Le di un codazo al primer Guardia en el estómago. La segunda intentó acorralarme en una esquina, pero mi patada giratoria la mandó volando hacia una camilla. El tercer y último Guardia vino a por mí, y no estoy segura de qué pasó, pero sé que perdí el control.
Una profunda y terrible ira me recorrió el cuerpo. El tiempo se aceleró de forma increíble. Agarré la mano del Guardia y le torcí el brazo hacia atrás, haciéndole girar sobre sí mismo. Plantándole mi pie en la espalda, lo estampé contra una mesa. El primer Guardia volvió hacia mí. Esquivó mi patada, pero me di la vuelta antes de que pudiese anticipar mi siguiente movimiento y mi pie dio contra su barbilla. El impacto lo lanzó hacia atrás.
La Guardia mestiza se lanzó a por mí. Salté la mesa de guantes médicos y algodones con increíble agilidad. En un segundo me di cuenta que no debería haber podido hacer eso, saltar limpiamente una mesa de metro y medio. Sobre todo sin mirar hacia atrás, pero mi talón impactó contra el carrito, estampándolo contra el pecho de la Guardia. Los tres Guardias se retorcían en el suelo con diferentes dolores.
Las paredes blancas de la sala médica me daban vueltas cuando me giré, mirando al aterrado puro.
—¿Sigo sin poder decidirlo?
Se arrastró por la pared, con la cara tan blanca como su bata y las manos frente a él, como si eso pudiese pararme. Di un paso hacia él sin ninguna malicia. No quería pegar a un puro… otra vez. Salió disparado hacia la puerta gritando.
—¡Guardias! ¡Guardias!
Varios mestizos estaban asombrados, como si ellos tampoco pudiesen creerse lo que acababa de hacer. Dos de ellos parecían querer unirse a la pelea.
—No tenéis que hacerlo —dije en serio—. No os pueden obligar si no…
El primer Guardia cortó mis palabras. Recuperado, se puso en pie de un salto.
—Señorita Andros, ha tomado una mala decisión. Nadie la hubiese herido.
Me di la vuelta. Ahora no iban a venir de uno en uno. La ira disminuyó al dar unos pasos atrás y el tiempo dejó de moverse tan deprisa. Los tres vinieron a por mí a la vez. Intenté apartar a uno de ellos, pero otro me agarró el brazo. Le habría dado a él también, lo juro, pero me distrajo el montón de Guardias que entraron en la sala y los dos mestizos que bloquearon su entrada, iniciando una pelea decente. Casi sonreía, pero un latido más tarde, estaba atrapada contra las frías baldosas. Dos de los Guardias me sujetaban los brazos, mientras la mestiza estaba literalmente sentada sobre mí. Me retorcí, intentando liberarme.
—Para —me agarró la cabeza por ambos lados y la sujetó echándola hacia atrás. Le caía sangre de la nariz—. Deja de luchar contra nosotros. Nadie quiere hacerte daño.
Podía escuchar la pelea de la puerta.
—Pues ahora me estás haciendo daño —solté—. Me aplastas el hígado.
El revuelo causado por la pelea cesó rápidamente, y durante un momento solamente pude oír el sonido de mi corazón latiendo dolorosamente contra mis costillas.
—Vale. Ya está.
Me miró.
—Nosotros decidiremos cuándo estás.
—No. Yo decidiré cuándo está. Y ya estás soltándola —dijo una nueva voz. Una que era a la vez fría y dura, pero también extrañamente musical.
El peso sobre mi pecho desapareció de repente, como la Guardia. Salió volando a través de la habitación, golpeándose contra uno de los carros que estaban contra la pared. Me puse de rodillas tomando aire.
Seth dio un paso dentro de la sala, con los ojos brillantes de ira.
—Tú. Ayúdale a levantarse, ahora.
—Pero… tenemos órdenes. Se negó a cumplir —dijo el Guardia.
—No habéis prestado atención. El Patriarca dio la orden de que todos los mestizos fuesen registrados, pero no su hijastra. No creo que le guste saber que lo habéis desobedecido —Seth me miró—. ¿Por qué no le has ayudado aún?
El Guardia que había hablado se apresuró y me levantó con delicadeza.
—Disculpaos. Todos.
Sorprendida, miré a Seth. Iba en serio, quería que se disculpasen por hacer su trabajo. Y por cómo le veía, bueno, parecía que quería que lo sintiesen físicamente. Había algo inestable en sus ojos.
—Seth, no es…
—Calla, Álex. Quiero escucharles decir que lo sienten.
Levanté las cejas.
—Perdona…
—Lo siento, Señorita Andros —interrumpió uno de los Guardias, pálido como un daimon—. Ruego me disculpe.
Seth miró a los otros Guardias. La mujer cojeó, y se deshizo en disculpas. Cuando asentí, salieron en fila de la sala, dejándonos a solas.
—No tenías que obligarlos a disculparse, Seth. Solo estaban haciendo su trabajo. No tenías…
Se puso justo enfrente de mí, moviéndose tan deprisa que ni siquiera le vi. Me cogió de la barbilla con la punta de sus dedos, mirándome a la cara. Me dolía un poco la mejilla, pero suponía que no me saldría ningún moratón.
—Un «gracias» no estaría mal. Los detuve.
Me moví, incómoda.
—Gracias.
Seth arqueó una ceja y me echó la cabeza un poco hacia atrás.
—También podría sonar como si lo dijeses en serio.
—Y lo digo en serio, pero les has avergonzado.
Me soltó la barbilla y parecía satisfecho al no verme hacer una mueca.
—Tú pegaste a los Guardias cuando solamente estaban haciendo su trabajo. Creo que estamos empatados.
Mierda. Seth tenía razón. Suspiré.
—¿En serio… Lucian les ordenó que no me registrasen?
—Sí, pero parece que no quedó suficientemente claro.
—¿Y qué pasa con los demás mestizos? No tendrían que pasar por esto —en vez de contestar, levantó el brazo y estiró el cuello de mi camiseta. Se debió bajar durante la pelea, mostrando las marcas que me cubrían el cuello—. Seth, ¿qué pasa con ellos?
Dejando caer la mano, se encogió de hombros.
—No lo sé. En mi mente solo tengo sitio para preocuparme por mí mismo y por ti.
Reí por lo bajo.
—Me sorprende que tengas sitio para pensar en alguien que no seas tú.
Volvió a poner esa sonrisa engreída.
—A mí también. De hecho creo que no me gusta.
Puso su brazo sobre mis hombros y me llevó hacia la salida, pasando al lado de los mestizos que esperaban fuera y por delante de los puros que nos miraban con odio.
Esa tarde Aiden acabó pronto el entrenamiento. No hablamos mucho, pero estaba segura de que había oído lo sucedido. Lo único bueno de la tarde fue cenar con Caleb. Las noticias ya le habían llegado y seguramente al resto del Covenant.
—¿Te ha traído muchos problemas? —preguntó Caleb.
Me encogí de hombros y unté una patata frita en mayonesa.
—La verdad es que ninguno. Lucian ha ordenado que no me examinen.
Caleb se encogió mientras yo me metía la patata llena de mayonesa a la boca.
—Estás tocada por los dioses. Lo juro.
—Tocada de más de una forma. ¿Dónde está Olivia?
—¿Puedes untar las patatas en algo normal, como ketchup?
Hundí mi patata en la mayonesa alegremente.
—¿Dónde está Olivia?
Caleb inclinó la silla hacia atrás sobre dos patas y suspiró.
—Está enfadada conmigo por lo de ayer. Esta mañana hemos discutido.
—Oh, ¿vosotros peleando?
—Eso parece. Es estúpido. Pero bueno, ¿hay más noticias sobre el daimon?
Le dije lo que me había contado Seth sobre el resto de ataques. Caleb tuvo la misma reacción que yo: incredulidad y rabia. A veces pensaba que los Consejos podrían funcionar mejor si estuviesen dirigidos por mestizos. Parecía que poseíamos más pensamiento crítico y sentido común.
Tras unos momentos, Caleb habló.
—Sabes, creo que lo que hiciste fue increíble.
Me encogí de hombros, pensando en lo avergonzados que estaban los Guardias.
—Gracias. Pero ahora mismo no me parece tan increíble.
Caleb levantó las cejas.
—Bueno, ha hecho que todo el mundo hable y piense en ello. Ninguno de nosotros quiere seguir con esto. Creemos que fue muy valiente.
—No fue valiente. Estúpido quizá, pero no valiente.
—No —insistió—. Fue valiente.
—Caleb, sabes que los puros se volverán locos si empezamos a presionarlos de verdad. Un mestizo negándose a que le desnuden para examinarle es una cosa, ¿pero docenas? Para ellos eso es traición. Y ya sabes qué hacen si eres sospechoso de traición.
Un aire de determinación le dio un aspecto nuevo a sus ojos azules.
—Como ya he dicho, las cosas tienen que cambiar por aquí.
Me incliné hacia delante.
—Caleb, no te metas en líos.
—¿Por qué estás discutiéndome esto, Álex? Hoy te has levantado contra ellos, pero parece que piensas que ninguno de nosotros tendría que hacerlo. ¿Por qué? ¿Solo tú puedes hacerlo, y los demás tenemos que acatar lo que ellos digan?
—No, no es lo que estoy diciendo. Solo digo que esto es serio, Caleb. No tiene que ver con meterse en las habitaciones o salir de la isla. Pueden expulsarnos, o peor.
—Pero tú no.
—Ya, bueno… yo soy diferente. Y no lo digo en plan soy superguay. La única razón por la que no estoy metida en líos es porque Lucian intercedió, ¿por qué? No lo sé. Pero vosotros os meteréis en líos.
Incrédulo, levantó las manos y agitó la cabeza.
—Estás siendo demasiado…
—¿Demasiado qué?
Caleb frunció el ceño.
—No lo sé, demasiado racional tal vez.
Por un momento lo único que hice fue mirarle, y entonces me eché a reír.
—¿Sabes que eres la única persona que me acusa de ser demasiado racional?
En su cara apareció una sonrisa, recordándome al Caleb más joven y despreocupado, ese Caleb que no se emocionaba tomando posición en contra del Consejo de puros.
—Bueno, supongo que siempre hay una primera vez para todo.
Sonreímos, pero mi sonrisa se desvaneció en seguida.
—Caleb, has cambiado.
Su sonrisa desapareció.
—¿A qué te refieres?
—No lo sé. Simplemente eres diferente —no creí que fuese a responder, especialmente cuando se puso de pie.
Dio la vuelta a la mesa para sentarse a mi lado, y sus labios se tensaron un momento.
—Soy diferente.
—Lo sé —susurré.
Sonrió brevemente.
—Sabes, no dejo de pensar en cuando estuvimos… en esa cabaña y no podía hacer nada para ayudarte. No sé cómo pensaba que sería luchar contra un daimon. Supongo que no tenía ni idea —un músculo de su mandíbula se tensó mientras pasaba sus dedos sobre una marca en la mesa—. Solo podía pensar que tenía que haber hecho algo para que dejaran de hacerte daño. Tenía que haber luchado a pesar del dolor.
—Caleb, no —sujeté sus manos frías—. No podías hacer nada. Y toda esa situación enrevesada fue culpa mía.
Me miró, con los labios formando una sonrisa cínica.
—Nunca me había sentido tan… inútil en toda mi vida. No quiero volver a sentirme así.
—No eres inútil. Nunca lo has sido —me acerqué y rodeé sus tensos hombros con mis brazos.
Caleb al principio respondió un poco raro, pero luego descansó su barbilla sobre mi cabeza. Estuvimos así un rato.
—Tienes mayonesa en el pelo —murmuró.
Riendo, me aparté.
—¿Dónde?
Señaló.
—Eres un desastre comiendo.
Tras quitarme la mayonesa del pelo, me estudió.
—¿Qué pasa? ¿Tengo más mayonesa en el pelo?
—No —miró por la cafetería vacía—. ¿Cómo van las cosas entre… tú y Aiden?
Solté la servilleta. Normalmente Caleb sentía que no me gustaba hablar sobre Aiden.
—No sé. Todo está igual, supongo.
Puso su barbilla sobre mi hombro. Las puntas de su suave pelo me hacían cosquillas en la mejilla.
—¿Se ha enfadado mucho por lo de los Guardias?
—No me ha dicho nada de eso, pero apuesto a que sí.
—¿Habéis, ya sabes…?
—¡No! —Me aparté hacia atrás, dándole suavemente en el brazo.
Caleb me miró con complicidad.
—No puede haber nada entre nosotros, ya lo sabes. Así que deja de mirarme así.
—Como si algo prohibido te hubiese detenido alguna vez, Álex. Solo… solo ten cuidado. No voy a darte un discursito.
—Bien.
Sonrió.
—Pero si alguien descubre lo que casi pasó entre vosotros…
—Ya lo sé —miré el resto de mis patatas—. No hay nada de lo que preocuparse, ¿vale?
Por suerte el tema cambió a cosas menos serias. Pronto tuvimos que volver a nuestras residencias y me sentí un poco mejor con todo una vez duchada. Sin embargo seguía preocupada por Caleb, temiendo que lo ocurrido en Gatlinburg le hubiese hecho daño.
Después de cambiarme volví a sentir esa extraña sensación de cosquilleo. Noté cómo el calor se arrastraba sobre mi piel justo antes de que empezase el intenso dolor en la tripa. En serio, intenté ignorarlo. Incluso cogí mi libro de Trigonometría, pero no podía concentrarme. Encendí la televisión, pero la fuerza de lo que me pasaba hacía casi imposible pensar en cualquier otra cosa que no fuese tener novio. Quizá era el modo que tenía mi cuerpo de decirme que necesitaba encontrar a alguien, alguien que estuviese disponible y no fuese un pura sangre.
Cuando finalmente se calmó, caí en un sueño inquieto que duró unas horas, hasta que me incorporé de repente sobre la cama, con el corazón a mil. Escudriñé entre la oscuridad de la habitación, intentando desesperadamente quitarme de la mente la imagen de la cara de Daniel.
Me di la vuelta y miré hacia la ventana. Pasó un segundo antes de que mi cerebro pudiese procesar la sombra oscura tras las cortinas. Tenía el corazón en la garganta. Me levanté de golpe, tirando las sábanas al suelo, y me arrastré hasta la ventana. La sombra seguía ahí, dándome escalofríos. ¿Era Seth intentando espiarme por la ventana?
Si lo era, iba a partirle la cabeza.
Pero también podría ser el daimon, porque aún no le habían pillado. Demonios, si lo era, no iba a entrar a mi habitación.
Subí las cortinas y di un salto atrás. Una cara pálida, claramente no era la de Seth, se me quedó mirando. Bajo la pálida luz de la luna, casi me pareció un maldito daimon.
Pero era una Centinela. Creo que una chica rubia llamada Sandra. Aún así, ¿qué hacía mirando por mi ventana? Eso me acojonó un poco. Sin pensarlo dos veces, quité el seguro de la ventana y la abrí.
—¿Todo bien?
Los ojos de Sandra cayeron sobre las marcas de mis brazos desnudos antes de mirarme a la cara.
—Me pareció oír gritos desde esta habitación.
Me ruboricé al darme cuenta de que debía haber gritado en sueños.
—Lo siento. No pasa nada.
—Asegúrate de tener la ventana cerrada —sonrió—. Buenas noches.
Asintiendo, cerré la ventana y la aseguré. Aún sentía las mejillas ardiendo al volver a la cama y taparme hasta arriba. Aunque mis gritos infantiles habían traído hasta mi habitación a un Centinela y no a un daimon, la sensación de miedo se me quedó toda la noche.
Pasé el día a duras penas, un poco ida y mareada. No mareada en plan vomitar, sino mareada de nervios. Me quedé dormida junto a Deacon en clase. Me despertó antes de que el profesor me viese durmiendo. Mis manos temblaron al coger el refresco en la comida, lo que me hizo recibir un interrogatorio por parte de Caleb y Olivia, preocupados por mí.
A lo mejor había pillado algo. O quizá eran las pesadillas que llevaba teniendo desde hacía dos noches. No lo sabía, pero todo lo que deseaba era volver arrastrándome a mi cama y dormir.
En clase de lucha callejera me costaba seguir los movimientos de mi oponente. Luke se portó bien conmigo, tirándome al suelo solo un par de veces. Y mi día no estaba ni cerca de terminar.
Justo después vino el entrenamiento con Aiden, y también lo hice como el culo.
Hice un amago hacia la izquierda, pero sentía que mis movimientos eran torpes y demasiado lentos. La pierna de Aiden vino hacia mí, dándome en el muslo. El impacto me lanzó hacia delante, y caí de bruces contra la colchoneta. Todo mi peso cayó sobre las muñecas y solté un grito ahogado.
—¡Álex! ¿Estás bien? —Aiden se acercó y alargó su mano.
Ignorando el dolor me levanté.
—Estoy bien.
El brazo de Aiden seguía extendido, como si hubiese olvidado que lo había puesto así para agarrarme. Se quedó ahí quieto, mirándome.
—¿Qué te pasa hoy? A este ritmo vas a romperte el cuello.
Las mejillas me ardieron al coger las cuchillas del suelo.
—Estoy bien.
Quería disculparme por acusarle de ser como los demás puros en alguno de los momentos de pausa, pero las palabras «lo siento» no salían de mis labios, y Aiden volvía a atacar.
Hizo girar las cuchillas en sus manos.
—Otra vez.
Ataqué. Aiden bajó sus cuchillas sobre las mías y el sonido del metal resonó por toda la sala. Me hizo retroceder al intentar clavarme la hoja en el vientre. Con el antebrazo le pegué en el brazo, apartándolo de su objetivo.
—Bien —dijo—. Sigue moviéndote. No te quedes nunca quieta.
Me situé bajo su brazo, quedándome fuera de su alcance mientras estudiaba sus movimientos. Siempre había algo que te indicaba el próximo movimiento, la técnica. A veces era solamente un leve temblor en el músculo o un movimiento de ojos, pero siempre estaba ahí.
Aiden intentó pincharme, pero era un engaño. Lo vi un instante antes de que se agachase, lanzándome una patada baja a las piernas. Salté para esquivarla y fui a rematar. Para un mestizo no entrenado, ser pillado así, suponía terminar con la pelea. Pero Aiden estaba entrenado y era increíblemente rápido. Se levantó de un salto mientras al mismo tiempo cogía ambas hojas con una mano.
Salté, bajando las cuchillas. Aiden me atrapó en el aire, agarrándome del brazo. En un segundo tenía mi espalda contra él y dos dagas apuntando a mi garganta.
Agachó la cabeza y su respiración rozó mi mejilla.
—¿Qué has hecho mal?
Sentí su corazón contra su pecho. Así de cerca estábamos.
—¿Eh…?
—Me viste moviendo las hojas a una sola mano, era un movimiento vulnerable. Tenías que haber ido a por la mano que las sujetaba. De un golpe limpio me habrías desarmado.
Lo repasé y vi que tenía razón.
—Madre mía.
Inclinó su cabeza aún más y los mechones más largos de su pelo me acariciaron la mejilla. Ninguno de los dos se movía. Cerré los ojos mientras el calor me rodeaba. Creo que podría haberme quedado dormida apoyada contra él.
—Ahora ya lo sabes —me soltó—. Otra vez.
Y lo hice. Nos pusimos en guardia una y otra vez. Bloqueé unas cuantas de sus estocadas y él bloqueó todas las mías. Tras unas cuantas rondas, estaba agotada y empapada en sudor frío. Solo quería sentarme.
Aiden me presionó y yo le hice retroceder. Con cierta distancia entre los dos, me dirigí hacia la derecha, con los dedos tensos sobre el mango de la hoja. Patada. Dale una patada, me ordené a mí misma. Aiden esquivó mi lanzada, pero no mi patada. Soltó una de las dagas y golpeó el suelo. Le vi una expresión de sorpresa y orgullo en la cara justo antes volver a cargar contra mí con una hoja. Bloqueé sus ataques con los brazos temblorosos. Se dejó caer, poniéndose en posición para barrerme las piernas. Lo vi venir de lejos.
Pero no pude, no pude lograr que mis piernas se moviesen suficientemente rápido.
Todo se ralentizó, para asegurar que la ridiculez de lo que iba a pasar se pudiese captar perfectamente. Retrocedí hacia el borde de la colchoneta. Su larga pierna giró, atrapándome ambas piernas. Se me escaparon las cuchillas y caí de espaldas. Un segundo después, di con la cabeza contra el suelo.
Me quedé ahí tumbada, aturdida y mareada.
La cara de Aiden apareció en mi campo visual, pero sus facciones estaban un poco confusas.
—Álex, ¿estás bien?
Parpadeé lentamente. Me dolía tanto la cabeza que hasta me molestaban los dientes, pero me incorporé. Inmediatamente Aiden, con dedos ágiles y amables, me miró la cabeza por si me había hecho daño.
—Eso… ha sido bastante estúpido.
—No es nada. Lo estabas haciendo muy bien. Hasta me has desarmado —se volvió a sentar; me cogió la cara con sus manos y me echó la cabeza hacia atrás. Sonrió—. Creo que no hay daños permanentes.
Intenté sonreír, pero no lo logré.
—Lo siento.
Arrugó la frente.
—Álex, no te disculpes. A veces pasa. No siempre puedes ser la más rápida.
—Vi tu movimiento, Aiden. Tenía tiempo más que suficiente para apartarme —bajé los ojos—. Estoy demasiado cansada.
Aiden se acercó más a mí, juntando sus rodillas contra mi muslo.
—Álex, mírame —suspirando, levanté la mirada. Me arregló el pelo con una pequeña sonrisa—. ¿Los entrenamientos están siendo demasiado?
—No…
—Álex, sé sincera conmigo. Estás todo el día entrenando. ¿Es demasiado?
Si continuaba tocándome el pelo, admitiría cualquier cosa.
—No es demasiado, Aiden. En serio que no. Es solo que… no estoy durmiendo demasiado.
Se giró para ponerse justo a mi lado y apoyó su otra mano en mi hombro. Inhalé su aroma único, a mar y hojas ardiendo. Teniéndole tan cerca, con una mano sobre mi hombro y la otra tocándome el pelo sin parar, podía hacer lo que quisiera conmigo y creo que él lo sabía.
—¿Por qué no duermes, Álex? —preguntó en voz baja y suave.
Las palabras me salieron solas.
—Tengo pesadillas, todas las noches y toda la noche.
—¿Pesadillas? —repitió. No sonó como si le pareciera gracioso, sino más bien como que no lo entendía.
Cerré los ojos y respiré profundamente.
—No sabes cómo fueron todas aquellas horas… en Gatlinburg, sin ser capaz de hacer nada. Y todas esas marcas, era como si estuviesen arrancando trozos de mí. No sabes qué habría hecho por conseguir que parasen, solo parar.
Aiden se tensó, cerrando un poco sus dedos sobre mi nuca.
—Tienes razón, Álex. No lo sé, pero ojalá pudiese saberlo.
—No sabes lo que dices —susurré.
—Claro que sí —volvió a pasarme los dedos por el pelo—, así quizás podría ayudarte de alguna forma. ¿Es de eso sobre lo que tienes las pesadillas?
—Algunas veces aparece mamá y otras los otros dos, Eric y Daniel. Son tan reales, ¿sabes? Como si estuviese ocurriendo de nuevo —apreté los labios, conteniendo la emoción que intentaba subirme por la garganta. Hablar de aquella noche y de lo que hicieron me retorcía el estómago como si hubiese comido algo en mal estado—. Así que no, no duermo demasiado.
—¿Hace… hace cuanto que te sucede?
Me encogí de hombros.
—Más o menos una semana después de que sucediera.
—¿Por qué no has dicho nada? Es mucho tiempo guardándotelo todo para ti, Álex.
—¿Y qué tenía que decir? Tener pesadillas es muy de críos…
—No son pesadillas. Es estrés, Álex. Por todo lo que has pasado… —apartó la mirada con la mandíbula tensa—. Por supuesto que tienes pesadillas. Era un daimon, Álex, pero también era tu madre.
Me eché un poco hacia atrás para mirarle a la cara. Podía ver perfectamente la preocupación en su rostro, cómo sus ojos adquirían un color gris tormenta.
—Lo sé.
Movió la cabeza.
—Y desde entonces estás haciendo cosas sin parar. No has tenido ni un momento para… desconectar. El ataque daimon seguramente lo ha empeorado. No sé por qué no había ni pensado en ello, por qué nadie lo ha hecho. Esto es demasiado. Tenemos que…
—Por favor, no se lo digas a Marcus. Por favor —empecé a ponerme de pie, pero me volvió a sentar en la colchoneta—. Si cree que me pasa algo, me sacará del Covenant —y lo haría. Si Marcus creyese que no sirvo, iría al servicio. Los mestizos no van al psicólogo. No tienen estrés postraumático. Afrontan las cosas. No pierden el sueño y la cagan en los entrenamientos—. Oh, dioses, Marcus va a echarme de aquí.
Aiden me volvió a coger la barbilla.
—No era eso lo que iba a decir. No te preocupes tanto, Agapi. No voy a decirle nada a nadie. Ni una sola palabra, pero eso no quiere decir que vaya a olvidarlo.
—¿Qué quieres decir con eso?
Sonrió, pero un poco triste.
—Bueno, necesitas descansar y tiempo para relajarte. No sé. Ya pensaré en algo.
Puse mi mano sobre la suya. Él soltó mi barbilla y entrelazó sus dedos con los míos. Mi pequeño corazón se puso increíblemente contento.
—¿Qué significa Agapi?
Aiden tomó aire.
—¿Qué?
—Me has llamado Agapi… unas cuantas veces. Suena bien.
—Oh. No… no me había dado cuenta —soltó su mano—. Es la lengua antigua. No significa nada en realidad.
Fue un tanto decepcionante. Me levanté a regañadientes, respiré profundamente y vi como Aiden se levantaba.
—Me encuentro bien.
Las puertas del gimnasio se abrieron de par en par, golpeando contra las paredes. Seth entró con paso firme, como si fuese el dueño del lugar.
—¿Qué está pasando?
Le miré.
—¿Tú qué crees?
Aiden recogió las cuchillas del suelo.
—Tengo que encontrar algún modo de atrancar las puertas.
Seth lazó una mirada a Aiden.
—Me encantaría que lo intentases.
Aiden bajó los brazos mientras con sus manos acariciaba el mango de las cuchillas.
—¿No deberías estar haciendo algo? No me puedo creer que tu único cometido aquí sea ayudar a Álex unos cuantos días a la semana y merodear por la residencia de las chicas.
—De hecho, ese es mi único cometido. ¿No lo sabías? Estoy aquí solo para…
—Eh, ¿hemos acabado el entrenamiento, Aiden? —Corté antes de que los dos empezasen a sacudirse.
—Sí —sus ojos seguían fijos sobre Seth.
Me dio la impresión de que Aiden sería capaz de apuñalar a Seth. Y de que Seth le lanzaría un rayo a Aiden.
—Vale. Gracias por el entrenamiento… y por todo.
Seth soltó una risita y levantó las cejas.
—De nada —respondió Aiden.
Gruñí por dentro y fui a recoger mi bolsa. De camino a la salida agarré a Seth de la camiseta.
—Vamos.
—¿Qué? —protestó Seth—. Creo que Aiden quiere salir conmigo.
—¡Seth!
—Vale —se dio la vuelta mientras se alisaba la camiseta.
No miré atrás. Una vez fuera del edificio, le lancé una mirada a Seth.
—¿Necesitabas algo?
Sonrió.
—Nop.
—Entonces, ¿has interrumpido mi entrenamiento sin ninguna razón? Y una mierda.
Seth me puso un brazo sobre el hombro.
—Di lo que quieras. Vamos a comer algo. Aún puedes hacer eso, ¿verdad? ¿O estás castigada sin poder entrar a la cafetería?
—Se supone que no debo quedar con amigos.
—Entonces supongo que es bueno que en realidad no seamos amigos.