Le miré, tomando consciencia de mi nuevo estado. Amaba a Aiden. Le quería, en serio.
Oh, dioses, estaba bien jodida.
Vi como Aiden se ponía rojo a pesar de su moreno natural.
—Me refiero a que todos necesitamos un día fuera de nuestro mundo. Necesitamos momentos en los que tomarnos un respiro y olvidarnos de todo —me miró, con una sonrisa irónica en el lugar de la anterior—. Pero bueno, hoy es un día normal. No vamos a hablar ni de entrenamientos ni de ataques daimon.
—Vale —inspiré profundamente para calmarme y me ordené a mi misma recuperar el control. Justo entonces vi la señal del zoo y volví a pegar la cara al cristal.
—No podremos quedarnos mucho rato, solo unas cuantas horas, o los Guardias sospecharán. También tenemos que guardarlo en secreto. No podemos dejar que nadie se entere.
Asentí.
—Por supuesto, no diré ni una palabra. No puedo creer que te hayas acordado de esto —tampoco podía creer que estuviese enamorada de un pura sangre.
De repente puso expresión mucho más seria.
—Recuerdo todo lo que dices.
Me aparté de la ventana. Me acordaba perfectamente del día en que le conté que me encantaban los animales y los zoos. Fue en la sala de curas, cuando frotó el mejunje aquel por mis moratones. Pero la verdad es que no esperaba que él recordase aquel día, o cualquier otro. Y si realmente recordaba todo lo que le había dicho, entonces…
Apreté los puños. Había sido una gilipollas, había dicho muchas cosas malas. Muchas. Tomé aire.
—Lo siento.
Aiden me miró.
—¿Por qué?
Bajé la vista hacia mis manos, mientras la culpa me comía por dentro. ¿Cómo podía no haberme disculpado antes?
—Siento haber dicho que eras como los demás pura sangre. No debería haberlo dicho. Porque no lo eres, no eres para nada como ellos.
—Álex, no te disculpes. Estabas enfadada. Y yo también. Lo pasado, pasado está.
La culpa desapareció un poco mientras iba mirando por la ventana, pero un antiguo recuerdo inundó mi corazón. A mamá le encantaba este sitio. Las vistas me produjeron una mezcla de tristeza y felicidad. Suspiré, quería ser feliz, pero me sentía mal por ello.
Había árboles desperdigados por la sinuosa carretera que llevaba a la entrada. Mamá se sabía el nombre de los árboles, yo no. A lo lejos, pude distinguir el tejado del edificio principal.
—Pero aún así, te molestó —dije mientras Aiden paraba el Hummer. El aparcamiento estaba lleno, aun estando en la época que estábamos, debido a que aún hacía buen tiempo. El zoo estaría hasta los topes. Me quité el cinturón de seguridad—. Sé que lo hizo.
Aiden paró el motor y sacó las llaves. Levantó la mirada de sus manos, y me atravesó con la mirada.
—Pues sí.
Me mordí el labio, quería volver a disculparme.
—No quiero que me veas así —se le escapó una risa corta y se quedó mirando al volante mientras sujetaba las llaves con fuerza—. Lo gracioso es que lo que dijiste no tendría por qué haberme molestado. Soy un puro, así que debería ser como todos. No tendría que importarme que me hubieses visto así, tendría que importarme cómo me ven los demás pura sangre.
—Seguro que también piensan que eres maravilloso —me puse roja tras decirle eso, porque sonaba estúpido—. Pero bueno, que le den a lo que piensen los demás. ¿A quién le importa, no?
Sonriendo, me miró y sentí que se me paraba el corazón.
—Sí, ¿a quién le importa? Estamos en el zoo. Que les den.
—Sí, que les den.
Aiden echó la cabeza ligeramente hacia atrás, soltando un suspiro de alivio.
—¿Tienen gofres?
—Creo que sí. Yo quiero una hamburguesa y un perrito caliente —hice una pausa—. Y un helado de esos enormes. Y, y quiero ver a los grandes felinos.
—Cuánto pides —murmuró, sonriendo—. Bueno, entonces más vale que empecemos.
La primera parada de honor le correspondió a un hombre corpulento y medio calvo que tenía más grasa en la camiseta que en la sartén. Hacía gofres. A Aiden le gustaban mucho. Mientras esperaba en la fila detrás de él, vi a un vendedor haciendo hamburguesas. Salí corriendo en esa dirección y después, Aiden me dijo que nunca me había visto correr tan rápido.
Cuando finalmente pasamos de largo la comida y entramos en el parque de verdad, me entraron unos mareos. La suave brisa traía con ella el extraño aroma atrayente de animales y gente. Los rayos de sol se hacían paso a través del denso follaje del parque, proporcionando breves momentos cálidos según nos acercábamos a las atracciones.
Seguramente parecía estúpida dando saltitos al andar y por la forma en que no dejaba de sonreír a todo el mundo. Pero es que estaba muy contenta de volver a estar en el mundo exterior y con Aiden. Además, ver cómo los mortales respondían ante su presencia era muy entretenido. Puede que fuera su inusual altura o su porte divino lo que hacía que se parasen a mirarlo mujeres y hombres. O podía ser por la forma en que reía, echando la cabeza hacia atrás y soltando esa risa profunda y sonora. De cualquier forma, me hacía gracia ver cómo hacía lo que podía para ignorarles.
—No te mezclas mucho con los nativos, ¿no? —le pregunté según nos adentrábamos en el claro del Bosque y veíamos como un gorila sentado en una roca se quitaba las pulgas. Muy entretenido todo.
Aiden sonrió.
—¿Tan obvio es?
—Un poquito.
Se acercó a mí, bajando la voz.
—Los mortales me asustan.
—¿Cómo? —Reí incrédula.
Sonriendo por la cara que había puesto, me dio un toquecito con la cadera.
—En serio. Son criaturas imprevisibles, no sabes si van a abrazarte o a apuñalarte. Se guían por las emociones.
—¿Y nosotros no?
Aiden pareció pensar en ello.
—No. A ellos, bueno, a nosotros, nos enseñan a controlar nuestras emociones. A no dejar que sean ellas las que guíen nuestras acciones. Todo en nuestro mundo, en ambos mundos, tiene que ver con la lógica y con la continuidad de la raza. Ya lo sabes.
Le miré, viendo como las duras líneas de su rostro se habían relajado. Ahora parecía más joven y despreocupado. Me gustaba verlo así, con los ojos deslumbrantes y risueños, y su boca curvada en una permanente sonrisa. Viéndole ahora, era difícil imaginarse que fuera más mortífero que cualquier animal del parque.
—Pero tú pareces estar cómoda a su alrededor —señaló con la cabeza hacia un grupo al otro lado de la valla. Unos padres con sus dos hijos. La pequeña le estaba dando a su hermano medio cono de helado—. Tú tienes más experiencias con ellos que yo.
Asentí, volviendo a mirar hacia la jaula. Otra bestia peluda se acercó a la que estaba en la roca. Igual ahora pasaba algo interesante.
—Me integré, pero nunca encajé. Pueden sentir algo en nosotros, por eso nadie se nos acerca demasiado.
—No te imagino integrándote.
—¿Por qué? Creo que hice un buen trabajo pasando desapercibida durante tres años.
—Aún así no puedo. No hay nadie como tú, Álex.
Sonreí.
—Lo tomaré como un cumplido.
—Lo es —volvió a darme un toque, y mi sonrisita se convirtió en una enorme sonrisa, como las que Caleb le lanzaba a Olivia cuando no se estaban tirando los trastos a la cabeza—. Eres increíblemente inteligente, Álex. Divertida y…
—¿Guapa? —añadí medio en serio.
—No, guapa no.
—¿Mona?
—No.
Hice una mueca.
—Pues vale.
La risa de Aiden me dio escalofríos.
—Iba a decir «increíble». Eres increíblemente guapa.
Tomé aire con dificultad, con las mejillas coloradas. Eché la cabeza hacia atrás y nuestras miradas se encontraron. No sé cómo, no sabía que estuviésemos tan cerca. Aiden estaba muy cerca. Tan cerca que podía sentir su cálido aliento contra mi mejilla, acelerando mi pulso.
—Oh —susurré. No era la más acertada de las respuestas, pero era lo mejor que podía decir.
—En fin, ¿y qué es lo que tienes con los zoos? —Aiden estiró los brazos por encima de su cabeza.
Solté un suspiro y mi mirada voló hasta la familia, fijándome en la niña pequeña. Tenía unas coletitas supermonas y me estaba sonriendo. Le devolví la sonrisa.
—Me gustan los animales —dije al final.
Aiden me miró, con un mirada de… no sé, de anhelo.
—¿Y por eso casi te ahogas en el coche?
Me encogí avergonzada.
—Te has dado cuenta, ¿eh? A mi madre también le encantaban los animales. Una vez dijo que nos parecíamos mucho a los que están en las jaulas. Bien alimentados y cuidados, pero aún así, enjaulados. Nunca estuve de acuerdo con eso.
—¿Ah no?
—No. Los animales están a salvo aquí. En el exterior, se estarían matando entre ellos o serían cazados por furtivos. Sé que han perdido su libertad, pero a veces hay que sacrificar algunas cosas.
—Lo ves desde una perspectiva extraña.
—Quieres decir que es una perspectiva extraña para una mestiza. Lo sé. Pero todos tenemos que sacrificar algo para conseguir otra cosa.
Aiden me cogió de la mano, apartándome del camino de una mujer que empujaba un carrito. Estaba tan ensimismada mirándole que no había visto a la mujer, ni oído a su bebé. Bajé la mirada, seguía cogiéndome la mano. Ese simple gesto inesperado me provocó oleadas de calor por todo el cuerpo.
Aiden me guio entre la creciente muchedumbre de visitantes. Apartaba a la gente como si fuese el Mar Rojo. La gente simplemente se apartaba de su camino según íbamos de un área a otra.
—¿Puedo preguntarte algo? —le pregunté.
—Claro.
—Si no fueses un puro, ¿qué estarías haciendo ahora? Quiero decir, ¿qué querrías hacer con tu vida?
Aiden bajó la vista hacia nuestras manos y luego hacia mí.
—¿Justo ahora? Estaría haciendo muchas más cosas de las que me están permitidas.
El calor recorrió todo mi cuerpo y nubló mi mente. Casi me había convencido a mí misma de que me había inventado yo esa respuesta y que la falta de sueño había terminado volviéndome loca. Las alucinaciones auditivas eran una mierda.
Sus dedos se entrelazaron con los míos con más fuerza.
—Pero seguro que tu pregunta iba por otro lado. ¿Que qué estaría haciendo ahora si fuese simplemente un mortal? Pues la verdad es que no lo sé. No me lo he preguntado nunca.
Tuve que mentalizarme para que me saliesen las palabras de nuevo.
—¿Nunca lo habías pensado? ¿En serio?
Aiden esquivó a una pareja haciendo fotos.
—Nunca he tenido que hacerlo. Cuando era más pequeño, ya sabía que seguiría los pasos de mis padres. El Covenant me preparó para ello. Di todas las clases necesarias: política, aduanas y negociación. Básicamente las clases más aburridas que puedas imaginarte. Y entonces, tras el ataque daimon, todo cambió. Pasé de querer seguir a mis padres a querer hacer algo para asegurar que otra familia no tuviese que pasar por lo mismo que Deacon.
—Y que tú —añadí en voz baja.
Él asintió.
—No sé qué haría si me despertase mañana y pudiese elegir. Bueno, se me ocurren unas cuantas cosas, ¿pero una profesión?
—Puedes elegir. Los puros podéis elegir lo que queráis.
Me miró arrugando la frente.
—No, no podemos. Ese es uno de los mayores malentendidos entre nuestras razas. Los mestizos pensáis que podemos elegir lo que queremos, pero estamos tan limitados como vosotros, solo que de otra forma.
Realmente no me lo creía, pero no quería discutir y fastidiar el momento.
—Entonces… ¿no sabes qué harías?
Negó con la cabeza, así que le di una sugerencia.
—Policía.
Aiden levantó las cejas.
—¿Crees que podría ser policía?
Asentí.
—Quieres ayudar a la gente y no creo que seas corruptible. Ser centinela y policía es casi lo mismo. Luchar contra los malos. Mantener la paz y esas cosas.
—Supongo que tienes razón —sonrió. Una mortal de mi edad se tropezó al pasar por nuestro lado. Aiden pareció ignorarla—. Hey, tendría placa. Ahora no tengo.
—Yo también quiero una placa.
Aiden se echó a un lado, riendo.
—Pues claro que quieres una. ¡Hey! Mira eso —señaló hacia la curva.
—¡Los felinos!
Me cogió la mano por completo, como si una parte inconsciente suya me respondiese.
Varios metros de espacio vacío y vallas separaban al león de los visitantes. Al principio no lo había visto, y luego salió de detrás de una roca, moviendo su melena de lado a lado. Su pelaje amarillo anaranjado me recordaba a los ojos de Seth. De hecho, la forma en que el león se paró en frente de todo el mundo y bostezó, mostrando sus dientes afilados, también me recordó a Seth.
—Es precioso —susurré, deseando poder acercarme más. No era uno de esos pirados que escalaban para entrar al recinto del león, pero sí que quería tocar uno, uno criado por humanos, uno domesticado que no fuera a arrancarme la mano en cualquier momento.
—Parece estar aburrido.
Nos quedamos ahí un rato, mirando cómo caminaba tranquilamente por la hierba momentos antes de subirse de un salto a una roca para quedarse ahí tumbado, con la cola moviéndose de un lado a otro. Finalmente, una leona se decidió a salir. Le dije a Aiden que ellas eran las mejores, recordando algo que vi en el National Geographic en el que decían que las hembras molaban más que los machos, pues eran más importantes. En unos pocos minutos, dos de ellas se acercaron al macho de la roca.
Gruñí cuando se tumbaron al lado del macho.
—Ala, venga. Echadle de la roca.
Aiden rio divertido.
—Creo que tiene dos novias.
—Qué machito —susurré.
Salimos de la Sabana, adentrándonos en la sección de Norte América. Esta parte parecía estar casi vacía en comparación con la otra. Supongo que los mortales se aburrían viendo osos y otros bichos comunes. Aiden parecía fascinado con ellos, y yo pude ver un lince. Me solté de Aiden y me acerqué a la valla. Corría una suave brisilla. Estábamos mucho más cerca del animal que en las otras áreas, tan cerca que pareció captar nuestro olor.
Hasta entonces, había estado observando a alguna presa invisible, pero se paró, inclinando la cabeza en nuestra dirección. Pasó un segundo o dos, y juro que me miró a los ojos. Sus bigotes largos y finos se movieron cuando olfateó el aire.
—¿Crees que sabe qué somos? —pregunté.
Aiden se apoyó contra la valla.
—No lo sé.
En la isla no se nos permitía tener mascotas. Algunos puros podrían usar compulsiones para controlar sus acciones, por lo tanto los daimons también. Era poco habitual y hacía falta que fuese un puro muy poderoso, pero era un riesgo que nadie corría. Yo siempre quise tener una mascota, un gato.
—Mamá decía que sí que podían —dije—. Decía que los animales podían sentir que éramos diferentes a los mortales, especialmente los felinos.
Se quedó en silencio un rato, seguro que le estaba dando vueltas, encajando mentalmente las piezas de una especie de puzzle.
—¿A tu madre le gustaban los gatos?
Me encogí de hombros.
—Creo que tenía algo que ver con mi padre. Siempre que veníamos, volvíamos aquí justo antes de salir —miré por encima de mi hombro, señalando con la cabeza a los maltrechos bancos—. Nos sentábamos ahí y mirábamos a los linces.
Aiden se acercó, pero no dijo nada.
Sonreí.
—Eran las únicas veces que mamá hablaba sobre mi padre. La verdad es que nunca decía mucho, excepto que tenía unos cálidos ojos marrones. Me pregunto si él tendría alguna relación con los animales —agarré la valla—, y bueno, la última vez que estuvimos aquí, me contó que estaba muerto y me dijo su nombre. Me puso el nombre por él, ¿lo sabías? Supongo que por eso Lucian odiaba cuando mamá me llamaba Álex. Al poco tiempo me empezó a llamar Lexie. Mi padre se llamaba Alexander.
Pasó un rato sin que ninguno de los dos dijésemos nada. Aiden habló primero.
—Por eso te gusta tanto el zoo.
—Sí, me has pillado —reí.
—No es nada de lo que tengas que avergonzarte, querer estar cerca de algo que te recuerde a tus seres queridos.
—Ni siquiera le conocí, Aiden.
—Pero aún así —dijo—, era tu padre.
Observé al lince unos segundos más. Caminaba alrededor de su recinto, había perdido toda curiosidad por nosotros. Sus potentes músculos se movían bajo su pelaje moteado. Había algo increíblemente grácil en la forma en que se movía.
—Odio tener que hacer esto, pero tenemos que volver, Álex.
—Lo sé.
Empezamos a andar por el parque de vuelta. Aiden estaba mucho más callado esta vez, sumido en sus pensamientos. No tardamos mucho en llegar a las puertas principales. De camino al Hummer los enormes árboles creaban una atmósfera casi surrealista.
Antes de darme cuenta, estaba sentada en el asiento del copiloto y Aiden había puesto las llaves en el contacto, pero no había encendido el coche. Se giró sobre el asiento, mirándome, y la expresión en su cara hizo que me diese un vuelco el corazón.
—Sé lo valiente que eres, Álex, pero no tienes que serlo siempre. No pasa nada por dejar que alguien sea valiente por ti. No se pierde la dignidad por eso. Tú no. Ya has probado que tienes más dignidad de la que un puro pueda tener.
Me pregunté a qué venía eso.
—Tienes que ir pedo por el azúcar o algo así.
Aiden rio.
—Simplemente es que tú no ves lo mismo que yo, Álex. Incluso cuando haces alguna estupidez o cuando estás por ahí, sin hacer nada, es difícil no darse cuenta de eso. Un pura sangre sería lo último en lo que me fijaría —cerró los ojos, sus largas pestañas le abanicaron las mejillas al abrir los ojos, de un intenso color plateado—. Creo que no tienes ni idea.
El mundo que había fuera del coche dejó de existir.
—¿Que no tengo ni idea de qué?
—Desde que te conocí, he querido romper todas las reglas —Aiden se giró, pude ver como todos los músculos de su cuello se tensaron. Suspiró—. Algún día te convertirás en el centro del mundo de alguien. Y ese alguien será el hijo de puta con más suerte en el mundo.
Sus palabras crearon una mezcla extraña de sensaciones. Tenía calor, mucho calor. El mundo podía acabarse en ese mismo instante. Aiden me miró con los labios entreabiertos. La intensidad en su mirada y el hambre en sus ojos me marearon un poco.
—Gracias —mi voz sonaba quebrada—. Gracias por haber hecho todo esto por mí.
—No tienes que agradecérmelo.
—¿Cuándo voy a poder darte las gracias por algo?
—Cuando haga algo que se las merezca realmente.
Esas palabras tocaron algo en mi interior, y no sé quién se movió primero. ¿Quién se inclinó sobre el freno de mano, quién fue el primero en cruzar esa barrera invisible entre los dos? ¿Quién fue el primero en romper las reglas? ¿Aiden? ¿Yo? Todo lo que sabía era que ambos nos movimos. Las manos de Aiden me cogieron la cara, y las mías estaban sobre su pecho, donde su corazón latía tan fuerte como el mío. En un instante, nuestros labios se encontraron.
Este beso no se parecía en nada al primero. Su fuerza nos dejó a ambos sin aliento. No hubo un solo momento de duda o indecisión. Solo había deseo, necesidad y un millar de otras cosas poderosas que me arrastraban hasta la locura. Sus labios me abrasaban, puso sus manos sobre mis hombros, bajando por mis brazos. La piel me ardía bajo el jersey, pero oh, era mucho más que un simple beso. Era la forma en que me tocaba. Ni mi corazón ni mi alma volverían a ser los mismos. Era casi sobrecogedor darse cuenta de algo tan poderoso, algo que trajo consigo un estado de necesidad que me llevó a sumergirme en lo desconocido.
Aiden se apartó, descansando su frente contra la mía. Respiraba con dificultad. Lo que salió de mi boca no era algo que hubiese planeado. Esas dos palabras simplemente escaparon de mi garganta, casi inaudibles.
—Te quiero.
Aiden se echó hacia atrás, con los ojos de par en par.
—No. Álex. No digas eso. No puedes… No puedes quererme.
Hice un amago de tocarle, pero volví a llevarme las manos al pecho.
—Pero no puedo evitarlo.
Estaba tenso, como si estuviese experimentando un terrible dolor. Entonces cerró los ojos y se inclinó, apoyando sus labios en mi frente. Estuvo así un momento antes de apartarse de nuevo. Al mirarle, vi cómo su pecho subía y bajaba con fuerza.
Aiden se frotó los ojos con las palmas de sus manos y soltó aire con fuerza.
—Álex…
—Oh, dioses —susurré mirando hacia el capó del coche—, no tendría que haber dicho eso.
—No pasa nada —Aiden se aclaró la garganta—. Está bien.
¿Bien? No parecía que estuviese bien. Y está bien y no pasa nada no era exactamente lo que quería escuchar. Quería que dijese que él también me quería. ¿No era eso lo que se decía tras una declaración de amor? No «está bien». Sabía que se preocupaba por mí y que yo le gustaba en el sentido físico, pero no iba a decir esas dos palabras.
Y eran muy importantes. Lo cambiaban todo.
Le pedí a mi corazón que dejase de dolerme tanto. Quizá solamente estaba callado por la sorpresa. Quizá no sabía cómo decirlo. Quizá también lo sentía pero no podía decirlo.
Quizá tenía que haber cerrado mi bocaza.
Me quedé dormida en el viaje de vuelta, lo que sirvió para varias cosas. Logré una siesta reponedora y evité lo que podría haber sido el viaje más incómodo de toda mi vida. Me hice la dormida mientras cruzábamos los puentes.
Aiden estuvo sereno, como si no me hubiese besado y yo no le hubiese profesado todo mi amor. Incluso salió del coche y me abrió la puerta antes de que me hubiese quitado el cinturón siquiera. Era todo un caballero, o solo era tan atento para deshacerse pronto de mí.
Tras una torpe despedida, me dirigí hacia mi residencia. Acorté por el patio, esperando evitar las zonas más concurridas. No dejaba de recordar todo lo que Aiden había dicho y hecho.
Sus besos aún me provocaban escalofríos por la espalda. La forma en que me había besado tenía que significar algo, porque la gente no besa así. Quería algo conmigo y había planeado todo eso del zoo. Tenía que sentir algo, algo muy fuerte por mí.
Pero no había dicho que me quería. Realmente no había dicho nada después de que yo lo dijera.
Le di una patada a una piedra suelta, mandándola hasta un arbusto cercano. Era bastante probable que estuviese exagerando. Solía hacerlo muy a menudo. Repasando todo lo que había hacho Aiden en las últimas horas, sus actos habían probado que se preocupaba por mí y eso superaba con creces que no hubiese dicho que me quería.
Fui hacia un rosal y corté una flor. Por alguna razón, estas rosas no tenían espinas. No tenía ni idea de cómo podían crecer así, pero qué leches, no tenía ni idea de nada. Cerré los ojos e inhalé su aroma. A mamá le encantaban los hibiscos, pero a mí las rosas. Me recordaban a la primavera y a todo lo nuevo.
—Niña, esa rosa no va a calmar tu corazón. ¿Continuar? ¿Dejarlo pasar? ¿Seguir el camino que tu corazón ha elegido? Nada es fácil cuando el corazón reclama protagonismo.
Los ojos se me abrieron de par en par.
—Tiene que ser una broma.
Una risa seca y rasposa que sonaba como si estuviese a solo un paso de la muerte, confirmó quién estaba detrás de mí. Me giré. En medio del camino, doblada sobre un viejo bastón, estaba la abuela Piperi, el oráculo. Tenía el pelo como la última vez que la vi, como si todo su peso pudiese aplastarla.
Sonrió, estirando al máximo su delgada piel. Era un tanto grotesco y extraño.
—¿Sabes por qué un corazón reclama su protagonismo? Por supervivencia. El corazón pide protagonismo para asegurar la supervivencia de los suyos.
De nuevo estaba en frente del oráculo y no dejaba de soltar tonterías.
—¿Por qué no me dijiste que mi madre era un daimon? —Agarré con fuerza el tallo de la rosa en mi puño—. ¿Por qué no me contaste la verdad?
Piperi inclinó la cabeza hacia un lado.
—Niña, yo solo digo verdades y te doy verdades.
—¡No me dijiste nada!
—No, no —movió la cabeza—. Te lo dije todo.
Le grité.
—¡Solo me dijiste un montón de tonterías sin sentido! Podías haber dicho «Hey, eres la segunda venida del Apollyon. Tu madre es un daimon y va a intentar convertirte. ¡Y oh, por cierto, va a intentar matar a tu amigo!».
—¿Y acaso no te dije eso, niña?
—¡No! —grité y tiré la rosa al suelo—. Eso no es lo que me dijiste.
Piperi chasqueó la lengua.
—Entonces no me escuchaste con esos oídos. La gente nunca lo hace. Solo oyen lo que quieren oír.
—Oh, dioses. Mujer, para empezar tú eres la razón por la que mi madre se fue de aquí. La convirtieron en un maldito daimon. Si no le hubieses dicho lo mío…
—Tu madre quería salvarte, salvarte de tu destino. Si no lo hubiese hecho, no serías más que un recuerdo y un miedo olvidado hacía tiempo. Igual que todos los que tenéis mezcla de razas. Lo que quieren de vosotros, lo que han planeado —volvió a mover la cabeza y cuando me miró, en su cara no había más que dolor y pena—. Te temen, temen lo que supones. Te lo dije, niña. Te dije que tu camino estaba lleno de cosas oscuras que tienes que hacer.
Parpadeé.
—Eh… vale.
Piperi dio unos pasos, parando enfrente de mí. Solo me llegaba hasta los hombros, pero recordaba lo fuerte que era. Di un paso atrás. Rio, pero esta vez su risa terminó con un sonido silbante. Dioses, esperaba que no cayese muerta allí mismo. Levantó la cabeza, regalándome una enorme sonrisa desdentada.
—¿Quieres saber algo sobre el amor, niña?
—Oh, vamos —gruñí—. Me das ganas de suicidarme.
—Pero el amor, niña, el amor es la raíz de todo lo bueno, y la raíz de todo lo malo. El amor es la raíz del Apollyon.
Cambié de pie.
—Oh, sí, creo que es hora de despedirme. Espero que tengas un buen camino de vuelta a la guarida de la que has salido.
Con su mano libre me agarró la mía. Su piel era fina como el papel, seca y asquerosilla. Intenté soltarme, pero me cogía fuerte, tenía una fuerza sobrenatural. Sus ojos se clavaron en los míos.
—Escúchame, niña. El destino tiene sus planes. Las cosas no pueden deshacerse. El destino ha mirado el pasado y el futuro. La historia se repite, pero ha llegado el momento de pulsar «stop». Para cambiarlo todo.
—No sé de qué hablas. Lo siento. No tiene…
—¡Escúchame!
—¡Estoy escuchando! ¿Pero por una vez podrías construir frases coherentes?
Los dedos de Piperi se deslizaron sobre los míos y me soltó. Pude oír cómo le silbaba el pecho.
—No tengo nada más. Tienes que ver qué te he enseñado. Escuchar lo que he dicho. Nada es lo que parece. El mal se esconde entre las sombras, tramando sus planes mientras vosotros teméis a los daimons.
La miré enfadada.
—Yo no temo a los daimons.
Sus ojos negros me atravesaron.
—Deberías temer a los que siguen las tradiciones. A los que no buscan el cambio y no pueden permitir que las cosas sigan así. Y vaya camino, qué camino han elegido los Poderes. El final está cerca. Él —miró hacia el cielo—, se ocupará de ello.
Puse los ojos en blanco.
—Oh, por el amor de los dioses, esto no tiene ningún sentido.
Volvió a mover la cabeza.
—No lo entiendes. Escúchame —Piperi me dio en el pecho con uno de sus dedos huesudos—, tienes que elegir entre lo que está predestinado y lo que es desconocido.
—¡Ay! —Di un paso atrás. Volvió a darme un golpecito—. ¡Hey! ¡Para ya!
—¡Arriésgate o sufre las consecuencias! —Se paró de repente, abriendo los ojos mientras escudriñaba por el silencioso jardín a su alrededor—. No aceptes regalos de aquellos que quieren destruirte.
—Ni caramelos —murmuré.
Piperi ignoró mi sarcasmo.
—Tienes que apartarte de aquellos que no te traen más que dolor y muerte. ¿Me oyes? Él no te aporta nada más que muerte. Y siempre ha sido así. Tienes que conocer la diferencia entre necesidad y amor, entre destino y futuro. Si no lo haces, todo lo que tu madre sacrificó no habrá servido para nada.
Eso me llamó la atención, quizá porque era lo más coherente que me había dicho nunca.
—¿Quién es él?
—Él no es lo que parece. Los tiene a todos engañados, se tiene engañado. El pobre no lo ve. Él no lo ve y ha marcado su destino —suspiró—. Está jugando a dos bandas. Tú no lo sabes, no lo podrías saber. Él… —dio unos pasos hacia atrás y el bastón se le cayó de las manos, golpeando contra el suelo de mármol y rompiéndose en una docena de trozos.
Me abalancé para agarrarla, parecía que fuese a caer de cabeza. Me sorprendió ver que no lo hizo… y mucho más cuando se dobló sobre sí misma y fue desapareciendo hasta que no quedó más que una pila de polvo.