Voy a Núremberg en tren. Cuando llego me bebo un expresso en la barra de un bar de la estación. La atiende una hermosa joven con una especie de cofia de puesto de comida rápida. El hombre que está a mi lado pide un Riesenbockwurst. La camarera coge un bollo y lo rellena primero con la ensalada de patata y luego con la salchicha cocida.
«¿Mostaza o ketchup?». Sujeta el plato de papel a la espera de la respuesta, alargando la mano libre por encima de la barra, hacia donde suelen estar los botes puestos del revés para servirse; en su lugar, hay una gruesa ubre amarilla de goma. La camarera presiona y gira una de las tetillas con maestría y ordeña la mostaza.
Cuando estaba comprando el billete, me acordé de Uwe y de Scheller y de la conversación que tuvimos tiempo atrás sobre las mujeres puzle. Llamé a Uwe a la cadena para hablar un rato con él y contarle que he vuelto al punto de partida. Me respondió un antiguo compañero, que me contó que Uwe obtuvo un ascenso; ahora es corresponsal itinerante en Estados Unidos y él, Frederica y el pequeño Lucas están felizmente instalados en Washington. Le dije que le diese recuerdos de mi parte.
La delegación de la Oficina de Documentación de la Stasi donde trabajan las mujeres puzle está en Zirndorf, una aldea a las afueras de Núremberg. La sede está en el mismo recinto donde viven los refugiados. Dos etíopes, o tal vez eritreos, con tristes caras bíblicas, pasean por el exterior.
Me encuentro con el director, herr Raillard, en el vestíbulo y subimos unas escaleras hasta su despacho. Es un soso edificio administrativo que huele a cera para suelos y a cartón mojado. Herr Raillard es un hombre robusto con gafas y una melena cana y lisa que le llega por los hombros. Es archivero.
Estoy como un flan. Siento una urgencia indescriptible. Llevo tanto tiempo pensando en este lugar como el sitio donde están depositadas las esperanzas de Miriam… Quiero que haya impolutos bancos de metal y gente con redecillas en el pelo y guantes de tela blancos. Quiero que haya guardas jurado en la entrada y cámaras en las salas de trabajo. Quiero que escaneen en ordenador todas las páginas del puzle y que las relacionen con los expedientes a los que pertenecían, y que los encargados de llamar a los afectados sean gente sensible y entrenada que les informen sobre las nuevas conexiones de sus vidas.
Quiero que averigüen qué le pasó a Charlie Weber.
No dudo de que herr Raillard tiene muchas cosas que hacer pero su escritorio está totalmente despejado, me da la impresión de que ha pospuesto toda su agenda para nuestro encuentro de hoy. Es un hombre tranquilo, modesto, que hizo carrera en los archivos de Alemania Oriental en Coblenza y que ahora no sueña más que con la jubilación.
—Sí, dentro de poco cumpliré sesenta y tres años —me cuenta como diciendo: «Me queda poco aquí».
Me explica que empezó con este trabajo en 1995, tras cinco años reuniendo todas las sacas de material que había en Berlín. En enero de 1990 se habían recabado 15.000 sacas solo en Normannenstrasse. Contenían expedientes, fichas y fotos destruidos a mano y a máquina y casetes y cintas desenrolladas.
Herr Raillard me ha arreglado una cita para tomar café con algunas de las trabajadoras. Estoy loca por conocer a la gente puzle. Le pregunto cuántos son, y si son todas mujeres, como he oído.
—No, no —me dice—, aunque es probable que haya más mujeres que hombres.
Se muestra cauto y preciso, y le pide a su secretaria que confirme las cifras. Vuelve con una nota: 80 mujeres y 30 hombres.
Primero bajamos al vestíbulo para ver las salas de trabajo. Por el camino, me explica que ha habido cierta polémica porque las víctimas quieren que el trabajo se haga más rápido. Existe un programa informático que lo podría hacer; es capaz de unir muchas piezas a gran velocidad, basándose en las imágenes escaneadas de las formas exactas de los pedazos rasgados. Pero, según herr Raillard, a efectos de pruebas los documentos restaurados por ordenador no tienen validez como originales. No le veo mucho sentido porque, por lo general, la gente no presenta cargos, solo quiere saber que pasó en sus vidas.
—Y además sería bastante costoso —añade. Eso sí parece una razón más factible de por qué no lo utilizan.
La puerta da a una oficina corriente; mis ojos se posan en macetas y viejos cuadros en las paredes y un póster de unos gatitos de ojos vidriosos que juguetean con un ovillo de lana. Hay una mesa amplia con una silla vacía detrás.
—Estará en su hora de descanso —me explica herr Raillard señalando la silla.
Solo le estoy escuchando a medias. La ventana está abierta de par en par, una cortina blanca se mueve con la brisa y siento pánico, noto como si se me saliera el corazón del pecho, porque sobre la mesa hay cantidades y cantidades de diminutos trozos de papel, algunos en pequeños montículos pero otros esparcidos por doquier. Hay tantas trizas de papel que la mesa se ha quedado pequeña, y el trabajador ha tenido que ponerlos también encima del archivador. Los trozos son de distintos tamaños, desde una quinta parte de un A4 hasta solo un par de centímetros cuadrados; y no hay nada, nada impide que vuelen por la habitación y salgan por la ventana.
Herr Raillard malinterpreta mi cara:
—Sí, es mucho trabajo, como puede ver.
La siguiente sala es igual. Esta persona, también de descanso, parece haber clasificado el material de las sacas primero en cajas de cartón recortadas y luego por toda la mesa. En una de las cajas un ojo de mujer me mira desde una fotografía rasgada. Sobre la mesa vislumbro el nombre del escritor Lutz Rathenow en un trozo de papel. Hay un rollo de cinta de doble cara junto a la silla y una página a medio completar delante: una esquina y el margen izquierdo.
En la siguiente sala los pedazos son incluso más pequeños.
—Es un trabajo muy laborioso —dice herr Raillard—, de momento el mayor número de trozos en una misma página asciende a noventa y ocho. —Esta persona casi ha completado un fajo de páginas que descansan sobre una carpeta. Ahí están todas las páginas, una encima de otra, salvo por una pieza o dos que faltan en el medio y que dejan un visible hueco—. Rasgar tantas páginas de una vez requiere una fuerza bruta. —Herr Raillard sacude la cabeza—. A ese funcionario de la Stasi tuvieron que dolerle los dedos al día siguiente.
De camino al encuentro con los trabajadores, le pregunto a herr Raillard por la seguridad. Me aclara que a todo el que trabaja aquí, incluso al personal de limpieza, se le investiga para comprobar que no haya tenido ninguna relación con la Stasi en el pasado, y eso a pesar de que todos son occidentales. Me cuenta que a sus trabajadores se les insta a no hablar del contenido de los expedientes que reconstruyen. En ocasiones es necesario recordárselo.
—Si encuentran, pongamos, un expediente sobre un importante político de Alemania Federal, entonces intervengo y les recuerdo que no deben mencionar nada.
Le pregunto sobre la vigilancia electrónica de las salas, porque me imagino que en el exterior debe de haber gente que pagaría una buena suma para que ciertos datos no salieran a la luz.
—No, no —niega herr Raillard—, a veces hay incluso dos personas en una misma sala. Pero eso es más para aliviar el tedio que por otra cosa. Y me aseguro de conectar la alarma cuando me voy por la noche.
No era como me lo había imaginado: es agradable, pequeño y discreto; está a medio camino entre una granja-escuela de entusiastas de los rompecabezas y un centro de rehabilitación para obsesos.
Herr Raillard me presenta y se va. Hay tres mujeres y dos hombres sentados en torno a una mesa con zumo, galletas y un termo de café. Me han guardado un sitio en la cabecera de la mesa. Las dos mujeres a mi izquierda son ambas de mediana edad, ambas rollizas y bastante maquilladas. A mi izquierda hay una joven con pecas y pelo moreno por los hombros; junto a ella, un hombre menudo de pelo castaño y con gafas y, en el otro extremo, un tipo alto de aspecto simpático con el pelo claro y ojos azules como canicas. Les pregunto cómo es su día a día.
Una de las mujeres de mediana edad dice:
—En realidad se parece mucho a hacer un puzle en casa. Empiezas por las esquinas y vas rellenando los huecos fijándote en la forma de los bordes. Y luego, aparte, el tipo de papel, la fuente, la caligrafía y esas cosas nos dan pistas.
—¿Y hace puzles en casa?
—Sí —dice—. Estoy loca.
Todos se ríen.
La mujer que está a su lado solo lleva aquí dos meses. Tiene las uñas pintadas y un hueco entre los dientes.
—Me abrieron una saca para enseñármela y cuando vi los trozos tan diminutos pensé: «Dios mío, yo no voy a poder con esto». —Las sacas son como de un metro de altas y panzudas como una persona—. Pero cada saca es distinta, y la verdad es que tengo que reconocer que hay cosas interesantes.
El hombre moreno parece la persona con más experiencia. Tiene los ojos hundidos en las cuencas y una voz sosegada. Cuando habla, el resto le escucha con atención.
—En ocasiones la satisfacción está en saber que cuando la gente averigua lo que pasó encuentra cierta serenidad: por qué no consiguió un puesto en la universidad, o qué le pasó al tío que desapareció o lo que sea. Supone una oportunidad para los afectados de comprender sus vidas —explica.
Los demás se sirven café y se pasan la leche pasteurizada por la mesa. Intento imaginarme recibir más datos sobre mí misma a través de un expediente. Acabarías pensando en tu pasado como en un paisaje por el que una vez viajaste sin fijarte en las señales.
—Creo que al final la Stasi tenía tanta información —dice el hombre rubio— que pensaba que todo el mundo era enemigo porque todo el mundo estaba vigilado. No creo que supiesen quién estaba con ellos, contra ellos o si todo el mundo callaba sin más. —Es tímido y, mientras habla, se mira las manos, cerradas en torno a la taza de café—. Cuando me encuentro ante un expediente sobre una familia a la que estuvieron vigilando en el salón de su casa durante veinte años, no me queda más que preguntarme: ¿qué clase de gente puede querer poseer tantos conocimientos?
—¿Les conmueve a veces lo que descubren? —les pregunto.
La joven responde:
—Cuando me encuentro cartas de amor, pienso: «Dios santo, realmente lo abrían todo, y ¿por cuántas manos habrán pasado? ¿Cuántas copias sacaban?». Si me hubiese pasado a mí, sentiría odio. Me da cosa solo de leerlas cuando las uno.
El hombre moreno dice que a él le sorprende más cómo utilizaba la Stasi la desesperación de las personas contra ellas mismas.
—Como cuando estaban en la cárcel y les ofrecían soltarlos a cambio de que espiasen para ellos.
Pienso en el padre de Koch, que tuvo que decidir entre cambiar de partido político o ser deportado a un campo ruso, o en frau Paul, que podía haber sido usada como cebo en una trampa para atrapar a un occidental, e incluso en Julia, aprisionada en su propio país, donde le ofrecieron la libertad solo a cambio de que informase sobre la gente que le rodeaba. Pienso en los ciclos generacionales de tragedia que los alemanes se han autoimpuesto.
—Pero no es una cuestión de individuos —prosigue el hombre moreno—. Es una cuestión de un sistema que manipuló a la gente de tal forma que la forzaba a hacer esas cosas. Demuestra cómo se puede utilizar a unas personas en contra de otras. Yo no soy de la opinión de que los funcionarios deban ser condenados, porque la Stasi también estaba manipulada, ellos también necesitaban trabajar. —El resto asiente—. Por otra parte, también hubo mucha gente que se negó en redondo. No se puede comprar a todo el mundo. —Cuenta la historia de un ingeniero que se negó a informar—: Y no le pasó nada. Cerraron el expediente y punto.
Eso me recuerda la historia de la operaria de una fábrica que, al día siguiente de que la abordasen para que informara, anunció en voz alta en la mesa de la cantina: «¿Sabéis qué? No os lo vais a creer, pero me creen tan leal que me han pedido que informe para Ellos». Al desenmascararse, se hizo inservible y no volvieron a molestarla.
La joven dice:
—Creo que había ventajas que olvidamos, sobre todo para las madres y los niños. Yo soy madre soltera y sé de lo que hablo. Yo tuve que trabajar y me costó encontrar sitio en una guardería. Tengo una amiga que vivía allí y me dice que por nada del mundo se hubiese…
—Y los alquileres eran más baratos —añade a mi derecha la mujer del hueco entre los dientes.
—Había guarderías —dice el hombre moreno— porque querían hacerse cuanto antes con los niños y educarlos en la lealtad hacia el Estado.
—No lo dudo —dice la joven madre—, pero solo vi la cruda realidad cuando cayó el Muro. Conocí a una pareja por la calle que acababa de llegar del Este y que no tenía dinero ni sitio adonde ir, así que les dije que podían quedarse conmigo. Pasaron un fin de semana en casa y les enseñé el barrio. Fuimos al Karstadt, a los grandes almacenes, y echamos un vistazo por la parte del supermercado. No daban crédito a sus ojos. «¿Cuántas clases de ketchup tenéis?», me preguntaron al ver los estantes. Y entonces pensé para mis adentros que lo cierto es que era demasiado… que debería haber un término medio. ¿Realmente necesitamos treinta tipos de jamón y quince clases distintas de ketchup?
—El error de la RDA fue obligar a la gente a posicionarse —comenta el hombre moreno—: o estás con nosotros o con el enemigo. Entonces, si acababas pensando que eras un enemigo, tenías que preguntarte: ¿qué hago aquí? Querían cuadrarlo todo en su limitado esquema, pero la vida, como es normal, no encajaba. —Hace una pausa y el resto espera a que termine—. Creo que hay que recordar que vinieron aquí por la libertad, no por quince clases de ketchup.
Herr Raillard se encuentra conmigo fuera. Verifico con él cuáles eran las repercusiones para aquellos que o bien le contaban a la gente que les habían ofrecido informar o bien se negaban sin más.
—La verdad es que no había repercusiones, ésa era la cosa. Se cerraba el expediente y se le ponía «dekonspiriert». Pero, por supuesto, por aquella época nadie sabía que no le pasaría nada. Por eso casi nadie se negaba.
Hemos llegado a la puerta.
—Quiero darle una cosa —me dice, y sin mediar palabra me tiende una fotocopia con algo escrito. Es una copia de un memorando que escribió:
Oficina de Documentación de la Stasi - Proyecto del grupo de reconstrucción
Tiempo necesario para la Reconstrucción:
1 operario reconstruye una media de 10 páginas al día
40 operarios reconstruyen una media de 400 páginas al día
40 operarios reconstruyen una media, en un año de 250 días hábiles, de 100.000 páginas
Hay, de media, 2.500 páginas en cada saca
100.000 páginas suman 40 sacas al año
En total, en la Oficina de Documentación de la Stasi hay 15.000 sacas
De esto se deduce que para reconstruirlo todo harían falta 40 operarios durante 375 años.
Me quedo sin palabras. Esto solo se puede entender como una pequeña octavilla de protesta. Herr Raillard señala la hoja:
—Éstos son cálculos con cuarenta operarios —apostilla—. Como verá, solo contamos con treinta y uno.
Con sus modales contenidos me está diciendo que los recursos que destina la Alemania unificada a esta parte de la reconstrucción de las vidas de los ciudadanos de la RDA es lamentable, una broma tan sin gracia como la de Sísifo. Su trabajo como director aquí es más que nada un acto meramente simbólico.
Herr Raillard ha llamado a un chófer para que me lleve de Zirndorf a Núremberg. Es un día soleado de cielo raso. Más allá de los refugiados y los retazos de papel, todo es luminoso y alegre.
Voy mirando por la ventanilla y pensando en Miriam y en sus esperanzas de que las piezas desgarradas de su vida vuelvan a unirse en esas espaciosas salas, en algún momento de los próximos 375 años.