20. Herr Bock de Golm

Las llamadas siguen llegando.

—Bock. —Una voz calma, la respiración de un hombre mayor en el auricular—. Por el anuncio.

—Ah, sí, herr Bock. Gracias por llamar.

Antes de poder explicarle qué es lo que hago, me dice:

—Puedo contarle a usted todo lo que hay que saber sobre el Ministerio para la Seguridad del Estado. Todo lo que necesite, jovencita, yo se lo puedo proporcionar, porque fui profesor en la academia de formación del Ministerio. De hecho, daba clases de Spezialdisziplin.

—Vaya —digo—. Ja?

Spezialdisziplin —repite—. ¿Sabe lo que significa?

—No, no lo sé.

Spezialdisziplin es la ciencia de reclutar confidentes. Spezialdisziplin es el arte —me explica— del enlace. —Hace una pausa—. Debería venir a mi casa. Está justo enfrente de la academia de Golm. ¿Sabe por dónde queda?

—No, no lo sé. —Me da las indicaciones de trenes y autobuses.

Cuanto más propensa es una a perderse, más intenta compensarlo. Mi abuela lleva una libretita de espiral discretamente atada a una prenda interior para ayudarle a recordar; yo, por mi parte, tengo muchos mapas. Tengo un plano de Potsdam de 1986 en el que las zonas donde estaban los edificios de la Stasi —desde búnkeres a edificios de varias plantas, pasando por campos de tiro— están en blanco. En otro, un mapa de Berlín Oriental de 1984, ni siquiera aparecen representadas manzanas y calles enteras de las zonas de la Stasi: son unos huecos de color naranja claro en medio del plano. Movida por la curiosidad busco Golm y encuentro que es un hueco del mapa, en las afueras de Potsdam.

Sigo las indicaciones de herr Bock. Cojo el tren desde Berlín hasta el final de la línea y luego tomo dos autobuses. Su casa es una de las casas pareadas idénticas que hay a lo largo de la calle, cada una con un pedazo de césped y una verja delante. Parece como si fuese la única calle que existe aquí, como si a un urbanista le hubiese dado por poner allí una urbanización pero después se lo hubiese pensado mejor. Las casas están cubiertas de un hormigón gris rugoso, como con sabañones del frío. Ninguna, incluida la de herr Bock, parece habitada.

Es tarde-noche. El salón de herr Bock es de un beis y un marrón abrumadores: linóleo marrón y unos módulos barnizados en oscuro, un sofá marrón y herr Bock mimetizado en él, con su rebeca acrílica a rombos marrones y beis. Lleva gruesas gafas cuadradas que le hacen los ojos subacuáticos y un colmillo prominente. Del labio superior le cuelga un bigote. Su voz es tan tenue que tengo que acercarme a él.

—No debe utilizar mi nombre —me dice a modo de bienvenida.

Estoy conforme.

Se reclina en el sillón y empieza a pontificar. Dice que el ministerio estaba dividido en dos secciones principales: interna (llamada «Defensa») y externa («Contraespionaje»). Impartía un curso para funcionarios de la Stasi destinados a trabajar en Defensa, denominación que es eufemística. El servicio interno de la Stasi estaba pensado para espiar y controlar a los ciudadanos de la RDA. La única forma de que este nombre tenga algo de sentido es entenderlo como que la Stasi defendía al Gobierno frente al pueblo. Cojo apuntes como una estudiante. Herr Bock nombra todos los departamentos de Defensa, yo escribo:

Principales departamentos:

Economía

Aparato del Estado

Iglesia

Deportes

Cultura

Lucha antiterrorista

Alemania Oriental era un pequeño país de solo 17 millones de habitantes, pero estas divisiones y subdepartamentos de la Stasi tenían réplicas por todo el territorio en un número no menor de 15. En cada punta de la nación, todos los aspectos de la vida tenían su némesis particular en un departamento.

—Pongamos un ejemplo concreto —continúa herr Bock—: el departamento de Iglesia. —La iglesia, pastores y parroquianos, era la única área de la sociedad de la RDA donde el pensamiento disidente podía hallar una estructura y convertirse en algo real. En consecuencia, las escuelas de teología atraían a brillantes estudiantes librepensadores—. Todos nuestros hombres debían tener formación teológica para poder hacerse pasar por miembros de las iglesias donde se infiltraban. —Se cruza de piernas y pone un tobillo sobre una rodilla—. ¿Cómo lo hacíamos?, podrá preguntarse. —Chasquea los dedos—. Respuesta: íbamos a las escuelas de teología y reclutábamos a sus propios estudiantes. —Se frota las manos. Suenan a papel—. Debe saber que éramos de una eficacia asombrosa. Ahora es de todos sabido que, al final, un 65 por ciento de los líderes eclesiásticos eran confidentes nuestros, y al resto los teníamos vigilados.

Una vez vi una nota de un expediente de la Stasi de principios de 1989 que nunca olvidaré. En ella un joven teniente alertaba a sus superiores del hecho de que había tantos confidentes en los grupos eclesiásticos opositores durante las manifestaciones que estaban haciendo parecer a estos grupos más fuertes de lo que eran. En una de las ironías más bellas que he visto nunca, anotaba diligentemente que, al parecer, al estar engrosando las filas de la oposición, la Stasi estaba animando a la gente a que siguiese manifestándose en su contra.

Herr Bock descruza las piernas y estira las rodillas. Sus pies, con calcetines y sandalias, apenas rozan el suelo. Fuera, la luz empieza a abandonarnos. Él sigue a lo suyo:

—Y ahora nuestros métodos de trabajo. Estaban establecidos en directivas. Había cuatro áreas principales.

Escribo:

Métodos de trabajo:

Desenmascaramiento de topos (Enttarnung)

Reclutamiento de confidentes

Control operacional de personas (vigilancia)

Revisiones de seguridad

La pasión de herr Bock es el reclutamiento.

—¡Directiva 1/79! —chilla—. ¡Uno setenta y nueve! ¡Sobre la conversión y colaboración de confidentes! —Se saca un pañuelo y se enjuga la comisura de los labios—. Aquí no se decidía nada al pito pito. Teníamos que decidir en qué parte de la sociedad, según principios ob-je-ti-vos —recalca—, había necesidad de un confidente. Por ejemplo, que resultaba que necesitábamos uno en un bloque de edificios, en una fábrica, en un supermercado. Pues entonces se hacía una evaluación racional: ¿qué clase de personas necesitamos en este caso? ¿Qué características han de tener? Encontrábamos tres o cuatro personas que daban el tipo. Sin que ellos lo supiesen, se les hacía un seguimiento exhaustivo y se evaluaba para determinar si era aconsejable abordarlos.

»La mayoría de las veces la gente a la que abordábamos accedía a trabajar con nosotros. Era bastante raro que no fuese así. De todas formas, a veces considerábamos que debíamos conocer sus puntos débiles, por si acaso. Por ejemplo, si buscábamos un pastor, averiguábamos si había tenido una aventura, o problemas con el alcohol… cosas que pudiésemos utilizar para persuadirlos. Pero la mayoría decía que sí sin más.

Ahora está oscuro, pero herr Bock parece estar más iluminado que nunca.

—El tercer método era el «control operacional de personas».

—¿Qué significa eso? —le pregunto.

—Bueno, se controlaban con distintos medios y métodos, y se podían utilizar todos los medios y métodos permitidos para controlarlos. —Junta las palmas de las manos y se las pone así entre ambas piernas—. Hay que reconocer que con alguna gente eran bastante meticulosos.

Éstos eran los medios y métodos permitidos:

Intervención de teléfonos

Movilización de confidentes

Vigilancia oculta por Fuerzas Observacionales

Uso de Fuerzas Investigativas

Uso de Fuerzas Técnicas (incluidas la instalación de tecnología —escuchas— en las habitaciones del sujeto)

Interceptación de correo y paquetes

Solo se me ocurre una cosa que no está incluida:

—¿Utilizaban muestras de olor?

—Oh, no, no, no —dice—, eso era para delincuentes.

—Bueno, y entonces, ¿a qué gente se le hacía el «control operacional»?

—A los enemigos.

—Ah. ¿Cómo sabían que eran enemigos?

—Bueno —explica con su tenue voz—, siempre que se empezaba a investigar sobre alguien, significaba que se sospechaba de actividad enemiga. —Se trataba de una lógica cien por cien dictatorial: «Te investigamos, luego, eres enemigo»—. Buscábamos enemigos en todas las áreas que he mencionado: en fábricas, en el aparato estatal, en la iglesia, en los colegios, etcétera. De hecho, conforme pasaban los años, había más y más trabajo que hacer, ya que la definición de «enemigo» era cada vez más amplia.

Dejo el boli en el pliegue del cuaderno y escruto la penumbra hacia donde está herr Bock. Me cuenta que algunos profesores de la academia pasaron sus carreras ampliando el alcance de los párrafos de la ley para poder abarcar más enemigos.

—De hecho, los ascensos dependían de eso —dice—. Lo discutíamos entre nosotros en el sexto piso, allí arriba. —Un brazo señala hacia el edificio de enfrente—. Y no me importa reconocer ante usted que algunos pensábamos que los párrafos se estaban ampliando más de la cuenta.

Asiento. Si por el mero hecho de investigar a alguien lo conviertes en enemigo del Estado, es normal que acabes teniendo que lidiar con toda la población.

—Demasiado amplios —prosigue— para llevar una buena gestión. Con los recursos disponibles, me refiero.

—¿Qué características buscaban en un confidente? —le pregunto a herr Bock.

—Bueno —dice echándose hacia atrás y cruzando las manos detrás de la cabeza—, tenía que ser capaz de adaptarse a nuevas situaciones con rapidez y conseguir integrarse allí donde lo mandábamos. Y al mismo tiempo tenía que tener un carácter lo suficientemente estable como para tener bien claro que estaba informando para nosotros. Y por encima de todas las cosas —recalca mirándome fijamente, los ojos distorsionados y aumentados por las lentes—, tenía que ser honesto, fiel y digno de confianza.

Le devuelvo la mirada. Puedo sentir cómo se me ensanchan también a mí los ojos.

—Me refiero para con el Ministerio solamente, como comprenderá —se corrige—. No nos interesaba si traicionaba a otras personas… —Ladea la cabeza, pensativo—. En realidad, tenía que hacerlo, ¿no es cierto? Tal vez esta característica no esté bien vista en el ser humano, pero era vital para nuestro trabajo. He de decir que pasa lo mismo en todos los servicios secretos.

No es así. Son pocos los servicios secretos que tienen confidentes por todo el país informando con meticulosidad sobre las actividades en guarderías, y en cenas entre amigos, y en acontecimientos deportivos.

—¿Qué sacaban de esto los confidentes?

Quiero saber cuánto les pagaban.

—Lo cierto es que era un tanto lamentable —admite Bock—. Les pagaban una miseria. Tenían que encontrarse con sus enlaces todas las semanas, y eso no estaba pagado. De vez en cuando se les daba algo de dinero a modo de recompensa por alguna información en concreto. A veces les regalaban algo por su cumpleaños.

—Entonces, ¿por qué lo hacían?

—Bueno, algunos estaban convencidos de la causa —dice—. Pero creo que en gran medida era porque los confidentes tenían la sensación de que, al hacerlo, eran alguien. Ya se sabe… Tener a alguien que te escucha un par de horas y que va tomando notas. Se creían mejores que otra gente.

En mi cabeza imagino algo más cálido y más humano en la carnalidad de otras dictaduras, como las de América Latina. Es más fácil de entender un deseo por maletines llenos de dinero y drogas, por mujeres, armas y sangre. Estos obedientes hombres de gris haciéndolo a través de confidentes mal pagados una vez a la semana se me antojan tanto más estúpidos que siniestros. Está claro que la traición tenía su recompensa: la pequeña y profunda satisfacción humana de estar por encima de alguien. Es la psicología de la dominatriz, y este régimen la utilizaba como combustible[19].

Herr Bock sigue hablando, y yo sigo tomando apuntes. Cada encuentro con un confidente tenía que celebrarse en una localización encubierta.

—De hecho —dice, orgulloso, torciendo el cuello hacia las escaleras—, yo mismo tengo aquí una localización encubierta, en la planta de arriba. —El dormitorio de arriba sigue acondicionado a tal efecto, con una mesa redonda y sillas marrones tapizadas en vinilo—. Todo confidente sabía perfectamente lo que él o ella estaba haciendo.

Alarga la mano hacia atrás para encender una lamparita. Consulto mi reloj. Son las nueve.

—Si me permite la pregunta —le digo—, ¿a qué se dedica ahora, herr Bock?

—Soy asesor empresarial.

No digo nada.

—Parece sorprendida. Se está preguntando qué puedo saber yo de empresas.

—Pues sí.

—Trabajo para empresas de Alemania Occidental que vienen a comprar bienes orientales. Medio entre ellos y los alemanes orientales porque los occidentales no hablan nuestro idioma. Y los orientales se sienten intimidados por sus ropas, sus Mercedes y esas cosas.

Estupendo. Otro más vendiendo barata la confianza de sus gentes. Los funcionarios de la Stasi se han visto mucho menos afectados que el resto por el paro que ha consumido a Alemania del Este desde que cayó el Muro: muchos han encontrado trabajo en el mundo de los seguros, de la televenta y de las inmobiliarias. Aunque en la RDA no existían este tipo de empresas, no cabe duda de que los de la Stasi estaban entrenados para trabajar en ellas, versados como estaban en el arte de convencer a la gente para que haga algo contra su propio interés.

—No se nos ocurrió pensar, a ninguno de nosotros, que veríamos el fin de todo. ¡A nadie se le hubiese pasado por la cabeza que nuestro país pudiese dejar de existir así como así! Allí enfrente, en la sexta planta —vuelve a señalar con la cabeza en dirección a la academia del otro lado de la calle—, a finales de 1989 solíamos bromear: «El último que salga que apague la luz», porque al final no iba a quedar nadie en la RDA.

Creo que debería irme. Le doy las gracias a herr Bock, recojo mis cosas y ando hasta la parada del autobús. En toda la calle solo hay una farola y está justo aquí. Si quiero que el autobús se pare a recogerme, tengo que quedarme debajo del foco de luz. No puedo ver mucho más allá; en ninguno de los edificios de alrededor hay luces encendidas. Aquí estoy, en medio de un hueco en el mapa, iluminada para que todos me vean. Según los horarios, faltan 45 minutos para que pase el siguiente autobús. Dentro de diez minutos el frío me atravesará los huesos.

Cojo del suelo mi pequeña mochila y vuelvo a casa de herr Bock. Las luces están apagadas, pero ¿dónde puede haber ido? No ha pasado ningún coche. La verja está atascada y chirría. Hay un trozo de alambre que no veo y que me lastima la palma de la mano. Me imagino a herr Bock mirando por las cortinas y, de hecho, cuando la verja se abre de par en par, sale por la puerta. Está masticando.

—He pensado que voy a llamar a un taxi, si no le importa. Quedan tres cuartos de hora para que pase el siguiente autobús y no me va a dar tiempo a coger el tren de Berlín. ¿Puedo pasar?

Dentro está en penumbra. Ha apagado la lamparita para ver la televisión y ahora también apaga ésta. Traga y me dice:

—Yo de taxis no sé nada. No creo que vengan hasta aquí.

—Bueno, vamos a intentar llamar a uno, ¿le parece?

Se regocija en la oscuridad.

—Tardará un rato —contesta—, lo normal es que vengan desde Potsdam.

Encuentra un listín en la oscuridad y llama a una empresa de taxis. Nos sentamos. Mis ojos se van haciendo a la penumbra. Coge algo de un plato.

—¿No le asustará la oscuridad, verdad? —dice con la boca llena.

—Está bastante oscuro.

—Así podremos ver llegar el taxi.

No veo cómo. Tiene todas las cortinas echadas y, aunque hubiese algo de luz aquí dentro, no escaparía ni una rendija hacia el exterior. Empiezo a hurgar en la mochila, buscando no sé qué. Hago tiempo para pensar y evitar mirarlo. Estoy cansada y hambrienta y ya no me sale con tanta facilidad el idioma. Este hombre en su capullo marrón y su cuarto de conspiraciones no es capaz de tocarme un pelo pero noto cómo disfruta teniéndome a su merced. Me preocupa que el taxi vea una casa a oscuras en una calle a oscuras y dé media vuelta; estoy pensando en formas de salir de aquí cuando se levanta y espía por las cortinas. Lo hace cuidando de que no se vea ningún movimiento. Pero se vuelve, desconcertado.

—Qué rapidez.

Cojo mis cosas y lo dejo allí, todas las luces están apagadas en la RDA.