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Jan van Dongen no ha olvidado nada. Se refugia en el baño en un estado de gran zozobra. Se encierra en una cabina a controlarse. No quiere que nadie se dé cuenta. Sobre todo, no quiere que Víctor se dé cuenta.

«¡Hijo de puta, asesino! ¿Qué hacer ahora?»

En el baño permanece hasta sentir que se le afloja el plexo y recupera su ritmo normal de respiración. Y a poco, cuando ya puede pensar con alguna serenidad, va vislumbrando que hay en todo aquello puntos oscuros, imprecisiones sobre las que necesita reflexionar mucho, antes de tomar ninguna decisión. Calma, mucha calma necesita ahora.

Media hora después, Van Dongen conduce lentamente por el Malecón de La Habana. Atraviesa el túnel de la Quinta Avenida y a poco se estaciona en una calle oscura de Miramar. Sólo en ese momento, toma conciencia del lugar y la hora. Ha conducido a la deriva, sin rumbo. Ha estado viajando hacia adentro de sí mismo, buscando respuestas.

El primer impacto de imaginarse a Rieks asesinado por Víctor, le había calentado la cabeza. Atropelladamente, durante los quince minutos que permaneciera encerrado en el baño de la empresa, maquinó venganzas. Pensó en dirigirse inmediatamente a la policía, explicar el caso y pedir ayuda contra Víctor; o hablar con Bos y ponerlo al tanto… O llamar a Vincent… Pero eso lo desechó de inmediato. Algo lo indujo a posponer toda muestra de indignación o alarma. Ya habría tiempo de ajustar cuentas con Víctor.

Regresó a su casa a las 19:00, oscuro ya. Carmen trabajaba toda esa semana por la noche. Se dio un baño, tomó un café, se sirvió un trago de ginebra y se acostó en el sofá, con los pies hacia arriba y los ojos cerrados.

Y a las 20:10 se paró firmemente convencido de que Víctor no había asesinado intencionalmente a Rieks. Aquel secuestro no convenía económicamente a Víctor. Y la muerte de Rieks lo perjudicaba muchísimo. A partir de enero o febrero, Víctor comenzaría a ganar un millón y medio por año. Y eso gracias a Rieks, su gallina de los huevos de oro. Era insensato que hubiera planeado aquel secuestro, para ganarse lo que de todos modos ganaría cada dos años legalmente y sin riesgos; y mediante el honroso ejercicio de una actividad que había sido la gran pasión de su vida.

Además, Víctor sabía que muerto Rieks, Vincent Groote lo botaría a la calle. No. Era impensable que Víctor decidiera asesinar a Rieks.

En cuanto a Bos, que también conocía lo del Tropical Baltic, Van Dongen no podía imaginárselo, ni remotamente, cómplice de secuestro y asesinato. Aquel niño cincuentón, carente de toda maldad y fantasía, con su mentalidad contable, sus chistes pesados y su buenmuchachismo, era incapaz de robarse un centavo ni de matar una mosca.

Lo único razonable era que Víctor matara a Rieks involuntariamente. Quizá en una riña por cuestiones amorosas. O que Rieks muriera envenenado, o por un exceso de alcohol, o de droga, o de barbitúricos; o como le sucediera aquella vez en Londres, cuando cayera en coma por intoxicación de mariscos, a los que su organismo hacía un rechazo fortísimo. O por cualquier accidente inimaginable. Y en ese caso sería lógico que, desesperado, a sabiendas de que con Rieks se le escapaba un futuro brillante, Víctor hubiera decidido salvar algo de su naufragio, mediante un simulacro de secuestro.

Lo más grave era que evidentemente tenía complicidad con la mujer de los llamados. Quizá era alguna amante. Quizá Rieks se sintiera traicionado y hubiera intentado agredirlo y Víctor lo había matado en defensa propia. Pero era inadmisible suponerle premeditación y alevosía.

Esa noche, Van Dongen tomó varias decisiones.

Primera y segunda: esperaría hasta comprobar la muerte de Rieks, que él daba por segura; y hasta conocer los resultados de la autopsia. Necesitaba detalles precisos sobre la forma en que había muerto.

Tercera: quería contribuir al pago del rescate para observar de cerca la conducta de Víctor y de su, o de sus cómplices.

Cuarta: de ninguna manera defendería el dinero de Vincent Groote y su horrible familia, que siempre le fuera tan hostil. Lo sentía por Christina, la viuda de Rieks, que no era mala persona y le había demostrado afecto. Pero ella cobraría un seguro de diez millones. Económicamente, saldría ganando.

Y quinta: aunque era evidente que Víctor había intentado sacarle dinero al cadáver, Jan no lo denunciaría. Eso, había que perdonárselo. En su lugar, él hubiera hecho algo parecido y sin ningún cargo de conciencia.

En todo caso, estaba seguro de que Víctor no era un solapado asesino, ni un orate, capaz de actuar tan torpemente en contra de sus mayores intereses.

Además, Jan conocía demasiado bien a Rieks. Sabía hasta que punto podía volverse agresivo, cuando era presa de sus furibundos ataques de celos, de su histeria, de sus morbosas sospechas.

Por otra parte, si finalmente Jan obtenía de la investigación policial, la certidumbre de que Víctor era un asesino alevoso, tiempo habría de hacerlo condenar, o de ajustarle personalmente las cuentas a nombre de Rieks.