23. Hohenschönhausen

Frau Paul y su marido pasaron cinco meses en la prisión de Hohenschönhausen para, acto seguido, ser trasladados junto con los tres estudiantes a Rostock, en el mar Báltico, donde serían juzgados. Frau Paul piensa que lo hicieron así porque los medios occidentales sabían de las dificultades de Torsten en un lado del Muro y de sus padres en el otro y las autoridades quisieron asegurarse de que no salía a la luz pública bajo ningún concepto.

La pareja nunca vio los cargos contra ellos, ni la sentencia. Les ofrecieron los servicios del doctor Vogel, el abogado estrechamente vinculado con el Gobierno, que se había hecho famoso por negociar la venta de personas entre el Este y el Oeste. Pero como no se fiaban del arreglo, lo declinaron, insistiendo en conservar a su abogado familiar; no obstante, éste no pudo hacer mucho por ellos porque le dieron el papel con los cargos contra sus clientes solo cinco minutos antes de que empezase el juicio.

El fiscal alegó:

Rührdanz, Sigrid, es acusada de inducir o, al menos, ayudar y secundar a ciudadanos de la República Democrática de Alemania a salir ilegalmente de la RDA.

La acusada mantiene contacto con miembros de una organización clandestina y terrorista de ciudadanos de Berlín Occidental que capta a gente, la convence para salir de la RDA de forma ilegal y le facilita los medios, tanto con papeles ilegales como violando la frontera nacional […]. [Ella] guardaba bajo su custodia, en su propio piso, pasaportes falsificados, organizaba reuniones, transmitía información sobre los planes de las operaciones clandestinas de fuga y albergaba en su casa a gente con intenciones de huir. Existe la sospecha latente de que ella misma tenía pensado abandonar la RDA de forma ilegal.

Frau Paul me lo lee y defiende, en cada momento, su inocencia.

—Como te dije, hacía mucho tiempo que habíamos dejado de intentar escapar. Yo no sabía qué estaban haciendo los estudiantes en el piso.

En 1992, veintinueve años después del juicio, frau Paul vio por primera vez la sentencia en su expediente. No se mencionaba a Torsten en ningún momento. Los jueces escribieron que su «actitud de rechazo hacia el Estado» se había «exacerbado por el hecho de que la acusada era una oyente diaria de la radio difamatoria de la OTAN».

—Pusieron eso de la radio difamatoria de la OTAN porque no dejé que me utilizaran como cebo en su trampa.

A Frau Paul y a su marido les cayeron a cada uno cuatro años de trabajos forzados. La metieron en un furgón y la llevaron desde Rostock a Hohenschönhausen, donde cumpliría su condena. La pena de Werner Coch fue menor (un año y nueve meses en una prisión ordinaria), porque las penas por ser cómplice en un intento de fuga del país eran mayores que por el delito en sí de huir.

Aunque la cárcel de Hohenschönhausen no está muy lejos del centro de Berlín Este, su existencia era desconocida incluso para la gente de los barrios colindantes. Todas las calles que llevaban a la zona o salían de ella permanecían bloqueadas por una barrera de control y un centinela. Hohenschönhausen era una cárcel para presos políticos: eran las instalaciones de seguridad más recónditas de una zona asegurada dentro de un país amurallado; otro hueco en el mapa.

Frau Paul me llevó allí un día. Era un día tan frío como cualquier otro, y estábamos en una calle residencial como cualquier otra. Mientras íbamos andando, iba asintiendo y me iba contando:

—Aquí estaban las barreras. —Lo único que quedaba era un bolardo en la acera que llegaba a la altura de la cadera. Entramos a lo que había sido la zona de seguridad de la Stasi—. Aquel edificio de allí era el departamento M, vigilancia postal —me explicó frau Paul, que caminaba unos pasos por delante de mí e iba señalando con la mano extendida—. Ese otro era el taller de falsificación de la Stasi, y aquel de allí era un hospital especial de la Stasi. —Eran edificios de hormigón puro. Parecían vacíos—. En aquellas torres de apartamentos vivían funcionarios de la Stasi.

Seguí su mano y vi un macizo de torreones grises y blancos de muchas plantas. De uno de ellos salió un hombre de mediana edad con un perro salchicha unido a él por una correa extensible. El hombre no nos hizo caso, pero el perro me miró con desconfianza mientras meaba en el bordillo.

Cuando nos internamos un poco más, llegamos a un edificio con grandes muros de hormigón con alambre de espino por encima. Los muros parecían desplegarse y desplegarse alrededor de una zona tan grande como una manzana. En las esquinas había torres de vigía octagonales y, por debajo, en la parte que daba al exterior, una enorme jaula para perros vacía. Hohenschönhausen lleva cerrada varios años; la gente está luchando ahora para preservarla como museo del régimen. Frau Paul también está involucrada, por eso tiene una llave.

Nos acercamos a las imponentes puertas de acero gris de la entrada. Junto a ellas, había una puerta de tamaño natural. Frau Paul iba con los ojos bien abiertos y su ropa sonaba con el frufrú del nailon. Iba por delante de mí moviéndose con un aire profesional que parecía decir: «Odio este sitio, pero aquí sigo». Nos deslizamos por la prisión vacía, hasta un patio enorme rodeado de edificios en el que había otra construcción achaparrada en el centro. El suelo era de asfalto y gravilla, crujiente como los adornos de una tarta. Había un camión aparcado en el patio; estaba pintado de gris y la parte de atrás era de acero macizo, sin ventanas ni ningún tipo de ventilación a la vista.

—Es igual que el furgón donde me trasladaron desde Rostock, estuve ahí metida unas cinco horas —me contó. Y luego, para mi sorpresa, me dijo—: Entra.

Eso hice. En el interior, en vez de dos bancos para los presos como esperaba encontrarme, había un minúsculo pasillo y seis celdas, cada una con su puerta y su cerrojo. No eran lo suficientemente altas como para estar de pie y solo contenían una tabla para sentarse. Frau Paul se subió.

—Entra —me repitió, señalando la celda más al fondo—, para hacerte una idea de cómo era.

Me metí en una y cerró la gruesa puerta de acero. Giró la llave en la cerradura. Me senté en el banquillo y todo estaba oscuro como el carbón, era horroroso. Desde el otro lado de la puerta me dijo, alzando la voz:

—Tienes que imaginarte que aquí fuera había alguien sentado con una metralleta. —Me lo imaginé; luego, me dejó salir.

Más tarde supe que en ocasiones disfrazaban esos camiones como vehículos de carga, de lavanderías, como camiones frigoríficos para pescado o furgonetas de reparto de pan, cuando en realidad todos trasladaban presos y disidentes a punta de pistola por la República entera.

Atravesamos el patio hasta el edificio de en medio y entramos por una plataforma de carga para camiones, con unas puertas inmensas.

—Aquí es adonde me trajeron —me dijo—. No tenía ni idea de dónde estaba. Por lo que a mí respectaba me podían haber llevado desde Rostock a cualquier punto de la RDA. No tenía ni la menor idea de que estaba en pleno Berlín.

Los furgones y la plataforma de carga estaban pensados para poder sacar a los presos de uno en uno, para que no se viesen entre ellos, ni tampoco pudiesen ver la luz del día, ni una calle, ni la entrada al edificio.

Subimos por las escaleras. Descorrimos hacia un lado una enorme puerta metálica tachonada que reveló un largo pasillo de linóleo. Frau Paul señaló un rudimentario sistema de cable y gancho que recorría las paredes a la altura de la cabeza. Cuando entraba un nuevo preso, funcionaba a modo de alarma y activaba luces rojas cada tantos pasos: era la señal para que metieran a todos los presos en sus celdas y los guardias se escondieran para no ser vistos. El preso no debía saber quién más había allí, ni debía tener ningún contacto humano que no estuviese estrictamente supervisado, con fines psicológicos, por sus captores.

Atravesamos el pasillo; había algunas celdas abiertas, otras cerradas. El único sonido era el de nuestras pisadas sobre el suelo. La pintura gris de las paredes estaba descascarillada. No era la primera vez que frau Paul volvía, pero no creo que le resultase muy fácil. Hay lugares que no visito, y algunos por los que prefiero no pasar ni siquiera con el coche, son sitios donde pasaron cosas malas. Pero ahí estaba ella, en el lugar que la destruyó, contándomelo. Es en parte valentía, como la que le llevó a rechazar el trato de la Stasi, y en parte, tal vez, obsesión, causada por lo que le hicieron después de eso.

Me llevó a la sala donde la interrogaron. En este complejo había salas para 120 interrogatorios simultáneos. La de ella tenía papel pintado con motivos marrones hasta la mitad de la pared, suelo de linóleo de un color parduzco, una mesa grande y una silla. Detrás de la puerta había un pequeño taburete de cuatro patas, parecía una banqueta para ordeñar.

—Veintidós horas sentada ahí —dijo frau Paul.

Luego fuimos a otro edificio, al u-boot. Desde arriba parecía bastante corriente. Bajamos unos cuantos escalones. Frau Paul me iba contando que había sido construido por los rusos en 1946 con el fin de albergar varias cámaras de tortura. La escuchaba a medias, todavía me estaba haciendo al extraño olor. Algunos olores son difíciles de reconocer. Me acuerdo de la biblioteca de la facultad en época de exámenes: olía a sudor, a abrigos mojados, a mal aliento; era un olor híbrido, pero era el olor a miedo en estado puro. Este u-boot olía a humedad, a orín rancio, a vómito y a tierra: el olor de la miseria.

El pasillo, que parecía un túnel, era largo e inhóspito, con bombillas peladas colgando de cables. Frau Paul empezó a abrir puertas. Primero, un compartimento tan pequeño que solo cabía una persona de pie, pensado para ser llenado de agua helada hasta el cuello. Había 68 iguales, me contó. Después había celdas de hormigón que no contenían nada y donde metían a los presos y los dejaban a oscuras entre sus propios excrementos. Había una celda tapizada hasta arriba de caucho negro almohadillado. A frau Paul la tuvieron encerrada justo al lado. Recuerda haber oído a los presos que estaban dentro de la celda de caucho, y cómo iban perdiendo la cabeza poco a poco; al final las únicas palabras que les quedaban eran: «¡No saldré de aquí en la vida!». Cuando los sacaban de allí, le mandaban a ella fregar los vómitos y la sangre.

En la celda más extraña había una especie de yugo de madera parecido a los aparatos que exponen en las ferias del condado. El preso quedaba casi doblado en dos, con la cabeza y las manos entre las ranuras y el yugo cerrado por encima. Frente a la cabeza colgaba un cubo de metal a modo de morral. El suelo y las paredes eran negras, con salientes afilados. Frau Paul me explicó que el preso iba descalzo, uncido en el yugo. Los salientes se le clavaban en las plantas de los pies. Luego caía agua desde un tubo que había en el techo, directa a la cabeza. Al final, el preso sentía tanto dolor que perdía el conocimiento y se le caía la cabeza. De este modo, acababa en el agua del cubo que tenía frente a él y o bien revivía de nuevo al dolor o bien se ahogaba.

No había nada de divertido en esa celda ni en estar allí con frau Paul, sentir el suelo afilado bajo mis botas, tocar el tosco yugo e imaginar estar doblado allí en la oscuridad, sufriendo y oscilando entre seguir consciente y ahogarse. Pero también había algo cerril. Parecía demasiado primitivo para la mitad del siglo XX y demasiado primitivo para este lugar. Este artilugio pertenecía a un Este más lejano y de más atrás en el tiempo, a una barraca de feria que muestra una historia con reminiscencias de los Monty Python.

Pero en cierto modo había algo aún más escalofriante en el despacho con el taburete enano donde le hicieron sentarse a frau Paul, y en la mesa y la silla de despacho de lo más corrientes donde se sentaba el interrogador. Era en los despachos donde la Stasi se sentía realmente en su salsa: como innovadores, inventores de historias y vendedores ambulantes de pactos con el diablo. En ese cuarto fue donde le ofrecieron un trato y donde lo rechazó, donde un alma se dobló y se deformó para siempre.

Ninguno de los torturadores de Hohenschönhausen ha sido llevado ante la justicia[20].

Frau Paul tenía permiso para recibir una visita (la mayoría de las veces de su madre) cuatro veces al año, pero la trasladaban a otra parte para que ni ella ni su visita supiesen en qué parte de la RDA estaba presa. El correo se mandaba a otra dirección de la Stasi y le llegaba abierto. La habían arrancado del tiempo, y del espacio.

Torsten pasó todos esos años en el hospital Westend. Las enfermeras y los médicos lo alimentaron a través de tubos, lo medicaron y le cambiaron los pañales. Le cantaron canciones, le enseñaron a hablar e intentaron enseñarle también a andar. El hospital era el único hogar que conocía Torsten Rührdanz y sus trabajadores las únicas personas. La siguiente es una de las cartas que llegó hasta sus padres; es de noviembre de 1963, cuando Torsten estaba a punto de cumplir los tres años:

Estimados señor y señora Rührdanz:

He sabido que les gustaría ser informados sobre la salud de Torsten, cosa perfectamente comprensible. Por lo general, está contento, haciendo progresos a la hora de andar, y feliz. Se ha convertido en el niño mimado de pediatría. Evidentemente, de vez en cuando todavía tenemos que salvar algunas dificultades, lo que significa que, por desgracia, todavía no puede ser dado de alta del hospital en un futuro próximo. No hemos conseguido alimentarle sin el tubo estomacal, porque en cuanto empieza a comer con normalidad, vuelve el dolor. Su peso sigue sin ser del todo satisfactorio: 7.670 gramos. También su altura está por debajo de la media para un niño de su edad. Sin embargo, la diarrea ha desaparecido prácticamente. No nos queda más remedio que seguir como hasta el momento y esperar que se le vaya ensanchando el estómago y se le subsanen los problemas de la parte inferior del diafragma.

Pueden estar seguros de que seguiremos haciendo todo lo posible por su hijo. Volveré a escribirles antes de Navidad.

Atentamente,

Prof. Dr. L.

Michael Hinze siempre ha vivido en el Oeste. Nunca llegó a ser secuestrado por la Stasi; ni siquiera supo que estaban detrás de él. Hasta hace poco, tampoco tenía ni idea de que frau Paul estuviese relacionada de alguna forma con su libertad continuada.

—Me enteré hace un par de años, cuando cayó el Muro. No supe nada de los Rührdanz en años. Luego, un día, me llamaron. No sabía nada de toda esa historia sobre el chantaje y los planes para secuestrarme… —Se le ve incómodo con este asunto—. Es que yo siempre me vi como alguien de poca monta, yo lo único que hacía era reunir a la gente, conseguir pasaportes… Sabía que según las leyes de la RDA era algo ilegal, pero… —se detiene. Ni siquiera lo pensó en su momento. Y aunque lo hubiese hecho, ¿cómo podría haberse imaginado que alguien tendría que pagar un precio por su libertad?—. Es una mujer muy valiente, siento un gran respeto por ella, y también me siento muy agradecido. Pero a la vez creo que no tengo por qué sentirme culpable… No me siento culpable, creo que simplemente tuve suerte de no caer en las garras de la Stasi, de esa forma o por otros medios.

Piensa que si hubiesen tenido tantas ganas de atraparlo lo habrían hecho, y es probable que tenga razón.

—Ella fue muy activa en todo este asunto —dice Hinze con admiración—. Los Rührdanz solían congregar a gente de Halle o de Dresde o de cualquier otra parte, gente que quería escapar, y la ayudaban. Eran personas muy comprometidas.

Frau Paul no me ha contado nada de todo esto, aunque cualquier otro se sentiría orgulloso de ello. La imagen que nos hacemos de nosotros mismos, con sus congruencias y sus partes más fantásticas, nos sirve de apoyo. La imagen que tiene frau Paul de sí misma no es ni la de una heroína ni la de una disidente; es una técnico dental y una madre con una historia familiar espantosa. Y una delincuente. Esto es lo que me parece más penoso: que la imagen que tiene de sí misma es la que la Stasi le construyó.

—Le dije que su historia me había llegado muy hondo —comenta Hinze—, y que no conocía a nadie que no me hubiese traicionado en esas circunstancias. Le dije que no había mucha gente con el valor para hacer lo que ella hizo. Para comportarse con… —busca el término adecuado— con una humanidad tan grande, diría. Se comportó con una humanidad tan grande… —Ambos nos quedamos callados un instante—. Pero por desgracia, a costa suya.

En agosto de 1964 compraron la libertad de los Rührdanz por 40.000 marcos occidentales, pero, en vez de ser liberados en el Oeste, con su bebé, los tiraron en medio de la calle sin papeles en Berlín Oriental. Frau Paul achaca esto a su negativa de aceptar al doctor Vogel como abogado. De las 34.000 personas cuya libertad se estima que fue comprada entre 1963 y 1989 solo hay documentados hasta la fecha nueve casos de una crueldad tan extrema, en los que el Oeste pagó con moneda fuerte y el Este no entregó a las personas cuya libertad se había comprado.

Torsten siguió viviendo en el hospital Westend. El 9 de abril de 1965, cuando tenía cuatro años, frau Paul tuvo noticias de él por la hermana Gisela, una de las enfermeras.

Todos les deseamos a usted y a su esposo unas pascuas llenas de salud y felicidad. Torsten ha hecho un dibujo él solito: conejitos de pascua marrones y un nido de huevos de colores. Dijo: «Es para mi mamá. A ella le gustará». Ayer recibimos su hermosa tarjeta y le damos las gracias en nombre de Torsten. Estaba tan contento que tuvimos que leérsela varias veces en voz alta. La lleva todo el rato en la mano y no deja de mirar el dibujo del Hombre de Arena.

Mi querida señora Rührdanz, ahora Torsten está haciendo verdaderos progresos. Es una vergüenza muy grande que usted no pueda disfrutarlos… Este drama entre distintas partes de una ciudad hace que una se desespere, pero prefiero no hablar del asunto.

Mejor, algunas noticias buenas sobre Torsten. Pesa ya 9.450 gramos y mide 84 centímetros. Habla y lo entiende todo como un niño de seis años. ¡No se le escapa ni una! Me ha dicho que le escriba diciéndole que dentro de poco volverá con ustedes a Kaulsdorf. Torsten es ya capaz de andar cinco metros sin ayuda de nadie. Aparte de eso, se pasa toda la tarde revoloteando por la unidad. Querida señora Rührdanz, le deseamos todo lo mejor y le envío mil besos de Torsten… también para su papá.

Tuvieron que esperar otros ocho meses antes de que Torsten estuviese lo suficientemente recuperado como para dejar el hospital Westend. Cuando por fin fue a su casa, en Alemania Oriental, tenía casi cinco años y era pequeño y chepudo y muy educado.

—Por supuesto, no me reconocía como madre —dice frau Paul—. No sabía lo que era una madre. Solo conocía el ambiente estéril del hospital y al personal de allí, a los médicos, las monjas y el resto de gente. Y aunque le trataron con mucho cariño e intentaron… —ahora llora, mucho—… intentaron crear como pudieron un ambiente familiar, aquello simplemente no era su hogar. Estaba asustado. Cuando yo… —Tiene que parar porque no es capaz de pronunciar las palabras—. Cuando lo cogí en brazos por primera vez y lo apreté contra mí, él debió de preguntarse: «¿Qué quiere esta señora de mí? Dice que es mi madre, pero ¿qué es una madre?». Nos hablaba con el «Sie» de cortesía. Decía por ejemplo: «Madre, ¿sería usted tan amable de prepararme un bocadillo? Tengo hambre»; o «Padre, ¿podría usted ayudarme a subir a esa silla? Yo no soy capaz», y esa… esa distancia era tan terrible… Convirtieron a nuestro hijo en un extraño. —Baja la voz—. Y fue entonces cuando más furiosa me puse conmigo misma: ¿Había hecho bien en el interrogatorio al negarme a ser utilizada como cebo en un secuestro? ¿O tendría que haber ido con mi hijo?

No para de sollozar. Yo también me siento mal. Son los pequeños detalles los que te hacen llorar. La idea de unas enfermeras y unos médicos en Berlín Occidental intentando explicarle a un niño pequeño lo que era una familia, preparándole para una. La idea de que frau Paul sigue sin encontrar paz, pues me está justificando ahora una decisión suya de hace más de treinta años. Estoy hurgando en busca de pañuelos, que al parecer solo tengo en diversos grados de vergonzoso desgaste al fondo de mi mochila. Ni siquiera pienso en Torsten.

Suena el timbre y Frau Paul se levanta para contestar. Vuelve al cuarto seguida por un hombre cuya edad es difícil de aventurar, pero que al instante sé que es él. Cuando me levanto para darle la mano, le saco como una cuarta y su mano cabe en la mía. Tiene el cuerpo pequeño y encorvado y los brazos y las piernas parecen torcidos, como los de una araña. También su cabeza parece pequeña. Tiene los ojos oscuros y brillantes, bastante hundidos, y unos pómulos prominentes. Lleva una chaqueta con un par de chapas en la solapa, un estilo informal, moderno.

—Encantado de conocerte —dice Torsten, con sinceridad, y se hunde y se retuerce en el sillón que hay a mi lado. No parece sorprenderle que su madre haya estado llorando.

Torsten no está seguro de si recuerda cuando vio a sus padres por primera vez:

—He visto las fotos y me cuesta distinguir lo que recuerdo de lo que vi. Sé, porque me lo han dicho, que les hablaba de «usted» porque no sabía lo que eran unos padres. A veces tengo un pálpito del encuentro, en un pasado borroso, como una fata morgana, sin ser consciente. —Su voz es muy tenue.

Quiero saber si cree que su madre tomó la decisión correcta, así que se lo pregunto sin más rodeos. Se muestra relajado.

—Nunca he mirado a mis padres y he pensado que se equivocaron en su decisión, ni los he mirado como la Stasi, como criminales o algo por el estilo… más bien al revés: los admiro por lo que hicieron. —Parece que ha aprendido a contener tanto la nostalgia como el arrepentimiento—. No se me ha ocurrido pensar que tal vez, si hubiesen hecho las cosas de otra forma, habrían salido de otra forma.

—Y además —sugiero—, tampoco creo que una visita hubiese supuesto una gran diferencia…

No intentaba restarle heroicidad, solo intentaba encontrar otro modo de ver la elección de frau Paul, no como un abandono drástico de su hijo. Pero él me interrumpe amablemente y lo piensa desde el punto de vista de su madre.

—Bueno, sí, pero creo que si alguien se está muriendo lo más probable es que quieras verlo una vez más antes de que muera. Eso sí supondría una diferencia para ti, aunque no cambiase nada.

Torsten complementa su pensión por invalidez con trabajos para bandas de la escena musical electrónica. Es algo que lleva haciendo, de una forma u otra, desde antes de que cayera el Muro. En aquellos tiempos, al ser inválido, se le permitía viajar a Occidente una vez cada quince días. Los músicos de rock de la RDA le encargaban que les pasase piezas sueltas de contrabando. Torsten era una cara muy conocida para los guardias de la frontera, quienes le registraban…

—Un 90 por ciento de las veces —dice, sonriendo—. Me pillaban con frecuencia, pero por suerte las consecuencias no eran muy duras para mí. Aunque me acusaron de «comercio peligroso con instrumentos y componentes electrónicos musicales» —ríe.

A pesar de su historial familiar, la Stasi intentó convencer a Torsten de que informase para ellos. En primer lugar, reunieron material comprometedor sobre su contrabando y luego lo arrestaron para interrogarle. Torsten no dijo ni pío, así que el mismo material que iba a ser utilizado para convencerle de informar se convirtió en cambio en prueba de su poca idoneidad para el puesto. Un informe definitivo del 17 de junio de 1987 consta de dos frases: «R. no es apropiado como colaborador no oficial del Ministerio. (R. participa en actividades ilegales). Por principios, R. rechaza colaborar». Sin duda, no era una buena opción de compra.

Le pregunto a Torsten si cree que el Muro ha moldeado su vida.

—Me resulta difícil decir en qué sentido exacto el Muro ha moldeado mi vida… y lo diferente que habría sido en otras circunstancias —dice—, pero que lo ha hecho, de eso no tengo duda.

Ha aprendido a no jugar al juego del «si no hubiese sido por»: si no hubiese sido por el Muro, no habría sufrido una recaída; habría podido crecer junto a sus padres; tal vez ellos no habrían ido a la cárcel; habría tenido un cuerpo sano, un trabajo, una pareja. Cambia de postura en su sitio para mirarme a los ojos:

—Nadie tiene una vida perfecta. Cada cual tiene cuestiones con las que lidiar. Las mías tal vez sean un poco más duras, pero lo importante es cómo se las arregla cada uno con ellas.

—¿Y cómo te las arreglas tú?

Estoy frente a él, mirando su cuerpo retorcido y escuchándole respirar a través de los tubos que colocaron en su interior.

—Bueno, es un problema para mí. Creo que la vida puede acabar demasiado rápido, así que no tengo aspiraciones a largo plazo. Sea lo que sea lo que quiero, lo quiero ahora, para vivirlo hoy. No tengo paciencia para ahorrar, o montar una empresa o algo. Me pone nervioso. El resto de la gente me dice: «Tienes tiempo, todavía eres relativamente joven». Pero yo tengo siempre mucho miedo de que las cosas acaben de buenas a primeras. —Hace una pausa—. O de que, en lo político, todo vuelva a cambiar y entonces no tenga la oportunidad de vivir ciertas cosas.

Me fijo en que para ser algo tan grande, que configuró tan brutalmente sus vidas, resulta difícil encontrar huellas del Muro. Estoy a punto de decir que creo que es raro dejar que todo el mundo olvide tan rápido cuando Torsten dice:

—Me alegro de que ya no esté, y me alegro de que quede tan poco de él. Me recordaría que puede volver, que todo lo que ha pasado puede volver a pasar.

—¡Pero eso es imposible! —río.

Me mira con seriedad:

—Cualquier cosa es posible —dice—. Nunca digas que algo es imposible.

Su madre está de acuerdo.

—¡Quién hubiera pensado que podían llegar a construir un Muro! ¡Eso también era imposible! Y al final, ¡quién hubiera pensado que podría caer! ¡Eso también era imposible!

Aquí la gente habla del «Mauer im Kopf» o el Muro en la cabeza. Yo creía que era solo una forma rápida de referirse a cómo los alemanes siguen definiéndose como orientales y occidentales, pero ahora lo veo en un sentido más literal: tanto el Muro como las razones por las que se levantó siguen existiendo. El Muro persiste en la mente de los hombres de la Stasi como algo que desean que algún día vuelva pero también en la de sus víctimas, como una posibilidad paralizante.

Torsten se ofrece a llevarme hasta la estación. Frau Paul le da un beso y estrecha mi mano entre las suyas. Luego se encoge de hombros:

—Eso es todo —dice, como si al haber sumado las partes de su vida el resultado no hubiese sido gran cosa.

Torsten tiene un BMW de los antiguos, con un asiento elevado hecho a medida tras el volante. Pone algo de música de ritmos latinos que, es raro, va acompasada con los limpiaparabrisas. Charlamos y me deja más allá de la estación, casi a la altura de Alexanderplatz. Luego me despide con la mano y se va en su coche, jorobado y tullido y viviendo al día.