—Quería ir —me cuenta Coch— porque tenía la sensación de que todo estaba organizado a la perfección. Pensaba que si corríamos un grave peligro nos harían una señal, igual que cuando el plan de los pasaportes falsos.
Los estudiantes esperaron en el piso de frau Paul a que llegasen noticias de un correo. Al igual que el anterior, este intento estaba organizado por estudiantes occidentales, que les dirían a los orientales dónde estaba el túnel y cuándo y cómo entrar.
El correo llegó con la información.
—Las indicaciones eran ir a una calle en concreto, cerca del teatro Rosa Luxemburgo. Allí habría aparcado un coche con una pequeña señal en la bandeja trasera. A partir de esa señal tendríamos que poder descifrar la dirección del edificio por donde se accedía al túnel. —Luego tenían que ir a una cabina cercana. Si todo estaba en orden para proceder, habría una tirita pegada al auricular—. Si la tirita no estaba, significaba que alguien la había quitado a modo de advertencia. Después, era todo cuestión de dirigirse a esa dirección y decir la contraseña.
Debían entrar en el edificio a intervalos de media hora y después los guiarían por el túnel. Si todo iba bien, llegaría una señal desde la ventana de un edificio en el lado occidental: una bandera blanca de victoria. Si había problemas, verían una pelota roja.
—Hartmut Rührdanz y yo fuimos a repasarlo todo por la tarde. Cogimos el metro hasta la parada de Rosa Luxemburgo y echamos un vistazo. —Vieron el coche, y la cabina, y calcularon el tiempo que les llevaría llegar hasta allí desde el piso de Paul aquella misma noche—. Yo salí por mi cuenta y Hartmut me siguió a un intervalo de tiempo seguro. Iba como a unos cien metros de mí o así. —Coch fue hasta el coche y leyó la señal de la bandeja trasera—. Era una especie de adivinanza que tenía algo que ver con manantiales, no me acuerdo bien —dice—, y el número cuarenta y cinco.
Brunnen significa manantial, o pozo. Coch averiguó que tenía que ir al 45 de Brunnenstrasse. Luego fue a la cabina y comprobó que la tirita estaba en el auricular. El 45 de Brunnenstrasse estaba cerca de la cabina. También está al lado de mi casa, a la vuelta de la esquina; una mañana estuve deambulando por allí. El cielo estaba despejado, de un azul pálido, y el sol brillaba como la bombilla de un congelador. Brunnenstrasse se cruza con Bernauer Strasse, que es por donde pasaba el Muro y donde se tomaron las famosas fotos de la gente saltando desde sus pisos a los colchones del lado occidental, el 13 de agosto de 1961. Ahora solo queda una franja de césped demasiado crecido. Si no se sabía que el Muro estaba allí, debía de resultar difícil figurárselo. Al final, construirán nuevos bloques encima, del mismo estilo que los viejos, y en menos de una generación la cicatriz será invisible. Sin embargo, de momento, en este tramo hay algo raro: no es un parque, pero tampoco es un solar vacío. Es solo un agujero en medio de la ciudad.
Me subí el cuello mientras caminaba. Estaba fijándome bien en los números de la calle, en busca del 45, cuando pasé por delante de una tienda y leí el letrero. Volví tras mis pasos; lo había leído bien, en el letrero ponía: EQUIPAMIENTO PARA PERFORACIONES. VENTA Y ALQUILER. PERFORADORAS DE POZOS, PERCUTORES ELÉCTRICOS, BARRENAS, TALADROS, BOMBAS. Pasaron dos jóvenes. Estaban cuadrados, ambos llevaban las chaquetas abiertas pese al frío. En la camiseta de uno ponía, en inglés: DEMASIADO BORRACHO PARA FOLLAR, y en la del otro, en alemán: APÁRTATE: VIENE UN GILIPOLLAS. Se me quedaron mirando descaradamente, y luego a la tienda, y luego de nuevo a mí, como intentando averiguar qué es lo que me fascinaba tanto de un sitio de bombea y perfora.
El 45 de Brunnenstrasse es un bloque corriente de cinco plantas. No hay nada que lo distinga del resto de edificios de la calle; no hay ni placas ni nada en la acera en conmemoración del túnel. Y, como otros muchos edificios de la ex RDA, está siendo restaurado. Cuando entré, justo estaban saliendo dos obreros turcos con herramientas y cubos llenos de polvo de yeso. Los saludé con la cabeza como si supiera lo que estaba haciendo y seguí recto. La puerta del sótano estaba a la izquierda; esperé un momento. Luego abrí las puertas, que revelaron la oscuridad y un olor a polvo y humedad. Estaba bajando ya cuando oí un grito.
—Perdone. Perdone, ¿puedo ayudarle?
El portero, también turco, estaba en lo alto de las escaleras. Le expliqué que estaba buscando un túnel al que se accedía desde el sótano de este edificio.
—Espere aquí —me dijo, y fue a coger una linterna con un largo cable. Bajamos las escaleras. En el sótano el techo era abovedado, con tabiques de madera entre cada apartamento. Creo que ninguno de los dos pensábamos que íbamos a encontrar el túnel. Enfocó la luz hacia el fondo del pasillo, por donde el suelo estaba lleno de polvo. Y allí, en el Muro, había una zona por la que podría pasar un hombre, donde los ladrillos eran más nuevos que el resto. La alumbramos con la linterna y nos quedamos parados, y yo pensé en las 29 personas que habían salido del país por aquí, y en Werner Coch, y en el resto.
Cuando llegó al edificio, relata Coch:
—Fui hasta la puerta del sótano, en el vestíbulo, y dije la contraseña, que era: «¿Es la casa del señor Lindemann?». No hubo respuesta, así que la repetí: «¿Vive aquí el señor Lindemann?». Se suponía que era para la gente de detrás de la puerta, para los que nos ayudaban. Debía esperar la reacción. Esperé a que apareciese alguien con una linterna, o tal vez a que alguien me hablara y me dejase pasar. —No ocurrió nada. Nada de nada—. Pensé: «Hay algo que no va bien. Por favor, Dios mío, déjame salir de aquí de una pieza». Di media vuelta y salí del edificio.
»Fue entonces cuando me cogieron los agentes de la Stasi de paisano. Creo que había tres hombres en la calle esperando a que volviera a salir. Ahora sé que tenían el edificio rodeado, hasta había uno de ellos allí dentro, en la escalera.
Le preguntaron qué estaba haciendo allí y les dijo que había ido a visitar al señor Lindemann. «Aquí no vive ningún señor Lindemann», le dijeron. Se lo llevaron, primero a la comisaría, después al cuartel general en Berlín, y finalmente a prisión, a Hohenschönhausen.
—Hartmut Rührdanz lo vio todo desde el otro lado de la calle —dice Coch— y luego se fue a casa, aterrado.
Los Rührdanz tendrían que quedarse en el Este. Esperarían a que su hijo se recuperase lo suficiente como para volver a casa; albergando la esperanza de que no muriese.
La memoria, como tantas otras cosas, es poco fiable. No solo por lo que esconde o altera, sino también por lo que revela. Seguramente Frau Paul sabía a qué habían ido los tres estudiantes a su casa, y es probable que también supiera que el intento del túnel fracasó. Si no lo admite es porque precisamente fue por saber eso por lo que la convirtieron en una delincuente de la RDA, y porque —y esto es lo más triste de todo— todavía se siente como tal.
Frau Paul me muestra el informe de la Stasi sobre el túnel. La entrada estaba a nuestros pies en Brunnenstrasse, y no en la pared, como pone en el siguiente documento, de una jerga burocrática exasperante:
GOBIERNO DE LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DE ALEMANIA
Ministerio para la Seguridad del Estado
ATESTADO
Sobre la existencia de un túnel desde Berlín occidental hasta la capital de la República Democrática de Alemania.
Durante el transcurso del registro de un sótano por parte de miembros del Ejército Nacional del Pueblo el 18 − 02 − 1963 en el 45 de Brunnenstrasse, sito en el barrio Mitte de Berlín, se constató que existía un agujero en el suelo del sótano que ocasionó la suposición de que podía hallarse un túnel.
Un ensanchamiento del agujero y el subsiguiente examen ocasionaron la confirmación de que este edificio del 45 de Brunnenstrasse constituía el final de un túnel construido desde el territorio de Berlín occidental.
El túnel empezaba en territorio de Berlín occidental, atravesaba por debajo Bernauer Strasse, en Berlín occidental, y los bajos de varias casas de la capital de la República Democrática de Alemania para concluir en el sótano del 45 de Brunnenstrasse.
Desde el sótano del 45 de Brunnenstrasse hasta la frontera nacional, el túnel medía 130 metros y se extendía más allá de la misma, por debajo de Bernauer Strasse, de aproximadamente 30 metros de ancho.
Las dimensiones del pasaje se calcularon en 75 cm de ancho y 70 − 80 cm de alto. Durante el examen del pasaje se confiscaron 4 linternas de marca occidental, 1 pala plegable de origen americano, 1 pala de mano, 2 hachas, 1 taladradora, así como varios destornilladores.
Aparte de todo esto, se encontraron en el emplazamiento del túnel y se confiscaron una serie de cables de luz, varias bombillas y alfombrillas de goma.
Al contrastar el material requisado hasta la fecha, se deduce que el estudiante [apellido] de la Universidad técnica de Berlín occidental estaba sin lugar a dudas involucrado en la organización de la construcción del túnel hasta el sótano del 45 de Brunnenstrasse.
A partir de ese momento, empezaron a seguir a frau Paul y a su marido.
—Por la mañana, cuando iba al trabajo, siempre había alguien unos pasos por detrás de mí. Si me dirigía a Alexanderplatz para comprar algunas cosas, un hombre venía conmigo desde mi puerta, en el autobús y el metro, y luego de vuelta a casa. Aunque cambiaban al personal, siempre había alguien. Querían que lo sintiésemos.
Sentir, ¿qué? ¿Una ansiedad indefinida, a fuego lento? Aparte del hecho de ser vigilados, no hubo nada que pudiesen haber anticipado. Como con la mayoría de las cosas, hasta que no te pasan, no crees que sea posible. Esto se prolongó durante dos semanas.
Una mañana, cuando iba de camino a la parada del autobús, dos hombres vestidos de paisano le pidieron a frau Paul su documento de identidad.
—Era algo bastante normal. Tenías que llevarlo a todas partes. —Antes de poder echar mano al bolso para sacarlo, una «gran limusina negra» se paró junto a ellos. Los hombres la cogieron por encima de los codos y la metieron dentro de un empujón—. Me secuestraron en plena calle.
No sabía dónde la habían llevado, «pero sabía que estaba en la Stasi». Ahora tiene la grabación de su interrogatorio, que muestra que estaba en Magdalenenstrasse, la calle que hace esquina con Normannenstrasse, en el cuartel general de la Stasi. La interrogaron desde las ocho de la mañana del 28 de febrero de 1963 hasta el día siguiente a las seis de la mañana.
—Eso es lo que duró —dice tendiéndome un documento—. Siempre dije que había durado veintidós horas y cuando tuve acceso a mi expediente, ahí estaba: veintidós horas.
Es como si las cosas que le sucedieron a frau Paul fuesen tan excesivas para su forma de pensar y para su sentido de lo que debería ser la vida que quisiera asegurarse de que no exagera en ningún momento. Es también como si no pudiese creer que le pasara a ella.
Frau Paul recuerda a su interrogador con claridad. Era joven, corpulento y cruel.
—Al principio lo negué todo, pero entonces comprendí que ya sabían gran parte. Querían conseguir información sobre los estudiantes que habían dormido en casa. —Al final del interrogatorio volvieron a llevarla a la celda—. Apenas podía hablar. Estaba agotada. Pero no me dejaron allí mucho tiempo. Vinieron y me llevaron a otra parte en un furgón policial. Luego siguieron con su interrogatorio mañana y noche: les gustaba hacerlo cuando estabas falta de sueño. No me dejaron descansar ni un momento.
Fue durante una de estas sesiones cuando le ofrecieron el trato a frau Paul.
Estaba sentada en un taburete bajo y sin respaldo, en una esquina de la sala. Cuando abrían la puerta, quedaba oculta. Pienso en el amplio cuerpo de frau Paul en ese pequeño taburete, diseñado para vejar. El teniente que la interrogaba estaba detrás de una mesa grande.
—Tengo entendido que su hijo se encuentra en territorio enemigo —empezó.
—Sí, señor.
—Según nuestras informaciones, está bastante enfermo.
—Sí, señor.
¿Dónde quería ir a parar? ¿Le habría pasado algo a Torsten que ella no supiese? No serían capaces de hacerle nada a un pequeño bebé enfermo, ¿verdad?
—¿Le gustaría ver a su hijo?
¿Qué clase de pregunta era ésa?
—Sí, señor.
—Podríamos arreglarlo.
Me imagino la inmensa esperanza que sentiría entonces, el corazón hinchándosele allí sobre aquel taburete. Pero dice:
—Fue entonces cuando empecé a sospechar. Yo estaba en chirona, perdón, en la cárcel, me refiero, y me estaban ofreciendo ir a territorio enemigo… que es lo que era por entonces Occidente. No tenía ningún sentido.
—¿Cómo es posible? —preguntó.
—No tiene nada de complicado —le dijo él—. De hecho, es algo bastante sencillo. Si quisiese ir a visitar a su hijo en territorio enemigo, lo único que le pediríamos es que, mientras esté allí, quede con su joven amigo Michael Hinze. Podrían ir a dar un paseo, por los jardines del palacio de Charlottenburg, por ejemplo. —Estaba confusa. Luego añadió—: El resto puede dejarlo de nuestra cuenta.
—¡Dejarlo de nuestra cuenta! —chilla—. Y después me dijo: «Favor con favor se paga». ¡Favor con favor se paga!
Su voz es una mezcla de horror y triunfo. Está claro que hay algo que no sé. Me pregunto si existirá en alemán una palabra de juego de construcciones para esta extraña combinación de emociones.
—En ese momento —me explica— me vino a la cabeza Karl Wilhelm Fricke, fue como un rayo. Lo había oído hacía años por la radio occidental contando su secuestro y su encarcelación y nunca se me había olvidado. De pronto lo vi claro: me iban a usar como cebo para secuestrar a Michael.
Karl Wilhelm Fricke es muy conocido en Alemania por ser, aparte de presentador y periodista, un fenómeno: «el caso Fricke». Siempre fue un agitador contra la República Democrática de Alemania. En abril de 1955, en el Día de los Inocentes, durante un encuentro en Berlín Oriental, unos agentes de la Stasi drogaron su coñac para llevárselo, una vez inconsciente, al otro lado de la frontera. Lo condenaron por «instigación a la guerra y al boicot contra la RDA» y lo sentenciaron a cuatro años en aislamiento, pena que cumplió hasta el último día. En Occidente no se pudo hacer nada por él. Cuando lo soltaron, de vuelta en Berlín Oeste, no tardó en emitir por las ondas, pese al peligro que suponía, la historia de su abducción. Al final de una tarde que pasé con él, me dijo:
—Frau Paul, por aquel entonces frau Rührdanz, es una mujer muy muy valiente.
Frau Paul sabía que Michael se fiaría de ella y quedaría para verla en el parque y que, cuando viniesen para introducirlo por la fuerza en el coche, ella tendría que dar media vuelta y perderse. No sabe si la oferta habría supuesto más de una visita a Torsten, o salir de prisión. Solo sabía que, si aceptaba, sería de ellos, habría vendido su alma por una visita a su hijo gravemente enfermo. Sería de ellos para siempre: un topo y una rata amaestrada.
—Yo… ¿un cepo para atrapar a Michael? Evidentemente no, ni pensarlo. —Tiene la espalda recta y las manos cerradas sobre los muslos—. Karl Wilhelm Fricke fue mi ángel de la guarda. —Empieza a desmoronarse y acaba derrumbándose. En este momento no parece una mujer a la que salvaran de algo—. Tuve que decidir en contra de mi hijo, pero no podía dejar que me utilizasen de esa manera.
Los hombros se le desploman y vuelve a llorar. Tiene una mano encima de la otra y de vez en cuando las intercambia, como para confortarse en cierto modo.
—En ese momento fue la decisión correcta —dice entre lágrimas—. E incluso luego, siempre podría decirme a mí misma: «No me condené a la culpabilidad. Puedo dormir tranquila con lo que he hecho». —No intenta cubrirse la cara. No había ninguna respuesta correcta, ninguna salida válida—. Es cierto que no tuve que cargar con eso sobre mi conciencia, pero sí que —toma aire en un espasmo de dolor— decidí en contra de mi hijo.
Cuesta tanto saber qué clase de herencia dejarán nuestros actos en el futuro… Frau Paul tuvo el valor de hacer lo que le dictaba su conciencia en una situación en la que la mayoría de la gente habría optado por ver a su bebé y decirse a sí misma que no le quedó más remedio. Pero una vez tomada, su decisión le inyectó más valor para seguir viviendo. Se me antoja que frau Paul, como suele hacerse, sobreestimó su fuerza, su resistencia al daño, y que ahora es, por sus principios, una mujer solitaria y llorosa, atormentada por el remordimiento.
—En consecuencia, no volvieron a interrogarme.
Se enteró de que su marido y los tres estudiantes también habían sido arrestados, al igual que otras treinta personas de toda la RDA que planeaban escapar por el túnel.