Domingo por la mañana. En el elegante Club de Golf del barrio de Capdevila, Víctor juega al tenis. Confiado, hace un último servicio, intercambia tres raquetazos y gana. Se acerca a la net, da la mano a su oponente y sale hacia los asientos que hay al borde de la cancha. Coge una toalla, se seca un poco y comienza a guardar sus raquetas y pelotas en un estuche. Cuando termina, sale de la cancha y enfila lentamente por un sendero de grava roja.
Al llegar a su coche, lo abre, deja sus raquetas en el interior, y aún con la toalla alrededor del cuello, abre una neverita portátil y saca una lata de refresco, de la que toma un sorbo. Cuando va a encender un cigarrillo, oye un chirrido de ruedas sobre la grava del parking; y al volverse reconoce, con gran sorpresa, a Van Dongen que se apea sonriente. El narizón viste buzo y pantalón blanco y calza unos mocasines oscuros. En la mano trae una carterita de cuero.
—¿También juegas tenis? ¡Qué coincidencia!
—Ninguna coincidencia: vine a verte.
—¿Algo urgente…?
—Urgente no, pero muy serio…
Víctor lo escruta, preocupado.
—Tiene que ser muy serio, para tratarlo un domingo…
Van Dongen mira en derredor y señala un camino.
—Te propongo caminar un poco.
Víctor asiente, se quita la toalla, cierra el carro y comienza a caminar junto a Van Dongen, muy intrigado.
Van Dongen abre su carterita, saca un papel, lo desdobla y se lo entrega.
—Esto lo recibí hace unos días de la INTERPOL.
La mención a INTERPOL lo sacude. Víctor frunce el ceño y mira de soslayo a Van Dongen. Ha palidecido terriblemente.
Por fin, baja la vista y lee muy rápido la primera hoja. Ojea un poco la segunda y se las devuelve.
—Sí. Todo es cierto —y lo mira con una altivez desafiante—: Supongo que estarás horrorizado.
Van Dongen se queda observándolo sonriente y cabecea enigmático.
—No, no estoy horrorizado. De joven fui un poco revoltoso, y todavía pienso que es más decente atracar un banco que ser su dueño.
Víctor, se detiene. Aquel inesperado comentario de Jan, lo toma por sorpresa. No sabe qué decir. Sólo atina a rascarse la cabeza y a sonreír.
Jan adelanta dos pasos y también se detiene para volverse a mirarlo. Víctor lo escruta de arriba a abajo, con los ojos muy abiertos. Ahora articula un fruncido de cejas que pretende expresar incredulidad, pero sólo expresa temor, incertidumbre.
Van Dongen permanece callado y lo mira serenamente a los ojos. No tiene prisa.
Por fin, a Víctor se le ocurre un comentario coherente con la situación:
—¿Y cómo debo entender entonces tu antipatía por los bancos y tu relación con un millonario como Rieks?
—Rieks me salvó de la locura y el deshonor, y le estoy agradecido. Pero no vine a hablarte de eso, Víctor.
De sorpresa en sorpresa, Víctor intenta decir algo, pero se traba. Finalmente se encoge de hombros y suelta la pregunta que ya le quema en el pecho:
—Supongo que a estas alturas toda la empresa conoce mi historia…
Jan retoma la marcha y permanece pensativo unos instante. Luego endereza hacia un banquito que hay al borde del sendero, lo limpia de hojarasca con la mano y se sienta. Víctor se le para enfrente, apura su lata de refresco y la tira entre unos arbustos.
—En Cuba nadie lo sabe, Víctor. Por ahora, ni siquiera la INTERPOL sabe que Henry Moore y Víctor King son la misma persona. Sólo yo lo sé.
—¿Tampoco lo sabe Rieks?
—No, no lo sabe…
Víctor alza los brazos, desconcertado.
—¿Qué quieres de mí, Jan?
Van Dongen baja la cabeza como buscando la respuesta en el suelo. Luego sonríe y lo mira a los ojos.
—Quiero que comprendas mi posición como hombre de confianza de Rieks. En primer lugar, no me asusta tu pasado ni tu cambio de nombre. Estoy convencido de que los asaltos fueron un medio para financiar tus búsquedas submarinas. Yo admiro a los seres apasionados, y buscar galeones hundidos me parece una pasión muy noble.
Jan hace una pausa para sacar sus cigarros de la carterita y le ofrece uno. Enciende ambos y observa el intenso temblor en la mano de Víctor.
—Además, yo he estudiado a fondo tu proyecto y no sólo me parece factible, sino que también me apasiona como una gran aventura poética y altamente rentable. Es algo a lo que yo mismo le dedicaría la vida. Sería muy feliz si pudiera abandonar mi cargo actual y convertirme en tu ayudante.
Víctor sonríe, hinchado de vanidad y se ruboriza.
—¡Qué más quisiera yo…!
—Pienso que con la enorme inversión en equipos, y los miles de turistas cuyos buceos en estas aguas, tú vas a programar, es muy posible que aparezcan grandes tesoros. Con tus planes, la compañía puede ganar en los próximos años, cientos de millones; pero tú eres quien va a coordinar el trabajo de los equipos y de los submarinistas, y vas a ser el primero en saber lo que hay en el fondo del mar. Sentado en tu computadora vas a tener toda la información que tú mismo has programado. Y ahí está el gran problema. Te vas a convertir en un poder omnisciente. Entonces, ¿qué garantía puede tener Rieks, de que si tú descubres un galeón hundido entre el coral, no decidas ocultarlo y negociar su valor con otra empresa que te pague de golpe 100 millones de dólares, en vez del modesto salario que recibes aquí?
Víctor intenta interrumpirlo, pero Van Dongen lo conmina:
—Déjame hablar. Siéntate y escucha.
Víctor se sienta en el banco y cruza los brazos, ladeado hacia Jan, para mirarlo de frente.
—A mí, la empresa y la familia Groote me importan un bledo. Detesto a Vicent, igual que tú. Pero tengo una deuda de gratitud con Rieks y jamás voy a traicionar su confianza.
Jan se queda unos instantes mirándolo de cerca a los ojos, como para sondear hasta que punto Víctor ha seguido sus palabras.
—Yo no creo que tú juegues sucio con Rieks. De verdad, no lo creo, Vic; pero no puedo estar seguro. Y he venido simplemente a advertirte que si estafas o robas Rieks, yo me sentiré culpable; y esta vez no irás preso. Te haré matar.
Víctor suspira aliviado. Tras la inmediata sensación de fatalidad y ruina que le provocara minutos antes la mención a Interpol, aquella amenaza de Jan le sabe ahora a bendición.
Durante el silencio que se produjo, de varios segundos, Jan evita mirarlo y, como hace siempre que ofrece su perfil grotesco, se acaricia el entrecejo con el dedo mayor. Es su pretexto para cubrirse la narizota con la mano.
—Me desconciertas, Jan —comenta por fin Víctor, sin mirarlo—. Por un lado, te agradezco que no divulgues mis trapos sucios; pero por otro me amenazas. Y no entiendo por qué no le has mostrado esos papeles a Rieks…
—De ningún modo. El tiene sus limitaciones y es pusilánime en algunas cosas. Tu pasado lo induciría a eliminarte del proyecto, y yo quiero que siga adelante. Además, estoy convencido de que sin ti, todo sería distinto.
Víctor le dirige otra mirada de extrañeza.