Voy a pie a recoger a mi último hombre de la Stasi. Por su calle están poniendo un nuevo carril de tranvía, hay tramos de acero desparramados como regaliz por el suelo, por la mediana. Es la hora de comer y los obreros han desaparecido. Llamo al porterillo, donde dice «Bohnsack». Sale un hombre poniéndose un elegante sobretodo de color tabaco. Es alto y ligeramente encorvado, aunque con un torso musculoso. Tiene una cara agradable, mofletuda y con entradas. Me mira a los ojos y sonríe con calidez.
—Vamos al bar de mi barrio —me sugiere.
El local es un Kneipe tradicional berlinés. Tiene una barra de madera oscura con espejos por detrás, reservados y visillos blancos de encaje para parapetar a la gente de la calle. Un rayo de luz se cuela a través de ellos formando un ángulo, lenta luz vespertina de perezosas partículas y fulgores. Dos parroquianos contemplan sus vasos. Quedan pocos bares como éste, tanto en Berlín Oriental como en Berlín Occidental, bares en los que todo el mundo se conoce. Las veces que he entrado —para preguntar direcciones o a por tabaco— siempre me he sentido como si hubiese entrado en el salón de alguien sin ser invitada. Cuando entra un extraño, el zumbido de la conversación se detiene de golpe y la gente alza la vista y repliega los hombros. Aquí, en cambio, los parroquianos saludan con la cabeza al ver a herr Bohnsack. El dueño le sonríe como a un hermano.
—¿Cómo estamos? —pregunta frotándose las manos—. ¿Qué va a ser hoy?
—Creo que vamos a pasar a la sala —dice herr Bohnsack—, si te parece bien. Vamos a charlar.
—Claro, claro.
Sale de detrás de la barra arrastrando unos pies calzados con calcetines y chanclas y nos guía. Hay viejos anuncios de cerveza por las paredes, dibujos de muchachas de mejillas coloradas, caballos y bailes. Observo a herr Bohnsack: así, con la luz de las ventanas a su espalda, parece desprender también cierto brillo.
—¿Qué les traigo a la señorita y al caballero?
—Yo tomaré una weissbier y un vasito de Korn —dice—, ¿y usted?
Es temprano: pido una cerveza y renuncio al schnapps. La voz de Günter Bohnsack es profunda, aunque la arrastra un tanto, como alguien con la dentadura desencajada o como un hombre que ha estado bebiendo. Tiene los ojos brillantes y se siente a gusto conmigo. Por lo que se ve, no es un hombre que tenga que demostrar nada. Tiene cincuenta y siete años y es el primer empleado de la Stasi que conozco que no intenta disimular su identidad. Trabajó como teniente coronel en una de las divisiones más secretas del servicio de espionaje internacional, la Hauptverwaltug Aufklärung (HVA). Herr Bohnsack pertenecía a la División X, donde era responsable, según me contó por teléfono, de «la desinformación y de la guerra psicológica contra el Oeste».
La HVA era el servicio internacional de espionaje de la Stasi. Su director, Markus Wolf, hijo de un médico y dramaturgo judío, es un hombre inteligente y educado que sirvió como modelo para el maestro de espías creado por John Le Carré, Karla. La HVA de Wolf dependía de su ministro, Mielke, pero Wolf y sus hombres siempre se consideraron un mundo aparte. Aunque estaban organizados por rangos militares, al igual que el resto de la Compañía, llevaban traje en vez de uniforme, tenían una amplia formación y gozaban de una existencia privilegiada.
—Como éramos responsables del Oeste —me explica herr Bohnsack—, podíamos viajar, y éramos bastante diferentes. Nuestros diplomáticos hablaban idiomas y eran gente cultivada. Todos sentíamos desprecio por Mielke; nosotros teníamos a nuestro Wolf, un elegante intelectual, alto y delgado.
Herr Bohnsack tenía estudios de periodismo y trabajó durante 26 años en desinformación. La mayor parte de la labor de la División X estaba dirigida contra Alemania Federal. Recababan información confidencial o secreta por medio de sus agentes y la filtraban para causar perjuicios; fabricaban documentos y conversaciones uniendo partes de grabaciones que nunca habían existido, en detrimento de personajes de la esfera pública, y hacían correr rumores sobre personas de Occidente, incluido el rumor atroz de que alguien trabajaba para ellos. Los hombres de la División X pasaban exclusivas a los periodistas occidentales sobre el pasado nazi de ciertos políticos de Alemania Federal (fue así como derrocaron a algunas figuras públicas de nivel); fundaban publicaciones de izquierdas y lograron, al menos en una ocasión, ejercer una extraordinaria influencia sobre el proceso político en la propia Alemania Occidental. En 1972, el dirigente socialdemócrata del gobierno de Alemania Federal, Willy Brandt, tuvo que enfrentarse a una moción de censura en el Parlamento. Para mantenerlo en el poder, la División X compró los votos de uno y posiblemente hasta de dos diputados sin cargos. El coronel Rolf Wagenbreth, el líder de la División X, describió este trabajo como «un simple intento de gobernar el timón de la historia».
Herr Bohnsack comienza con un chiste, que contó en un almuerzo allá por 1980 ante un grupo de colegas en un restaurante reservado a los altos cuadros de la Stasi. Se reclina en su silla y sonríe, como el que se regocija con su secretito.
—Estados Unidos, la Unión Soviética y la RDA quieren sacar a flote el Titanic —dice arqueando las cejas—. Estados Unidos quiere las joyas que se supone deben de estar en la caja fuerte. Los soviéticos quieren la tecnología más puntera y la RDA —se bebe lo que le queda de Korn, a modo de pausa dramática—, y la RDA quiere a la banda que tocaba mientras se hundía.
Nos reímos.
—¿Era habitual contar chistes como ése? —le pregunto.
—Sí, sí, bastante habitual, pero dependía de quién estuviese por allí. En cuanto lo conté, me dije: «Vaya, amigo mío, eso ha sido bastante tonto por tu parte». Había un general en la mesa. —Se pasa una mano por la cabeza—. Después de comer el general me llevó aparte y me dijo, con una voz serena: «La próxima vez, Bohnsack, yo que usted no contaría chistes de ese tipo». Y eso que todavía era 1980. Ya por entonces se mostraban suspicaces con eso de que se les fuese a pique todo el asunto.
—¿Había chistes sobre Mielke?
—Claro, un montón —dice—. Pero las peores anécdotas sobre Mielke no eran chistes, eran verdad.
A herr Bohnsack lo invitaron a una fiesta que dio la Stasi para los suyos y sus camaradas rusos en el aniversario de los cuarenta años de la RDA. Se celebró el 3 de octubre de 1989, en el punto álgido de las manifestaciones y de la agitación.
—Había como unas dos mil personas en la fiesta. Mielke hizo su entrada —levanta un brazo por detrás de la cabeza y hace un paseíllo con dos dedos en el aire— por unas escaleras que había en una esquina rodeada de generales. Como un fantasma, o un deus ex machina. Dio su discurso, habló durante cuatro horas, sin parar. Cada dos por tres daba un grito de guerra: «Y recordad esto, camaradas: ¡Lo más importante que tenéis es el poder! ¡Aferraos al poder a toda costa! ¡Sin él, no sois nada!». No mencionó ni las manifestaciones en pro de la democracia ni el hecho de que los soviéticos nos estuviesen dejando en la estacada —comenta herr Bohnsack—, pero era evidente que, en cierto modo, debía de notar que el final estaba próximo.
Cuando por fin acabó Mielke, se celebró un banquete: había uvas y muslos de pollo, melón y frutas con hueso, «cosas que no teníamos en la RDA y que eran un auténtico manjar para nosotros, exquisiteces». Pero cada vez que estaban a punto de hincarles el diente, Mielke volvía a coger el micrófono para decir «un par de estupideces más» y todo el mundo tenía que volver a dejar en el plato los muslos y las uvas hasta que terminaba. Mielke concluyó con un «Guten Appetit» y los hombres empezaron a comer pero, instantes después, volvió a coger el micrófono y tuvieron que dejar la comida una vez más.
—Lo hizo una y otra vez —dice herr Bohnsack—. Aquello fue una auténtica locura.
En la Navidad de 1989, según cuenta, los acontecimientos se precipitaron en una farsa de grandes dimensiones a cámara rápida. A la división de herr Bohnsack al completo se le ordenó que se quedasen en casa para no provocar a los manifestantes y que esperasen junto al teléfono. A las tres de la mañana recibieron una llamada que les instaba a que se dirigiesen en coche hasta Normannenstrasse, aparcaran en un sitio apartado, para que los manifestantes no supiesen que los edificios estaban ocupados, y entraran por la puerta de atrás. Cuando llegaron a las oficinas, todas las luces estaban apagadas. Les ordenaron que se pusiesen ropa de camuflaje —«como la legión extranjera en la selva»— y que se pertrecharan con un equipo de cocina, cubiertos, una pala, un traje protector para casos de guerra química, una manta, pasta y cepillo de dientes y munición. Se les entregó a todos un revólver y una metralleta. Toda la operación estaba cronometrada.
—¿Y qué hicieron entonces? —pregunto.
—Nos echamos en nuestras mesas y nos dormimos. Arriba, en el noveno piso, los generales simularon una situación de guerra. Uno de ellos bajaría y nos levantaría con un mensaje, como, por ejemplo, que se había avistado un submarino estadounidense en las costas de Turquía; o que había B52 estadounidenses preparados para entrar en acción. Y luego, a las cinco de la mañana, recibiríamos noticias peores, como que un submarino ruso había sido expulsado de aguas noruegas. Hacían como si fuese a estallar la Tercera Guerra Mundial.
—¿Y qué tenían que hacer entonces?
—Nada, seguimos durmiendo.
A las siete de la mañana recibieron una orden para hacer prácticas sobre el terreno:
—Jugamos a la guerra durante un día, disparando a figuras de cartón que surgían de entre la hierba. Allí había gente de todo tipo, desde especialistas de inteligencia de alto rango que hablaban árabe hasta yo qué sé quién, todos en el mismo saco, jugando a los soldaditos. —A finales de 1989, todas las semanas sin falta hacían lo mismo—. Sabíamos que la RDA no tenía salvación, sabíamos que era todo un circo.
El mayor temor de herr Bohnsack era que les ordenasen a él y al resto que dispararan contra los que se manifestaban a la entrada del edificio. Durante los ejercicios les dijeron que el enemigo se había infiltrado en el país y que estaba hostigando a los alemanes orientales en contra de ellos. Al final, Mielke fue más directo todavía: les dijo que ellos (se refería al pueblo) eran el enemigo. Les dijo que eran «o ellos o nosotros».
—Eso era lo más aterrador de todo para mí: que en vez de disparar a figuras de cartón, tuviésemos que disparar a nuestro propio pueblo. Y sabíamos que, como en la época de Hitler, si nos negábamos nos dispararían a nosotros.
Había algo más que temer. Mielke les había dicho a sus hombres: «Si perdemos nos colgarán a todos». El ambiente era de histeria. Herr Bohnsack había sido el hombre de contacto de Markus Wolf entre la Stasi y los servicios secretos de Hungría, Moscú, Praga y Varsovia.
—Nuestro hombre en Budapest me había contado que durante la tragedia de 1956 habían colgado a algunos de los suyos de árboles, a la entrada de los cuarteles. Me dijo: «Si alguien te señala con el dedo, a los cinco minutos te estarás balanceando». —Herr Bohnsack vuelve a pasarse la mano por la cabeza—. Gracias a Dios que no llegamos a ese punto.
Me explica que para cuando los manifestantes de Berlín se hicieron sentir con fuerza (y esto ocurrió más tarde que en Leipzig y que en ninguna otra parte), Mielke ya había dimitido. Y como llevaba tanto tiempo en el cargo, los generales simplemente no tenían ni idea de cómo dar órdenes por su cuenta. No fueron capaces de tomar las riendas.
—Eso fue lo que nos salvó —dice Bohnsack, sacudiendo su voluminosa cabeza—, a nosotros y al pueblo.
Ya en septiembre, herr Bohnsack comprendió que había que destruir los expedientes. Le dijo a su jefe que iba a empezar a utilizar la destructora. «Eso no está permitido —le respondió su superior—. ¡No hemos recibido órdenes al respecto!».
—Pero yo no me corté, aparqué el coche en la entrada y vacié dentro los archivadores con los expedientes. Había kilos y kilos, ficheros con las claves de los agentes, grabaciones, informes… Y me fui hasta nuestra parcela, a unos cien kilómetros de Berlín. —La familia tenía un viejo horno de panadero en el terreno donde pasaban las vacaciones—. En secreto, por mi cuenta y sin permiso ni orden de nadie, me dediqué a destruirlo todo, día y noche.
Era tanto el papel por quemar que el horno casi se quedó obstruido. Había una nube de humo negro pendiendo sobre él en el cielo. Herr Bohnsack se pasó allí tres días, alimentando el fuego con archivos.
La débil luz de la tarde se está desvaneciendo y viene el dueño para encender un par de lámparas. Es un hombre de la edad de herr Bohnsack, con la cara avejentada, las manos coloradas y un paño de cocina remetido por el delantal:
—¿Todo en orden por aquí? —pregunta.
Herr Bohnsack pide otra cerveza, otro Korn y un café. Yo le digo que por ahora estoy servida. Herr Bohnsack me sonríe con amabilidad:
—¿Seguro? —me pregunta—. ¿No quiere nada de nada?
Distingo bajo el jovial bebedor a un hombre que pudo pasar tanto por alguien del Este como por alguien del Oeste.
Herr Bohnsack quería evitar que sus archivos cayeran en malas manos. Eran sobre los agentes occidentales a los que tenía bajo su mando, ciudadanos de Alemania Federal que hacían trabajitos para la Stasi.
—En mi sección eran todos periodistas. Los utilizábamos para destapar escándalos o poner al descubierto actuaciones ilícitas de políticos. Los financiábamos, les pasábamos exclusivas.
El humo llamó la atención. El vecino del campo de Bohnsack, dice, era un borrachín empedernido.
—Pero, evidentemente, hasta él sospechaba dónde trabajaba yo. Lo llamábamos el Stallgeruch, el olor a pocilga. Solía apoyarse contra la cerca e insultarme: «Eh, holgazán seboso», «perturbado» y toda clase de insultos. Y allí estaba una vez más, borracho como siempre, mientras yo no paraba de quemar. Cuando el humo pasó por encima de su casa empezó a cantar el himno del movimiento de derechos civiles, el «Wir sind das Volk». Él sabía perfectamente lo que me traía entre manos. La verdad es que fue todo bastante esperpéntico —se ríe Bohnsack entre dientes—, su aria acompañando mi pira en llamas.
Contemplo las ingeniosas greñas de herr Bohnsack: un mechón de pelo se ha desprendido del resto y se ha quedado de punta formando un ángulo por encima de su oreja. Echa la cabeza hacia atrás para volver a vaciar su chupito. Tiene el cuello anillado y abrupto, la nuez se le mueve arriba y abajo como un ratón por una escalera.
Herr Bohnsack echa un vistazo a su alrededor:
—Era un habitual de aquí. Me solía poner en la barra. Llevo viviendo a la vuelta de la esquina treinta y ocho años. Antes de 1989 era Günter a secas, hola, ¿cómo va eso? La gente no sabía a qué me dedicaba, aunque por supuesto tenían sus sospechas. A veces venía directamente del trabajo, con corbata, un elegante sobretodo y un maletín y se producía un murmullo por el bar, en plan «¿No va muy bien vestido?». Seguramente se olerían algo, se dirían: «Aquí hay algo que no cuadra…».
Se pellizca la nariz con el índice y el pulgar.
—El Muro cayó el 9 de noviembre de 1989. La primera vez que entré aquí después de eso, creo que fue el día 15. —Hace una pausa para tomar un trago y el aliento—. Había un borracho en la barra y cuando me vio se giró despacio, me señaló y empezó a chillar: «¡Fuera la Stasi!». Todo el mundo se quedó callado y se volvió para mirarme. Todos pensaban igual, o al menos, la mitad de ellos. Me quedé paralizado, pero le dije al dueño: «¿Qué quieren de mí? No puedo deshacer lo hecho aquí y ahora, no puedo retractarme de todo». Luego me senté, me bebí una cerveza y me quedé allí sin más.
Sus labios se convierten en un fino trazo y levanta las manos como queriendo dar a entender: «¿Qué otra cosa podía hacer?».
Herr Bohnsack siguió viniendo. Llevó tres años que la gente dejara de mostrarse agresiva con él.
—Pero no hubo ningún ahorcamiento, ni tentativas, nada. De hecho, me alivió de veras ver la sensibilidad con la que reaccionó la gente.
Los borrachos no eran el único público. Herr Bohnsack recibió un soplo y se enteró de que una revista, Die Linke, había conseguido un disquete con los nombres de los 20.000 empleados de la Stasi mejor pagados y estaba a punto de publicarlos. Sabía que todo el mundo lo leería y verían su nombre y su dirección en la lista y sentirían lo que quiera que sintiesen: desprecio, odio o superioridad. Sabía que solo podía hacer una cosa:
—Saldría del armario antes de que me sacasen ellos.
Llamó al Der Spiegel, el célebre semanario de Alemania Federal, y quedó en contárselo todo.
—Como dijeron, me bajé los pantalones, no cabe duda —dice—. Cuando tuve el ejemplar entre mis manos, sentí náuseas; pusieron una foto y todo. Me refiero a que después de guardar silencio y mentir durante veintiséis años, verme así de repente en una revista, fue, realmente… —Vuelve a hacer una pausa—. Debo confesar que sentí algo un tanto raro aquí. —Se da una palmadita sobre el corazón[21].
Sus antiguos colegas no están por la labor de hablar sobre lo que hacían. Es casi una especie de omertà, un código de honor que los gobierna. Me cuenta que se siguen viendo, por grupos, según el rango, o en cumpleaños y funerales. Un general con el que sigue hablándose le contó que en el reciente cumpleaños de un septuagenario se procedió según las normas de un encuentro de división, como en los viejos tiempos. Había unos puntos del día y los hombres iban tratándolos uno por uno. En gran parte consistía en pasarse recortes o comentar programas de televisión contra la Stasi. Era como si los viejos líderes de la Stasi hubiesen hallado un nuevo enemigo: los medios. Herr Bohnsack es un traidor porque fue a ellos con su historia. Una vez que hubo salido del armario recibió amenazas de muerte por teléfono: «Capullo, te queda poco», y ese tipo de cosas. Las llamadas eran anónimas pero a veces reconocía la voz. Un general lo llamó desde un bar:
—Me dijo: «Hijo de puta, te has pasado, te ha llegado la hora». Y luego se puso a chillar: «¡Basta ya! ¡Basta ya!», hasta que la gente lo apartó del teléfono.
Ya han dejado de llamarle.
—Nunca tuve miedo —dice Bohnsack—. Bueno, solía inspeccionar el coche por si me habían puesto una bomba y esas cosas, pero en cualquier caso era una tontería, porque si eran buenos poniéndolas, no podías verlas.
Le pregunto qué amigos tiene ahora.
—Bueno, no tengo ninguno —dice, haciendo un gesto al dueño para que le ponga otra. Me mira con ojos brillantes, anestesiados—. Se podría decir que nadé entre dos aguas y acabé ahogándome.
A las tres de la madrugada recibo una llamada. Esta vez no es Klaus. Es de mi casa. Han encontrado cuatro tumores en la cabeza de mi joven madre, derivados de un cáncer que todos habíamos osado pensar que había desaparecido. Me dice por teléfono: «Je suis foutue, je suis foutue». Con el tiempo llegarían a afectarle parcialmente el habla, a ella, una mujer con un lenguaje tan elegante y sofisticado, pero para ese momento solo le valía el francés, ella sabía que estaba foutue.
No me sorprende cuando Uwe se muestra tan amable en todo momento. Me ayuda a empaquetar las cosas de mi piso, a recoger libros, cintas y calcetines sueltos llenos de polvo. Agradezco su compasión, sobre todo por la forma en que ignora, en los momentos justos, mi angustia.
—Si quieres te llevamos al aeropuerto —se ofrece.
—Gracias. —Todas mis reacciones parecen irreales, lentas y subacuáticas—. ¿Llevamos?
—Frederica y yo. Ya conoces a Frederica, de la sección de traducción española.
—Sí —miento.
Llamo a Miriam, pero sé que es pura formalidad. Ni siquiera tengo la esperanza de que aparezca una voz en directo al otro lado de la línea.
—Hola, Miriam. Espero que estés bien… ¡Hace mucho que no nos vemos! Mi tiempo aquí ha llegado a su fin, vuelvo a casa.
De pronto, me da cosa decir que «mi» tiempo aquí ha acabado. Pienso en añadir «Volveré», pero puede que eso sea lo último que quiere oír. La cinta sigue corriendo: mi silencio se prolonga de forma vergonzante. Me gustaría decir algo informal e irónico para concluir, pero mi alemán no es tierra firme como para andarme con ironías. Me veo obligada a decir las cosas de una forma más directa y descorazonadora de lo que lo haría en inglés.
—Miriam, cuídate, y buena suerte.
La mañana del día en que me voy hago un nuevo intento, pero nadie coge el teléfono, ya ni siquiera está conectado el contestador.
Cuando vienen a recogerme, reconozco a Frederica: es una bella venezolana con un lunar en la comisura del labio; ambos forman una pareja electrizante. Uwe conduce tranquilamente hasta el Tegel, pendiente de un mundo que por fin ha cuidado de él.
A mi madre le llevó nueve meses morir, y cada día, salvo los tres últimos, estuvo y fue consciente; consciente de que los días estaban, como decían aquéllos, contados, de que la cifra no ascendía a mucho, y con la sensación de verse desprovista de todas las cosas que iba a hacer en el futuro, pero al mismo tiempo comprender que no eran importantes, que eran simple y llanamente el futuro, una cifra mayor, eso era todo.
Cuando murió, la pena se cernió sobre mí como una jaula. Tuvieron que pasar otros dieciocho meses para poder centrarme en cualquier cosa más allá de la diminuta parcela inmediata de tristeza, o para poder imaginarme en la vida de otra persona. En suma, no volví a Berlín hasta pasados casi tres años.