17 de noviembre, 10:00 a. m.
Un teléfono suena. La recepcionista descuelga el auricular.
—Groote International, buenos días… Yes, just a moment, please.
La muchacha pulsa el botón del intercomunicador.
—Mr. Bos, there’s a call for you from Miss Myriam.
Karl Bos alza las cejas significativamente. Víctor lo mira expectante. Jan, que fuma y observa el paisaje por el ventanal, ni siquiera se vuelve.
—Hello? Yes…, yes… I understand, yes… (garabatea algo en un papel). Okay, we’ll be there in a few minutes, but…
Y cuando expone su deseo de seguir en un segundo carro a Van Dongen, para su sorpresa ella le dice:
—No problem.
Bos cuelga y se levanta de un brinco, excitado. Mira sus apuntes.
—¿Cómo va a ser la entrega? —pregunta Víctor.
—Muy simple, ya les explicaré.
Y Bos camina de prisa hacia un rincón. Se agacha, compone un código, abre la puerta y extrae la maleta. Víctor se le acerca para cogerla por la correa. Cuando tira de ella, la maleta rueda fácilmente. Los tres hombres se alejan en fila india por el lustroso embaldosado del pasillo, hasta el ascensor.
Mientras lo esperan, Bos suelta por fin lo que ya había demorado demasiado:
—Aceptan que vayamos en dos carros, siempre que tú conduzcas solo adelante —y le pone una mano en el pecho a Van Dongen—. Tienes que presentarte con la maleta en el lobby del Hotel Tritón dentro de veinte minutos. Habrá un sobre a tu nombre en la recepción.
—Mejor salir por la puerta del subsuelo —propone Víctor, antes de pulsar un botón.
—Okay, let’s go!
[10:05]
Alicia sale por la puerta principal del hotel, toma un pasillo a la derecha y se dirige hacia la piscina… Está disfrazada de gordita americana y lleva un pañuelo en la cabeza. De repente se detiene, echa un vistazo discreto hacia arriba, y hacia abajo, como si evaluara distancias. Saca del bolso una cajetilla de cigarros y aprovecha para dejar caer un tubo de témpera roja. Al agacharse para recogerlo traza rápidamente en el suelo un círculo rojo de 15 centímetros de di metro.
[10:20]
Víctor conduce con Karl Bos a su lado. Adelante avanza el carro de Van Dongen, que se estaciona en medio de otros dos carros. El de Víctor, queda en posición paralela al de Van Dongen. Entre ambos hay otros vehículos. Pero desde aquella explanada abierta, tienen excelente visibilidad hacia el hotel.
Ven a Van Dongen apearse, caminar hacia el maletero y abrirlo. Con binoculares, desde su ventana, también lo ve Alicia.
Un botones uniformado acude a ayudarlo con su pesada maleta.
Cuando Jan y el muchacho van subiendo los peldaños que conducen al lobby, Alicia deja los prismáticos sobre la cama y se prepara para cumplir su programa.
[10:27]
Jan Van Dongen y el botones llegan a la recepción. Tras una breve espera, una muchacha los atiende.
—Soy Van Dongen. Me anunciaron que hay un recado para mí.
Ella busca en una lista:
—Van Dongen… Sí, aquí tiene, señor.
Le entrega un sobre cerrado. Van Dongen lo coge y se aleja unos pasos por el lobby. Adentro hay un mensaje.
«Atraviese el Duty-Free Shop y salga del edificio del hotel. Siga por el pasillo que está a su derecha en dirección a la piscina. A partir de los baños de caballeros, comience a contar las baldosas. Deténgase en la baldosa número veintiséis, que tiene pintado un círculo rojo. Espere. Al cabo de unos instantes, un cartel le indicar cómo continuar.»
[10:31]
Desde la perspectiva de su coche, Víctor y Bos ven a Van Dongen salir del Duty-Free Shop. Luego gira hacia la derecha y camina como buscando algo en el piso. Arrastra la maleta sobre sus rueditas, con una correa. Ahora lo ven detenerse. Víctor se come las uñas. A Karl Bos se le pinta la sorpresa en la cara cuando un cartel baja de repente, desde el tercer piso, y se detiene exactamente ante los ojos de Van Dongen.
—¡Mira, mira, un cartel…! ¡Los hijos de puta, ahí están! —y señala—: Viene de aquella ventana, del tercer piso ¿la ves?
Víctor observa atentamente. Se muestra perplejo.
Bos maldice. Tiene la nariz encendida, muy roja en la punta. A mordiscos ha hecho trizas el mocho de tabaco babeado que está fumando.
[10:32]
Se sobresalta un poco al ver el mensaje, que le queda exactamente a la altura de sus ojos. En grandes letras negras sobre fondo blanco, Van Dongen lee:
CUELGUE LA MALETA AQUÍ Y MÁRCHESE POR DONDE VINO SIN MIRAR ATRÁS.
Van Dongen ensarta el asa de la maleta en el enorme anzuelo donde viene sujeto el cartel. Da media vuelta y se aleja hacia el frente del hotel.
La maleta inicia un rápido ascenso hacia el tercer piso.
Algunos turistas que curiosean alrededor de la piscina asisten intrigados a la escena.
Víctor sigue comiéndose las uñas.
Bos, airado y estupefacto, contempla el final de la maniobra. De la ventana surge una mano que coge la maleta por la correa y la introduce en la habitación.
[10:34]
Alicia se apodera de la maleta y la coloca velozmente en el piso. La introduce en la maleta blanca que ubica sobre el carrito. La amarra firmemente con un elástico amarillo que tiene ganchos en la punta.
Desarma y embala los avíos de pesca, pero deja, según instrucciones de Víctor, la base, que le resultaría muy pesada, y los dos bloques de cemento.
Por fin se quita los guantes y sale al pasillo. Con toda calma se dirige hacia un extremo. Alicia sigue disfrazada de gordita gringa, y saluda en silencio, con una sonrisa tímida, a las dos personas que esperan el ascensor.
Van Dongen ha sentido deseos de vomitar y entró al baño. Y cuando atraviesa el lobby hacia la salida, Alicia distingue su narizota. Con sorprendente aplomo, muy segura de su disfraz, ella se detiene a encender un cigarrillo y lo ve salir por la puerta principal para dirigirse hacia el parking.
Lo ve incluso dirigirse, con gran lentitud, hacia el carro de Víctor.
—No me siento bien —declara al detenerse junto a la ventanilla de Bos, y se toca la frente. Se ve muy pálido.
—Vete un rato a la casa —le propone Bos—. ¿Quieres que te acompañe?
—No, no es para tanto. Necesito un sedante y descansar un poco. Nos vemos después del mediodía en la oficina.
[10:42]
Alicia se apea de un taxi en casa de su mamá. El taxista la ayuda a bajar la maleta. Alicia ya no trae peluca ni el vestido holgado.
Margarita abre la puerta. El chofer deposita la maleta sobre el umbral de la sala. Alicia le da una propina y entra. Cuando coge la maleta para desplazarla al interior y poder cerrar la puerta, tiene que subir dos peldaños. El esfuerzo de cargar aquel peso la obliga a arquear mucho la cintura.
Margarita la mira con cierta alarma.
—¿Y esa maleta tan pesada? ¿Qué cargas ahí, chica?
Alicia se esperaba esa pregunta y ya traía preparada la respuesta. Pero se tomó su tiempo.
Sacó sus cigarros, encendió uno, se sentó en una butaca y puso un pie encima de la maleta. Luego el otro, cruzado por encima.
Y con una mirada entre satisfecha y desafiante, a boca de jarro, le espetó:
—¿Qué tú crees que puedo traer?
Una muda alarma persiste en los ojos inquisitivos de Margarita.
—No tengo la menor idea. Dime ya, niña…
—Si te lo digo no me lo más a creer… Adivina —y le regala una sonrisa triunfal.
Sin ninguna vacilación y mucho aplomo, Margarita adivina:
—¿Tres millones de dólares?
La sorprendida es ahora Alicia:
—¡Sí, Mami! Pero… ¿cómo es posible? ¿de dónde sacas…?
—Te conozco Alicia. Y me lo esperaba. Sabía que no me lo ibas a anunciar, para no ponerme nerviosa.
Alicia se para y abraza a la madre, y salta y gira sin soltarla…
—Lo conseguimos, mami, lo conseguimos…
Y enseguida se agacha para abrir la maleta mientras Margarita corre un cerrojo en la puerta y baja las persianas que dan al jardín.
Al ver los fajos de cien dólares que ocupan todo el espacio, Alicia sonríe satisfecha. Va a coger uno, pero detecta una rosa roja en lo alto y se la lleva a la nariz, sonriente. Piensa que si viene de Víctor, es una delicadeza y muy original.
—Chica, aquí en la sala no. Guarda eso ya, me pones nerviosa.
En eso tocan a la puerta.
—¿No te digo? —susurra Margarita—. Cierra eso ya y sácalo de aquí.
Mientras Alicia arrastra la maleta sobre sus rueditas, hacia un desván que queda debajo de la escalera, Margarita espía por la ventana.
—Es Leonor. ¡Cómo jode! —comenta en voz baja y abre uno de los dos postiguitos de la puerta—. Dime, Leo…
—Nada, es que vi entrar a Alicia y como hace tanto que no nos vemos…
Alicia decide enfrentar a Leo y se acerca al hueco del postigo.
—Ay, no te pongas brava, chica, pero ven en otro momento… Llegué sólo a bañarme y tengo que volver a salir enseguida.
Cinco minutos después, con una toalla al hombro, camino a la ducha, Alicia sonríe al recordar la ocurrencia de la flor y lo comenta con Margarita.
—Verdad que Víctor tiene a veces detalles encantadores…
Ya en pleno baño, enjabonada, ojos cerrados, oye entrar a su madre, que descorre la cortina y le pasa un inalámbrico.
—Disculpa, es Víctor. Dice que es muy urgente.
Alicia se vuelve, cierra la ducha, se seca las manos y coge el teléfono:
—Sí, dime… Sí, de maravilla, verdes, apiladitos, divinos… ¿Cómo? Sí, ¿por qué negarlo, es lo que más me gusta en el mundo?
Escucha unos momentos y suelta una risa fresca.
—Pero lo que más me gustó es la flor que me pusiste adentro…
Oye un instante y hace un pequeño mohín, desilusionada:
—Ah, ¿el narizón? ¡Vaya, qué atento! Yo me había hecho la ilusión de que fueses tú. ¿Cómo? Okey, termino de bañarme y salgo a llamar.
[11:05]
Tras comerse un bocadito y tomar un vaso de leche en salida de baño, Alicia se viste con unos jeans y un pulóver, y se dirige a una cabina telefónica de la calle 42. Desde allí llama a la GROOTE INTERNATIONAL INC.
Tras presentarse nuevamente como Myriam en su inglés gangoso, pide de hablar con el Sr. Karl Bos, a quien informa que ya han recibido el dinero y que todo está en orden. Con respecto a la devolución del secuestrado, deben esperar un llamado por la noche, pero no en la oficina. Llamarán a casa de Bos, o de Van Dongen o de Víctor King. En ese llamado se les dirá dónde deben ir a recoger al Sr. Groote.
Bos intenta protestar por la demora, pero Myriam le explica que para seguridad de los secuestradores, el traslado de Groote desde su cautiverio a un lugar público, se efectuará en condiciones de nocturnidad. Y le colgó sin más.
Víctor le pidió hacer aquel llamado porque quería escurrirse de la oficina. Si Groote no sería devuelto hasta la noche, se justificaba que Víctor también pudiese pretextar agotamiento y no acudir a la empresa en todo el resto del día. No quería tener que fingir ante Van Dongen y Bos la ansiedad y nerviosismo crecientes, de los que inevitablemente serían víctimas ellos, cuando pasaran las horas y nada se supiera de Groote.
[12:50]
Un aguacero tropical se desploma sobre la ciudad. Alicia espera en la puerta de su casa. Tiene listo un paraguas y la maleta a su lado, sobre la loza del zaguán.
Mientras el Chevrolet de Víctor se estaciona, ella abre el paraguas. Víctor baja de prisa, coge la maleta y la introduce en el asiento de atrás. Cuando se sienta al volante, Alicia ya está instalada a su lado.
Ruedan en silencio unos segundos, y al doblar hacia la Avenida Primera, Víctor estaciona el carro, sonríe orgulloso y le ofrece sus dos palmas en alto. Ella las golpea con las suyas y suelta una carcajada. El lanza un silbido triunfal y la abraza. Ella lo besa en la boca y se le acurruca en el pecho. Él la estrecha unos instantes y enseguida se desprende:
—¡Jujuuy! —y Víctor sacude ahora los puños—. Ganamos, puta madre… Con los pinches millones ya nadie nos va a chingar la vida…
Ella le sigue la corriente y se burla de sus mexicanadas:
—Es la mera verdá, cuate… —y lo besa con ardor, y lo abraza, ávida de acción inmediata…
Él la aparta delicadamente.
—Ahora no, Alicia… Primero tenemos que platicar un poco y ver cómo vamos a deshacernos del… del…
—Sí, chico, del bulto —dice Alicia, que ya ha renunciado al desahogo en el carro, y se reacomoda el pelo y sus ropas—. Bien ¿cuál es el plan, ahora?
—Deshacernos de él, antes de que denuncien su desaparición y la policía intervenga… Y lo mejor es hacerlo hoy mismo…
—¿Hoy mismo?
—Sí, apenas anochezca…
[13:15]
Llegados a Siboney, Víctor descarga la maleta y la deposita en medio de la sala. La abre y los ojos le brillan de codicia. Pero como hiciera Alicia, sonríe al ver la flor, la coge y la huele.
—Pensé que la habrías guardado en tu casa.
Alicia, coge la flor y se queda mirándola desilusionada.
—Hubiera preferido que me la enviases tú…
Víctor cierra la maleta, condescendiente:
—Este no es el momento de ponerte romántica, Alicia. Tenemos mucho que hacer.
Él repone la maleta en un armario, y ella se coloca la flor en una oreja. Él la coge por una mano y la lleva al escritorio donde tiene su computadora, que enciende. Teclea brevemente y se pone a leer.
—Lo más urgente es deshacerse del cadáver. Lo segundo, esconder el dinero en un lugar donde nadie pueda encontrarlo, hasta que surjan condiciones para usarlo o sacarlo del país.
—Para deshacernos del cadáver yo creo que el mejor lugar es el patio de mi casa. Ya hablé con mamá…
—¿Pero tú estás loca o te has vuelto idiota? —Víctor se levanta, manotea y la mira alarmado—. ¿Has sido capaz de contarle a tu mama…?
—¡No seas tonto, coño! Claro que se lo conté. Por un lado, necesito protegerme…
Víctor lanza un puñetazo contra una pared al tiempo que le grita:
—¿¡Pero protegerte de qué!?
—¡De ti coño, de ti! Y ahora cálmate y no me alces la voz… Y ve sabiendo que para guardar secretos, a mi madre le tengo más confianza que a mí misma.
La discusión se prolongó casi media hora. Por fin, amainó la furia de Víctor. Siguió acusándola de haber cometido un disparate, pero se convenció de que nada ganaría con seguir discutiendo.
—Bueno ¿qué otro remedio? —se dio por vencido—. A lo hecho, pecho. Pero, de todos modos, mejor que el patio de tu mamá, me parece el otro lugar que me mostraste, cerca del zoológico.
Hacía unos cuatro años, antes de empezar a pedalear, Alicia había tenido una aventurilla con un dirigente de alto nivel, hombre casado, que mucho se cuidaba de no ser visto en sus travesuras. Habían sido varios encuentros, siempre en un carro de matrícula particular, que el hombre estacionaba en el mismo lugar: calle 38 del Nuevo Vedado, una paralela a la avenida que une el Zoológico con el Bosque de la Habana. Junto a la enorme fosa que hace allí el terreno, Alicia había visto una unidad militar con instalaciones soterradas. Pero al pasar casualmente por allí a principios de año, se encontró con que la unidad había sido desmantelada. Y no existía tampoco la alambrada con los arbustos que vedaban el acceso y la vista hacia el fondo de la fosa. Vio unas volquetas y una motoniveladora, que estaban acarreando arena y tierra, sin duda para alguna construcción. En su extremo elevado, la Calle 38 tiene unas pocas casas y un solo edificio de varias plantas, en construcción; pero en sus cuatrocientos metros finales, cuando desciende en una curva muy cerrada hacia el río Almendares, queda limitada a la izquierda por un alto farallón rocoso, y por la fosa a la derecha. Al desaparecer la unidad militar y no haber viviendas del otro lado, el lugar resulta perfecto para el amor furtivo; y para deshacerse de un cadáver.
En cuanto Alicia se lo propuso, Víctor fue al lugar y lo encontró excelente.
—Okey, está bien. Manos a la obra —aceptó Alicia.
—Tenemos que ponerlo de nuevo a descongelarse.
—¿Y para qué descongelarlo?
—Para poder maquillarlo un poco, vestirlo y ubicarlo en la parte de atrás del carro. Tú te le sientas al lado y puedes fingir que…
Alicia hace un gesto como si fuera a vomitar:
—No, Víctor, no resisto una sola manipulación más con el cadáver. Pongámoslo dentro de un saco, doblado, así como está y nos lo llevamos en el maletero.
Víctor se queda mirándola, se muerde un labio; inclina la cabeza, pensativo, y vuelve a mirarla. Duda.
[17:30]
Entra un Peugeot al garaje y cuando la puerta automática se cierra tras él, se apea el bigotudo Víctor. Tras quitarse la peluca, saca de un bolsillo unos papeles y se los entrega a Alicia.
—Toma. Guárdalos tú. Son los papeles que me dieron en Rent-A-Car.
Mientras Víctor se despega el bigote, ella dobla los papeles y comenta:
—El cadáver estaba otra vez pegado al fondo. Tuve que desconectar el freezer y echarle un poco de agua tibia.
Ambos caminan hacia la cocina. La mesa está repleta de las vituallas que Alicia ha desalojado. El abre la tapa del freezer y ella extiende sobre el piso un par de s banas de dos plazas. Entre los dos tumban el freezer. El cadáver, en posición fetal, resbala hacia el piso. Víctor lo seca con una toalla. Ella hace un gesto de desagrado. Finalmente, Víctor lo deposita sobre una sábana, lo envuelve y luego, con dos de sus puntas, hace un amarre sobre la cabeza, y con las otras dos, sobre los pies. Alicia hala por el nudo de los pies y Víctor por el de la cabeza y lo arrastran hacia el garaje.
[19:10]
La madre de Alicia abre la puerta y un hombre sonriente la saluda.
Es un trigueño apuesto, de unos 40 años.
—¡Fernando! ¿Tú aquí…?
Fernando la abraza.
—Acabo de llegar —habla con notorio acento argentino—. Vengo directo del aeropuerto…
—¿Pero cómo no nos avisaste?
—Quería darles la sorpresa…
—Ay, chico, qué mala suerte la tuya. Alicia anda atareadísima con sus clases y ex menes… Me dijo que hoy iba a estar en casa de una amiga, estudiando hasta tarde…
—Bueno, entonces sigo hasta el hotel y así descanso un rato. Si viene Alicia decíle que por la noche la llamo.
—¡Qué sorpresa se va a llevar!
—¿Me prometés guardar un secreto y no decirle nada a ella?
—Sí, claro…
—Vine a casarme con Alicia.
Margarita se lleva una mano al pecho y abre la boca y los ojos en un gesto de enorme sorpresa.
[19:22]
El Peugeot termina de escalar la empinada cuesta que nace junto al Jardín Zoológico de La Habana. Al culminarla, cuatro cuadras más arriba, toma hacia la derecha el desvío de la Calle 38, por la que desciende, esta vez en un pronunciado declive.
Pasa de largo junto a las casas de la parte alta. Al pie de un edificio en obra, hay tres o cuatro personas inactivas. Cuando el Peugeot desciende unas dos cuadras hacia el río, se oye un ladrido. Otros le hacen eco.
Al estacionar junto a una fosa, las ruedas descansan sobre el borde de un acantilado de ocho metros.
En la calzada no se ven carros estacionados. Ni transeúntes. Tras un minuto de inmovilidad y silencio, Víctor se apea por un lado y Alicia por el otro y se reúnen junto al maletero. Miran en todas direcciones.
—¡Ahora! En esta oscuridad nadie nos ve.
Abren el maletero, cogen el fardo por los nudos y lo depositan al borde del precipicio. Víctor saca un cuchillo, corta por debajo de cada nudo y le pasa la tela cortada a Alicia. Luego se agacha, coge el envoltorio por un extremo, lo alza con fuerza y hace que el cadáver gire hacia el vacío. Tres segundos después, el ruido sordo del impacto en el fondo, rebota contra los farallones.
Víctor recoge los restos de sábana y colcha y se introduce con ellos en el Peugeot. Alicia ya está adentro. Víctor enciende las luces y el carro parte, cuesta abajo, con el motor apagado.
[20:11]
Suena el timbre de la puerta. Un negro joven, acompañado del portero del edificio, extiende un carnet de la Policía Nacional Revolucionaria y pide hablar con el Sr. Karl Bos.
—Adelante —le dice el propio Bos—. Siéntese, por favor.
El policía se acomoda, se coge las manos en actitud de quien prepara lo que va a decir. Luego saca de su bolsillo superior una especie de tarjeta y se la pasa a Bos.
—¿Reconoce a este señor?
Bos mira con avidez y temor.
Es una licencia de conducción con la foto y nombre de Hendryck Groote.
—Sí, es Hendryck Groote, el presidente de la empresa donde trabajo… ¿Le ha pasado algo?
—Lamento informarle que apareció muerto, hace poco, en el fondo de una obra en construcción…
Bos hace un gesto de consternación y se derrumba hacia un lado del sillón, con ambas manos en las sienes.
[20:41]
Alicia en el interior del Peugeot, termina de pasar un trapo húmedo sobre el timón, la palanca de cambios, y prácticamente todo el tablero.
Víctor hace lo mismo por fuera. En eso oye timbrar su celular, y se lo quita de la cintura.
—¿Sí? Sí, hola, Karl. ¿Alguna novedad?
—¡Qué horrible!
Tras un prolongado silencio, en que Víctor sólo asiente, dice por fin:
—Sí sí, voy para allí inmediatamente.
Cuelga y se vuelve a Alicia.
—Ya encontraron el cadáver… Parece que había unos muchachos jugando en el fondo de la fosa. La Policía quiere que vayamos a reconocerlo en la morgue…
Alicia eleva la cabeza y los brazos al cielo y exclama:
—¡Qué ganas de emborracharme, coño!
—Por favor, no lo hagas ahora. Necesitamos nuestros cinco sentidos. Mientras yo regreso, llévate el carro y abandónalo en cualquier lugar del Vedado. Luego espérame, disfrazada, en el bar del Habana Libre, pero no te excedas.
[21:15]
Casi simultáneamente, con rostros igualmente lúgubres, Bos y Víctor cabecean afirmativamente ante un hombre, visto de espaldas, que ha levantado una sábana.
Reconocido Groote, el hombre deja caer la sábana y se lleva el cadáver en una camilla rodante.
—Si ustedes se sienten en condiciones ¿podrían responderme unas preguntas ahora…?
—Yo le confieso que no me siento en condiciones. Esto es terrible… —le dice Víctor,
—Yo también preferiría, teniente…
—Perfectamente, no hay ningún problema. ¿Podríamos reunirnos mañana a las nueve?
Bos y Víctor asienten.
—De acuerdo; pero quisiera informarles que no han terminado los problemas en su empresa. La mujer del Sr. Jan Van Dongen ha denunciado la desaparición de su marido. Dice que no ha recibido siquiera un llamado desde el mediodía.
—Yo ya lo sabía, y también me preocupo. Jan no volvió a aparecer ni a llamar en toda la tarde. Realmente, es algo incomprensible…
—Permítanme informarles que el Sr. Van Dongen salió de Rancho Boyeros esta tarde a las 16:30 con destino a México —saca un papel y lee—: en un vuelo de Aerotaxis, que había reservado y pagado desde antiayer a nombre de la empresa.
Bos y Víctor se miran asombrados.
[21:50]
Alicia, disfrazada otra vez de gringa gorda, espera sentada en la barra. Cuando llega Víctor, se le sienta al lado y pide un coñac.
—¿Donde lo dejaste?
—A tres cuadras de aquí. No problem. Ojal alguien se lo robe esta noche. ¿Y a ti cómo te fue en la morgue?
Víctor no le responde.
—¿Tendrías la amabilidad de responderme? ¿Todo bien?
—Todavía no lo sé. El narizón Van Dongen se marchó de Cuba sin decir nada. Ni a su mujer.
Alicia, muy alarmada, se vira para mirar a los ojos de Víctor.
—¿Y eso? Por cierto ¿tú miraste bien el contenido de la maleta?
—Eso mismo iba a preguntarte yo… Porque nos distrajimos con la flor y al final no miramos…
—Tú piensas que el narizón pudo hacernos alguna trampa…
—No me imagino cómo. Parece imposible; pero me da muy mala espina que se haya marchado sin decir nada a nadie…
[22:26]
El Chevrolet entra en la finca. Ambos se apean con premura y van hacia el armario donde han guardado la maleta con los tres millones.
Víctor la carga, la deposita encima de un sofá y se apresura a abrirla, ante la ansiosa expectativa de Alicia. Cuando los fajos vuelven a desplegarse ante su vista, cuidadosamente ordenados, coge uno al azar y le desliza el pulgar sobre un extremo.
Con un grito y un poderoso movimiento de rabia, Víctor rompe el fajo, deja caer una cascada de papeles en blanco, y lanza el resto contra el piso. Entre horribles imprecaciones en inglés, coge otro, y otro, y todos son fraudulentos.
De pronto, se pone ambas manos en la cintura y se queda mirando a Alicia, como dispuesto a agredirla.
—No puedo creer que tú…
La apunta con un dedo y avanza hacia ella, pero se detiene, con la mano en alto y el entrecejo fruncido. Mira de reojo a la maleta y de pronto, en dos zancadas regresa junto a ella, coge dos fajos, uno del fondo y otro de arriba, y los examina muy de cerca. Vuelve a lanzarlos contra el piso y se coge la cabeza…
Mientras golpea y patea lo que tiene por delante, comienza a gritar in crescendo, con los puños en alto:
—Son of a bitch!… Son of a bitch!… The focking son of a bitch!
Alicia lo mira con severidad, pero no parece impresionada.
—Me haces el favor de calmarte y decirme qué está pasando…
Víctor demora en reaccionar. Finalmente baja los brazos en un gesto de impotencia.
—Discúlpame, Alicia… Por un momento pensé que entre tú y tu madre habrían cambiado los billetes…
—Por Dios, qué ridiculez… ¿En qué tiempo?
Víctor coge un fajo y le muestra la cinta transparente que lo envuelve por el medio:
—Y aunque tuvieras todo el tiempo, estas cintas fajadoras, con esta inscripción, no existen en Cuba. Pertenecen a un banco holandés y fueron traídas de Venezuela hace pocos días. Y el número más alto que introdujimos en la maleta, era el 300. En cambio, estas comienzan en el 301 y llegan al 600. Eso, sólo pudo hacerlo alguien de la oficina, que tenía otra maleta igual.
Alicia lo mira fija y fríamente:
—¿Y yo no tengo derecho a pensar que tú te complotaste con Van Dongen para trampearme a mí?