasta O’Donell, semiesquina Menéndez Pelayo, donde había quedado con el Faisán.
—Pero el Faisán no estaba. Cagonsusombra.
Qué me iba a contar Pucherito si el Faisán seguía conmigo, en el tablao. Dijo que era inútil acercarse hasta allí y que como cagón que era Pucherito no iba a cumplir por mucho quilito que hubiese en juego.
—Así que me dispuse a parar un taxi —siguió contando Pucherito— y me cagué en Dios, en el Faisán y hasta en el mismísimo Diablo varias veces, tantas como pesetas pasaron de largo. Hubo uno que no mostró vacilación alguna al tiempo de clavar los frenos. Para entonces yo ya tenía las ropas empapadas de sangre negra.
Lo que pasó después yo lo sabía por otras lenguas. Así, me contaron que el taxista hundió el pie en el acelerador y que les dejó en la puerta de un hospital que queda por la avenida Menéndez Pelayo, uno muy importante y que ahora mismo no recuerdo el nombre. Lo que sí que recuerdo es que pidió un recibo y que el taxista se lo firmó con esa caligrafía que se gastan los que han de pensar al escribir. El recibo forma parte del sumario, un mamotreto del que logré sacar copia y que ahora estudio con morbidez de gayolero. De todo lo leído hasta el momento lo que más me ha llamado la atención ha sido la descripción del arma homicida. Un instrumento capaz de acabar no sólo con el maniquí, sino también con Pucherito, con el Faisán y hasta con el mismísimo Diablo.
—Nada más entrar al hospital se llevaron a la moribunda por uno de esos pasillos que huelen a midicina. Y ya no volví a verla más. Pero te juro por lo que más quiero en el mundo, que es mi libertá, que todavía respiraba.
Un enfermero de batín blanco y zuecos a juego le señaló a Pucherito la sala de espera. Al rato aparecieron dos de la pestañí y empezaron con la ristra de preguntas, cuestiones de rutina, dijeron. Cuando Pucherito se interesó por la salud de la gachí, los de la pestañí se rieron pues no era ninguna gachí, aunque lo pareciese. Sin embargo eso a Pucherito no le sorprendió. Ya estaba acostumbrado. Lo que le sorprendió fue saber que la gachí o el gachó llevaba algo más de dos días fiambre. Y fue entonces y sólo entonces cuando para Pucherito empezó la verdadera pesadilla.
—Mi menda te cuenta la verdad pues lo malo de andarse con embustes es que requieren esfuerzo. Con la verdad uno no necesita pensar demasiao.
Así que Pucherito dio con sus huesos en el talego. Primero en Carabanchel, hasta el otro día que lo cerraron y le entraron en un trullo más chachi donde llegó a codearse con el Mario Conde y con otros pájaros por el estilo. Cada vez que le pregunto por la vida allí dentro siempre contesta que a todo se acostumbra uno, incluso a la falta de gachís que se suplen de la manera más común. Salivazo y zambomba.
—Aunque de vez en cuando entran a algún novato de sieso prieto y como dice el dicho, en tiempo de guerra todo agujero es trinchera. Ya sabes. —Y luego, entre tos y tos, va y me cuenta que tiene tal vicio que si le dan a elegir entre el trasero del Brad Pitt o el de la María Teresa Campos, se queda con el primero—. Y no por eso mi menda es julandrón. Si uno elige el sieso del Brad Pitt es porque el fulano lo lleva depilado.
De lo que le quedaba pendiente, de eso mejor ni hablar. Con todo, cada vez que llega Navidad y debido a la veteranía y buen comportamiento de Pucherito en prisión, la autoridad le da permiso. Es entonces cuando Pucherito se da un garbeo y se acerca hasta el barrio y al final acaba en el tablao de las Vistillas donde arranca esta historia y siempre hay algún joven bailaor que necesita de alguien que le enseñe a poner el puro a la manera de Vicente Escudero. Ni que decir tiene que, aunque hayan cerrado el viaducto a los suicidas, si por algo se ha distinguido Pucherito ha sido por ser hombre de recursos y salidas.