—¿Puedo pasar por tu casa a verte?
—¿Wuffor?
Creo que le he despertado. Es la una del mediodía.
—Una visita, Klaus. Necesito salir de esta casa.
En realidad lo que necesito se está convirtiendo en un vicio: una reacción química de lúpulo y malta. Necesito sentirme bien, al menos por un tiempo, después de placas y muros, viejos y normas, panaderías, pelucas y pasillos y pasillos de habitaciones selladas con fines secretos. Necesito ver a un superviviente.
—¡Venga! —dice—, pero ahora no, dentro de un rato.
—Vale, entonces nos vemos luego.
Vamos ya por nuestra tercera cerveza y no son más que las seis de la tarde. A Klaus ya se le había pasado el temblor, y cuando he llegado se ha cambiado el pijama que llevaba para ponerse los vaqueros y la cazadora negros. Tiene el pelo revuelto en la cabeza y revuelto en la barba; la cara, arrugada, con dientes amarillentos y ojos achinados y sonrientes; las manos grandes y violáceas, propias de un fumador empedernido. Es gruñón y simpático al mismo tiempo, todavía está entrando en calor.
Como la mayoría de la gente, sé algunas cosas sobre su vida, pero no me importaría oírlas de su boca, un cuento para dormir. Al principio refunfuña: ¿qué icono que se precie tiene que contar cómo ha llegado adonde está? Pero tras el chasquido de más latas, se relaja y acaba complaciéndome. Está repantigado en la silla, como un muñeco al que le hubiesen quitado las varillas de dentro; adquiere la forma del mueble.
Estamos ante una mesa de centro con cerillas, latas, ceniceros llenos ya de colillas, papeles y briznas de tabaco que parecen pelos. Detrás hay un televisor inmenso con altavoces estéreo. Este cuarto es tanto el dormitorio como el despacho de Klaus: a mi izquierda, hay un colchón en un entresuelo y, debajo, un fax, un ordenador y un sintetizador. Las paredes están llenas de fotografías y pósteres, y de los siniestros óleos de Klaus. El que tengo más a la vista tiene unas cuantas fotos grabadas; es la evolución del pecho, de picudo a colgante. Este cuarto es la vida de Klaus; es el interior de su cabeza.
Las fotos más antiguas muestran a Klaus Jentzsch antes de utilizar el apellido de soltera de su madre como nombre artístico: un joven bien parecido, con traje y corbata estrecha en 1958, mirando su contrabajo con modestia. Revelan su trayectoria hasta convertirse en la estrella melenuda con chaleco de piel de oveja y un bajo. Los más recientes son carteles de una gira: una banda de seis maduritos con un muestrario de cinta del pelo, barbas y gafas de sol, los puños en alto y sudor en el pecho. Sin embargo, en el caso de Klaus parece, si acaso, que se ha vuelto más él: ni cinta del pelo, ni gafas, solo unos vaqueros, una camiseta y una guitarra.
Klaus Renft es el chico malo del rock alemán oriental. La Klaus Renft Combo se convirtió en la banda de rock más cañera y conocida de la RDA.
Klaus empezó en los años cincuenta tocando versiones de Chuck Berry y Bill Haley para pasar, en los sesenta, a las de los Animals, los Beatles y los Rolling Stones y, en los setenta, a las de los Steppenwolf, los Led Zeppelin y los Pink Floyd. Los discos de grupos así solían prohibirse apenas salían, por lo que Klaus y sus amigos tenían que oírlos de forma clandestina en la radio occidental RIAS, de donde grababan las canciones en sus enormes radiocasetes para aprenderse luego la música. Cantaban, a gritos: A ken’t get nou, zetizfektion.
Me asombra que las autoridades les dejasen tocar el «Satisfaction» de los Rolling, una canción que, si en Occidente se convertiría en un canto a todo tipo de deseo, en el Este estaba llamada a ser un lema de masas contra todo el sistema.
—¿No sabían lo que significaba? —le pregunto.
—Ni nosotros mismos sabíamos lo que significaba —se ríe Klaus, poniendo un poco de tabaco y unas pequeñas chinas de hachís en una pipa con la boquilla blanca. Su risa es profunda e inocente, es un hombre con el don de agradar. Su sonrisa caldea la habitación.
Con el tiempo, la Klaus Renft Combo fue tocando cada vez más canciones propias, y cuando en 1969 Gerulf Pannach se unió al grupo, las letras sugerían rebelión, patetismo y esperanza o, como decían en una revista: «alma, flaqueza y dolor». En el mundo falsificado del lipsi, los Renft eran algo auténtico y no autorizado. Pero solo había una discográfica, AMIGA, y Klaus asegura que tuvieron que cambiar la letra de todas y cada una de las canciones antes de grabarlas. Los Renft, cuenta, cogieron las «cosas sagradas» de la RDA —el ejército y el Muro— y cantaron sobre ellas, porque querían «arañar a la RDA hasta el tuétano».
Klaus se levanta de la silla, sus ágiles movimientos parecen los de un gato, aunque quizás es posible que esté empezando a ver las cosas a cámara lenta. Intento pensar en cómo sería experimentar toda la música rock en directo, pero de segunda mano; me pregunto: «¿Sabrían Jagger, Plant y Daltry de sus dobles en el Este?».
Pero en cuanto Klaus pone música, me convierto en creyente. El rock bueno tiene algo que desafía el entendimiento: es puro y sucio al mismo tiempo, y te mueve por dentro de formas que no puedes describir. El cantante, Christian Kuno Kunert, se formó en el coro de una iglesia de Leipzig y su voz te golpea como la verdad. Canta la famosa «Die Ketten werden knapper» («Las cadenas aprietan cada vez más») y «Rockballade vom klei-nen Otto» («Balada rock del pequeño Otto»), quien sueña con reunirse con su hermano en el Oeste. Klaus se vuelve a sentar y echa una calada, feliz. Cuando terminan las canciones, sigue hablando.
A los Renft no les permitían tocar en ciudades, así que tocaban ante enormes multitudes que se desplazaban hasta los pueblos.
—Todos los días un Woodstock. —Se ríe—. Tienes que saber que aquí en la RDA no era todo Stasi, Stasi y Stasi. Era «sex und drugs und rock’n’roll» —dice en inglés. Con drogas se refiere a alcohol y tabaco, que eran toda la droga que tenían, aunque sabían sacarles el mayor partido—. Lo que te quiero decir es que vivíamos de verdad. Y lo pasábamos bien.
»Íbamos a ciudades donde los edificios de la calle principal estaban pintados solo hasta la mitad. La parte de arriba era hormigón a pelo. —Me mira como si hubiese hecho un chiste, lo que en realidad es cierto—: Era porque cuando venía Honecker, ésa era la altura hasta donde veía desde el asiento trasero de su limusina. ¡La pintura no les llegaba para pintar hasta arriba! —Sé algo de esto, y de las carnicerías llenas de manjares para el paseíllo en coche que desaparecían apenas Honecker o alguno de sus oficiales pasaba de largo. A Klaus esto le parece de lo más tronchante. Luego me cuenta—: Esta sociedad estaba sustentada por mentiras, una mentira encima de otra, encima de otra.
¡El emperador va desnudo! ¡Los edificios están medio desnudos! Puede que Renft empezase con canciones occidentales prestadas, pero había tantas mentiras que cantar la verdad suponía convertirse tanto en héroe como en criminal. A mediados de los años setenta la banda se convirtió en una combinación letal de rock, mensaje antisistema y adoración de masas. Eran melenudos con pantalones de campana y presencia, eran sexis, eran ricos para los niveles de la RDA y eran un tanto demasiado explosivos para el régimen.
Los intérpretes necesitaban una licencia para trabajar. En septiembre de 1975, se citó a los Renft para que fuesen a tocar en el Ministerio de Cultura de Leipzig si querían renovarla. Klaus vuelve a levantarse para coger una carpeta del entresuelo:
—Ahora puedo mirar los detalles de mi vida en el expediente —sonríe—, cosa que está muy bien.
Una vez describió el estado de su cerebro como «comida para perros». Me gusta por lo bien que se conoce y le devuelvo la sonrisa. Poco antes de la audiencia para la renovación de la licencia, le ofrecieron un pasaporte, moneda fuerte y un agradable paseo por la vida (aquí o en el Oeste) si se separaba de los dos componentes más comprometidos políticamente del grupo, Pannach y Kunert. Declinó la oferta.
—Sabía que eso significaba una sentencia de muerte para mí.
—Le echaste bastante valor para negarte.
Se encoge de hombros:
—Peor era con Hitler —dice—. Nos hubiesen mandado a un campo de concentración.
El humo es dulce y en la noche el tiempo empieza a perder el control. Hay algo cándido en Klaus, para ser una estrella de rock; ninguna de sus respuestas sale con facilidad.
—Es difícil describirlo —intenta explicarme—, por un lado supongo que indica carácter o algo. Pero por otro lado, si soy sincero conmigo mismo, era como echarme mierda encima… —Empieza a reírse. Luego para—. La verdad es que todo apuntaba a que nos iban a mandar a todos a la cárcel, eso habría sido lo más normal —dice serio—. Allí trataban a la gente peor que a animales. No queríamos eso, como era natural.
Ahora que tiene los papeles de su expediente puede ver la secuencia de los hechos desde el otro lado. Hojea un poco la carpeta y se detiene.
—Es gracioso. Esto es de Honecker a Mielke. —Lee—: «Querido Erich: Por favor, atiende el caso de Jentzsch, Klaus lo antes posible. Saludos, Erich». —Se ríe—. ¿Lo captas? De un Erich a otro.
Podía haber dejado de ser gracioso en poco tiempo. En cierto momento Mielke les preguntó a sus oficiales en Leipzig: «¿Por qué no podemos arrestarlos y punto? ¿Por qué no acabamos con ellos?». Pero los componentes de la banda eran demasiado famosos como para manejar la situación de ese modo tan directo.
Klaus vuelve unas cuantas páginas más y encuentra una queja formal del gerente del Klubhaus Marx Engels, donde los Renft habían tocado durante quince días. Está dirigida a la camarada Ruth Oelschlägel, presidenta de la comisión de licencias a la que iban a tener que enfrentarse en breve.
—Esto te va a gustar —me dice, y lo lee en alto.
Klaus es la única persona que conozco que experimenta un placer tan manifiesto contando lo que pone en su expediente. El gerente del local se queja del consumo de alcohol por parte del grupo: «Al final del concierto, se han contabilizado aprox. cuarenta botellas de vino vacías (…). No podemos entender cómo un conjunto musical necesita semejante consumo de alcohol para encontrarse a gusto». Se quejaban de «eructos en el micrófono, empleo de palabras como “mierda”». Empiezo a reírme más de la cuenta, pero ¿qué más da? Klaus balancea una pierna por un lado de la silla y ríe también. Continúa: «Debemos protestar por el uso de consignas incendiarias desde el escenario, como “Es la sociedad lo que es decadente, no nosotros”, “Hoy me siento libre”, “Hay gente en esta sala que está informando sobre nosotros” o “Seréis el último público que oiga a los Renft porque dentro de poco estaremos vetados”». A Klaus la risa se le pasa al pecho y empieza a toser. Le da un buen trago a la cerveza y empieza a hacerse otro porro.
—Tenía algo de dinero occidental, así que antes de la audiencia para la licencia me compré una pequeña grabadora en una Intershop.
Cuando toca, Klaus inclina el bajo exageradamente hacia arriba, más como un contrabajista. Se pasa la bandolera por el hombro izquierdo, por la espalda y entre las piernas, rodeándose el cuerpo. Cuando estuvieron listos para tocar ante la comisión, encendió la grabadora y la escondió entre la guitarra y la ingle, sujeta por la bandolera.
Pero no llegaron a tocar. La camarada Oelschlägel les pidió que se acercaran a la mesa. Les dijo que la comisión no estaba dispuesta a oír «la versión musical de lo que han creído apropiado escribir sobre nosotros» porque «las letras no tienen nada que ver con nuestra realidad socialista… se insulta a la clase trabajadora y se difama al Estado y a las organizaciones de defensa».
Klaus alarga la mano para coger la petaca de tabaco.
—Y luego nos dijo: «Estamos aquí hoy para informarles de que han dejado de existir».
Hubo un silencio. Uno de los componentes le hizo señas a un técnico para que dejase de montar. Kuno preguntó: «¿Significa eso que estamos vetados?». «No hemos dicho que estén vetados —contestó la camarada Oelschlägel—. Hemos dicho que no existen».
Klaus está dándole a la rosca del Zippo para intentar sacar una llama que le encienda el porro. Le da una calada y mira hacia mí para luego empezar a echar el humo, entre risas.
—Luego le dije: «Pero si seguimos aquí». Me miró fijamente a los ojos. «Como grupo ya no existís», me dijo.
Los echaron. Klaus consiguió pasarle la cinta a su novia Angelika.
—Ella no sabía lo que era —me cuenta—, pero sabía que era algo importante.
Angelika se la escondió en la bufanda y la llevó de vuelta al piso. Cuando llegaron a la casa, después de pasarse la tarde bebiendo en el Ratskeller, Klaus escribió «Fats Domino» en grandes letras sobre la cinta y la puso en la estantería.
Angelika tenía pasaporte griego, lo que suponía que podía viajar al Oeste. Al día siguiente, Klaus le pidió que fuese a Berlín Oeste para pasar el día, «a comprar pasta de dientes o cualquier cosa». No podía estar seguro de que no fuesen a registrarle en la frontera, así que no se llevó la cinta, pero quería que las autoridades viesen que iba y volvía. Luego fue difundiendo el rumor por Leipzig de que había grabado el veredicto de la comisión, que ahora estaba en la emisora de la RIAS (la radio del sector americano) en Berlín Oeste y que si les pasaba algo a alguno no vacilarían en emitirla.
Es difícil saber la seguridad que esto les reportó, si es que les reportó alguna. De la noche a la mañana desaparecieron de las tiendas los discos de los Renft. Dejaron de escribir sobre ellos y de poner sus canciones en la radio. La discográfica AMIGA volvió a imprimir su catálogo solo para que no constasen en él.
—Al final era como nos habían dicho: ya no existíamos. Era así, como en Orwell.
El Estado hizo circular el rumor de que el grupo se había separado, que estaba pasando dificultades. Cierto: no podían tocar. Algunos integrantes querían quedarse en la RDA, otros sabían que tenían que largarse. Arrestaron a Pannach y a Kunert y los metieron en prisión hasta agosto de 1977, hasta que el Oeste compró su libertad. Los otros dos, los «menos politizados», dice Klaus, se quedaron en el Este, con el representante. Se remueve en la silla.
—¿Has oído hablar del grupo Karussell?
—No.
Klaus me explica que el representante que se quedó con los componentes conformistas resultó ser de la Stasi. Bajo su supervisión, los Renft se reagruparon bajo el nombre de Karussell y se dedicaron a grabar las canciones de los Renft «nota por nota».
—Lo copiaron con tanta precisión que no sabrías decir si son los Renft o los Karussell.
La Stasi estaba satisfaciendo las necesidades del pueblo, pero con una banda que podía controlar.
—¿No te enfureció?
Se encoge de hombros. Otra persona lo habría considerado una traición, una razón para detenerse en esta parte de su vida. Al fin y al cabo, para Klaus marcaba el principio de un paréntesis de 15 años. Pero tiene el don de tomarse las cosas con tranquilidad. Amortiguados por el alcohol, sus aterrizajes son suaves. Parece incapaz de arrepentirse y la rabia se le evapora como el sudor.
Desde finales de 1975, Klaus se quedó sin nada que hacer, sin nadie con quien trabajar. Tras los tira y afloja de rigor con las autoridades, dejaron que él y su novia se fuesen a Berlín Oeste. Le costó pasar del dinero y de la fama a la nada. El caché de los Renft no se traducía al otro lado del Muro. Estaba desconcertado. Sus fans eran rebeldes y allí no había ninguno. Cuando cayó el Muro, descubrió que «nos habíamos convertidos en una banda de culto en la RDA, nuestros discos se vendían más caros que los de Pink Floyd». Desde entonces los miembros se han ido reuniendo, aunque han cambiado algunos integrantes de la banda y Pannach, el letrista, ya no vive.
Hace poco estuve leyendo sobre la muerte de Pannach. Murió de forma prematura, de una extraña variedad de cáncer, como Jürgen Fuchs y Rudolf Bahro, ambos escritores y disidentes. Todos estuvieron en prisiones de la Stasi hacia la misma época. Cuando se encontró una máquina de radiaciones en una de estas prisiones, la Oficina de Documentación de la Stasi empezó a investigar sobre el posible uso de radiación en disidentes. Este descubrimiento llegó a conmocionar a un pueblo acostumbrado a las malas noticias.
La Stasi utilizó radiación para marcar a personas y objetos a los que quería seguirles la pista. Desarrollaron una gama de etiquetas radiactivas, incluidos alfileres irradiados que ponían a escondidas en la ropa de la gente, imanes radiactivos en coches y perdigones radiactivos que disparaban a los neumáticos. Desarrollaron sprays de mano para que los operativos de la Stasi pudiesen acercarse a una persona en medio de la multitud e impregnarla con radiación, o rociar clandestinamente el suelo de sus casas para que fuesen dejando pisadas radioactivas allá donde iban. Irradiaron el manuscrito de Rudolf Bahro para ver por qué manos pasaba, incluso en el Oeste. Para detectar a la persona o el objeto marcado, la Stasi creó contadores Geiger personales —para poder llevarlos pegados al cuerpo— que vibraban en silencio cuando el agente recibía una lectura. Y en las prisiones y el resto de centros, la Stasi utilizó en ocasiones tanto máquinas de radiaciones como cámaras para hacer las fotos policiales. El informe de la Oficina de Documentación fue cauto. No se encontraron pruebas de que la radiación se utilizase para matar a mujeres y hombres marcados, pero sí que reveló que se utilizó sin pensar en la salud de la gente. Y recomendó que los ex presos de la Stasi se sometiesen regularmente a revisiones médicas[18].
Aunque Pannach murió, Kuno está bien y ahora lidera la renovada Klaus Renft Combo. Vuelven a estar de gira por la antigua RDA, tocando ante multitudes que agotan las localidades y que están sedientas de algo que era suyo, algo no corrompido, y que era bueno. Tocan tanto canciones antiguas como nuevas. En su disco de 1997, 40 Jahre Klaus Renft Combo (40 años de la Klaus Renft Combo), incluyeron, en parte en broma, en parte por venganza, en parte como explicación por los años perdidos, la auténtica grabación de 1975 con la conversación en la que Oelschlägel los declaró inexistentes. Su último álbum se llama Als ob nichts gewesen wär (Como si no hubiese pasado nada). La carátula es una fotografía de un cenicero lleno, unas latas de cerveza vacías y una botella de whisky por la mitad.
Nuestra conversación se balancea de delante a atrás. Klaus sigue pensando en mi pregunta de si hacía falta valor para declinar la primera opción de irse, para negarse a hacerle el juego a la Stasi.
—No sé si fue o no valor. Más bien fue una especie de ingenuidad que me protegía, creo yo. —Yo creo que tiene razón, pero es una ingenuidad que cultiva y mantiene con esmero, una candidez que no dejó que dañasen—. Lo que quiero decir es que no teníamos enormes casas en el Mügglesee como los Puhdys, pero puedo mirarme al espejo por la mañana y decir: «Hiciste bien, Klaus». A mí no me importan las cosas materiales.
Se reclina. El humo que sale por su boca se oscurece en una neblina de barba gris.
—Creo que se ha castigado suficiente a los de la Stasi.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, si tienen algo de conciencia…
—¿Y si no? —Pienso en herr Winz y en herr Christian y en herr Koch y en los distintos tipos de conciencia que hay.
—No es algo que me interese mucho —dice—. No dejé que me cogiesen.
Presumo que ésa es su victoria. Eso es lo que le impide quedarse anclado en el pasado y pasearlo por todas partes como una herida. Si en la RDA hubo «emigración interna», tal vez también hubo victoria interna.
Me mira. A lo largo de la noche parece tener cada vez más perspicacia y agilidad mental, mientras que yo, en cambio, me he quedado inerte cual esponja.
—¿Quieres oír algo hermoso? —me pregunta. Asiento con la cabeza. Pone un vídeo de la banda tocando una canción que Pannach escribió poco antes de morir. Kuno tiene ahora más pinta de carnicero, o de motero, pero su voz es melódica, y espléndida, tan delicada como siempre.
Canto mi blues por un hombre
que podía decirte
lo rojos que eran los sueños en las ruinas,
donde ahora hay torres de cemento.
¿Y quieres saber qué es lo que queda
de los sueños de ese hombre? Pregúntale entonces
a las paredes de la celda 307 de Hohenschönhausen.
Canto mi blues en rojo
por alguien que no puede oírme,
como un niño en la oscuridad
canta una canción para sí.
En este momento la canción vuela y no existe nada más; no tengo cuerpo y el tiempo deja de correr. Klaus se estira hacia atrás en la silla. Cuando acaba me dice:
—No puedes dejar que te reconcoma, ¿sabes?, que te amargue. Tienes que reírte mientras puedas.
Tiene razón, por supuesto. Y beber. Según mis cálculos le sigo en un 1 a 3, pero tampoco me fío de mis cuentas. Coge una guitarra y empieza a acariciarla con la mente ausente, una amorosa caricia por el sinuoso cuerpo de madera. Miro a través del culo de mi vaso: la mesa, el cenicero y las latas de cerveza. Parecen tan diminutos y lejanos… Me quito rápidamente el vaso de la cara y me doy cuenta de que lo que estoy mirando es la carátula del CD. Pero la mesa está cubierta de ceniceros y latas de cerveza: la misma escena en dos tamaños distintos. Es hora de irse.
No noto el frío, no noto gran cosa. Canto rodado. Canto rodando a casa. Los adoquines están mojados y las farolas forman charcos de luz amarilla sobre el suelo. Pienso en mi amigo en su cuarto, cantando feliz para sí.