Capítulo 14

Suspiré y me metí las manos en los bolsillos de la sudadera, mirando hacia el cielo nocturno. Las estrellas rompían la oscuridad y algunas brillaban más que otras. La última vez que había mirado hacia el cielo fue detrás del comedor, mientras sostenía el cuerpo frío de Caleb.

Caleb.

Antes de que me volvieran a consumir, contuve las oleadas de pena y arrepentimiento pensando en algo que me llevaba rondando desde su funeral. ¿Por qué narices iba a tener Romvi tatuado en el brazo el símbolo de la muerte no violenta? ¿Acaso no era ese mismo dios el que el antiguo libro hacía responsable de las muertes de Solaris y el Primer Apollyon? No estaba segura de que fuese importante, pero la imagen no dejaba de venirme a la mente.

—¿Estás bien?

Sentí que todos los músculos de mi cuerpo se bloqueaban. Me recordé a mí misma que solamente nos iba a costar once horas llegar a las Catskills[3], once horas metida en un coche con el chico al que amaba, el tío al que prácticamente había suplicado que me amase también. Más o menos así me sentía. Iba a ser fácil. Sí, muy fácil.

—¿Álex?

Me di la vuelta. Aiden estaba metiendo mi maleta en la parte trasera del Hummer y me miraba por encima del hombro. Aparté la mirada.

—Sí, solo estaba pensando.

—¿Estas son todas tus cosas?

Asentí con la cabeza y di una patadita al suelo. Tenía que actuar como si nada, o esto acabaría siendo el viaje en coche más largo de mi vida.

—¿Qué tal… está Deacon?

Pasaron unos segundos hasta que respondió.

—Bien —cerró la puerta del maletero—. Quería que te dijese que lo siente mucho por… lo que ha pasado.

Me giré hacia él, pero con la mirada fija en su hombro, que era un hombro bien bonito, y me fijé en que tenía una cadenita de plata colgando del cuello bajo la sudadera. Era raro, Aiden nunca llevaba nada.

—Dale las gracias.

Aiden asintió con la cabeza y fue hacia su lado del coche, pero de repente paró y me choqué contra su espalda. Se giró y me cogió el brazo. Nuestros ojos se encontraron durante una fracción de segundo, y luego me soltó el brazo.

Dio un paso atrás.

—No sé en qué estabais pensando —se calló y miró hacia Leon, que esperaba en la entrada del Covenant.

—Solo queríamos coger unas bebidas de la cafetería —tragué saliva, pero el nudo de mi garganta no desaparecía—. Íbamos a ver unas pelis.

—¿Estamos listos? —preguntó Leon—. Deberíamos ir saliendo ya si queremos llegar a las Catskills antes del atardecer.

—Sí —Aiden se dio la vuelta, pero volvió a mirarme—. ¿Álex?

Lentamente, levanté la mirada hacia él. Resultó ser un fallo de proporciones épicas. Todo tipo de dolores se despertaron en mi pecho.

Recorrió toda mi cara con su mirada.

—Yo… siento lo de Caleb. Sé lo mucho que significaba para ti.

No podía apartar la mirada, no podía decir ni una palabra.

Miró hacia atrás y cuando volvió a mirarme sus ojos brillaban con un color plateado bajo la tenue luz.

—No… no vuelvas a hacer algo así nunca más. Por favor. Prométemelo.

Me habría gustado preguntarle qué le importaba si me tiraba frente a un daimon, pero no me salieron esas palabras. Lo hicieron otras.

—Lo prometo.

Aiden me miró durante un momento más y luego se dio la vuelta. Después de eso, nos montamos en el Hummer. Yo me senté atrás y Aiden se puso en el asiento de delante. Leo conducía y el otro Guardia se sentó a mi lado.

Apoyé la cabeza contra el asiento, cerré los ojos y me pregunté cómo había podido acabar en el coche mientras Seth se iba en el jet privado con Lucian, Marcus y los miembros del Consejo. Habían salido por la mañana. Los mestizos, incluso los centinelas, no solían ir en avión, pero habían hecho una excepción con Seth.

Los viajes en coche solían convertirme en una irritante niña de cinco años, especialmente los astronómicamente largos, pero estaba demasiado cansada como para pensarlo. Con todo lo que dormía, seguramente debería poder estar despierta durante días, pero me quedé frita en seguida.

Me desperté dos horas después, cuando paramos a echar gasolina en Mitad-De-La-Nada, Virginia. Leon y el Guardia entraron a la casucha. Todo estaba realmente oscuro, rodeado de bosques y granjas. Lo único que se oía eran las vacas mugiendo en la distancia. Rodeé el coche y me encontré con Aiden apoyado en el parachoques. Me miró al ponerme a su lado. Sus ojos tenían casi el mismo color que la luna llena.

—Si quieres algo de comer, Leon o el Guardia te lo comprarán —Aiden hizo rodar una botella de agua entre sus manos.

—No tengo hambre —seguí andando hacia delante, dándole la espalda.

—No queremos parar si no es necesario.

—Me parece bien —me subí al bordillo y me puse a hacer equilibrios.

A medio camino, miré hacia la tiendecita, si es que a eso se le podía llamar así. Parecía una pizzería vieja y el cartel rojo de neón parpadeaba en la puerta diciendo «ABIERTO». Leon estaba en el mostrador.

—Esto… ¿Ha confirmado ya Marcus que la Centinela fuese responsable del primer ataque?

—No hay forma de poder confirmarlo, Álex. Eso creemos. Están volviendo hacer otra ronda de reconocimiento —hizo una pausa al ver cómo me ponía en tensión—, para asegurarse de que fue ella.

Llegué al final del bordillo.

—Supongo que ahora entiendo por qué esos reconocimientos eran tan importantes. Se les pasó y mira qué ha sucedido. Los Guardias del puente seguro que no se esperaban nada cuando la vieron aparecer.

—No. Y los daimons parece que se están volviendo más listos. Entraba y salía mucho del campus, lo que la convertía en la candidata perfecta. Además sus marcas no eran visibles.

Me doblé hacia atrás, me sostuve sobre las manos y aterricé perfectamente sobre el estrecho bordillo. En otra vida seguro que fui gimnasta. Me di la vuelta hacia él y vi que me estaba mirando.

Apartó la mirada, como si fuese un extraño, con una expresión casi triste en la cara. Se apartó del parachoques y metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.

—Parece que Seth y tú os lleváis mucho mejor.

Arrugué la frente por el súbito cambio de tema.

—Sí, supongo.

Aiden se paró frente a mí.

—Es un gran progreso pasar de querer clavarle un puñal en el ojo a lo de ahora.

Aunque yo estaba sobre el bordillo, Aiden seguía siendo más alto que yo. Eché la cabeza hacia atrás.

—¿Por qué te importa?

Levantó un poco las cejas.

—Era solamente un comentario, Álex. No tiene nada que ver con que me importe o no.

Sentí que las mejillas me ardían y asentí.

—Ya, supongo que no tenía que haber sacado el tema de qué importa o no —salté del bordillo y fui hacia el surtidor.

Aiden me siguió.

—Os vi a los dos en el funeral. Él fue allí por ti. Creo que está bien, no únicamente por ti sino por él. Me parece que eres la única persona por la que se preocupa Seth, aparte de sí mismo.

Me entraron ganas de reír y paré, pero me dio… vergüenza. Como si me hubiesen pillado haciendo algo que estaba mal, pero es que no era así. Comencé a andar de nuevo, sin saber muy bien dónde quería llegar Aiden con esto.

—Seth se preocupa por sí mismo. Y ya está.

—No —Aiden siguió mis movimientos y llegó hasta donde yo estaba—. No se ha separado de tu lado. Seth no dejaba que nadie, ni siquiera yo, se acercase a ti.

Me giré, sorprendida.

—¿Te pasaste a verme?

Aiden asintió.

—Varias veces, de hecho, pero Seth estaba convencido de que necesitabas tiempo para lidiar con todo. Eso no suena a alguien que solamente se preocupa por sí mismo.

—¿Y por qué viniste a verme? —Di un paso hacia él. En mi interior volvía a despertarse la emoción y la esperanza—. Me dijiste que no te preocupabas por mí.

Dio un paso atrás, cerrando la mandíbula.

—Nunca he dicho que no me preocupase por ti, Álex. Dije que no podía amarte.

Me estremecí, maldiciéndome por haber permitido que se abriese en mí esa pequeña ventana a la esperanza y que se descontrolase. Sonreí levemente, fui hacia el Hummer y cerré la puerta de golpe. Por desgracia, Aiden me había seguido.

Se sentó en el asiento de delante y se dio la vuelta.

—No intento pelear contigo, Álex.

Mis sentimientos heridos se apoderaron de mí.

—Entonces igual deberías intentar no hablar conmigo. Sobre todo cuando parece que me quieres entregar a otro tío.

Los ojos de Aiden se avivaron, llameando en la oscuridad.

—No estoy intentando entregarte a nadie. Nunca fuiste mía.

Me incliné hacia delante, clavándome los dedos en las piernas mientras hablaba en un susurro cargado de dolor.

—¿Que nunca fui tuya? ¡Haberlo pensado antes de desnudarme en tu habitación!

Tomó aire y sus ojos cambiaron a un gris oscuro.

—Fue una pérdida temporal de la cordura.

—Oh —solté una carcajada cruel—. ¿Y esa pérdida temporal de la cordura te ha durado varios meses? ¿Fue la que te hizo decirme todo eso en el zoo? ¿Fue la…?

—¿Qué quieres que te diga, Álex? ¿Que siento… haberte seguido el juego? —Hizo una pausa, como queriendo calmarse—. Pues sí. ¿De acuerdo? Lo siento.

—No quería que dijeses eso —susurré con el estómago del revés.

Aiden cerró los ojos y movió la cabeza.

—Mira, ahora mismo no necesitas nada así. No después de todo lo de Caleb e ir al Consejo. Así que, para.

—Pero…

—No voy a hacer esto, Álex. Ahora no. Ni nunca.

Antes de que pudiera contestar, Leon y el Guardia volvieron, dando fin. Me hundí en el asiento y miré hacia la cabeza de Aiden. Sabía que él podía sentir cómo le atravesaba con la mirada, porque se quedó sentado tenso, con los ojos mirando al frente.

En un momento dado me aburrí y me asomé por el respaldo del asiento para sacar mi reproductor de música. Intenté volver a dormir, pero tenía la mente demasiado ocupada pensando en Caleb, la discusión con Aiden y si Seth era tan egocéntrico como yo pensaba o no.

Después de nueve horas infernales, llegamos a una carretera sinuosa rodeada de enormes pinos y abetos tan espesos que me recordaban a una granja de árboles de Navidad. Estábamos adentrándonos en las Catskills, tierra de nadie. A un kilómetro y medio, una monótona valla salió de la nada, rodeando lo que supuse que sería el perímetro del Covenant de Nueva York.

Resoplé.

—Bonita seguridad.

Aiden se dio media vuelta.

—Aún no has visto nada.

Le ignoré y me incliné hacia delante, viendo únicamente una valla de alambre y árboles. Igual era una de esas vallas que electrocutaban a la gente, pero la verdad es que esperaba algo más.

Y entonces vi a los Guardias apostados frente a la penosa valla, armados con lo que parecían armas semiautomáticas. Casi se me salen los ojos de las órbitas cuando levantaron las armas y apuntaron hacia el coche. Leon redujo la velocidad según los cuatro Guardias se acercaban a nosotros con cuidado.

—Álex, suéltate el pelo —dijo Aiden en voz baja.

No supe por qué, pero el tono tan serio en su voz me dijo que era mejor hacerle caso. Me deshice el moño y dejé que el pelo me cayese por encima Leon bajó todas las ventanas, y al mismo tiempo, los Guardias miraron por todo el coche, buscando en nosotros… marcas visibles.

Me encogí, pero pude ver la mirada del Guardia de piel oscura recorriéndome una y otra vez. Sentía las marcas ardiendo sobre mi piel, bajo todo el pelo. No tenía muy claro qué habrían hecho si hubiesen visto mis marcas. ¿Dispararme?

Finalmente, le hicieron una señal al Guardia que se había quedado atrás. La enorme puerta vibró y se abrió con un chirrido. Solté todo el aire que había aguantado sin darme cuenta.

—¿Tengo que llevar el pelo suelto estando aquí?

Aiden me miró, con sus labios formando una tensa línea recta.

—No. Pero es mejor no provocar a un Guardia de gatillo fácil.

Era una afirmación lógica.

Pasamos la puerta y seguimos por la carretera medio kilómetro más hasta que los árboles comenzaron a clarear. Me apoyé sobre el asiento de Aiden cuando el Covenant de Nueva York apareció ante nosotros.

Bueno, apareció el muro de mármol de más de seis metros de alto.

Tras pasar otra ronda de Guardias bien armados, entramos por fin en el recinto. No era muy distinto al de Carolina. Había estatuas de dioses por todas partes, aunque las nuestras estaban sobre la arena y las suyas salían de la hierba más verde que jamás había visto.

El primer edificio que vi fue una mansión, algo que no esperaba ver en medio de las Catskills. Una vez oí que los Rockefeller tenían una casa por aquí, pero no sería nada comparada con esta monstruosidad. Cuando paramos frente a la casa de piedra, llegué a contar seis pisos, varias salas totalmente acristaladas, y posiblemente una sala de baile con cúpula acristalada. Empecé a seguirlos fuera, pero Aiden me paró.

—Álex, espera un momento.

Me quedé clavada con la mano sobre el tirador.

—¿Qué pasa?

Aiden se giró por completo y esos ojos… dioses, sus ojos siempre me atraían, tan llenos de calor que casi podía saborear sus labios sobre los míos. Qué pena que sus palabras echasen a perder ese momento.

—No hagas nada que pueda llamar la atención.

Mis dedos se tensaron.

—No pensaba hacerlo.

—Lo digo en serio, Álex —sus ojos perforaron los míos—. Aquí nadie va a ser tan permisivo como tu tío o tu padrastro. Me imagino que no van a tener paciencia cuando te toque el turno. Hay gente en el Consejo que… bueno, no son fans tuyos precisamente.

Noté un dolor punzante en el pecho, resultado de su tono profesional. No tenía ni idea de dónde había ido el Aiden tierno, el que juró que siempre estaría ahí para mí, el que amablemente me sacó del borde del abismo durante los entrenamientos. Dioses, había tantos momentos más, pero todos ellos habían desaparecido.

Aiden había desaparecido. Como Caleb, pero de otra forma. Los había perdido a los dos. Se me pasó gran parte del enfado. Miré hacia la ventana y suspiré.

—No esperaba que lo fuesen. Me comportaré. No tienes que preocuparte por mí.

Empecé a volver a abrir la puerta.

—¿Álex?

Lentamente, me giré hacia él. En ese momento Aiden no estaba tan a la defensiva y su mirada reflejaba un profundo dolor. Pero había algo más, algo como incertidumbre. Sin embargo, se recompuso poniéndose una perfecta máscara de indiferencia, borrando todo rastro de emoción.

—Solamente ten cuidado —dijo con voz extrañamente vacía.

Habría querido decirle algo, pero la intensa actividad del exterior del coche lo hizo imposible. Los sirvientes, rebaños de sirvientes mestizos, llegaron al Hummer, abriendo todas las puertas y sacando el equipaje. Un chico con el pelo claro me abrió la puerta dócilmente. En la frente tenía tatuado un círculo cruzado por una raya. Miré a Aiden y vi que seguía con su mirada fija en mí. Me dirigió una sonrisa forzada antes de salir del coche. No pude evitar preguntarme si la duda que había visto en sus ojos tendría algo que ver conmigo.

Me asignaron una habitación en la quinta planta, una que conectaba con la de Marcus. O al menos eso es lo que dijo el portero mestizo de la mansión justo antes de desaparecer entre las sombras. En realidad no tenía ni idea, así que simplemente seguí al chico rubio. No vi hacia donde mandaron a Aiden y Leon, pero seguro que les dieron habitaciones en los pisos de abajo, unas habitaciones enormes e increíbles.

Cruzamos el grandioso vestíbulo y fuimos hacia un pasaje cubierto de cristal. A la izquierda estaba la entrada a lo que parecía el salón de baile, pero no me llamaron la atención sus luces parpadeantes. Justo en medio del pasaje estaba la misma estatua que teníamos en el vestíbulo del Covenant de Carolina del Norte.

Furias.

Me tragué un grito y pasé al lado de las estatuas para alcanzar al sirviente mestizo. Su presencia permanecía incluso después de atravesar el pasaje, persistiendo en el fondo de mis pensamientos. Anduvimos un buen trecho más hasta que no pude con ese silencio.

—Y… um… ¿te gusta estar aquí? —le pregunté al entrar a un pasillo estrecho lleno de pinturas al óleo.

El chico no dejó de mirar la alfombra oriental.

Vale… ¿había algún tipo de norma que prohibiese hablar? Miré las pinturas, repasando mentalmente la lista de dioses según pasábamos a su lado: Zeus, Hera, Artemisa, Hades, Apolo, Démeter, Thanatos, Ares, espera. ¿Thanatos? Paré para mirar la pintura más atentamente.

Tenía alas y una espada. De hecho Thanatos parecía un ángel bastante guay, pero tenía la misma mirada triste que el Thanatos del cementerio. En la mano izquierda llevaba una antorcha llameante del revés. ¿Por qué Thanatos, que no era uno de los dioses Olímpicos, tenía una imagen suya aquí?

Aparté la mirada al escuchar cómo se abría una puerta. Miré hacia atrás. El sirviente mestizo sujetaba la puerta abierta, con la mirada gacha.

Apreté los labios, recorriendo con la vista las cuatro paredes blancas frente a mí. Llamarlo armario habría sido demasiado bueno, para esta… esta cosa que consideraban una habitación. Entré mientras el sirviente ponía mi equipaje frente a la puerta.

Había una cama, una cama de matrimonio cubierta con una manta marrón que tenía pinta de picar mucho y una almohada baja. Una diminuta mesilla sostenía una lámpara oxidada que habría tenido tiempos mejores. Tardé dos segundos en cruzar la habitación y echarle un ojo al baño.

Tenía el tamaño de un ataúd.

Vi el suelo arañado, el espejo sucio y manchas de óxido rodeando el soporte de la cortina del baño.

—Tiene que ser una broma —susurré.

—¿Esperan que duermas en esta habitación, en esa cama?

Me sobresalté al escuchar la voz de Seth y me di con la cadera en el lavabo.

—¡Ay! —Me froté la cadera mientras me giraba.

Seth estaba a los pies de la cama, con su siempre presente expresión burlona mezclada con un cierto desprecio. Únicamente había pasado un día desde la última vez que le había visto, pero curiosamente se me había hecho mucho más largo. Llevaba el pelo suelto, cayéndole por la cara. También llevaba vaqueros y un jersey negro liso, algo raro en él.

Me alegré bastante de verle.

—Sí, esta habitación es una mierda —salí del baño.

Seth fue hacia una puerta que había al otro lado de la cama y echó el cerrojo.

—Supongo que este no es el armario, ¿no?

—No, es la puerta que da a la habitación de Marcus.

Arqueó una ceja.

—¿Te han dado la habitación de servicio de Marcus?

—Genial —miré a mi alrededor y me di cuenta de que no había ni un solo armario ni nada en la habitación. Tendría que dejar la ropa en la maleta todos los días. Yuhuuuu—. ¿Por qué la has cerrado?

Seth me dirigió una sonrisa maliciosa.

—No quiero que Marcus entre y nos encuentre aquí a los dos. ¿Qué pasa si queremos acurrucarnos juntos en estas frías noches neoyorquinas?

Arrugué la frente.

—No nos vamos a acurrucar juntos.

Me puso un brazo sobre el hombro, y me llegó su olor a menta y a algo salvaje.

—¿Y abrazarnos?

—Eso tampoco.

—Pero tú eres mi cariñito. Mi pequeña Apollyon cariñitos…

Le pegué en un costado.

Riendo, Seth me dirigió hacia la puerta.

—Ven, quiero enseñarte algo.

—¿El qué?

Quitó el brazo y me cogió la mano.

—El Consejo empieza la primera sesión hoy a la una. Creo que tendríamos que ir a verlo.

—Suena aburrido —dejé que me sacase de la habitación. No es que tuviese nada mejor que hacer.

—También podemos entrenar —Seth me llevó hacia las escaleras y bajó los peldaños de dos en dos—, tengo ganas de bronca, hace mucho que no le lanzo bolas de fuego a nadie.

—Eso me parece más interesante que ver a un montón de puros postulando lo geniales que son ellos y sus leyes.

—¿Postulando? —Seth miró hacia atrás, sonriendo—. No puedo creer que hayas usado la palabra «postular».

—¿Qué pasa? —Solté—. Es una palabra real.

Seth levantó una ceja y continuó bajando las escaleras. Nos cruzamos con varios sirvientes vestidos con andrajos. Todos ellos miraban hacia abajo pero vi que una vez nos pasaban levantaban la vista.

Seth me agarró la mano.

—Vamos. Nos lo vamos a perder.

Fuera, el viento cortante me atravesaba el jersey y me daba escalofríos. Por primera vez, agradecía la mano de Seth. La sentía increíblemente caliente.

—De todo modos, la sesión del Consejo seguro que es interesante. Es una vista.

—Yo pensaba que la mía era la única vista.

—No —Seth me llevó a través del ala oeste de la mansión—. Hay varias vistas. Tú eres una de tantas.

Iba a empezar a contestar, pero cerré la boca. Un laberinto de muros de mármol hasta la cintura nos separaba del coliseo griego. Magníficas flores brillantes brotaban de las plantas que los cubrían. Gruesas ramas de una planta trepadora recorrían las estatuas y bancos, cubriéndolo todo a nuestro alrededor de un rojo y verde vibrantes.

—Guau.

Seth rio.

—Si sigues por este camino, te lleva directamente al Consejo.

Miré los diversos caminos que salían como ramificaciones del principal.

—¿Es un laberinto de verdad?

—Sí. Pero no lo he probado.

—Parece divertido, ¿no? —Le miré—. No había estado nunca en un laberinto.

Una sonrisa de verdad reemplazó a la de soberbia que solía tener.

—Quizá si te portas bien, y quiero decir muy bien, podamos venir a jugar en el laberinto.

Puse los ojos en blanco.

—Oh, ¿en serio?

Asintió.

—También tienes que comerte toda la cena.

Ni siquiera me molesté en contestarle. Me perdí con el paisaje. ¿Cómo demonios podían los puros mantener durante todo el año las flores así? Tenía que ser magia, alguna magia antigua. Cuanto más nos adentrábamos por el camino, las plantas eran más grandes, y según nos acercábamos al final, Seth caminó más despacio.

—Tendremos que meternos a escondidas —dijo—. Se supone que no podemos escuchar los Consejos.

—¿Y si nos pillan?

—No nos pillarán.

Era raro confiar en Seth, sobre todo porque… confiaba en él. No del mismo modo en que habría puesto mi vida en las manos de Aiden, pero casi, casi.

Detrás de varias columnas de piedra, Témis, la Diosa de la Justicia Divina, se encontraba a la entrada del coliseo. Era bastante alucinante, con esa espada en una mano y una balanza en la otra, pero su presencia me parecía un tanto irónica, los puros no tenían ni idea de justicia equilibrada.

El edificio parecía sacado directamente de la Antigua Grecia. El Covenant de Nueva York estaba tan escondido que podían permitirse diseños que normalmente no se encontraban en los barrios llenos de supermercados y restaurantes de comida rápida. Lo más cercano que teníamos en el Covenant de Carolina era el anfiteatro donde se hacían las sesiones.

Seguí a Seth y nos metimos por la entrada lateral que usaban los sirvientes. La mayoría de los mestizos con los que nos cruzábamos bajaban la mirada, llevando en sus manos cálices y platos con pequeños aperitivos. Me costaba mucho mirarlos, más de lo que pensaba. En casa no solíamos ver a tantos. Los mantenían apartados de nosotros, como si el Covenant de Carolina no quisiese que viéramos cómo era el otro lado.

¿Qué pensarían los sirvientes al verme, o a cualquier otro mestizo que no estuviese en el servicio? ¿Acaso eran capaces de pensar? Si yo fuese una de ellos y me quedase algún tipo de pensamiento crítico, sería bastante hostil hacia los mestizos «libres».

La extraña sensación que tenía en la boca del estómago comenzaba a ser demasiado fuerte como para ignorarla, así que empecé a farfullar mientras Seth me llevaba a través de varias puertas.

—¿Escaleras? ¿Más escaleras? ¿Qué les costaba poner un maldito ascensor?

Seth empezó a subirlas.

—Igual piensan que los dioses no estarían contentos con los ascensores.

—Eso es una estupidez —el largo camino en coche me había dejado las piernas como si fuesen de gelatina.

—Solamente tenemos que subir ocho pisos. Te lo prometo.

—¿Ocho? —Vi a dos sirvientes más bajando por las escaleras con las manos vacías. Una de ellas era una mestiza de mediana edad que llevaba un vestido liso gris. Llevaba unas sandalias finas sin calcetines. Tenía la piel de los tobillos como amoratada y roja, como si se hubiese frotado. Me estremecí y miré al sirviente que iba detrás de ella.

Un escalofrío repentino me recorrió toda la piel.

El mestizo era más mayor, con el pelo marrón oscuro rizado y mejillas curtidas por el sol. Unas finas líneas le surcaban las comisuras de unos amables ojos marrones… que me miraban directamente.

Sus ojos no eran los ojos vidriosos de un sirviente.

Eran despiertos, inteligentes, atentos. Había algo familiar en él, algo que yo tendría que saber.