Una mesa muy bien puesta, para tres. Vajilla fina, copas de cristal, mantelería elegante, flores. Alicia y Margarita visten de noche. Alicia repasa con una servilleta el borde de una copa y la mira al trasluz, mientras la madre ordena varios cubiertos al lado de cada plato.
—¿Y tú has descartado que Víctor pueda estar de acuerdo con el narizón?
—Totalmente. Si eran cómplices desde un principio, ¿para qué me necesitaban? Yo hubiera sido sólo un estorbo, y hasta un peligro para ellos…
—Quizá no fueran cómplices al principio, pero sí después…
—Olvídate, mami, eso es imposible… Yo he estado al lado de Víctor todo el tiempo y no hubo nada sospechoso en su conducta… Aquí lo único que hay que hacer es olvidarse de Víctor, del narizón, de Cuba e irnos con Fernando a la Argentina.
Margarita la mira preocupada:
—Ay, m’hija, no sé, así, tan de golpe… Yo ya no tengo edad para aventuras… Tú crees que Fernando pueda…
—Y si no puede, podrá, él o el que sea. Eso es asunto mío. Pero tú no me vas a abandonar ahora, cuando más te necesito…
Suena el timbre de calle y Margarita se apresura a abrir. En la puerta está Fernando, con un ramillete de flores.
—Adelante, bienvenido —le sonríe Margarita, obsequiosa.