28. Miriam y Charlie

El tren de regreso a Berlín pasa por Leipzig; me bajo.

Es por la mañana, el aire tiene todavía esa calidez sedosa que logrará convertirse en algo real hacia mediodía. La última vez que estuve aquí estaban restaurando la estación; ahora forma parte de un centro comercial de tres plantas con un atrio inmenso. Las escaleras mecánicas transportan a la gente de arriba abajo por los distintos niveles. Cerca de la salida hay una exposición fotográfica sobre las manifestaciones de hace diez años. En el cartel de encima se lee: LEIPZIG. LA CIUDAD DE LOS HÉROES. No sé muy bien qué estoy haciendo aquí.

Deambulo por la ciudad. La mayoría de las grúas han desaparecido. Nuevas fachadas de edificios amarillo limón y rosa palo, algunas incluso doradas, han aparecido al despojarse del andamiaje. Dejo atrás el ayuntamiento y la bodega Auerbach. Justo al lado han intercalado un nuevo museo en el viejo paisaje urbano: el Foro de Historia Contemporánea de Leipzig. En el interior, es todo acabados de lujo y suelo de terrazo. Al parecer esto es esfuerzo económico federal por meter la historia de la separación de Alemania detrás de una vitrina.

Están las famosas fotografías de cuando construyeron el Muro: un soldado oriental que intenta huir al Oeste, separando el alambre de espino con las manos; y de Peter Fechter, el joven de dieciocho años al que dispararon en 1962 cuando intentaba escapar y al que dejaron morir en medio de la Franja de la Muerte porque ambas partes pensaban que el contrario tomaría represalias si salían a socorrerlo. Alguien le ha tirado un rollo de gasa, pero yace inmóvil y sangra. Hay fotografías de gente saliendo por la boca de un túnel en Berlín Occidental: el afortunado grupo que lo intentó antes que frau Paul. Y también hay un furgón gris aparcado aquí en medio, igual que el que la transportó hasta el tribunal. Un monitor de televisión muestra a Karl-Eduard von Schnitzler en su ácido apogeo. Llego a los años setenta y me encuentro con una vitrina de cristal con recuerdos de los Renft: discos, una vieja guitarra de Klaus y fotos del grupo con sus melenudos componentes vestidos con pantalones de campana, tan inocentes como irreverentes.

Soy la única visitante. Los vigilantes están deseosos de entablar contacto ocular y conversación, están más aburridos que una ostra. Tal vez porque, a pesar de todo el dinero empleado, las cosas de detrás de los flamantes expositores tienen un aspecto decrépito y avejentado, como artículos sacados de una época que ha quedado atrás. Bajo las escaleras traqueteando con mis sandalias. Me molesta que este pasado parezca tan de postín, y tan a salvo, como si hubiese estado destinado desde un principio a acabar detrás de un cristal, detrás de un cordón de seguridad y un botón de alarma. Y estoy molesta conmigo misma: ¿cuál es el problema? ¿No se supone que los museos son para las cosas que han acabado?

Hay un buen trecho desde aquí pero, como creo recordar el camino, me dirijo hacia la Runde Ecke. Espero que siga allí, que esta superficial versión financiada por el Oeste no sea todo lo que queda de Alemania Oriental. Sé que en las afueras de la ciudad todavía se elevan las típicas torres de pisos socialistas, pero aquí las calles están adoquinadas y los edificios son de nivel. Rostros esculpidos miran hacia abajo desde los arcos de los pórticos y una fila de cariátides apuntala el viejo teatro. Paso por delante de una tienda de música (la casa donde vivió Bach), una taberna y unas pompas fúnebres con una sorprendente gama de productos; hay un letrero donde pone «24 horas», seguido de una lista donde figuran el entierro, la incineración, el sepelio en el mar y los entierros anónimos, así como el «traslado de féretros». Un perro pasa tan campante por la acera y en alguna parte, se me ocurre, alguien muere. Su seguridad, su cabeza bien alta, me hacen sonreír. Un hombre en la ventanilla de un estanco me ve y me devuelve la sonrisa.

El edificio sigue aquí, su inmensidad abarca todo el bloque y termina en la esquina redondeada donde está la entrada. Al llegar a la puerta veo que el museo del comité de ciudadanos sigue existiendo y está abierto. En mi interior noto cómo se desata un pequeño nudo, aliviado. Subo las escaleras de piedra. La entrada a la exposición queda a la izquierda, mientras que a la derecha está la de la delegación en Leipzig de la Oficina de Documentación de la Stasi. No ha cambiado mucho. Atravieso el pasillo, pasando por delante del cuarto con el calendario de desnudos y de la celda de la ventana y la cama enanas, hasta la dirección del museo. Hay carteles donde se piden donaciones para que la institución siga funcionando.

Hoy no está frau Hollitzer, pero su joven colega me informa de que sí que sigue trabajando en el Bürgerkomitee. Cuando le pregunto sobre el nuevo museo de la ciudad, se encoge de hombros y me dice algo así como que la financiación y la independencia son incompatibles. Intentaron negociar con las autoridades federales para que hubiese un único museo de la Alemania dividida en Leipzig, gestionado por orientales, pero la cosa no salió adelante. Éste ha quedado con un aspecto más modesto y deslucido pero precisamente por eso es más auténtico: era en este edificio donde retenían a la gente y la interrogaban, y donde, en la planta de arriba, se clasificaban las biografías robadas. Me paseo un rato por las salas, viendo las montañas de pulpa de expedientes en una, los bigotes, las pelucas y el pegamento en otra, y los tarros con las muestras de olor en una tercera. Para mí aquí fue donde empezó todo. Le compro un par de libros al joven y me voy. Fuera hace calor; desde esta mañana el verde de los árboles se ha intensificado y sus sombras son más oscuras. No tengo nada más que hacer aquí salvo volver tranquilamente a la estación.

Atravieso un parquecillo donde hay gente almorzando en bancos. El ambiente es silencioso salvo por el canto de los pájaros, el ronroneo de los tranvías y un sonido de ruedas detrás de mí que cada vez es más fuerte. Me giro y veo venir hacia mí a dos chavales en monopatín, a todo trapo. Antes de poder decidir hacia dónde apartarme, me rodean con un movimiento grácil, cada uno por un lado, para luego volver a unirse. Contemplo cómo se deslizan hasta fuera del parque. Hacen la misma maniobra con una chica en una cabina; esta sigue hablando mientras sale de la cabina para ver cómo se alejan patinando.

Cuando paso junto al teléfono me sorprendo mirando a la chica. Lleva vaqueros y un top blanco con la barriga por fuera, masca chicle mientras habla. No oigo lo que dice pero está completamente absorta, tiene un talón apoyado contra la rodilla. Rondará los dieciséis años, lo que significa que tendría unos seis años cuando cayó el Muro. No creo que recuerde un mundo sin cabinas telefónicas.

Antes de saber por qué estoy aquí parada, me ve y me hace un gesto para darme a entender que no va a tardar mucho. Me siento aliviada al haber encontrado un objetivo, pero estoy paralizada. Cuando cuelga, me saluda y se va en su bici. Voy hacia la cabina. Dieciséis, reflexiono, a los dieciséis fue cuando ella cogió un tren de aquí a Berlín y trepó por el Muro. No pienso en otra cosa, pero abro mi agenda y marco su número.

—¿Sí?

—¿Miriam? Miriam, soy Anna Funder. Estoy…

—¡Anna! ¿Desde dónde me llamas? ¿Has vuelto a Berlín?

—Bueno, yo… lo cierto es que estoy en Leipzig —le anuncio—. He pensado en ti y se me ha ocurrido llamar para saludarte, ya que pasaba por aquí. No sabía si tendrías el mismo número. He estado en Núremberg y estoy de paso, de vuelta a Berlín. Yo sólo…

—Voy a recogerte —dice—. ¿Dónde estás?

—Creo que cerca de la estación.

—Vale. Nos vemos en la entrada lateral dentro de diez minutos.

La veo venir hacia mí. Va de blanco de los pies a la cabeza: pantalones anchos y blusa holgada. Es de mi altura, aunque su constitución es más estilizada; cuando me abraza siento las paletillas de sus omoplatos bajo mis manos. Al quitarse las gafas de sol veo el mismo azul en sus ojos; las arrugas de su cara, en cambio, son mucho más pronunciadas.

—Me he mudado desde que viniste —me explica. Recorremos en su coche calles adoquinadas, bajo olmos, plátanos y cables de tranvía.

El piso de Miriam está en un edificio que hace esquina y que está restaurado con gusto. Unas flores pintadas a mano se enroscan por las paredes de la amplia escalera y, al fondo, un discreto ascensor de vidrio y acero nos lleva hasta arriba. Una vez más, su piso está en la última planta. La esquina del edificio da forma al salón; todas las ventanas están abiertas, me acerco a un alféizar: al otro lado de la calle hay otro bonito edificio con una cristalera en el tejado y, por detrás, una explanada de césped y árboles que se extiende hasta donde me alcanza la vista.

—Es el brezal de Leipzig —dice detrás de mí—. Es estupendo para pasear. Si quieres podemos ir luego. El zoológico también está ahí, merece la pena.

—¿A qué huele? —le pregunto.

—Lo mismo es el recinto de los felinos —bromea.

—No, es algo dulce.

—Ah, son las acacias. —Se acerca a la ventana y me señala la copa de los espléndidos árboles que hay justo debajo de nosotras. Flores color crema cuelgan como uvas en racimos—. Es un perfume hermoso, ¿verdad? Mucho mejor sin duda que el de los leones. —Se ríe y me pone la mano en el brazo.

Miriam hace té y nos sentamos a charlar. No parece que mi visita la haya sorprendido, o al menos, no se la ve tan sorprendida como estoy yo de verla a ella. Es como si siempre hubiese esperado que nos volviésemos a ver, casi como amigas. ¿Qué son un par de llamadas sin respuesta entre amigas?

La brisa aromatizada nos rodea con dulzura. El piso tiene el suelo de parqué, paredes claras y una cocina nueva en un extremo de la sala. La habitación contigua es un espacio amplio cubierto por una gruesa alfombra de colores pastel. Está llena de libros y macetas y hay un ordenador en un rincón, unas nubes en el salvapantallas. Todo es blanco, luminoso y acogedor.

Le cuento a Miriam cosas sobre mis viajes, lo de los hombres de la Stasi, lo de la terrible experiencia de Julia, lo de los secuestros y los bebés abandonados en el lado equivocado del Muro, lo de los Renft y lo del catedrático Seta. Le cuento que acabo de llegar de Núremberg, donde he hablado con las mujeres puzle, que han resultado ser también hombres; un par de docenas de personas haciendo algo que llevará mucho tiempo. Soy incapaz de decir: «Trescientos setenta y cinco años».

—En este país —me responde— todo lleva mucho tiempo.

Estamos sentadas ante una mesa de mimbre con cristal por encima. Miriam se quita las sandalias y apoya los pies entre las patas. Sigue llevando el pelo muy corto, aunque ahora lo tiene teñido de castaño oscuro. Todavía usa las mismas gafas redondas y menudas y sonríe con la misma sonrisa amable y espontánea, las sombras entre sus dientes remarcadas por la nicotina.

—Mucho, mucho tiempo… —repite mientras se enciende un cigarro. Entra una brisa que le pega la ropa al cuerpo, revelando de nuevo por un instante lo delgada que está por debajo; la magnificencia de su voz hace que se me olvide.

Miriam está trabajando en una emisora de radio pública. Hace poco le ofrecieron hacer un programa sobre fiestas Ostalgie, donde si enseñas tu documento de identidad de la RDA pasas gratis, donde todos se llaman unos a otros «camarada» y donde la cerveza solo cuesta un marco y medio.

—Cosas como esas están alimentando una nostalgia absurda por la RDA —me explica—, como si hubiese sido un inofensivo estado de bienestar que miraba por las necesidades de la gente. Además, la mayoría de los que van a esas fiestas son demasiado jóvenes como para recordar la RDA. Solo buscan algo que añorar.

Algunos de los hombres que dirigen la emisora de radio trabajaron como confidentes de la Stasi; uno de ellos fue incluso funcionario de la Compañía. A mí me resulta chocante, pero Miriam se encoge de hombros:

—Los viejos cuadros vuelven al poder —me dice. Sabe que uno de ellos le pasaba a la Stasi cartas de oyentes con quejas y comentarios, y él sabe que ella lo sabe—. No es capaz de mirarme a la cara —me dice.

Cuando ella se negó a hacer el programa sobre la Ostalgie, le dijo: «¿Sabes cuál es tu problema? Tu problema es que no te identificas con la cultura de la emisora». Miriam pone los ojos en blanco ante lo ridículo de un ex agente reciclando las amenazas de la Stasi, cambiando solamente «nación» por «emisora». Al final, el programa lo hizo otra persona y se emitió, alimentando así la escalofriante nostalgia que asume aquí el papel del sentimiento de pertenencia.

Desde abajo nos llega el runrún de las vespas. El sonido me recuerda a sitios de playa, a pesar de que estamos en Europa central, lejos de cualquier mar. Le pregunto cómo era Charlie.

—Bueno, todavía no he ordenado las fotos antiguas, siguen en aquella vieja maleta.

Se levanta y va al dormitorio. Comprendo perfectamente lo que le impide archivarlas bajo un plástico, en un álbum, o en un marco. Y, de buenas a primeras, veo claro por qué el museo me resultaba tan irritante: han puesto las cosas tras un cristal, pero todavía no han terminado.

Miriam me enseña un par de viejas fotografías en blanco y negro y una kodacrome a color como las de cuando yo era pequeña. Me quedo de piedra.

—¿Esta eres tú?

La fotografía es de una joven pareja sentada ante una mesa. A él lo reconozco de la otra vez: el Charlie de la cara despejada y la mandíbula cuadrada. Lleva chistera pero va sin camisa y está haciendo el payaso. En cambio a Miriam no la habría reconocido nunca: la chica es hermosísima, de una belleza extraordinaria. Es delgada y de piel tersa, de rasgos finamente cincelados y una sonrisa arrebatadora. Desprende naturalidad, pero podría haber salido de cualquier revista, de aquella época o de hoy mismo.

—Eso fue después de casarnos —comenta Miriam—. Salimos a comer fuera. —Me acuerdo de la foto rota y me alegro de que se haya dejado con vida en esta otra.

Hay otra foto donde salen los dos, ella rodeándolo con los brazos, mirando a la cámara. Es una aparición, un ángel travieso al que atraparon cuando volaba por encima del Muro, enjaulado y luego puesto en libertad, aquí con su amado. En una tercera, una Miriam más joven mira con ojos solemnes a la cámara desde debajo de un flequillo. Aparenta unos doce años.

—Eso fue recién salida de la cárcel —me dice—. Ese vestido me lo hizo mi abuela.

—Pero pareces tan joven…

—Supongo que lo era. Tenía diecisiete años y medio.

La miro. No es vanidosa, no ha esperado ninguna reacción ante la belleza de las fotografías. Entra un sol de costado y le pinta media cara de dorado. Nunca habría visto en ella a esta niña.

—También tengo esto. Me acordé de él la última vez que estuviste aquí y me lo encontré tiempo después. —Me tiende un papel doblado en cuatro—. En realidad, creo que no he vuelto a mirarlo desde que Charlie murió. —Toma aliento—. Me resultaba muy doloroso escarbar. —La hoja ha amarilleado por el tiempo y está un tanto rajada. En una carilla hay líneas en lápiz tachadas y corregidas, por la otra, la versión en limpio—. Es un poema de Charlie.

—¿Puedo copiarlo?

—Quédatelo, por favor. Ya me lo mandarás.

—¿Cómo era él? —vuelvo a preguntarle.

Enciende un mechero y se reclina en la silla.

—Bueno, era una persona sensible. Bastante reservado… muy observador. Tenía sentido del humor, pero yo diría que, por dentro, se tomaba las cosas bastante en serio. —Mira por la ventana, al cielo que avanza—. Era individualista… e hijo único. Por eso fue tan duro para mis suegros.

Miriam se levanta y coge un bol con cerezas de la cocina.

—¡Nuestros amigos pensaban que nuestro matrimonio era un desastre! —se ríe, mientras vuelve a acomodarse—. Pero para nosotros era perfecto.

—¿Por qué lo pensaban?

—Cada uno se dedicaba a sus cosas… hasta cierto punto, claro. Un día resultaba que uno de los dos quería ir al cine y el otro no, así que uno iba solo. Nosotros lo veíamos como algo bastante normal. O recuerdo volver de un viaje a Gera y encontrarme con Charlie en el pasillo y decirle «¿Vienes o vas?», y él responderme: «Voy a salir un rato, ya nos vemos mañana».

Unas voces llegan flotando desde la calle, notas sueltas de música humana.

—Nuestros amigos nos decían: «Pero ¿eso qué clase de matrimonio es?». Sin embargo, para nosotros era la única manera posible, por eso nos fue tan bien. —Escupe un hueso de cereza en la mano—. Yo creo que venía, o al menos por mi parte, de mi experiencia en la cárcel. Cuando salí de allí mi reacción fue muy extrema; no podía hacer planes con tiempo. No le podía decir a nadie: «Nos vemos el domingo». Para mí ese tipo de cosas eran como una obligación insoportable. —Se ríe—. ¡Cualquiera me aguantaba!

Me cuesta imaginar que fuese inaguantable, aunque está claro que no es fácil hacer que se comprometa. Y de buenas a primeras me doy cuenta de que realmente se alegra de verme; que ésta es la continuación de una conversación que empezó hace tres años. Recibió mis mensajes y mi carta y, por un impulso que ahora comprendo, no quiso comprometerse con una respuesta. Después de tantos años en que se anticiparon a sus movimientos, ahora solo quiere que las cosas se desenvuelvan por su cuenta. Y mi aparición aquí es parte de esa desenvoltura.

—Cuando presentamos nuestra solicitud para abandonar el país, las cosas se pusieron bastante feas —me cuenta—. Empezaron a acosarnos en plena calle, nos paraban una y otra vez. También se pasaron el día siguiéndonos en coche, estaban decididos a hacernos la vida imposible. Al final citaron a Charlie en Interior para interrogarlo. Les dijo que lo único que quería era una respuesta a su solicitud, o sí o no. Ésa fue la primera vez que lo encerraron. Y una vez que lo soltaron empezaron a aparecer las tarjetas en el buzón, con notificaciones de citas en la habitación 111 de Dimitroffstrasse.

Dimitroffstrasse era la comisaría, pero con el tiempo Charlie Weber supo que la habitación 111 significaba una citación con la Stasi. El recinto tenía un patio interior y…

—Podías entrar tan tranquilo, pensando que ibas a aclarar un pequeño malentendido administrativo, y verte de repente en un interrogatorio de la Stasi, o encerrado en una celda, bajo custodia, sin comerlo ni beberlo. —Miriam hace una pausa—. La última vez que fue, iba a una cita en la habitación 111 y acabó en una de ésas.

—Querías exhumar el ataúd, ¿qué pasó al final? —le pregunto. Le quita el celofán a otro paquete de tabaco. Sus dedos no tienen buen color, están morados por la falta de oxígeno.

—La oficina del fiscal del distrito de aquí solo quiere echar tierra sobre todo lo que pasó, y por supuesto nada de perseguir a la Stasi. Supongo que hay muchas razones para ello, todavía hay mucha gente que trabaja para ellos y que era de la Compañía, ¡son sus compañeros! El juez, por ejemplo, el que firmó la orden para el arresto de Charlie la última vez que estuvo bajo custodia, sigue en la judicatura.

Pero ha habido algún progreso. El fiscal del distrito ha encontrado a un testigo que vio lo que pasó en las celdas el día que Charlie murió: otro preso.

—Según el relato de esa persona —dice Miriam—, hubo cierto movimiento en la celda de Charlie por la mañana temprano. Ocurrió algo y el guardia llamó a otros, que llegaron corriendo. Y luego se fueron. Según el testigo todo estuvo en calma hasta el mediodía, cuando volvieron con la comida. Entonces el guardia tuvo que llamar de nuevo a más compañeros y llegaron gritos desde la celda. Lo normal es que esta nueva prueba hubiese relanzado la investigación, pero no. El fiscal me informó más tarde de que habían encontrado a otro ex convicto que «aseguró con credibilidad» que ese día no oyó nada en el resto de celdas. Una vez más quisieron utilizarlo como pretexto para cerrar el asunto.

Miriam ha perdido la fe en esta investigación. Hará un mes mandó el expediente y la correspondencia de todos estos años al ministro de Justicia en persona.

—Todavía no me ha respondido, pero sigo esperando. —Tiene el codo en el reposabrazos y la barbilla en la mano—. Y por supuesto, también están los puzles. Sé a ciencia cierta que hay muchos pedazos de papel que no llegaron a meter en las sacas, por eso todavía ni siquiera han llegado a Núremberg. Quizás haya algo en ellos sobre Charlie.

Me quedo un momento callada. Luego le pregunto qué cree que pasó aquel día en la celda.

—Charlie era muy cabezota. Sé, por otras veces que había estado bajo custodia, que se negaba a cooperar, no hablaba ni iba al patio de ejercicio. A lo mejor se negó a responderles o algo cuando entraron en la celda por la mañana, le dieron una paliza y se golpeó la cabeza contra el suelo. Luego, lo más probable es que lo dejaran así en la celda y que, al volver a la hora de la comida, lo encontraran allí tirado. Es probable que estuviese muerto, o moribundo, por eso llamaron a más guardias.

Apaga un cigarro y se queda un rato aplastando la colilla.

Puede que tenga razón sobre lo que ocurrió. Pero ¿acaso desenterrándolo se descubrirá algo más? Tal vez se pueda probar si murió ahorcado o no, pero ¿a manos de quién? O, si lo incineraron tal y como se indica en el informe, quizá no haya nada en el ataúd que pueda decirle lo que ocurrió y se quedaría en el mismo punto, con solo el vago consuelo de las elucubraciones.

No obstante, por el momento este terrible juego de esperas deja en suspenso su vida con Charlie, la mantiene todavía en contacto. Y más allá de la necesidad de saber está la necesidad de justicia. El régimen puede haber desaparecido buenamente, pero el mundo no irá bien hasta que Miriam halle algo de justicia. Habrán puesto las cosas tras un cristal, pero todavía no han acabado.

Charlamos hasta bien entrada la noche, y comemos tomate con albahaca, jamón con melón. Miriam habla de sus amigos, pero no tiene pareja.

—Cuesta demasiado explicarlo todo —dice con tristeza. Le pregunto por su familia. De su madre me dice—: Es de esa gente con ambiciones sociales, uno pensaría que con el socialismo sería algo difícil, pero ella se las arregló. —Se ríe. Su hermana es dentista—. Puede que hayas visto su clínica abajo, en este mismo edificio.

Me alegra que tenga cerca a su hermana.

—¿Y tu padre?

—Mi padre era médico, un hombre muy bueno. Murió a principios de los años setenta, bastante joven. —Le da un toquecito al paquete de tabaco que hay sobre la mesa—. De cáncer de pulmón.

—Vaya…

—Pero la verdad —dice mientras echa una calada— es que eso no lleva mucho tiempo.

A través de las puertas correderas que dan a la otra habitación, mis ojos captan una mirada de muñeca de porcelana: es una vieja marioneta, con un vestido blanco sedoso, que cuelga, con las extremidades dobladas, de un crucifijo de hilos en la esquina de una estantería.

Miriam me dice que me quede e insiste en que duerma en su cama. Me levanto en plena noche, necesito agua y aire. De camino desde el baño hasta la ventana que da al brezal, la veo bajo la luz de la luna y me detengo. Duerme sobre el suelo del salón, con un amplio pijama blanco y un antifaz en los ojos. Tiene el cuello doblado y los brazos y las piernas extendidas sobre un almohadón redondo. Está tan escuálida y encogida que le cabe casi todo el cuerpo, los hilos cortados, bajo el foco de luz.

Por la mañana Miriam me lleva a la estación. Respiro tranquila al encontrar una copistería y poder devolverle el poema de Charlie. Me acompaña hasta el andén y espera hasta que sale el tren, sigiloso, lento. La chica sentada enfrente de mí besuquea a su mascota; en el andén un perro mayor ladra celoso y se pone a acicalarse. Luego Miriam agita la mano y se va, de espaldas al sol.

Me gustan los trenes. Me gusta el ritmo, y me gusta la libertad de estar suspendida entre dos sitios, toda la ansiedad por el fin último bajo control: de momento sé adónde voy. En breve nos alejamos de Leipzig, dejando atrás maizales, trigales y depósitos de agua con apariencia medieval junto a cada estación: Lutherstadt, Wittenberg, Bitterfeld, Wannsee. En un sembrado hay un espantapájaros equipado con un casco negro de motero, por lo que pueda pasar; tras él un paracaidista busca dónde aterrizar. Hay dos niños en un bote entre los juncos de este vasto mar plano de un verde inverosímil.

Me aparto de la ventanilla y de pronto el cachorro me encuentra fascinante: ha captado el crujir del papel en mi bolsillo. Saco el poema de Charlie.

En esta tierra

he llegado a enfermar de silencio

en esta tierra

he errado, perdido

en esta tierra

me he atrincherado para ver

qué será de mí.

En esta tierra

me abrazo con fuerza

para no gritar…

Pero he gritado, tan alto

que esta tierra

me ha devuelto un alarido

tan espantoso

como las casas que construye.

En esta tierra

me han sembrado

solo mi cabeza sobresale

desafiante, de la tierra

pero llegará el día en que será segada

convirtiéndome así, por fin,

en esta tierra.

Lo doblo y pienso en Charlie Weber, ahora esta tierra. Y pienso en Miriam, una doncella boqueando humo en su torre. A veces le llega su olor y su ruido, pero de momento las bestias están en sus jaulas.

Voy andando desde la estación de Rosenthaler Platz hasta el piso. El parque está vivo, la luz es tan brillante que realza a la gente y sus sombras en unas tres dimensiones desproporcionadas. Toman el sol sobre el césped, holgazaneando en bañador o con la barriga fuera. Hay adolescentes quitándose el chicle de la boca para besar, un perro pastor con un solo mechón teñido de verde, un joven minusválido al que han sacado de paseo en un carrito de bebé. La gente balancea de arriba abajo a los bebés para calmarlos y los niños giran y giran en columpios y tiovivos en los que nunca me había fijado.