RIGHT NOW | DON’T FORGET |
gato | Anillo |
cinta métrica | Huellas carretilla |
guantes de goma | Borrar listas computer |
toallones | Quemar página impresa |
lona barb. | Quemar ropas |
alcohol | Rastrillar cenizas |
Jeans anchos | Perder reloj de V. |
tijeras | Borrar hidden text (A) |
cable eléctrico | Mucama, jardinero. freezer |
pinza | |
peluca | |
espejuelos oscuros | |
billetes de dólares | |
esparadrapo | |
medicinas y un líquido potable | |
agujas, hilo | |
pañoleta | |
vestido ancho | |
horquillas | |
sandalias | |
cinto (bolso de A.) |
NEXT DAYS
ACTIONS
Escoger hotel (V)
Buscar o crear escondite texto n° 3 cerca hotel escogido (V)
Reservar habitación adecuada con ventana que se abra (A)
Redactar textos para maletín, bib. y escondite (V)
Ejercicios para desfigurar la voz (A)
MATERIALS
Maletín adecuado (Alicia consigue y sitúa en Miramar = AcseM)
Papel carbón (Acsem)
Plumón negro de punta gruesa (AcseM)
Pintura roja en tubo (AcseM).
maleta grande (AcseM)
cadena (AcseM)
destornillador (V)
tornillos (V)
equipo para pesca mayor (A)
tubo que le sirve de sostén (A)
stick adhesivo (seM) (A)
gancho especial (seM) (V)
binoculares (seM) (V)
esponjas de baño (finca) (A)
juego de roldanas (finca) (V)
rollo de soga de cáñamo (finca) (V)
soga de nylon gruesa (finca) (V)
Entre las 10:20 y las 11:30 elaboran el guión circunstanciado de lo que se proponen acometer ese día; más un esquema provisional, que perfeccionar sobre la marcha, para las acciones de los próximos días. Una vez de acuerdo, sólo se quedan con la lista de utilería.
Han trabajado como para una película. Y como los buenos guionistas, han comenzado por el final. Ante todo, quieren una película con desenlace feliz.
En la casa del estanque, el freezer está montado sobre una armazón de hierro con cuatro rueditas. Alicia trae el gato del descapotable, pero no cabe por debajo. Víctor va por el suyo, un hidráulico alemán a modo de pala. Y ese sí, cabe. Resuelto el primer punto.
Lo segundo es medir el freezer. En el cobertizo, en una caja de herramientas, encuentran un metro de carpintero. Por fuera, el freezer de Alicia mide ciento cuarenta por setenta centímetros y tiene noventa de alto. Víctor calcula que por dentro, las tres dimensiones deben reducirse en unos diez centímetros.
Cuando terminan las mediciones, cambian el freezer de lugar. Lo ubican de modo que con la puerta de la cocina abierta, no se lo pueda ver desde la sala.
Se trasladan a la casa donde está el cadáver y lo miden. Estatura: ciento sesenta y cuatro centímetros. Desde las corvas a los talones, cuarenta y tres centímetros. Cabrá perfectamente. Alicia hace una señal en su lista.
—¿Qué sigue en el guión? —pregunta Víctor.
Alicia mira su lista.
—Ponernos guantes de goma.
—Bien: ¡acción! —ordena Víctor hacia una cámara imaginaria.
—¡Toma uno! —grita ella, en papel de script-girl.
Ambos tratan de atenuar la sordidez de lo que están haciendo con un poco de humor negro. Intercambian una primera sonrisa. Ella lo besa en el cuello. Él le acaricia las nalgas. El cadáver los incita a abrazarse, a sentir el calor, la sangre, la vida en sus cuerpos.
Alicia busca en la cocina y encuentra varios guantes de goma. Se pone un par; y al ver que Víctor manipula los suyos con torpeza, lo ayuda a ponérselos.
Víctor sale al patio, se dirige al cobertizo, empuja la puerta y entra. Regresa con la carretilla del jardinero. La lleva hasta la sala. Cargan el cadáver tal como está, con peluca y maquillaje.
Lo tapan con dos toallones y Víctor se lo lleva en la carretilla. Alicia lo sigue.
Al salir nuevamente al descubierto, inspecciona el mundo circundante. Sabe que nadie puede verlos. Solamente quien se trepara a alguna de las palmas reales que bordean la carretera. Y para ver algo, tendría que usar binoculares. A los que pudieran fisgonear desde un edificio de tres pisos, a unos doscientos metros, el propio Rieks les ha vedado la vista hacia las dos viviendas: un año antes había mandado construir la cancha de squash, con tres muros de ocho metros.
No, nadie puede verlos.
—Y por si nos observan desde un satélite ruso —había bromeado Víctor al discutir el traslado—, lo llevaremos bien tapado.
En realidad, le repele ver el cadáver de Rieks con sus pintarrajos de mulata. No es culpable de su muerte; pero desde que ha comenzado a manipularlo como un mero bulto, se siente sucio. Se repite que no es culpable, que ya no puede flaquear, ni dar marcha atrás, y que no es un miserable carroñero; se persuade de que simplemente, está tomando lo que el destino ha puesto en sus manos.
Le sorprenden el aplomo y serenidad de Alicia.
Antes de introducir el cadáver en la otra casa, Víctor se detiene junto a la barbecue y descuelga una lona que sirve de quitasol. Huele a humo, pero está limpia. Luego entra a la caseta anexa, agarra un saco de carbón y una botella con alcohol. Ella reúne con el rastrillo un poco de hojarasca. Víctor derrama casi medio saco de carbón y vacía todo el alcohol encima. Cuando logran una llama fuerte, de casi un metro, se alejan con el cadáver hacia la casa.
Entran la carretilla a la sala. Alicia quita los toallones y los tiende sobre el piso. Víctor alza los brazos de la carretilla y ella coge al cadáver por los tobillos. Lo deslizan hacia el piso con un cuidado culpable.
De la parte superior del freezer, quitan primero cinco recipientes con cubitos de hielo. Siguen varias cajas de Camembert, media docena de pollos, dos grandes bolsas de nylon con camarones, una pierna de jamón, embutidos de diverso tamaño, bandejas de carne, sesos, colas de langosta, cajas de almejas, de osteones, mariscos varios. Pegados al fondo, hay dos pargos grandes y algunas ruedas de aguja.
—El reloj —dice Víctor, y sale de la cocina.
Cuando Alicia intenta cerrar la tapa del freezer, no lo consigue. Reorganiza la disposición de las vituallas y por fin cierra. El congelador está lleno hasta el tope.
Sobre la mesa quedan algunos quesos, cajones de langostinos y botellas que no caben.
Víctor entra descalzo y en calzoncillos, con el pelo húmedo y desgreñado. Le está dando cuerda a un reloj despertador.
—Te llevas todo eso a tu casa, hoy mismo.
Víctor hace girar las manecillas para poner el reloj en hora.
—¿Qué haces?
Mientras manipula el reloj a la altura del ombligo:
—Hay que acordarse de avisar a la sirvienta que debe tomar sus vacaciones mañana mismo.
De repente una mano blanca con sortija de esmeralda le aprisiona ávidamente la entrepierna.
Alicia de perfil, suspira y le mordisquea el torso.
—¡Qué extraño! Me excita saber que te gustan los hombres.
—No siempre. Sólo a veces…
Él también comienza a jadear y a lamerle el cuello. Ella se quita el sujetador. Él le besa los senos. Luego la coge por la cintura y la alza.
—¡Ven!
Alicia se abalanza, lo derrumba sobre el piso, lo besa, lo mordisquea por todo el cuerpo, y por fin lo monta.
—¡Cuentero! ¡Bugarrón! —Se le sacude encima con violencia—. ¿Por qué me tienen que gustar los hijueputas, eh? ¿Por qué coño no me enamoro de un tipo decente?
Tras la pausa, despojan al cadáver de su vestido y de la peluca de trenzas. Desnudo se le siente mucho el perfume. Y pesa más de lo que se imaginaban. Fracasan en dos intentos de levantarlo. Se les resbala. Y ambos tienen reparos en abrazarlo con fuerza. Por fin, Víctor propone variar la técnica.
—Búscame un pedazo de soga.
Alicia trae del patiecito techado, contiguo al garaje, una soga de nylon donde la sirvienta tiende trapos de cocina. Víctor se la amarra al cadáver, con doble vuelta por la cintura. Luego Alicia le sostiene los tobillos juntos mientras Víctor, con las piernas abiertas y algo flexionadas a ambos lados de la cintura del cadáver, se agacha, lo coge de la soga y, al enderezarse, lo levanta con un fuerte tirón hacia arriba. Mientras lo sostiene en peso, se le tensan mucho los bíceps. Los pies de Groote quedan hacia arriba y la cabeza casi apoyada en el piso.
Cuando por fin consiguen engancharle las corvas en el borde del freezer, Alicia baja la tapa hasta apoyársela sobre las rodillas y enseguida se encarama encima para trabarlo. Ahora, a Víctor le resulta fácil levantarlo por las axilas hasta que queda como si estuviera sentado al borde del freezer. Cuando Alicia se apea y alza la tapa, Víctor lo empuja un poco hacia adentro y el cadáver se desliza sin dificultad. Luego, le quitan la soga de la cintura, el anillo de matrimonio, y entre los dos, lo ubican de lado, con las piernas recogidas hacia atrás y la cabeza presionada hacia adelante. Lo cubren con la lona. Le enciman el hielo y todo lo demás. El freezer queda repleto hasta los bordes.
A las 12:25 borran con esmero las huellas de la carretilla en ambas salas, queman en la hoguera de la barbecue la página donde habían impreso lo ya hecho, el vestido, la peluca, y la soga que le amarraran.
Víctor se queda con el anillo. Dentro de la casa busca en su guardarropas unos jeans negros y muy anchos. Alicia recorta una pierna entre la cadera y la rodilla. Guarda el trozo cortado y echa el resto al fuego. Saca su libreta y hace una marca.
Y a las 14:20 vuelven a sentarse para repensar las necesidades de los próximos pasos.
A las 15:55 se levantan. Han revisado la totalidad del plan, punto por punto. Han calculado todos los detalles, el tiempo e itinerarios.
—¿Qué viene ahora? —pregunta Víctor.
Ella lee en su libreta.
—Fabricar la herida en la frente —y se muerde los labios compungida.
El sale con paso decidido hacia el garaje y regresa con un leño que le pasa a Alicia.
—Dame con esto, mira, aquí, un golpe seco —y se señala un costado de la frente—. Toma puntería, no me vas a dar en la nariz…
Para golpearlo, ella cierra los ojos pero le da donde él le ha pedido. De inmediato, la piel se le amorata y comienza a hincharse.
Víctor se pone a pelar un trozo de cable eléctrico. Cuando termina, Alicia le recoge un poco los guantes y, con el fino alambre de cobre, le hace un amarre en ocho en torno a ambas muñecas. Se lo retuerce bien, primero con sus manos y al final con una pinza, hasta que Víctor ya no soporta el dolor. Esperan unos cinco minutos y cuando Alicia lo libera, las muñecas exhiben un notorio morado al que se suma un poco de sangre en la piel de la parte interior.
—Ya estamos casi terminando —dice él, mientras observa la lista, y hace un par de marcas…
—Estoy muerta de hambre —gime Alicia—. Voy a freírme unos huevos con jamón. ¿Quieres?
—No, gracias, me voy a vestir.
Víctor regresa poco después en jeans negros, mocasines sin medias y una camisa verde de mezclilla. Trae en la mano su libreta y la estudia atentamente.
Ella se acerca a observarle las muñecas. El hematoma ha progresado y también la hinchazón en la frente.
—¿Duele mucho?
—Sí, pero no me importa. Olvídate. —Y sigue leyendo su lista de tareas—. Ahora viene…, verificar que todo se ha quemado y dispersar cenizas.
Ella también examina su lista, abre su bolso y guarda el trozo de jean cortado.
Víctor va hasta la barbecue y comprueba que todo se ha quemado debidamente. Rastrilla y organiza un poco las cenizas. Encima coloca varios leños que luego rocía con abundante alcohol. Cuando ve elevarse la alta llama azul, guarda en el cobertizo todos los implementos y regresa a la vivienda.
De la colección de pelucas, Alicia escoge una rubia, de cabello muy lacio y largo. Viste un ropón de hilo amarillento, cuadrado, anchote, sin cinto, con flecos que le llegan a los tobillos. Se pone unos lentes oscuros.
Víctor guarda varios billetes de dólares en un bolsillo de las bermudas. Del baño saca un rollo de esparadrapo y se lo pasa a Alicia. También le entrega un papelito donde ha garabateado el nombre de unas medicinas, que ella guarda en su bolso.
A medida que cumplen las tareas previstas, las van tachando de ambas listas. Por fin, antes de salir, Víctor abre el refrigerador y se lleva una latita de refresco de naranja.
Por la puerta que comunica los dos garajes, Víctor pasa al de Rieks, monta en el Volvo y sale hacia el Vedado. Atrás sale ella en el suyo.
Media hora después, los dos coches se estacionan en la cuadra del antiguo hospital «Camilo Cienfuegos». Alicia conecta la alarma, se apea, cierra cuidadosamente, y sube los peldaños hacia la farmacia de venta en dólares. Compra lo que Víctor le ha anotado. Al salir, no monta en su descapotable, sino en el Volvo de Rieks. Pero Víctor se ha hecho a un lado y es ella quien se sienta al timón.
Rumbo a Miramar, entre buches de naranjada, Víctor ingiere trescientos veinticinco miligramos de dipirona y cincuenta de dextroanfetamina sulfato; y cuando ya van atravesando el túnel de Quinta Avenida, comienza a sentir la reacción alérgica.
Quince minutos después, Alicia, siempre disfrazada de rubia informe, se apea frente a una tienda, y regresa en unos diez minutos. Trae agujas, hilo y una pañoleta grande. Se ubica al timón, pero antes de reemprender la marcha, se pone a coser.
Víctor siente taquicardia, las orejas muy calientes y una picazón intensa en todo el cuerpo. Las mejillas han comenzado a hinchársele y el golpe en la frente luce impresionante.
—De verdad que parece que te hubieran entrado a golpes —dice ella, impresionada.
Víctor sonríe y luce peor.
Ella cose el trozo de jeans por el borde más estrecho y cuando termina queda formado un bonete, que Víctor se prueba. Le cubre bien toda la cabeza a modo de capucha, y por delante le cuelga sobre las clavículas.
—Muy bien —dice y se la quita—. Último control.
Cada uno mira su lista, hacen marcas, se miran y asienten.
—Sólo me queda lo del alambre, el esparadrapo, la capucha y los guantes —dice Alicia, leyendo su lista—. Todo lo tengo aquí, dentro del bolso.
—Verifícalo.
Ella revisa en su bolso y asiente.
—Sí, todo está aquí.
—Okey, buena suerte.
Se dan formalmente la mano y sonríen, ella con temor, él con una mueca ridícula, indescifrable, tumefacta.
Regresan hacia el Vedado por la Séptima Avenida y luego se desvían hacia el Bosque de La Habana. Alicia estaciona en un lugar solitario, saca de su bolso el alambre de cobre y vuelve a amarrar a Víctor, esta vez con las manos por detrás. Saca entonces un carrete de esparadrapo, corta dos trozos, y se los pega encima de los párpados. Luego desprende otro pedazo, y se lo pega a los labios sin quitarlo del carrete, que luego hace girar para amordazarlo con tres vueltas en torno a la nuca. Finalmente, le pone la capucha y le quita los guantes de goma que guarda en su bolso. Le abre la puerta y baja el cristal de su lado para oír bien. No oye ningún ruido de vehículos. De frente, tampoco viene nadie.
—Apéate ahora.
Víctor emite un sonido por la nariz, baja a ciegas del carro, y se deja caer a la vera del camino.
—¡Suerte!
Ella cierra la puerta y sale hacia Puentes Grandes.
Víctor permanece tendido unos dos minutos. De pronto, oye acercarse un auto; pero le pasa al lado y sigue de largo.
«¡Hijo de la chingada!»
Pero enseguida oye un frenazo y la marcha atrás. Un taxi se detiene y el chofer se apea.
—¡Alabao! ¿qué es esto?
Se acerca a Víctor, se agacha y le quita la capucha. Al verle la boca y los párpados tapados y el rostro tumefacto, se impresiona.
—¡Pa’ su madre…!
El hombre lo coge por las axilas y lo endereza, lo ayuda a sentarse en el suelo, y comienza a quitarle el esparadrapo de los ojos sin dejar de hablar.
—¡Mira pa eso! ¡Qué animales, coño!… Pero usté tranquilo, señor, que no le ha pasao na’… Agradezca que está vivo, enseguida lo voy a llevar a que lo atiendan…
El hombre saca ahora una navajita de uñas y le corta la mordaza a la altura de las mejillas.
—¿Lo asaltaron, señor?
Y sin esperar respuesta corre hacia el carro y regresa con unas alicates, para cortarle el amarre de las muñecas.
—¡Mire cómo me lo han puesto…!
Víctor no responde.
El hombre lo libera y lo ayuda a ponerse de pie.
Víctor respira entrecortado y permanece un instante con una rodilla apoyada en el piso.
Para ayudarlo a erguirse, el hombre lo coge por un brazo.
Víctor exagera su malestar y se para con dificultad.
—Gracias, amigo. —Le tiembla la voz—. Unos cabrones me atacaron…
—¡Caballero! ¿Qué está pasando en este país? Esto no se había visto nunca…
El taxista lo acompaña hacia el carro:
—Monte, monte, que lo llevo enseguida a un hospital…
—No, no hace falta, lléveme mejor hacia la calle 45, al lado del Parque Zoológico.
Carmen mira unas fotos desplegadas sobre la mesa del comedor. Van Dongen, a su lado, fuma, con una taza de té en la mano.
—¡Uy, qué flaco estás aquí…!
Carmen le extiende una foto donde se ve el perfil inequívoco de Van Dongen, pintando en una plaza. Viste casi andrajoso y lleva el pelo muy largo,
—Eso fue en la Place de la Contrescarpe, en París, hace veinte años. Yo plantaba ese caballete en cualquier parte, hacía retratos rápidos a los turistas y me bebía de inmediato lo que ganara.
—¿Y qué te había dado por beber tanto?
—Había fracasado en mi vocación artística, en mis ideales políticos —coge una foto que ella ha dejado sobre la mesa—…
Esto fue en mayo del 68, cuando nos enfrentábamos a la gendarmería en el Barrio Latino…
—¿Y esa que está contigo?
—Es la madre de mi hija, que vivió conmigo quince años y después se fue con otro… Ahí empezó mi ruina…
—¿Te afectó mucho?
—No tanto por ella, como por la niña… Me abandoné mucho y no podía sostenerla. Escasamente me ganaba la vida en las calles. Y así duré muchos años. En el 85 terminé en un hospital, en pleno delirio alcohólico. Si no es por Rieks, que vino a buscarme y se pasó tres días conmigo en París, nunca me habría recuperado.
—Nunca pensé que un millonario pudiera tener sentimientos nobles…
—Rieks es todo corazón. Cuando quiere, se entrega. En aquella ocasión me llevó a Curazao, me pagó una clínica, y durante casi dos años, siempre encontró tiempo para visitarme… Casi todas las semana pasaba a conversar conmigo…
—Bueno, era tu primo, ¿no? …
—Su hermano Vincent también es mi primo, y me detesta, como casi toda su familia… Se avergüenzan de esta nariz y no me perdonan mis ideas de juventud. Todavía me acusan de comunista…
Carmen sonríe, divertidamente sorprendida, con las manos en la cintura:
—¡No me digas que fuiste comunista…!
—Jamás: fui anarquista en la adolescencia y después trotskista…
—¿Y por qué te protegía Rieks?
—Quizá porque años antes, yo también lo ayudé mucho…
Carmen le coge una mano y lo mira con amorosa intensidad.
—Yo soy un par de años mayor que él y tenía mucho más experiencia. Con 18 años ya había vivido las barricadas en París y la bohemia de los años siguientes, en un medio muy liberal. En una visita que hice a Holanda lo encontré en crisis, aterrorizado de que su padre descubriera su homosexualismo. Se dejaba chantajear por un crápula. No encontraba escapatoria. Yo lo liberé del tipo y lo convencí de que se aceptara como era… Desde entonces, me hizo su confidente, me escribía a Francia para consultarme sus problemas…
El timbre estridente del portero eléctrico interrumpe el di logo. Van Dongen se para, camina hacia la puerta y coge el auricular.
—Diga. Sí. Sí, es aquí.
Lo que escucha lo sorprende. Alza las cejas en dirección a Carmen, y frunce la boca en un gesto de extrañeza.
—¿Cuándo? ¿Y es grave? Sí, sí, pase (aprieta un botón en la pared, junto al auricular y se oye una chicharra). Ya está abierto. Sí, enseguida bajo a ayudarlo.
Cuelga el teléfono y mira alarmado a Carmen, con la mano en el pomo de la puerta:
—Es un taxista que trae herido a Víctor King, el de la empresa. Parece que tuvo un accidente.
Y sale precipitadamente del apartamento mientras Carmen se acerca a la ventana de la sala. Desde allí alcanza a ver al taxista de pie, junto a Víctor, que en ese momento atraviesa el umbral del edificio.
Alicia aparca el Volvo de Groote en el Malecón, a unos metros de la entrada lateral del Hotel Riviera. Lee su lista de acciones próximas y las memoriza. Se asegura de no haber olvidado nada.
Acciona la manija de la puerta y la abre, pero vuelve a arrimarla como si estuviera cerrada. Permanece sentada y se quita los guantes de goma que guarda en su bolso. Con el codo empuja la puerta del carro para abrirla sin dejar huellas digitales.
Ya en el hall del hotel, lo recorre desde un extremo hasta el opuesto. Su silueta rubia pasa inadvertida entre tanto turista. Con el vestido ancho, sin cinturón, parece una regordeta que disimula su falta de cintura. Sale por la puerta principal, llama un taxi y se hace llevar al Hotel «Habana Libre».
Ya en marcha, sentada exactamente detrás del chofer, saca del bolso un par de horquillas y se recoge el pelo. Luego, con una pañoleta, se improvisa un turbante que le disimula completamente la peluca.
Entre la pareja alarmada y el taxista, Víctor se mira las muñecas hinchadas, cárdenas. Permanece mudo un momento, con una sonrisa como de borrachito a medias.
El taxista está muy nervioso y desde que entró no ha parado de hablar sobre lo mala que está la calle.
—… tirado en el Bosque de la Habana, en el camino que bordea el río… Tenía las manos amarradas, esparadrapo en la boca y los ojos, y esta capucha… Figúrense que…
Víctor le pone una mano sobre un hombro para callarlo y casi sin resuello se dirige a Jan:
—May I have some water, please? Sorry, Jan, this was the nearest place…
—Sure, it’s okay, Vic. Don’t worry about it.
Mientras Van Dongen va por el agua, Carmen le examina sus heridas de la cara.
—Se ve que te golpearon…
Mientras recibe el vaso, Víctor entorna los ojos en un gesto de dolor. Tiene ya las mejillas y pómulos muy hinchados, enrojecidos.
Bebe el agua con avidez y pulso inestable. Unas gotas le chorrean por las comisuras.
—Sí, me cogieron por los pelos de la nuca y me golpearon varias veces la cara contra una puerta…
Se interrumpe para hurgar en su bolsillo trasero. Al echar el brazo hacia atrás, frunce la cara en fingido gesto de dolor. Con lentitud se reacomoda en la silla, saca una billetera, y de ella un billete de cien dólares que entrega al taxista.
El hombre, que ha seguido de pie, impresionado por la cantidad, se disculpa:
—No tengo cambio, señor.
—Está bien así —sonríe Víctor, con esfuerzo—. Son cincuenta por ayudarme y el resto por no comentar esto con nadie.
—¡Muchísimas gracias, señor! —y saca una tarjeta del bolsillo de su camisa—. Aquí tiene mi tarjeta por si me necesita como testigo.
—No lo creo: de todos modos muchas gracias, y por favor, guarde reserva.
Víctor le extiende la mano, pero permanece sentado. Se dan un apretón y el taxista se retira. Carmen lo acompaña hasta la puerta.
Víctor inhala a todo pulmón, como para reunir fuerzas.
—¿Un cigarrillo?
Jan le extiende unos Cámel y Víctor coge uno. Le tiembla mucho la mano. Jan lo enciende callado, y espera.
—Secuestraron a Rieks…
Carmen se lleva una mano a la frente…
—¡Madre mía!
Jan traga en seco. Mira a Víctor con dureza, pero no dice nada. Se chupa los labios, y en las mejillas se le forman dos huecos que parecieran agrandarle la nariz.
—Y ahora…
—Ahora vamos a un hospital —lo interrumpe Jan.
—¡Sí —aprueba Carmen—, hay uno muy cerca de aquí!
—Imposible… —dice Víctor en voz baja, mirando al piso—. Se enteraría la policía… Y eso sería muy peligroso para Rieks.
Hace una pausa, como para aliviarse de un dolor.
—Además, yo no necesito un médico. Sólo un poco de descanso.
Jan vuelve a sentarse y Carmen le coge el pulso.
—¡Tienes una taquicardia galopante!
Víctor desestima su alarma con un visaje negativo.
—Es por el susto. No tiene importancia. Sólo necesito reposo.
—¿Quieres un calmante? Tengo uno muy…
Víctor la interrumpe.
—No, en cuanto duerma un poco, se me pasa. ¿Qué hora es? Esos cabrones me quitaron el reloj.
—Seis y diez… Puedes acostarte en el cuarto de huéspedes.
—Gracias, Jan; y te ruego localizar a Bos. Si tú estás disponible ¿podríamos citarlo aquí mismo a las nueve?
—No problem!
—Esta misma noche hay que decidir lo del rescate.
—¿Piden mucho? —pregunta Jan.
—Sí, tres millones; pero ahora necesito dormir…
Van Dongen cierra los ojos y suelta un silbido de alarma.
Cuando Alicia se apea del taxi en el Habana Libre, ya no es la rubia regordeta que saliera del Volvo en el Riviera. Pero con las sandalias, las gafas de sol, el turbante en la cabeza y el vestido holgado, tampoco es Alicia.
Frente al hotel, toma otro taxi. En camino, se quita el turbante y la peluca, que queda dentro del pañuelo. Se recoge el vestido hasta las rodillas, y se amarra el cinto. Se apea en el cruce de Línea y L.
Y ahora sí, la que recorre las dos calles que la separan de su descapotable blanco, es la seductora Alicia de siempre.
A casa de su madre llega a las 17:30.
En cinco minutos, Margarita oyó un resumen de las acciones. Ella hubiera preferido más detalles, pero ante el notorio cansancio que Alicia traía en el semblante, optó por servirle algo de comer y prepararle su baño.
«¡Uff, qué día!», pensó Alicia, ya en la cama.
Eso mismo pensó Víctor, y en ese mismo instante.
Aún no había podido cerrar un ojo.
Calculó que su alergia e hinchazón, provocada con los fármacos, cesaría alrededor de las ocho. La taquicardia en cambio, de acuerdo con la dosis que ingiriera, no debería ceder hasta la medianoche.