Con esta primavera tan suave me he acostumbrado a ir andando a todas partes. Son casi las diez de la noche y el sol apenas se acaba de poner. Los cerezos que flanquean las calles salpican la acera con semillas y manchas de néctar, parece sangre. De camino a casa paso por delante de las terrazas de Kollwitzplatz, donde los estudiantes, la mayoría occidentales, comen y ríen. No estoy muy convencida de que sepan qué es lo que pasó en este lugar. Estoy embobada junto al bordillo cuando una mujer con un gorro de bufón y unos pantalones cortos muy cortos casi me rebana la oreja al pasar con su bici.
Para cuando doblo la esquina de mi calle, el cielo se ha puesto negro. Hay un hombre que está apoyado como puede contra mi edificio, se golpea una y otra vez como una mosca en una ventana. En la penumbra parece más una forma que una persona, un perfil con una botella en la mano. Está borracho, muy borracho. Cuando me acerco viene hacia mí y me dice algo, pero tampoco queda muy claro si me está hablando a mí o al universo.
—¡Ya no quiero ser alemán! —solloza—. ¡No quiero ser alemán!
Tiene la cara surcada por lágrimas de plata.
—¿Por qué no? —Lo sujeto con una mano.
—Somos lo peor. —Apenas me ha mirado. No puede saber que no soy alemana—. Son lo peor, los alemanes son lo peor.
Se aleja, tanteando su camino a lo largo del edificio.
¿A qué alemanes se refería? ¿A algunos o a todos? Para este alemán oriental, acostumbrado durante mucho tiempo a pensar que los alemanes malos estaban al otro lado del Muro, debe de resultar difícil saberlo. ¿Son de veras tan malos? ¿O son peores de lo que pensaba? ¿Acaso su gente, ahora destrozada o borracha, avergonzada, huida, encarcelada o muerta, vivía bien antes?
Un amigo mío que trabaja para la Oficina de Documentación me llama.
—Ayer nos llegó una petición muy interesante para consultar un expediente personal. He pensado que te gustaría saberlo.
—¿De quién es?
—Del señor Mielke.
Mi amigo se ríe. Ambos entendemos sin necesidad de decir nada: Mielke debe de pensar que el aparato que creó era tan concienzudo que, movido por el propio ímpetu administrativo, alguien, en alguna parte, controlaba sus movimientos.
Unos días después llamo a frau Paul. Charlamos un rato. Participa activamente en una organización de perseguidos por el régimen: guía grupos por la prisión de Hohenschönhausen («Estamos pensando en poner una cafetería allí») y hace campaña en pro de la compensación para las víctimas. Luego me dice:
—Hay algo más.
—¿Sí?
—La otra noche me siguieron hasta casa, después de una concentración pública a favor de la compensación.
—¿Cómo?
—Es verdad. Un coche me siguió hasta el metro a paso lento. Estaba con unos amigos y no le di mayor importancia, pero cuando me bajé en Elsterwerdaer Platz iba sola y allí estaba esperándome. Luego fue detrás del autobús y cuando me bajé apagó las luces y me siguió hasta la misma puerta de mi casa.
—Pero eso es terrible.
—Sí, hay mucha gente que no quiere que nos hagamos oír, que peleemos por lo que nos merecemos.
—¿Tienes alguna idea de quién fue?
—No, pero casi seguro que fue algún ex agente de la Stasi. —Está asustada pero se muestra fuerte—. Era un Volvo, busco al conductor de un Volvo.
Mielke ha muerto esta semana; tenía noventa y dos años. Los titulares han dicho: «Muere el hombre más odiado». Pienso en el otro «hombre más odiado» y lo llamo por teléfono. Responde su mujer, que me pasa con su marido; Karl Eduard von Schnitzler me cuenta que no está bien y que las cosas se están poniendo peor. Con «cosas» se refiere al mundo que le rodea:
—La gente sigue difundiendo mentiras sobre mi querido amigo Erich Mielke ahora que está bajo tierra. ¡El lunes enterraron su urna y el martes ya la habían profanado! ¡En las narices de los policías que la custodiaban! ¿Entiende lo que le digo? ¡Las cenizas de mi amigo han sido diseminadas y su sepultura profanada! —No le ha cambiado en nada la voz: ronca, vieja y enojada—. Eso es el capitalismo, descarado y brutal. Una auténtica Unkultur.
No es muy probable que la profanación de la tumba de Mielke haya sido cosa de occidentales, y solo es producto del capitalismo en cuanto que el capitalismo no ha protegido, o no lo suficiente según su opinión, al antiguo dirigente de la antigua RDA de lo que la gente pensaba de él. Con todo, noto miedo en su voz, la otra cara de la furia. Miedo tal vez a acabar, dentro de poco, en una tumba profanada. Luego recuerdo su convicción en la causa. Me imagino que más que miedo a la muerte en sí, teme que esta acabe, de una vez por todas, con su facultad de refutación.
Hoy salgo de mi casa para subir por Brunnenstrasse, pasar por el túnel de frau Paul y llegar hasta Bernauer Strasse, por donde transcurría el Muro. Han abierto un nuevo museo. El mayor atractivo lo tengo enfrente: una parte del Muro reconstruida a tamaño natural, acompañada de una flamante Franja de la Muerte, bien rastrillada, para los turistas. Muy cerca, por Bernauer Strasse, todavía quedan algunos trozos del Muro real, cubiertos, como siempre lo estuvieron en la parte occidental, de llamativas pintadas. Sin embargo, estos restos están detrás de arbustos, en ruinas irregulares. En algunos puntos los refuerzos de acero del hormigón sobresalen como huesos.
Por el contrario, el nuevo Muro está inmaculado; apenas tiene pintadas. Puedo entender por qué no ha quedado ni rastro del original y por qué, como frau Paul y Torsten dicen, la gente lo quiso así, pero este nuevo es una versión aséptica estilo Disney: es historia grafiteada para la ocasión.
En el interior del museo hay vitrinas y presentaciones táctiles que muestran cómo se construyó el Muro, grabaciones del «Ick bin ein Berliner» de Kennedy y dramatizaciones de algunos intentos de escapadas.
—Sí, sí, sí —le dice un hombre a mis espaldas a otro detrás de un mostrador—, los recojo aquí y los traigo de vuelta aquí mismo. Calculo que me llevará unas dos horas. Ahora voy a ir a comprobarlo.
—Quedamos en eso —responde el otro hombre, y luego mira hacia donde estoy yo. Lleva unas estrambóticas gafas cuyas lentes parecen sujetas la una a la otra por mini pinzas de tender de muchos colores—. ¿Puedo ayudarle?
El hombre apoyado junto al mostrador se gira para echar un vistazo:
—¡Frau Funder! —exclama. Es Hagen Koch—. Vaya, vaya, vaya. ¿Cómo está usted? ¡Sí, claro, seguro que querrá acompañarme!
Habla entre exclamaciones; es como si nunca me hubiese ido. Para él el pasado es el Muro, y yo soy parte del presente, sea de hace tres años o de ahora. Se le ha encanecido el pelo pero sus ojos siguen teniendo el mismo color castaño, son igual de brillantes y sonrientes.
—Herr Koch, estoy bien, gracias. ¿Ir adónde?
—Mañana voy a llevar un autobús de turistas por la ruta por donde pasaba el Muro, porque hoy en día es ya difícil de distinguir. Ahora voy a salir para comprobar cuánto tiempo lleva.
—Me encantaría acompañarle.
Vamos a recorrer la frontera municipal por donde se construyó el Muro: en círculo por el antiguo centro urbano del Este, dejando atrás los barrios occidentales de Wedding, Moabit y Tiergarten. Luego, me dice, seguiremos la estela del Muro por la parte en que atraviesa el centro de la ciudad, bajando por Niederkirchnerstrasse hasta el río Spree, y luego a lo largo de su ribera hasta el puente de Oberbaum.
Nos montamos en su cochecillo rojo y conduce con rapidez y seguridad. Está contento de tener un público con quien ensayar su número del «tour de la ciudad olvidada». La primera parada es justo al cabo de la calle, un tramo de césped de unos cien metros de ancho. Los hierbajos llegan a la altura de la rodilla, se mecen como seres animados en la cálida brisa. Detrás hay un cementerio. Hay un gran ángel de piedra sobre un pedestal que mira hacia aquí, ligeramente cabizbajo, en oración. Andamos hasta la mitad; aquí el cielo parece inmenso.
—Esto era la Franja de la Muerte —Herr Koch extiende las manos—, pero antes de eso el cementerio se extendía hasta la calle. Cuando construyeron el Muro tuvieron que desenterrar los cadáveres y arrancar las sepulturas. —Arquea las cejas—. A los guardias les daba un poco de grima.
Al parecer los guardias fronterizos que trabajaban en la Franja de la Muerte preferían que no hubiese rastro de muerte en ella.
Herr Koch está encantado de estar con alguien que comparte su interés por el Muro; está, si cabe, más obsesionado de lo que recordaba. Parece que se ha olvidado de que el suyo es un interés bastante particular. Una vez más, es un auténtico creyente: el Muro fue lo que le definió y no tiene intención de dejar que se vaya. Por un momento pienso también en frau Paul, que tampoco tiene intención de dejar que se vaya. Herr Koch empieza a hacer fotos. Miro la larga cara del ángel y pienso en Miriam y en Julia: más vidas modeladas por el Muro. ¿Dejarán que se vaya? ¿O dejará él que se vayan?
Nuestra siguiente parada es el canal Schiffahrts. Herr Koch está exaltado, habla a gran velocidad. Aparcamos a las puertas de una urbanización nueva. Los pisos tienen buen aspecto, son de colores vivos. Están dispuestos alrededor de un patio, un estilo muy berlinés, si bien se aparta sorprendentemente de la tradición pues en medio del patio hay una original garita de dos plantas de Alemania del Este. Herr Koch la señala con un gesto:
—Ésa es mi torre —me explica con orgullo. Por un instante está tan encantado que no puede ni hablar.
Me quedo mirando esa cosa. No cabe duda, es una vieja garita de la Franja de la Muerte. Tiene las paredes de cemento y ventanas hasta arriba para poder ver en todas direcciones. Encima hay una zona vallada por donde los guardias podían disparar. Cuesta pensar en ello como en algo alegre, pero la cara de herr Koch está resplandeciente de gozo.
—¿Su torre?
—Mi torre.
Me explica que a finales de 1989, cuando era delegado cultural de la Stasi, lo nombraron responsable de la «Denkmalschutz» o conservación del patrimonio histórico. Encontró un montón de placas esmaltadas de «patrimonio nacional», en blanco y azul, y, aprovechando el caos de esos últimos días, se dedicó a clavarlas en las cosas que él consideraba de valor, como el Muro, las barreras levadizas del checkpoint Charlie y las torres de los guardias. A pesar de sus esfuerzos, la mayoría de las placas fueron arrancadas.
La torre que me muestra, según dice, le dio muchos quebraderos de cabeza, sobre todo cuando los promotores decidieron construir aquí los pisos.
—¿Qué cree que hice?
Me doy la vuelta para verle la cara; no puedo ni imaginármelo.
—Encontré a un sin techo y lo instalé dentro. Y le di dinero y trabajo… ¡para restaurar la torre! ¡No podían tirarla abajo porque estaba habitada!
Veo que por encima de la puerta alguien ha garabateado una dirección: Kieler Strasse, 2. Entramos y, en efecto, en la planta baja hay instalado un moderno baño con azulejos blancos.
—Por desgracia —dice herr Koch—, mi inquilino ha muerto.
Subimos arriba por una escalera, a la parte donde trabajaban los guardias. La torre se está desmoronando y huele a cemento húmedo, pero me agrada la idea de que el inquilino anterior, un viejo vagabundo oriental, se hubiese podido regodear con la vista desde aquí, desde donde antes los guardias lo vigilaban a él.
—No obstante, creo que de momento está a salvo. Tuvieron que construir los pisos a su alrededor. Al principio a los inquilinos no les hacía mucha gracia, pero he estado hablando con ellos y conforme avanza el tiempo aprecian cada vez más su relevancia histórica. —Coge un recogedor y una escoba y, como amo y señor que es del lugar, lo barre antes de marcharnos.
Nos internamos en la ciudad, pasamos por delante del Bundestag, del Reichstag y de Potsdamer Platz. En un semáforo, me fijo en un bolardo con un cartel que promociona la actual gira de los Renft por la antigua Alemania del Este. Me regocijo ante la idea de Klaus pavoneándose de nuevo con su historia, convertido una vez más en la estrella de rock que lleva dentro. Nos paramos en una calle cualquiera.
—¿Lo ve? —me pregunta herr Koch extendiendo los brazos. Miro a mi alrededor; no hay nada que ver—. ¡No lo ve! ¡No se ve que el Muro pasaba por aquí! —Tiene razón, no hay ni rastro de él, ni trozos de hormigón ni descampados—. Pero mire aquí. —Señala el suelo. Hay una estrecha franja de granito incrustada en la acera, un poco más gris que el resto del acerado—. ¡Eso es lo único que queda! Antes había una línea roja, pero hasta eso resultaba demasiado obvio, así que se les ocurrió esto. Y, lo que es más, en las partes donde han grabado «BERLINER MAUER, 1961 − 1989» está puesto para que se lea desde el oeste. Para nosotros los orientales está del revés.
Cuando volvemos al coche, me dice:
—Soy la única persona que está manteniendo vivo el recuerdo del Muro desde el lado oriental. Si hay algo que me ha enseñado la vida es a no mirar las cosas desde un solo lado. Por eso no le caigo bien a la gente, pero ¡alguien tiene que hacerlo! —Herr Koch es un cruzado en solitario contra el olvido.
Nos alejamos del centro por Zimmerstrasse hasta Bethaniendamm. Es una parte de la ciudad un tanto esmirriada; a un lado hay más pisos nuevos, también de colores vivos, y al otro, edificios de cemento gris. Entre medias hay lo que a primera vista parece un aparcamiento vacío, vallado con alambre, tablones y palos. Detrás de la valla alguien ha plantado patatas y berenjenas en ordenados surcos y tomates en rodrigones. Sigo sin tener muy claro qué estamos mirando.
—Aquí tenemos las «cebollas turcas».
Rodeamos la zona vallada, un pequeño triángulo de tierra. En un extremo hay una elaborada casucha de tres plantas hecha con trozos de contrachapado, cajas de frutas y una escalera, con una parra que trepa por ella. En el porche hay unas sillas y un sofá viejos y, en el otro extremo del terreno, un columpio infantil de madera colgado de un árbol y pintado de rojo y amarillo.
Herr Koch me cuenta que esta tierra, en rigor, pertenecía al Este, pero que como resultaba muy complicado hacer una curva en el Muro para que la abarcara, se trazó el recorrido por la calle más cercana, dejando esta isla de tierra abandonada en el Oeste. En Berlín Occidental nadie sabía qué hacer con ella; no podía dársele mucho uso sin tener que pelearse con el régimen oriental. Era, literalmente, tierra de nadie. Con el tiempo, a una familia turca se le ocurrió vallarla y plantar verduras. Al parecer, cuando cayó el Muro, nadie la reclamó, así que sigue siendo un huerto. Miro por la valla: hay un albaricoquero y al fondo un roble alto. Me imagino una gran familia de abejas obreras: la abuela en el sofá, los niños en el columpio y el olor a café proveniente del chalecito de verano.
—Pero ¿sabe lo que pasó? —me pregunta Koch; vuelvo la mirada hacia él—. Al final la familia se peleó… Creo que eran dos hermanos. Fue tal el enfado que acabaron poniendo una valla en medio del huerto y dividiéndolo en dos. —Se le ilumina la cara con lo paradójico del asunto—. Venga, mire.
Caminamos hasta el centro, donde una valla de alambre de dos metros atraviesa el terreno, dejando a un lado la parte de la choza y al otro, el columpio; no hay manera de pasar de una a otra.
Nuestra última parada es el puente de Oberbaum. En esta zona Berlín es una tierra baldía donde las líneas del tranvía que comunicaban el Este y el Oeste hace poco que se han vuelto a unir. La franja más larga de lo que queda del Muro recorre esta orilla del río, más por olvido que porque exista un interés por conservarla. Al fondo hay lo que a primera vista parece un puñado de tiendas de circo. Conforme nos acercamos veo que son unos cuantos tenderetes de souvenirs, con banderas ondeando y carteles en inglés donde pone «RECUERDOS PARA TODOS» y «LE SELLAMOS EL PASAPORTE». Por un marco te sellan el pasaporte con un visado de entrada a la RDA, como si por arte de magia, al entrar en esa tienda, hubieses sido admitido en ese lugar del pasado. Unos turistas estadounidenses de la tercera edad bajan de un autobús; parecen que van todos combinados: embutidos en ropas claras y con zapatillas de deporte extremadamente limpias.
—Betty —le pregunta una mujer a otra con un marcado acento sureño—, ¿ésa es la misma chaqueta que te pusiste el día que fuimos a Auschwitz?
Herr Koch se mete en el tenderete principal:
—¡Gerd! —llama.
—¡Hombre, Hagen, amigo! —El tendero pega un brinco y sale de detrás de su mostrador para saludarlo. Herr Koch me lo presenta. Gerd es un sexagenario tostado por el sol que viste camisa azul desabrochada hasta el ombligo y luce una sonrisa con el voltaje de un artista de vodevil. Más tarde Herr Koch me comentará que fue actor de teatro en el Este.
El puesto de Gerd es un relicario de recuerdos de su país. Tiene cascos de soldados rusos y de la RDA; medallas rusas acuñadas como recompensa por los servicios prestados en la invasión de Berlín de 1945 («Auténticas, auténticas», dice triunfal); viejas señales esmaltadas donde pone «Está saliendo del sector americano» en inglés, ruso, francés y alemán, y «¡Atención: Minas! ¡Zona prohibida: peligro de muerte!». Tiene cochecitos Trabant del tamaño de una caja de cerillas, ositos, abridores, tazas de café y pegatinas para coches; y a un lado del tenderete, en los diminutos huecos de un casillero, montones y montones de trozos de Muro.
—Acéptelo como un regalo de mi parte —me dice, y me pone un trozo de Muro en la palma de la mano. Viene en una bolsita de plástico, junto con un «certificado de autenticidad». Parece una prueba forense. Ambos me miran sonrientes y emocionados. Me asusta que puedan ponerse a cantar en cualquier momento.
—¿Cómo sabe que es auténtico? —le pregunto.
—Claro que es auténtico —me dice Gerd, parpadeando como un presentador de concurso matinal.
Es probable que haya suficientes fragmentos «auténticos» de Muro como para reconstruirlo dos veces. Herr Koch se inmiscuye, con su habitual pasión por los documentos escritos:
—Mire, tiene un certificado para demostrarlo.
Les doy las gracias a ambos y voy andando hasta la siguiente parada del tranvía, en Warschauer Strasse. Cuando me vuelvo para mirar, veo que herr Koch ha acorralado a unos turistas y les está ofreciendo su visión de la historia.