25. Berlín, primavera de 2000

Berlín está verde, es una ciudad perfumada. Me doy cuenta de que nunca he estado aquí en plena primavera. Ni siquiera por mis vuelos nocturnos de verano en televisión podía habérmelo imaginado. Los árboles están enormes y exuberantes, de un verde claro. La luz del sol se filtra a través de ellos, suave y fragante sobre las aceras y los parques, las plazas, las escuelas y los cementerios. Al otro lado de mi ventana, los castaños son mágicos. Albergan flores blancas en columnas verticales: candelabros generados por un artificio de la naturaleza. Su embriagadora dulzura flota en el aire como el recuerdo de tiempos más agradables.

Contacté con la agencia de alquiler. En un extraño golpe de suerte mi viejo apartamento se había quedado libre de un día para otro. Como lo iban a reformar, los estudiantes se habían ido. «Dada su condición de prerreformado —escribió la agencia— no nos hacemos responsables de que el piso esté en óptimas condiciones, o siquiera habitables». «Me arriesgaré», pensé. Compré papel y sobres, ropa de cama y una cafetera y me mudé.

Ahora lo atravieso, doblando y desdoblando una copia de la carta. Se la mandé a su antigua dirección desde Australia.

Querida Miriam:

Hace ya un tiempo de ello, pero seguro que recuerdas la tarde y la noche que pasamos juntas. Después intenté escribir tu historia pero, al comprender que antes debía explicar otras cosas relacionadas, el trabajo tomó vida propia. Escribí sobre la RDA y sobre la Stasi y luego hablé con otras personas; con algunas que habían sido perseguidas por ella y con algunas que habían trabajado para ella. Creo que intenté conformar un panorama de este mundo perdido y de sus distintos tipos de valentía.

Vuelvo a Berlín y me preguntaba si podríamos vernos de nuevo. Me gustaría saber si has conseguido algo a través de la Fiscalía de Dresde o si las mujeres puzle de Núremberg han descubierto algo nuevo sobre Charlie. También me gustaría asegurarme de que mis notas son correctas.

Siento que haya pasado tanto tiempo desde que nos vimos por última vez. Solo he trabajado en este asunto de forma esporádica.

Estoy deseando pasar el verano en Berlín y tal vez, si tengo tiempo, visitar Leipzig […].

No recibí respuesta, pero tampoco me devolvieron la carta. Antes de volver también le mandé un e-mail a Julia. Me respondió en inglés:

¡Hola, Anna!

¡Me alegra saber de ti! Estoy en San Francisco, hace ocho meses que dejé Berlín y me vine a Estados Unidos. La verdad es que no podía seguir viviendo allí, con tantas cosas del pasado acechándome.

Como dicen por aquí, me las voy apañando. Trabajo en una librería feminista, cerca de Berkeley, y he hecho algunos amigos. Hace poco participamos en una marcha con el lema de «Reivindica la noche», lo que me hizo sentirme muy positiva, y muy lejos de Turingia y de todo lo que pasó allí. Aquí rinden tributo a sus víctimas… De verdad, todo el mundo parece tener una historia de algo que les pasó. Seguro que la cosa puede llegar demasiado lejos, pero de momento a mí me viene bien.

Aquí soy extranjera y hablo con acento pero me siento mucho más en casa que en mi propio país. Qué raro, ¿verdad?

Si alguna vez pasas por San Fra, avísame.

Julia :)

El piso no ha cambiado mucho: habría sido difícil haber vaciado aún más un piso tan decadente. De hecho, se notan más los añadidos que otra cosa; hay una fila de postales en las paredes y por el techo del salón. Evocan viajes, pero solo son recuerdos de tours por bares de la ciudad: son de esas postales gratuitas que anuncian cosas. En la cocina hay un tarro de lavanda seca, un tanto esquelética pero alegre; y en la pared del dormitorio ha aparecido un gran dibujo a rotulador de un champiñón que tiene por ojos dos ventanitas con rejas en el sombrerete y una puerta en el tallo. Además, tiene una amplia sonrisa en la cara (la puerta es un diente grande), porque la cabeza del champiñón es también un pene y se eleva por toda la pared del dormitorio.

La primera mañana me levanto y me tomo el café al otro lado de la calle, junto al parque. Es muy temprano pero ya hay luz, hace un día espléndido. El cielo está entre azul y blanco; el viento, inmóvil y renovado, y las calles, en silencio. El parque es una pronunciada curva de verde que lleva hasta la cafetería, con sus persianas echadas como párpados. Al fondo está la laguna, que en su tiempo conocí como algo negro e inerte. Ahora hay nenúfares flotando que se abren para rozar el sol. No muy lejos, una pequeña banda de ranas da la bienvenida al día.

Me siento en uno de los bancos y me quedo mirando la estatua de Heine. Nunca me había parado aquí; los asientos parecían siempre ocupados. En vez de manos de poetas, el escultor de la Alemania Oriental dotó a Heine con grandes palas de obrero. La leyenda reza:

No nos aferramos a una idea, más bien la idea se aferra a nosotros, nos esclaviza y nos empuja hacia la arena para que, como gladiadores forzosos, peleemos por ella.

Heine, el poeta librepensador, se revolvería en su tumba al ver cómo se ha esclavizado, cómo se ha forzado y cómo se ha peleado aquí, bajo su negra nariz helada y sus hombros con cagarrutas de paloma.

Detrás de la estatua hay unas formas que llaman mi atención. Dos hombres deslizándose, uno que viene colina abajo y otro que aparece por el fondo, por detrás de una esquina; ambos llevan pantuflas y traje con lata de cerveza en el bolsillo. Aparecen otros tres y ocupan sus sitios en los bancos. Un par de ellos vienen con bolsas de la compra de tela, llenas de latas; otro lleva en el cuello una medalla colgada de un lazo, parece un alcalde. Una vez que todos se han instalado (¿estaré ocupando el sitio de alguien? Me han dejado todo un banco para mí), se produce un intercambio de educados saludos y apretones de mano; a mí me saludan con la cabeza. Es como si estuviéramos en el salón de alguien.

Un anciano apoya la rodilla contra el banco para tener un buen panorama del parque. Saca dos rebanadas de pan blanco y las desmenuza, con manos temblorosas, en pedazos iguales. En vez de tirarlas, traza un caminito de migas sobre el murete de hormigón que hay detrás del asiento, cada una equidistante del resto. Cierta locura, cierta generosidad.

Pasa un hombre haciendo jogging con bermudas amarillas y banda en el pelo. Los borrachos saludan a coro:

Morgen!

Morgen! —responde en un jadeo.

Estos hombres del parque son como guardianes, esfinges vestidas de traje y chándal.

De pronto empiezan a sobrevolarnos las golondrinas y las palomas que vienen a por el pan: ahora comprendo el cuidado ceremonioso de mi compañero.

En este momento nos convertimos en el centro del parque, la naturaleza viene a nosotros, en genuflexiones aladas, hacia el altar de pan y cerveza.

Un rezagado llega al grupo vestido con mallas negras. Sus piernas son zancos bajo el material sintético. Es un poco más joven que el resto, tiene el pelo oscuro y peinado hacia atrás. Lleva una bolsa de deporte llena de cerveza.

—¡Harry, hombre! ¡Cuánto tiempo! —dice el hombre de la medalla. Esta reposa sobre su barriga desnuda. Lleva una chaqueta de traje sin camisa por debajo y tirantes rojos sobre la piel para sujetarse el pantalón.

—He estado por ahí.

—¿Por dónde?

—De vacaciones.

—¿Has estado de vacaciones? Mensch! Necesito unas vacaciones. ¿Adónde has ido?

—A México.

Noto cómo me despunta una sonrisa en los labios, pero el resto asiente con solemnidad.

—¿Y qué has hecho por allí?

—Cazar.

—Ajá —asiente el alcalde—. ¿Hay buena caza en México?

—La mejor.

—Bueno, ¿y qué has cazado por México?

—Elefantes.

Ninguno pestañea.

—¿Ha habido suerte?

—Qué va…

Harry sacude la cabeza, se sienta y abre la cremallera de la bolsa para empezar con la bebida del día. A lo mejor en realidad son una sociedad de poetas y predicadores donde todas las historias son metafóricas. O a lo mejor la realidad es tan extraña aquí que aceptan cualquier cosa como sustitutivo.

El hombre de la medalla se gira hacia mí y alza su lata:

—¡Salud!

—¡Salud! —Levanto mi taza.

—Eso es más sano que la cerveza —sonríe. Le faltan dos dientes.

—Pero no es tan divertido. —Le devuelvo la sonrisa.

Se lo toma como una invitación y viene a sentarse a mi banco.

—No eres de por aquí —dice sacándose una petaca de tabaco del bolsillo.

—No.

—¿De Colonia?

—No. Soy…

—Déjame adivinar. ¿Hamburgo?

—No, soy de Australia.

—Anda —dice. Se inclina hacia mí y me pone una gran mano de curvadas uñas enlutadas sobre la rodilla—. No te preocupes —musita—, yo también tengo sangre impura.

Me quedo sonriendo, alucinada:

—¿Y eso?

—Mi madre era polaca.

—Ah.

Empieza a liarse un cigarrillo. Tiene el pelo cano y engominado, peinado al estilo cola de pato. En el bigote tiene una sombra parduzca por donde chupa los cigarros. Cuando se lo deja en la boca puede seguir hablando, las manos quedan libres y el pitillo cuelga misteriosamente de su labio inferior.

—¿Te gusta este parque? —me pregunta.

—Sí, mucho.

—Este parque está bien, pero deberías venir con nosotros alguna vez a coger setas. Eso es lo mejor.

—¿En serio? ¿Adónde vais?

—Nos metemos todos en el tren, yo y algunos amigos de aquí. —Hace un gesto hacia el resto, que nos han estado mirando descaradamente y ahora vuelven de pronto a lo suyo—. Vamos hasta el final de la línea y recogemos setas en nuestros canastos. ¡Es la leche!

Me pregunto si me estará tomando el pelo, con ese lienzo de borrachos que van en tren para brincar por los bosques con sus canastos y su cerveza, arrancando primorosas setas a su paso, saludando a los elefantes. Pero no es así:

—Cogemos —y enumera las especies— Steinpilze, Pfiffeerlinge, Maronenpilze, Butterpilze, Sandpilze… ésas son amarillas por debajo y esponjosas. Rotkappe, que se parecen a las Fliegenpilze pero no lo son y… —algo que no entiendo—, pero ésas no hay que cogerlas, ¡ésas solo se comen una vez! —Se ríe y, al echar la cabeza hacia atrás, puedo ver una extensión de encía y pala resquebrajada, como algo subacuático—. Cogemos unos cuatro kilos en cada cesta y luego volvemos a casa y las cocinamos con una pizca de mantequilla… ¡Exquisitas! —Agita un índice delante de mí—. Ya se sabe —dice, llevándose un dedo al pecho—, en lo que a setas se refiere, en ese terreno, siento cátedra.

La medalla del catedrático Seta se balancea ligeramente, reflejando la luz en su barriga. Un coro de murmullos de aprobación llega desde el resto de bancos; sus amigos alzan sus latas hacia él. Me alegra estar aquí. Me parece absurdo no haber hablado nunca con estos hombres que, al fin y al cabo, fueron mis vecinos.

Prosigue con algunos consejos:

—Hay que salir a la calle. La televisión no es buena para la vista, no es saludable.

Me pregunto si me observó aquel invierno, si vio el blanco y negro parpadeante reflejándose en mi ventana. Tal vez sean estos hombres, apostados en parques y esquinas de calles, en paradas de tranvías y en el metro, los que lo ven todo ahora. Pasa una mujer de camino al semáforo y levanta la mano para saludarla, o para dejarle pasar.

—En la RDA era sastre; eso tampoco es bueno para la vista. Me hubiera gustado ser actor, o cocinero, pero no fue así. —Creo que en cierto modo se ha convertido en ambas cosas, por sus dotes interpretativas y su salteado de setas—. Hasta 1990 fui de la brigada voluntaria de bomberos, pero después todo se fue al diablo en menos que canta un gallo. Este Kapitalismus… no puedes ni imaginarte la clase de mierda que está generando. —Se sorbe la nariz y escupe en el suelo. Luego se saca un peine del bolsillo—. Antes se estaba mucho mejor. Sigo en el mismo piso pero antiguamente me costaba 450 marcos al mes, ¡y ahora 804! ¡A quién le importa que no tuviésemos plátanos ni mandarinas! ¡A mí no se me compra con un plátano! —Se pasa el peine por su tocado con esmero—. Antes podía comprar cinco kilos de patatas por casi nada, la cerveza estaba a cincuenta pfennigs la lata, y ahora ¿qué? El transporte costaba treinta pfennigs y veinte los viernes. Lo que quiero decir es que teníamos un estado social, no había que pagar ni las medicinas. Te digo que es que no lo entiendo. Ahora es todo un absurdo.

Miro más allá de él y veo que sus amigos asienten en silencio, un consenso vacilante. No es la primera vez que oigo este tipo de cosas, si bien los ex funcionarios de la Stasi, los intelectuales privilegiados de izquierdas o los antiguos miembros del Partido se quejan más de las tarifas aéreas: «¿De qué vale la libertad para viajar si no puedo pagarme unas vacaciones a Nueva York / Las Palmas / Nueva Zelanda?». Una vez, estando en un bar de Leipzig, una anciana que se estaba bebiendo su schnapps diario de las cuatro de la tarde me dijo: «Bueno, sería mejor que la República de Weimar, y mejor que los nazis, pero a mí que me devuelvan a los comunistas. Cuando Honecker, los bares estaban de bote en bote. Salud». No dudo de que esta nostalgia sea auténtica, pero creo que ha teñido un mundo cutre y sucio de dorado: un mundo donde no había nada que comprar, ningún sitio donde ir ni nadie que quisiese hacer algo con su vida aparte de servir al Partido y a su temida persecución, o peor.

Ahora la mañana se ha despertado, los insectos bailan sobre el césped y el polen pulula al trasluz mientras la gente atraviesa el parque camino de la estación de Rosenthaler Platz. El catedrático Seta ha cogido carrerilla:

—Por aquel entonces, si estabas borracho, la policía solo te cogía por los brazos y te sentaba en un banco. Ahora no podemos ni dormir aquí porque nos roban. Hoy en día no hay valores que valgan. ¡Pueden cogerte y atracarte por un pitillo! Es la mafia rusa, y los rumanos, y los gitanos. Te lo advierto, como venga por aquí una gitana danzando por el banco, ten cuidado que te quedas sin cartera en un visto y no visto.

También he oído esta queja en distintas versiones: desconsuelo por un tiempo pasado donde las cosas eran más seguras. Al fin y al cabo, en un estado con semejante doctrina de seguridad, lo menos que podían hacer las autoridades, ya que estaban encarcelando a tanto inocente, era limpiar las calles de delincuentes.

—Mira, a unos doscientos metros de aquí —el catedrático Seta extiende el brazo y veo una franja de pelo cano entre sus tirantes— estaba el Muro. Antes teníamos que aguantar eso, que los wessis se colasen y comprasen todo lo que había en nuestras tiendas. ¡Pusimos el Muro para poder comprar en nuestras propias tiendas! Pero al final tiraron abajo el Muro y acabaron comprándonos a todos, los wessis ésos con su dinero occidental: todas las fábricas y los negocios, e incluso los bares. Y encima no nos dejan que vayamos con la cabeza alta, ¡no, claro!

»Te seré sincero sobre la frontera. —Vuelve a darme una palmadita en la rodilla—. Y yo soy un hombre sincero. Todos sabíamos, todos los ciudadanos de la RDA, que si te acercabas, te mataban. ¡No tenía más historia! Así que nos quedábamos aquí. Vamos, que si no hubiesen movido el culo, no se lo habrían llenado de plomo.

Este argumento también me es familiar: si no te rebelabas contra el sistema, éste no te hacía nada. Aunque, por lo que llevo visto, me atrevería a decir que igual sí que te hacía algo.

El catedrático me tiende la mano.

—Tendrías que venir a coger setas con nosotros, en serio —me invita. El coro farfulla y asiente, les doy las gracias y me voy, hacia mi palacio de luz, viento y linóleo.