Cenicero lleno de colillas. Cuerpo de Groote cubierto con una sábana. Un carillón dorado marca las 05:12.
Víctor oye el ruido de la verja automática, atraviesa la sala, atisba entre los listones de las persianas, y ve el carro blanco de Alicia que ingresa al jardín y se dirige hacia el garaje.
Víctor le abre desde adentro. Ya ha desplazado su carro hacia el césped interior para hacerle sitio al de Alicia.
Cuando pasan del garaje a la cocina, Víctor la prepara.
—Ha sucedido algo terrible.
Víctor habla en voz muy baja.
—¿Elizabeth? —susurra ella y lo mira asustada.
—Más o menos —le responde él.
«Extraña respuesta…»
Alicia nunca ha estado en esa casa.
Pasan a un salón casi tan grande como el de la casa contigua.
Lo primero que Alicia busca con la mirada, es la pantalla. Donde debería estar, sólo se ve un gran cortinado rojo. No ha notado aún la presencia del cuerpo, que yace en un rincón, del otro lado del sofá.
Alicia se da vuelta para mirar a Víctor:
—Bueno, por fin ¿qué pasa?
Víctor la coge de la mano, la acerca a un extremo del sofá y le señala el bulto cubierto por la sábana.
Alicia se detiene y deja escapar un gritito con la mano sobre la boca.
Víctor se acerca un poco más y destapa el cadáver. Ensartado por la nuca en una punta de lanza, sus largas trenzas se abren en abanico sobre la tierra.
—¿Una mulata? ¿Y está muerta?
Víctor asiente.
Alicia siente que la piel de las sienes se le estira.
Víctor le muestra, entre las piernas abiertas del cadáver, la huella del resbalón que le costó la vida; y a dos metros, en medio de la sala, una aceituna aplastada y otras más, dispersas por el parquet.
—¿Resbaló sobre esa aceituna?
Víctor asiente.
Ella vuelve a mirar el cadáver y hace una mueca: «¿Elizabeth, una mulata?»
Víctor enciende dos cigarros. Le entrega uno. Ella demora en cogerlo, y cuando se lo lleva a los labios, inhala con avidez. Él se aleja unos pasos hacia la ventana, para darle tiempo a recobrarse. Luego, acodado sobre el alto espaldar de una butaca, como parapetado, y a distancia, le suelta la noticia más dura:
—Es un hombre —dice, sin mirarla.
—¡¡¡¿Queeeeeé?!!!
—A veces, yo… me dejaba querer…
Elizabeth muerta, Elizabeth mulata, la mulata un hombre, Víctor amante de un hombre… Ante aquel rosario de inesperadas revelaciones, Alicia alza las cejas, esboza una sonrisa triste y vuelve a mirarlo. Abocina los labios y levanta un dedo para decir algo, pero no atina. Se lleva ambas manos a las sienes, como si quisiera ajustarse las ideas con los dedos. Por fin, le da la espalda y permanece con la mirada fija en el cadáver:
—¿Y entonces, tu mujer… Elizabeth?
—Elizabeth nunca existió.
Ella se vuelve a encararlo. Sus ojos expresan pasmo, miedo, desconfianza.
Pero las sorpresas no han terminado.
—Es Hendrik Groote.
Alicia se traga ¡aaaaajjj! una gemida bocanada de aire.
—¿Tu p… patrón?
Víctor ni siquiera asiente. Camina de nuevo a la deriva por la sala y se mesa suavemente los cabellos.
¡Por Dios, tantas situaciones inesperadas!
Por primera vez Alicia examina a Víctor como a un extraño. ¿Quién es realmente ese tipo? ¿Y qué hace ella metida allí, junto a él? «Dime con quién andas…»
El ominoso proverbio fulgura en su conciencia como un reproche.
Se deja caer sobre una bergère y cierra los ojos.
—¿Y no has pedido ayuda?
—Para eso te llamé.
—¿Por qué a mí? —y por segunda vez se reprocha andar en compañía de un hombre así.
—Cuando inicien la investigación, es muy posible que descubran la pantalla entre las dos casas. El escándalo puede ser grande y tú vas a estar involucrada. Cuando me interroguen…
«¿Involucrada yo? ¿Pensar denunciarme, chantajearme…? Calma, calma, deja ver primero con qué me sale ahora…»
Se muerde los labios y no se da por aludida. Piensa con desesperada rapidez. Y el miedo crece. Pero su instinto le dice que no debe mostrarse asustada.
Inspira, se obliga a agacharse para ver más de cerca el cadáver y dar a entender que no está tan impresionada.
—¿Y tú crees que te van a echar la culpa?
La voz de Alicia no delata su ansiedad.
—En absoluto; los técnicos van a comprobar que todo lo que digo es cierto. Fue un resbalón, yo no tengo nada que ver.
—¿Has tenido relaciones con muchos hombres?
—Con algunos… Imagínate: estuve cinco años preso en una cárcel mexicana…
Cada nueva frase de Víctor la sorprende con algo impensable. Así que el bugarrón de su jefe, ex presidiario… Vaya, carajo…
Y mientras Alicia inspira boquiabierta para seguir asimilando aquella cascada de imprevistos, Víctor se sienta en otra butaca, y cruza los pies sobre una mesa baja.
—Te he llamado, porque esta muerte nos concierne a ambos.
Ella lo mira con cara de póker. Siente que se ha recuperado un poco y se dispone a oírlo; y a enfrentar lo que venga, ¡qué carajo!
Como amantes, Rieks y él llevaban casi tres años, pero en secreto. Rieks tenía esposa e hijos, su madre, tres hermanos, todos millonarios… Hasta ese momento, Víctor había trabajado a sueldo, pero en un par de meses la empresa firmaría con él un contrato por el que iba a ganar un millón y medio de dólares anuales. Pero ahora, muerto Rieks, lo más probable era que anularan su proyecto de los galeones, y hasta que lo despidieran de la empresa. Se quedaría sin nada. Con las manos vacías.
—¿Y eso por qué?
—Por oposición de la familia: una historia larga que no es el momento de contarte…
Víctor vuelve a pararse y camina lentamente por la sala. Alicia lo observa. Ha decidido tener paciencia. Por la actitud preparatoria y el tono de recuento con que Víctor le ha hablado, ella intuye que todavía no acabaron sus sorpresas.
Por fin, tras una larga pausa, Víctor se agacha para volver a tapar el cadáver, y hace un comentario escalofriante:
—Y sin embargo, a este cadáver se le pueden sacar fácilmente tres millones de dólares.
Alicia lo mira escéptica. Pero los tres millones se adhieren a su oídos, tintinean, resuenan límpidos como un cristal de Baccarat; siguen tañendo, como esas campanas que para acallarlas tienes que ponerles una mano encima. Y entre tan halagüeños ecos, la propia Alicia advierte que su temor inicial cede paso en su ánimo, a un vigoroso interés.
Sonríe; pero su sonrisa expresa que no quiere ser objeto de burlas. Malhumorada, encara a Víctor. Se le para a dos centímetros. La frente de ella queda a la altura de sus labios. Lo mira a los ojos desafiante y respira su aliento de nicotina y alcohol:
—Chico… ¿habré oído bien? ¿Tú… ’tás hablando de tres millones de fulas…?
—Su familia pagará lo que les pidamos. Si tú cooperas, claro…
—¿Tres millones por un cadáver?
—Es un plan bien sencillo, sin riesgo… O sea, sin más riesgo del que uno asume todos los días al salir a la calle… Yo voy a estar adentro, enterado de todo lo que suceda. Pero necesito un partner que actúe desde afuera, y sólo tú podrías serlo.
—¿Y por qué yo?
—Porque no tengo a nadie más: eres la única que conoce lo que ocurría en estas dos casas…
Ella permanece unos instante absorta. Digiere con calma el razonamiento de Víctor y asiente involuntariamente con la cabeza ladeada. Se detiene en medio de la sala y lo mira con frialdad.
—¿Y qué me ofreces?
—Lo justo, partes iguales: un millón y medio para cada uno. Con eso podríamos comprarnos la libertad definitiva.
Ella sigue mirándolo, pero ya no lo enfoca fijo. Sus ojos se mueven inquietos. Piensa.
—De lo contrario, te toca volver a pedalear y a menear el culo por la calle. Y te despides del carro, y de los tres mil dólares mensuales. Sin una orden de Rieks, yo no podría disponer de él… La empresa me lo va a retirar…
Alicia suspira entrecortado, como los niños después del llanto. Ya vislumbra los alcances del desastre, y algo que le dice que tiene que contrarrestarlo, tomar medidas. Sí, tal vez…, pero…, no sabe qué pensar de Víctor.
Su percepción, su sentido común, una lógica de los hechos más recientes, le indican que no puede ser un asesino. Sería insensato suponer que ha matado a Groote para sacarle dinero a un cadáver. En todo caso, lo mataría después de cobrar el dinero. Y en ese caso, no la buscaría a ella como cómplice, después del crimen. No no, imposible. Víctor puede ser un bandido, un cínico, un inmoral; pero no es un asesino ni el psicópata que acometiese un plan tan estúpido.
—¿Y si no acepto tu propuesta?
—Sin tu ayuda, yo no puedo hacer nada. No podría cobrar el rescate…
—¿Y qué harías, entonces?
—Llamar hoy mismo a la policía; enfrentar durante algunos días las sospechas, interrogatorios, etc., hasta que todo se aclare. Lo del cadáver no me preocupa; no tengo nada que temer. Lo malo es que cuando inspeccionen la casa van a descubrir lo que ocurría aquí.
—¿Qué cosa?
Alicia vuelve a mirar la espesa cortina roja que cubre la pared divisoria de un extremo al otro y del piso al techo…
Como si adivinara su pensamiento, y sin dejar de hablar, Víctor descorre las cortinas, coge una llave de una gaveta y abre de par en par las puertas del armario.
—Todo esto —señala con un amplio ademán—: la pantalla entre las dos casas…
Ella contempla boquiabierta la sala del estanque. El fauno sigue sonriendo, tumbado boca arriba…
—… y cuando me interroguen, inevitablemente, saldrás a relucir tú. Por eso te llamé, para que me ayudes a pensar.
—En eso estamos… ¿Y cuál es tu otra alternativa?
—Acelerar el coche a doscientos y reventarme contra un pinche árbol.
Ella lo escruta pensativa.
—¿Sentías algo por Rieks?
—Sí, gratitud, simpatía… Como amigo, fue excelente. Él se enamoró de mí…
—Tiene buen gusto… ¿Y en la empresa lo sabían?
—Hasta ahora, no. Pero si no desaparezco el cadáver, lo van a saber mañana mismo.
—¿Y cómo lo van a saber?
—¿Y qué carajos iba a estar haciendo conmigo, disfrazado de negra, con esa pinche peluca y con mi semen adentro?
—Cierto —admite ella.
Él solloza y se tapa los ojos.
Aquella brutal sinceridad de Víctor y su llanto, indiscutiblemente sincero, la animan. La propuesta del secuestro comienza a adquirir corporeidad, peso. Alicia siente que pisa un terreno más firme.
Se acerca a él y le acaricia la nuca. Se sienta a su lado y lo sigue acariciando. Espera a que se desahogue.
—El problema nos afecta a los dos —dice él, mientras se seca las mejillas con el dorso de la mano—. Por eso tenemos que decidir juntos.
Alicia vuelve a pensar en la dimensión del escándalo.
—No me siento bien aquí —le dice de pie—. ¿Por qué no pasamos a la otra casa?
—¿Tienes las llaves de atrás?
Ella coge su bolso de la mesa, lo abre y le muestra las llaves.
Salen juntos al patio. Las últimas estrellas de la madrugada se apagan hacia occidente. De algún lugar no muy lejano les llega la música de un danzón, y de los frutales del fondo, un olor a trópico maduro.
Víctor quita la traba a la puertecita de hierro que comunica los dos traspatios. Penetran un poco agachados, atraviesan una pequeña colina de grama, siguen un senderito empedrado, bordean la piscina y al llegar a la vivienda, con una segunda llave, Alicia abre la puerta corrediza del ventanal.
—Tengo sed. Voy por un refresco. ¿Quieres?
—Mejor una cerveza…
Mientras ella va a la cocina, él levanta el fauno tumbado y lo pone de pie. Sonríe. La sonrisa del fauno es contagiosa.
—¿Te gustó lo de ayer?
—Absolutamente genial…
—Pero ya es historia vieja. —Alicia le alcanza la cerveza—. Never more… Vamos a lo nuestro, ahora.
Toma un trago largo de Coca-Cola, acomoda sobre la mesa una libreta y un bolígrafo y se sienta como para una reunión de negocios.
—Explícamelo todo con calma —y traza una raya en el bloc.
A las 07:15, Víctor termina su exposición.
Alicia está casi convencida.
Sí: el plan para librarse del cadáver no ofrece dificultad. Bueno…, a menos que se les atraviese un infortunio muy improbable, todo lo que Víctor propone parece factible… El aspecto más complejo es el cobro del rescate; pero tal como lo ha concebido Víctor, que conocerá al detalle y de antemano todo lo que decidan los Groote y sus empleados ¿qué peligro puede haber?
Víctor hace una pausa para ir al baño, y Alicia aprovecha para caminar un poco sobre el césped del patio. Abre una pila que hay junto al garaje y se moja la nuca y las sienes.
Cuando Víctor regresa, ella dobla las dos hojas que ha llenado de notas, las guarda en un bolsillo de sus jeans y coge el llavero.
—Necesito estar sola para decidir —le dice por fin y avanza hacia la salida—. Espérame aquí si quieres. Dentro de un rato vuelvo a darte la respuesta.
—¿Adónde vas?
—Por ahí, no sé. —Mira la hora—. Espérame, vuelvo seguro antes de las diez.
Víctor no dice nada. La despide con un resignado encogimiento de hombros y un gran bostezo.
—Yo voy a ver si puedo dormir un poco.
Al timón del descapotable, por Quinta Avenida, Alicia comienza a ver más claro. Aquel puñetero azar, aquel patinazo sobre la aceituna, echan por tierra sus planes. Los desbaratan, coño. Sin el dinero que se ganaba con su show, y sin el carro, ya no podrá sostener su tren de vida. De los quince mil fulas que se ha ganado, entre ropas, buena vida y estratégicas invitaciones a sus cortejantes, ha gastado más de diez mil. La reserva que le queda, ya no podrá invertirla en su propia promoción. Eso aplaza y dificulta todo. Cuando ya sus perros olfateaban el rastro de los millones, la presa vuelve a levantar vuelo. ¿Deber aceptar las proposiciones que tiene en firme? ¿Irse a Madrid, a Milán, a Buenos Aires?
Antes de llegar a su casa, en el parque de Quinta y Veintiséis se estaciona y enciende un cigarro.
¡Verdad que la muerte del holandés era una jodienda, coño!
Si se destapaba ahora un escándalo, se enterarían todos los extranjeros de La Habana. ¿Cuánto tardaría en regarse la noticia de los shows que ella le montaba a Groote? Su nombre circularía en boca de todos. De firma en firma, de discoteca en discoteca, de puta en puta. Dámaso, Otto, Alberto, Enzo, Yves, todos terminarían por saberlo. Y entonces, adiós Europa, chau Buenos Aires. ¿Volver a pedalear? Sí, pero con aquel antecedente, ya no podría recuperar su imagen de joven dama digna. ¿Quién le propondría matrimonio después de saberla una pornoputa a sueldo de voyeurs? Lo único que le quedaría sería meterse a puta en serio, al duro y sin careta. ¡Coño, cuando todo funcionaba de maravilla! En qué momento había venido a resbalar el maricón de mierda ese.
Sí. Lo de Víctor era lógico. Después de tres años en aquella vida, no quería verse ahora con una mano alante y otra atrás. En su lugar, ella también se daría un tiro. Si no fuera por su madre, coño…
Sin mayor alarma ni sospechas, Margarita asimiló la muerte de Elizabeth. El hecho de que Elizabeth fuera un hombre le provocó un gesto de franca repulsa. Como postre, Alicia le comunicó el plan de Víctor.
Aquello sí la sacudió. Se quedó unos instantes con la vista fija en la pared. Empalideció notoriamente. Parecía no atreverse a mirar a su hija.
Alicia, para darle tiempo, fue a la cocina a buscarse un refresco.
—¿Y tú, has decidido algo? —la interrogó por fin Margarita desde la sala, sin mover la vista de la pared.
—Sí, una sola cosa… —dijo Alicia, con los ojos casi cerrados y los labios entreabiertos—. Nunca más en mi vida voy a volver a pedalear.
Si los tres ensimismados cabezazos que diera Margarita, aprobaban aquella decisión, Alicia no podía saberlo. Lo que sí sabía era que su madre era una mujer realista, muy pragmática y nada pusilánime; y en ningún momento dudó de que apoyaría cualquier decisión que ella tomara. Pero no imaginó que lo haría tan de inmediato, prácticamente sin discutir.
—Si la familia lo adora, y Víctor va a estar informado desde adentro, al tanto de todo lo que decidan, no creo que corras gran peligro —comentó Margarita, como si nada.
«¿Tan rápido?», se asombró Alicia. «¿Significaba aquello que Margarita la instaba a coger el toro por los cuernos?»
—El mayor problema es el propio Víctor: delincuente, presidiario. ¿Quién lo hubiera imaginado, no? ¿Y si después de ayudarlo se me queda con todo?
—Eso es absurdo; propio de los delincuentes tarados de las películas. Víctor no es eso.
—¿Y si después me mata para quitarme de encima? Cobrado el rescate, yo también voy a valer un millón y medio.
—¡Coño, chica, estás desvariando! El debe imaginarse que si tú desapareces, yo voy a sospechar y puedo echarle la policía encima. Tendría que matarnos a las dos. Demasiado complicado y riesgoso.
Alicia la oyó en silencio, asintiendo.
—Además ¿no dices tú que viste claramente la huella del resbalón? Amén de que a nadie, con dos dedos de frente, se le ocurriría planear un secuestro, asesinar a la víctima, y sólo después buscarse un cómplice para pedir el rescate. Y si de una cosa estoy segura es de que Víctor no es un asesino, ni un imbécil. Lo que no me gusta es que nos haya salido bugarrón… —e hizo otra mueca de asco.
—Tampoco pongas esa cara, chica. Ni que se hubiera templado a un leproso. En esta vida uno lucha con lo que Dios le dio…
—Sí, claro, cada cual recibe según su necesidad y cada cual da según la cantidad y calidad de sus instrumentos… ¿No era así?
Alicia soltó una risotada.
—No digas disparates mami, que tú de marxismo nunca entendiste nada…
Que Margarita asimilase aquella situación con tanto aplomo, fue decisivo. Era el empujoncito que Alicia necesitaba.
Mientras conduce de regreso a Siboney, evoca con ternura y gratitud la solidaridad sin vacilaciones que siempre le dispensara Margarita. ¡Todo un hombre, su madre, coño! El compañero ideal para los trances difíciles. Con los ojos húmedos, se dice que jamás se separar de ella.
Bien, ánimo pues. Su suerte está echada. Por aquel trabajo, se va a ganar un millón y medio de fulas. En toda tu vida no va a tener otra oportunidad como aquella… Sería estúpido dejarla pasar…
Y sobre todo, tiene dos razones supremas: la primera es que también ella prefiere morirse antes que volver a una vida mediocre; y la segunda y principal, que el mundo no se hizo para los pendejos: «El que quiera pescado, que se moje», como decía su abuelo gallego.
Cuando regresa a Siboney, él la espera ansioso. No ha podido dormir.
La espera con la puerta abierta, la hace pasar, y se sienta en una butaca, ávido por escucharla.
—¿Y bien? —pregunta, sin mirarla, con algo infantil en la voz.
Ella enciende un cigarro, deja su bolso sobre una mesa y se queda de pie frente a él.
—Yo no puedo saber si ese tipo se accidentó o lo mataste tú.
Víctor intenta levantarse:
—¿Pero cómo se te ocurre…?
Alicia autoritaria, lo empuja suavemente dentro de la butaca:
—¡Me toca a mí, coño! ¡Oye y no interrumpas!
Alicia hace una pausa. Es Víctor quien enciende ahora un cigarro.
—Yo, a ti, no te conozco, Víctor. Sólo sé que me echaste una pila de mentiras… Primero me hiciste creer que estabas muy interesado en mí y hasta insinuaste un posible futuro conmigo. Luego me entero de que eres voyeur, y lo que querías era reclutarme para tus shows, con Elizabeth. Ahora resulta que estuviste preso, que Elizabeth no existe, y que después de templarte tres años a tu jefe, ahora quieres sacarle tres millones con el cuento del secuestro. ¿Qué quieres que piense de ti, Víctor?
Hace otra pausa y da unos pasitos hacia la ventana. Se apoya contra la pared, de frente a él.
—En cuanto a tu plan, seguro que me ocultas algo…
—Tú no tienes el derecho…
—¡Tengo el derecho y el izquierdo! —grita ella, desaforadamente—. ¡Y cállate, coño!
El cabecea disgustado, pero finalmente se encoge de hombros y obedece.
Mientras reordena sus ideas, Alicia echa una larga humarada con sus labios en u.
—Pero algo me dice que no eres un asesino, y parece evidente que necesitas mi ayuda. Y como tampoco quiero volver más nunca a una situación tan rejodida, me voy a arriesgar a seguirte. ¡Qué más remedio! Estoy dispuesta a todo. Pero no intentes trampearme porque será tu ruina. Ya he tomado mis medidas…
—Me lo esperaba; y me parece perfecto. Ni tú ni yo tenemos otra alternativa. Y ahora te falta conocer otros detalles del plan.
—No, ahora no me expliques nada. Dime sólo qué hay que hacer para que desaparezca ese cadáver. Me enferma tenerlo al lado.
—Está bien. Es lo primero que vamos a hacer. Pero antes, inmediatamente, tenemos que reunir algunas cosas que tengo aquí en una lista.
Víctor se instala frente a su computadora, y se pone a leer.