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La gran nariz de Van Dongen se sacude mientras pinta. Pinta con frenesí, inclinado sobre el caballete. Está llenando de color el dibujo a carbonilla donde ha representado a una ciclista rubia, vista desde atrás. La muchacha viste un short algo estrecho. Sus pies apenas alcanzan los pedales. El dibujo destaca el esfuerzo del pedaleo sobre el sillín exageradamente alto. Es como si montara una bicicleta demasiado grande. Al encanto infantil que deriva de esto, se añade no obstante una obscena movilidad. Demasiado obscena para un anuncio comercial, e insuficiente, quizá, para un afiche porno. Aunque aquel quiebre de cintura y la posición muy ladeada que han adoptado las espléndidas nalgas, atraería mucho público a una sala de cine estimulante.

Pero el dibujo no carece de su toque poético. A modo de cenefa, el pintor ha dibujado una guirnalda de laurel triunfal y mirto afrodisíaco, coronada en lo alto por una lira que le sirve de broche. Amorcitos de rostros lascivos revolotean alrededor de las nalgas.

En eso se oye una llave y Van Dongen sonríe hacia la puerta de calle. Entra Carmen, una mulata achinada de nobles facciones. Al volverse para cerrar la puerta, sobre sus piernas bien torneadas, exhibe líneas que, cinco libras y cinco años antes, fueron perfectas. Hoy ya no lo son, pero aún son bellas, de una belleza lujuriosamente maciza. Carmen tiene unos treinta años.

Él se tapa la nariz con ambas manos. Ella da la vuelta por detrás y se inclina para besarlo en el cuello.

—¿Y cuál es tu apuro? Tuve que inventar que mi madre estaba enferma y pedirle a una compañera que me reemplazara en el hospital.

El se para y coge de un rincón una bicicleta de gimnasia, que instala frente al caballete.

—Desnúdate y móntate.

Ella lo mira sonriente. Se quita su cofia de enfermera y da unos pasos para mirarlo de frente, él vuelve a sentarse y a taparse la nariz. Ella comienza a desabrocharse el uniforme blanco. Blanca es también su ropa interior, y fosforescente sobre las carnes morenas.

—¿Y esta nueva locura?

—Soñé que te veía desnuda en una bicicleta, exactamente así.

Carmen se acerca, y le acaricia el pelo mientras observa el dibujo con desconfianza.

—Mmmm, ese culo es demasiado blanco para ser el mío. ¿Estás seguro de que fue conmigo que soñaste?

—Sí, eras tú, pero en el sueño la luz era muy intensa. Y hasta me inspiró una melodía. ¡Dale, súbete, y comienza a pedalear!

—No: en frío no me gusta. Primero toca tu melodía, a ver si entro en calor.

Jan se levanta y camina hasta un armario. Abre un cajón y extrae una máscara negra, que le deja libres los ojos y la boca. Se la pone y comienza a tocar.

Al compás de su melodía, Jan balancea con gracia los hombros y el torso.