21. Frau Paul

Sé muy poco sobre esta mujer. La guía del cuartel general de la Stasi insistió tanto en que debía hablar con ella que la llamé y quedamos. Cojo el metro desde Mitte hasta el final de la línea, en Elsterwerdaer Platz, al sur de Berlín Este. Luego espero el autobús que va a casa de frau Paul.

En la parada del autobús hay un vendedor de flores vietnamita con un tenderete de tristes flores congeladas. La RDA importaba como mano de obra «hermanos socialistas» nor-vietnamitas y los trataba bastante mal. Vivían en campamentos y eran transportados todos los días en autocares hasta las fábricas para evitar que entablaran contacto con los locales. Ahora se las arreglan como pueden.

Le compro el ramo menos hastiado que veo. Son velo de novia y claveles, y hay algo de funerario en ellas. El tendero es un diminuto hombre con la cara arrugada como la de una momia y dientes que no le caben en la boca. Se saca el cambio de un bolsillo de cuero que tiene en el delantal y me ofrece un cigarro. Lo cojo e intercambiamos una sonrisa. Luego se agacha tras el mostrador y saca un cartón de Marlboro.

—¿Tabaco? —me vuelve a preguntar con una sonrisa de oreja a oreja.

—No, gracias —le contesto.

Así que el puestecillo de flores marchitas es una tapadera para el contrabando de tabaco… Lo traen en camiones desde Polonia para rehuir impuestos y tasas y lo venden, en su mayoría vietnamitas, en las esquinas, en las bocas del metro o —algo más poético— en puestos de flores. Me gusta el disimulo de este hombre, y su estilo generoso.

Me abre la puerta una mujer alta de sesenta y pocos años. Lleva un corte champiñón y tiene un dulce rostro de ojos azules. La sigo hasta el salón, acaparado por un par de sillones de vinilo y macetas por las paredes. Como diría mi madre, aquí todo está como una patena, y así está también Sigrid Paul. Su pelo y su ropa están en perfecto orden y tiene unos dedos regordetes que han menguado, como los de una afligida Magdalena. Sujeta entre las yemas un pañuelo arrugado. Ha preparado unos exquisitos emparedados de carne asada y huevo duro picado con tiras de pepinillo.

Frau Paul se disculpa por adelantado:

—Pierdo el hilo —dice—. Lo mismo te lleva muchas cintas. He escrito una breve nota biográfica —la coge de la mesa de centro—, para no irme por las ramas.

Parece insegura, una mujer ateniéndose a apuntes de su propia vida. Me tiende el relato de dos hojas. En el encabezado pone: «El Muro me partió el corazón en dos».

Con todo, frau Paul no utiliza las notas. Es verdad que a veces pierde el hilo, y en ocasiones se repite. Pero sabe contar su historia.

En enero de 1961 frau Paul, que por aquel entonces utilizaba su apellido de casada, Rührdanz, y trabajaba como técnico dental, tuvo a su primer hijo. El asunto fue difícil: el bebé venía de nalgas. El parto coincidió con el cambio de guardia y tardaron en atenderla. Para cuando lo hicieron, dice, «ya había una pierna fuera», pero aun así le hicieron una cesárea de emergencia.

Durante los primeros días después de nacer, Torsten Rührdanz escupió sangre. No podía comer nada. Los médicos pensaron que podía tratarse de algún tipo de complicación estomacal y le dieron té. Seis días después del nacimiento, cuando le dieron el alta a frau Paul, el bebé seguía comiendo muy poco, y seguía escupiendo sangre. Lo llevó a un hospital de la parte Este de la ciudad pero tampoco supieron decirle qué era lo que le pasaba.

—Eso me puso muy nerviosa. Para mi marido y para mí era nuestro hijo soñado.

Luego lo llevó al hospital Westend, en el sector occidental, donde no tardaron ni 24 horas en darles un diagnóstico: a Torsten se le había desgarrado el diafragma durante el parto. Tenía el estómago y el esófago dañados; tenía inflamación y hemorragias internas. Su estado era de vida o muerte, así que lo operaron en el acto. Torsten se quedó en el hospital recuperándose.

A principios de julio de 1961 ya se encontraba lo suficientemente bien como para volver a casa, bajo indicaciones estrictas sobre su alimentación y su medicación. Frau Paul y su marido, Hartmut, tendrían que ir con frecuencia al hospital Westend para recoger preparados y medicamentos especiales. Aunque no había Muro, la frontera entre sectores estaba controlada y necesitaban un permiso para pasar las medicinas. Frau Paul debía solicitar la autorización del Ministerio de Sanidad cada vez que cruzaba la frontera para recogerlas.

Durante las siguientes semanas, Torsten hizo lentos pero innegables progresos.

—Nos dijeron que con esa comida especial y las medicinas era posible que pudiese llegar a hacer vida normal —me cuenta, pero se echa a llorar, tan en silencio que parece más bien un goteo. Le ruedan las lágrimas por la cara y se las seca—. Anda, por favor, come algo.

Me llevo algo a la boca. Echo un vistazo en busca de fotos familiares, pero no hay ninguna, ni por las paredes ni en las vitrinas que tengo al alcance de la vista.

En la noche del 12 al 13 de agosto extendieron el alambre de espino del Muro de Berlín. Por aquel entonces frau Paul y su marido vivían en este mismo adosado, bastante adentrado en el sector Este. No habían visto ni oído nada sobre lo que estaban tramando para dividir la ciudad, pero se despertaron en un mundo cambiado.

La siguiente vez que frau Paul fue al Ministerio y pidió el permiso para recoger los preparados y las medicinas se lo denegaron. Recuerda haberle rogado al funcionario, le contó lo enfermo que estaba su bebé y que sin esas provisiones moriría. «Si su hijo está tan enfermo —le dijo el funcionario—, casi mejor que así sea». Las lágrimas de frau Paul han parado y ahora su ancha cara está encendida por la rabia. A la pareja no le quedó más remedio que darle a Torsten un preparado corriente. Empezó a escupir sangre de nuevo. Una madrugada lo llevaron al Charité, el hospital oriental más grande. Los médicos lo dejaron en observación y le dijeron a frau Paul que volviesen a casa.

—Al día siguiente, cuando volví al hospital para ver a mi hijo, no estaba allí. Nadie me había dicho nada. No habían tenido tiempo de decirme nada. —Cuando los médicos orientales se dieron cuenta de que no podían ayudar al bebé lograron pasarlo por la nueva frontera, como por arte de magia, de vuelta al hospital Westend. Frau Paul no sabe cómo lo hicieron, pero está convencida de que le salvaron la vida—. No les guardo ningún rencor a los médicos del Charité. Lo que supondría para él, lo que sería de todos nosotros después de eso, no era posible preverlo.

Su bebé estaba al otro lado del Muro. Frau Paul y su marido regresaron al Ministerio de Sanidad para que autorizasen la visita. No obstante, cruzar «la barrera protectora antifascista» era ahora una cuestión del Ministerio de Interior.

Frau Paul alarga la mano y me tiende una vieja fotografía. Es de ella, con la cara sin arrugas y un peinado con mucha laca, muy de los años sesenta. Tiene un bebé en brazos y sonríe con incertidumbre. El niño se está chupando el labio inferior y mira directamente a la cámara. No se le ve el cuerpo. Junto a ellos hay un hombre con sotana negra y alzacuello blanco, los tres flanqueados por enfermeras con uniformes y cofias.

—Eso fue en octubre de 1961 —me explica frau Paul—, el bautizo de urgencia.

Después de nueve semanas y media separados de su bebé, que volvía a estar al borde de la muerte, a frau Paul le concedieron un único pase y un visado de un día para asistir al bautizo. Las autoridades no dejaron que asistiera su marido para evitar que se quedasen en el Oeste. Vuelve a sollozar, como si rebosara. Aquí dentro no se oye nada, ni siquiera el ruido de los coches. El único sonido es su respiración.

Por un instante, todas las mañanas, Sigrid Paul se despertaría como su antiguo yo, con la imagen del pequeño cuerpo enfermo de Torsten inundando su mente. Su estado no mejoraba. Lo operaron cuatro veces en el hospital Westend. Tuvieron que ponerle un esófago y un diafragma artificiales e insertarle un píloro artificial. Había que alimentarlo por máquinas. Volvieron a decirles a los padres que podía morir.

—En aquella ocasión pude ir a verlo pero me quedé con ganas de más, quería más. —Frau Paul, que utiliza la jerga de las autoridades—: Mi marido y yo decidimos intentar abandonar ilegalmente el territorio de la RDA. —Aprieta el pañuelo entre ambas manos, sobre el regazo—. No soy tu típica activista de la resistencia; ni siquiera era de la oposición. Hasta la fecha no he sido miembro de ningún partido político. —Se suena la nariz—. Y no soy ninguna delincuente.

Respira hondo y se sienta recta.

—Solía oír la RIAS, la radio occidental. Era ilegal pero todo el mundo lo hacía. Para mí significaba mucho tener noticias del exterior. Y, al final, fue la RIAS lo que me salvó.

Frau Paul y su marido, constructor de barcos, empezaron a buscar maneras de estar con su hijo. Entre 1961 y 1962 se crearon incontables comunidades de intereses en Alemania del Este; la gente se asociaba por menos que un conocido lejano y el deseo de escapar. Un tal doctor Hinze y su esposa vivían en Rathenow, en la región de Brandenburgo, y querían reunirse con su hijo, que estaba en el Oeste. Cuando construyeron el Muro, Michael Hinze estaba estudiando sociología en la Universidad Libre y decidió quedarse. El doctor Hinze había hablado unas cuantas veces con el marido de frau Paul sobre construir un yate y dar la vuelta al mundo. Evidentemente, no era ése el momento, pero fue así como el doctor se enteró de sus penurias. Su hijo Michael, junto a otros jóvenes estudiantes occidentales, pertenecía a una organización que ayudaba a la gente a salir.

Michael Hinze vive en Alemania Occidental; le llamo. Tiene una voz dulce y humilde. No habla de lo que hizo como si hubiese arriesgado su libertad para liberar a otros; ni siquiera suena como un hombre modesto que se siente incómodo con las insinuaciones de heroísmo. Su tono es más el de alguien que recuerda cómo una vez, paso a paso, y de la manera más normal, reparó su coche.

—En 1961 —cuenta—, tenía veintitrés años, y ninguna experiencia en ese tipo de cosas. —Cuando construyeron el Muro, Michael contactó con un grupo de derechos humanos—. Allí me contaron cómo sacar a la gente.

Al trazar el Muro, la RDA intentó bloquear todas las vías de escape. Varió la ruta de los autobuses, prohibió que sus trenes se detuviesen en las paradas del sector occidental, bloqueó las carreteras a lo largo de toda la frontera y redobló las patrullas en el mar Báltico. Pero era imposible sellar un país al mundo exterior, como un compartimento estanco, y menos aún por todos los puntos y en todos los medios de transporte a la vez. Los trenes que iban de Europa occidental a Dinamarca y Suecia atravesaban Alemania del Este y paraban en la Ostbahnhof de Berlín Oriental. Los ciudadanos de Alemania Federal podían viajar a través del territorio de la RDA con destino a Warnemönde, en la costa del mar Báltico, desde donde se cogían los ferris a Malmö y a Copenhague. Y en la estación de Berlín Oriental todavía no había ni Muro ni controles entre los andenes de los trenes locales y los de larga distancia; y como siempre se había hecho —y sigue haciéndose hoy—, el control de billetes, pasaportes y visados se realizaba una vez en el tren. Una persona con un pasaporte de Alemania Federal y un visado de tránsito podía montarse en un tren en Berlín Oriental y viajar desde allí.

—Éramos unos ocho o diez —recuerda Michael Hinze— los estudiantes involucrados. Yo diría que en total conseguimos sacar así a unas cincuenta personas. —Luego añade—: Yo no era ningún pez gordo ni nada.

El plan era inteligente y sencillo: consistía en hacer pasar a un alemán occidental por un alemán oriental durante un solo día. Los estudiantes pedían a ciudadanos del Oeste que se desprendiesen de sus papeles, por la causa.

—No teníamos problema para conseguir papeles. La gente estaba más que dispuesta a ayudar a los demás a salir de allí.

Escogían a los que se parecían, en edad, altura y color de ojos, a los alemanes orientales que iban a ayudar a entrar. El dueño del pasaporte lo mandaba a las autoridades de Berlín Oriental para un visado de tránsito. Al mismo tiempo, se escamoteaban a través de la frontera de Berlín Occidental fotografías tamaño carné de los alemanes orientales. Cuando los pasaportes regresaban a manos de sus dueños, con el sello del visado, los estudiantes los llevaban a un grafista para que insertara en ellos las fotografías de los que iban a intentar escapar. Una vez que los pasaportes estaban terminados se les hacían llegar a los orientales que iban a escapar.

—Envolvíamos cinco o seis pasaportes en un periódico y los metíamos en la parrilla delantera de mi escarabajo. —Michael podía viajar al Este con un pase de un día. Aparte de los pasaportes podía pasar los artículos necesarios para completar la transformación de alemanes orientales en occidentales—. Les llevábamos cosas como pasta de dientes de una marca occidental para que la metieran en la maleta o los carnés de conducir de los dueños de los pasaportes. Y también tabaco occidental, claro: Marlboro o cualquier otro. Les decíamos que le quitasen las etiquetas a la ropa para que no se viese el «fabricado por el pueblo».

En una calleja cercana a la estación Michael les entregaba los pasaportes y las mercancías. Los alemanes del Este, con una maleta que no era más grande que un equipaje para las vacaciones, se preparaban para marchar hacia sus nuevas vidas. En Navidad de 1961, el padre y la madre de Michael Hinze ya estaban a salvo en Berlín Occidental.

A lo largo del invierno de 1961 a Frau Paul le concedieron permiso para visitar a Torsten cuatro veces. En una de estas ocasiones le esperaba un sobre en el hospital. Era una breve nota del doctor Hinze, con su número de teléfono y algo de dinero suelto. Cuando lo llamó, el doctor Hinze le contó a frau Paul que su hijo les ayudaría a escapar. La siguiente vez que fue al hospital Westend se llevó consigo fotos de carné de ella y de su marido. Michael las pondría en los pasaportes occidentales.

—Así que en febrero de 1962 —me cuenta frau Paul—, planeamos nuestra escapada a través de la ruta de tránsito entre la Ostbahnhof de Berlín y Dinamarca, para llegar a Berlín Occidental. Era un rodeo importante.

Frau Paul es una mujer totalmente desprovista de sarcasmo. De hecho, parece no haberse distanciado mucho de lo que le pasó. Las cosas siguen estando cercanas, y se sienten.

Tres estudiantes orientales escaparían con ellos: un joven llamado Werner Coch y otra pareja. Frau Paul y su marido le dieron su coche a un amigo y vendieron discretamente algunas de sus pertenencias. Dejaron la casa tal cual, llena de muebles.

—Fue una época terrible, tan incierta…

Werner Coch es un ingeniero químico a punto de cumplir los sesenta años. De tono sereno y preciso, tiene el cabello y los ojos oscuros en un rostro sosegado. Va bien vestido, con ropas de tonos discretos y zapatos claros. Nos sentamos en el salón de la espaciosa y confortable casa que se construyó él mismo y me cuenta lo de la ruta de escapada. Un pequeño reloj de pie da las medias horas de la tarde.

—Teníamos los pasaportes y los billetes de tren —dice— y nos sabíamos la historia correspondiente de memoria: quiénes éramos, nombre, fecha de nacimiento, dónde íbamos de vacaciones y todo eso. —También tenían que aprenderse dónde habían estado antes. El pasaporte de Coch era de alguien que había estado en Togo—. ¡Togo! —ríe—. No puedo decir que sea un experto en la historia de Togo ni nada, pero por lo menos me empollé el nombre de la capital, Lomé, y el idioma que hablaban, francés.

En el día fijado los cinco fueron a la estación de tren. Debían quedarse en el vestíbulo hasta que les llegara una señal de un estudiante occidental, en visita de un día, anunciándoles que todo estaba en orden y podían proceder. El estudiante llamaría a Copenhague para asegurarse de que el grupo anterior a ellos había llegado a salvo. Luego les daría la señal para seguir adelante. Coch no recuerda cuál era la señal exacta. Dice que era «algo con un periódico. Algo sobre la forma de cogerlo».

Frau Paul parece haber olvidado o reprimido todos los detalles por el estilo. Solo dice:

—Llegó una señal de un estudiante que significaba que no debíamos subirnos al tren. Si lo hacíamos nos arrestarían. Nos fuimos derechos a casa.

Coch cuenta algo más. Dice que cuando llegó la señal:

—Nos quedamos de piedra, pero tengo que reconocer que al mismo tiempo cundió cierta sensación de alivio. Yo sabía que todavía tenía cosas en mi maleta que parecían del Este.

Frau Paul sabe ahora que el grupo que les precedió acabó arrestado y entre rejas. El estudiante occidental que iba con ellos también fue arrestado y cumplió una condena de dos años en una prisión oriental. La Stasi había empezado a sospechar y de la noche a la mañana instituyó nuevos sellos como parte del visado de tránsito. En el tiempo que transcurrió entre que habían pedido los visados y que los pasaportes falsificados regresaron clandestinamente al Este, el sello, sin que el pequeño grupo estuviese enterado de nada, había pasado a ser necesario.

—Nos llevamos todos los pasaportes a casa —prosigue frau Paul— y los quemamos. Aquí, en esta casa. —Dice esto de una manera demasiado tajante, como si la pequeña pira los hubiese purificado del crimen—. Luego solo pudimos esperar a que nuestro hijo se recuperase y pudiese volver a casa con nosotros. Pensamos que lo habíamos intentado una vez y no había funcionado. No volveríamos a intentarlo.

Al menos el fracaso había puesto fin a esa ansiedad en particular, y lo sentían como un indulto. Insiste en que ella y su marido Hartmut, en ese preciso momento y lugar, decidieron dejar de intentarlo.

—Eso en cuanto a nosotros, pero, entre tanto, habíamos conocido a tres estudiantes que vivían aquí en el Este, y mantuvimos cierta correspondencia con ellos durante el siguiente año. En la vida, las personas con mentalidades parecidas acaban encontrándose, y después mantuvimos el contacto.

En febrero de 1963, un año después del intento del pasaporte, los tres estudiantes les preguntaron si podían ir a pasar un par de noches en Berlín. Torsten seguía en el Oeste, todavía ingresado.

—Les dijimos que sí. —A partir de aquí su habla se vuelve confusa, salpicada de frases de lo que ella «no sabía por entonces» ni «podía haber sospechado». Se fiaba de los estudiantes, por eso les dio una llave de la casa—. Yo estaba trabajando a jornada completa como técnico dental, no tenía manera de saber qué pasaba en mi casa durante el día. No estaba allí para verlo, eso fue todo. —Juguetea con el cuello del jersey—. Mi marido estaba aquí.

—Frau Paul y Hartmut estaban nerviosos —recuerda Coch sobre su estancia en la casa—. Era un ambiente tenso.

Los estudiantes iban a volver a intentarlo; se había construido un túnel que iba desde Berlín Occidental, por debajo del Muro, hasta el sótano de un bloque de pisos en la zona de Brunnenstrasse, en Berlín Oriental. En los últimos meses habían logrado pasar 29 personas. Sin embargo, más tarde el túnel se inundó y dejó al resto varado en el lado Este. Ahora, en cambio, el agua subterránea se había congelado y se estaba planeando una nueva fuga.