18. La placa

Heinz Koch murió en 1985. A su hermana, que vivía en Hamburgo, en Alemania Federal, le concedieron un permiso para asistir al funeral. Como ella iba a estar allí, a Hagen se le prohibió asistir. Eso fue más de lo que pudo aguantar.

Cumplimentó una solicitud para abandonar su regimiento. Le hubiese gustado que fuese un pequeño desafío final, un pequeño gesto de «Ahí os quedáis» en un momento en que ya no podían hacerle daño a su padre y él no tenía mucho que perder. Pero no fue más que un traslado de la Stasi al ejército regular, bajo la condición de mantener en secreto lo que sabía. Le iban a dejar irse, y eso le hacía sentirse vacío.

Se sentó en su despacho. Hay extraños momentos en que el presente pertenece ya a tu pasado: tu último día de trabajo, por ejemplo, cuando los problemas y las normas se convierten en un cuento contado en tercera persona. Koch contempló su despacho como si fuese el de otra persona.

Todo seguiría igual en la habitación. Su sustituto llegaría y nadie notaría la diferencia. Era intercambiable por otro uniforme y por otro feo corte a cepillo. Le enfurecía pensar que no iba a dejar ninguna marca allí, y le enfurecía aún más sospechar que, aunque hubiese tenido otra oportunidad, no habría tenido agallas para hacer algo diferente.

La pared de enfrente tenía un feo lustre de pintura vieja, al igual que la placa que colgaba de ella. Era un premio al trabajo cultural realizado por su unidad, un tercer puesto. Brillaba como el oro pero era de plástico bañado en pintura metálica, como una baratija cualquiera. No podía decir que se lo hubiese ganado él por su cuenta. Aun así, Koch cerró la puerta de la oficina, se subió en la silla y sacó la placa de las alcayatas. Le sorprendió lo poco que pesaba. Como le sobresalía en el maletín, se quitó el chaleco, lo puso sobre el maletín y lo llevó por las asas. Salió del despacho, se despidió de su adjunto y no volvió.

—Mi pequeña venganza particular —me dice—. Esa placa —me mira a los ojos—… fue todo el coraje que tuve.

Tres semanas después llamaron a la puerta de su piso. El líder de la antigua sección de Koch estaba en el umbral. Mantuvo el tono de camaradería.

—La placa no está.

—¿Cómo?

—Ya me has oído, camarada, la placa no está. El comandante quiere la placa de vuelta.

—¿Quién lo hubiera dicho? —le dijo Koch, apoyándose contra la puerta—. En cuanto me voy, se os viene el mundo encima. Mientras yo estuve sentado en esa silla, la placa estuvo en su sitio en la pared.

—Venga, Koch, no puede haber desaparecido sin más. En el Ministerio para la Seguridad del Estado las cosas no desaparecen así porque sí.

—Me temo que no puedo hacer nada por ti. —Koch cerró la puerta.

El comandante estableció un «Grupo de trabajo para la recuperación de la placa». Citaron a Koch en el cuartel general para interrogarle y le pidieron que hiciera una declaración. Tenía escondida la placa en la cocina.

Poco tiempo después mandaron a peces más gordos. Fue el fiscal del distrito.

—¿Dónde está la placa?

—No lo sé.

—Necesitaré una declaración jurada a tal efecto.

—Por mí, bien.

La cosa no fue más allá. 1989 llegó, el Muro cayó y Koch empezó a construir su archivo. Sacó la placa de debajo de la tubería del fregadero y la colgó en su estudio. Ahora sí que era un auténtico trofeo.

En 1993 fue a entrevistarlo un equipo de televisión. Alemania se había reunificado y la RDA era parte del pasado. Antes de empezar, el entrevistador repasó con él las preguntas para que Koch estuviese preparado; estaba preparado de sobra, siempre eran las mismas preguntas: ¿Se arrepiente de su pasado en la Stasi? ¿Cuál fue su relación con el Muro? ¿Fue eso lo que le llevó a fundar este «Archivo del Muro»?

Koch podía ver ya los titulares: «Ex agente de la Stasi mantiene vivo el Muro en su casa»… Pensaba en lo fácil que le resulta a un entrevistador asumir la superioridad moral en virtud del hecho de que es él el que hace las preguntas. Incluso en esa nueva Alemania no le hicieron verdaderas preguntas sobre cómo el régimen poseía a la gente, ni les dio respuestas verdaderas. A Koch le habría encantado contar la historia de su infancia.

El entrevistador estaba preparado para rodar y había empezado con la introducción cuando el cámara gritó: «Corten». El equipo relajó los hombros.

—¿Qué pasa? —preguntó el entrevistador.

—Hay que quitar esa placa. Se refleja en la lente.

El entrevistador le estaba haciendo un gesto a un ayudante para que pasase por detrás de Koch y la quitase cuando Koch se levantó. Me lo cuenta como un momento de gloria.

—No —les dijo, y la habitación enmudeció—. No me importa lo que quieran de mí —prosiguió despacio—. Haré lo que me pidan: pondré mi piso patas arriba, cantaré el himno nacional si quieren. Pero esta placa no se mueve de aquí.

El entrevistador se quedó a cuadros. Tenía ante él a un hombre que había trabajado para la Compañía durante 25 años y que ahora tenía el valor de intentar ganarse la vida hablando de ello; un equilibrista moral sin tapujos que reproducía su capitulación ante la cámara. ¿Y fijaba los límites en una placa?

Koch siguió de pie:

—La placa —repitió— no se mueve.

—De acuerdo, de acuerdo.

Koch se sentó. El entrevistador sabía cuándo no decir nada. Koch empezó a contarle toda la historia: el robo, la creación del grupo de trabajo para la recuperación de la placa, los interrogatorios y las declaraciones, las amenazas y el revuelo. Koch dice que no era consciente de que la cámara estaba grabando. Por como lo cuenta, dudo que le importase.

Hicieron el programa y lo emitieron. Varios días después sonó el timbre del piso de Koch. Dos hombres le enseñaron sus identificaciones: Treuhand. Era el cuerpo formado después de la debacle del régimen para supervisar la liquidación de empresas estatales de la Alemania Oriental y su venta al sector privado.

—Herr Koch, hemos venido a por la placa —dijo uno de ellos.

—¿Cómo? —Era la Alemania unificada, occidentalizada y democratizada y todavía había alguien que quería la placa.

—De conformidad con el Tratado de Reunificación entre la República Federal de Alemania y la ex República Democrática de Alemania, toda propiedad perteneciente a esta última pasa a ser propiedad de la primera. La placa era propiedad de la RDA y es ahora propiedad de la República Federal de Alemania. Se nos ha ordenado que la recuperemos.

—Fuera de aquí.

—Estamos dispuestos a hacer la vista gorda sobre la forma en que esta placa llegó a sus manos, herr Koch, siempre y cuando la devuelva de inmediato.

Koch se mostró implacable.

—Fuera de mi piso. Si quieren la placa, vengan con una orden judicial. Sin una orden no entran. De aquí nadie se lleva la placa.

Llegó por correo. Se iban a dictar cargos contra él. La acusación le imputaba el robo de bienes de la RDA. Koch siguió sin tomar medidas.

No mucho después volvieron a llamar a su puerta; eran los mismos hombres.

—Discúlpenos, herr Koch. Me agrada informarle de que se ha retirado la acusación de robo contra usted.

—Vaya, vaya…

—En primer lugar por una cuestión de trivialidad: la placa apenas valía 16 marcos orientales. En segundo lugar, por la Ley de Prescripción para ese tipo de delitos: las acusaciones atañen a un acto que tuvo lugar hace ocho años y que, por lo tanto, ha prescrito.

Koch me escruta con la mirada.

—Sin embargo —apostilló el oficial—, se van a presentar nuevos cargos contra usted.

—¿Ah, sí?

—Por perjurio.

—Fuera de aquí.

El oficial entremetió el pie por la puerta.

—Me temo, herr Koch, que alegan que el 14 de junio de 1985 usted juró en una declaración ante el Ministerio para la Seguridad del Estado de la ex República Democrática de Alemania que desconocía el paradero de la placa en cuestión. Se trata de una violación de la ley vigente en aquella época en la RDA y es responsabilidad de la nueva Alemania asegurar la persecución de delitos ocurridos en la ex RDA.

Ya no puedo más que reírme. Koch continúa.

—Les dije: «Bravo. Enhorabuena. Buen trabajo. Pero ¿pueden aclararse las ideas? ¿Quieren que se me castigue porque trabajé para la Compañía o quieren que se me castigue por trabajar en contra de la Compañía? ¿Qué es lo que quieren exactamente?».

Ahora también él ríe. Es su momento. El hombre que trazó la línea, fijando los límites, y que nadó entre dos aguas, poniendo un poco de cordura en el revuelo postmuro.

—¿Se celebró el juicio? —le pregunto.

—No. Pero todas esas acusaciones nos hicieron bastante daño. Mi mujer perdió su trabajo por culpa de eso. Los rumores eran bastante feos y tomaron vida por sí solos, ya se sabe, que si Koch es un ladrón, que si un mentiroso, un perjuro… —Hace una pausa y se inclina hacia mí. Vuelvo a olerle, un aroma cálido, como a pino. Me dice—: Pero ¿sabe qué? Valió la pena. Todo el valor que tengo está en esa placa; la mierdecilla de valor que tengo. Es todo lo que tenía. La placa —dice señalando hacia atrás— sigue aquí.

Biiiip.

—Hola, Miriam, soy Anna. —Mantengo la esperanza—. Llamaba solo para saludar. Me encantaría que charlásemos. He tenido algunas aventurillas en tu viejo país, a cada cual más curiosa… Tengo mucho que contarte. De todas formas, ya te llamaré, o llámame tú. —Dejo mi número—. Nos vemos.

Herr Koch me dio unos diagramas y unas fotografías de la Stasi sobre la «instalación fronteriza» en Bornholmer Strasse. «¡Alto secreto!», chilló con regocijo, mientras me hacía copias en la máquina que tenía en el pasillo.

Al cabo de uno o dos días los llevo enrollados en el bolsillo cuando salgo de mi piso en dirección al punto por donde Miriam saltó. También tengo el dibujo que me hizo; el sitio donde la cogieron está señalado por una profunda marca de tinta azul. Quiero ver con qué tuvo que vérselas; quiero ubicar estos dibujos sobre lo que hay ahora, enfocar de algún modo el pasado.

Hace bochorno hoy. La gente ha estado usando sus calderas sin tregua durante semanas y las nubes están bajas y teñidas de carbonilla. Voy tomando bocanadas de cielo anaranjado al andar.

Llego primero a la colonia de huertos. Un camino une las parcelas, cada una separada de la del vecino por una valla metálica. Hay pequeños cobertizos, para las herramientas de labor y las semillas, para barbacoas, sillas plegables y escaleras. Hay algunos árboles más altos, pero la mayoría es tierra negra humedecida en rectángulos, a la espera de una pizca de sol para que broten verduras y flores. Son cuadrículas donde dar cobijo a las fantasías: en una parcela veo a Blancanieves y sus enanitos, dos cervatillos y dos corpulentos enanos, todos conviviendo en paz con una puerca que es casi de tamaño natural y sus tres lechones gorditos.

Entre los huertos y el sitio por donde pasaba el Muro hay una franja más ancha de césped y, un poco más allá, un terraplén. Me subo por otra valla metálica y contemplo la maraña de vías de tren y muretes. Esta valla está bastante vieja y oxidada. Me pregunto si será la misma por la que Miriam escaló. A la izquierda tengo el puente por donde ella pensó que los guardias la estarían viendo y por donde, veinte años después, en una sola noche, 10.000 personas pasaron en tropel para llegar al Oeste.

En una mano llevo una fotografía en blanco y negro y en la otra el gráfico de la Stasi: «Mejoras técnicas en la frontera nacional con Berlín (Occidental)». Quiero ver dónde estaban la segunda valla, la franja de arena, la barrera antitanques, las garitas, las torres de alta tensión, la zona de los perros y los cables trampa. No queda nada. Luego me acuerdo de que estaban frente a las vías del tren: debían de estar donde la franja de césped por la que he pasado al venir desde los huertos hasta aquí.

Saco el dibujo de Miriam. Son apenas unas rayas sobre un folio: para los muros, para el recoveco en la pared donde se paró a tomar aliento y cruzar miradas con el perro, para el cable trampa donde la atraparon. Tengo las manos moradas al sujetar el papel en alto sobre los rombos oxidados de alambre. Me pregunto si estaré en el sitio correcto. Miriam me dijo que el puente quedaba a unos 150 metros de donde cruzó. Me escoro hacia la derecha, hasta que creo estar en el mismo sitio. Se cruzan dos trenes; el ritmo de sus ruedas se funde y luego vuelve a separarse. Una vez que pasan miro las vías del tren. Hay por lo menos seis, lanzando trenes de norte a sur, y vuelta otra vez. Luego hay un muro de contención, no muy alto, pero el suelo de detrás queda a otro nivel. ¿Será por aquí por dónde escaló? Busco un recoveco y veo uno. ¿Será allí dónde se quedó agazapada?

Empieza a oscurecer. Las farolas del puente despiden su pálida luz amarilla. Enrollo la foto, el gráfico y el dibujo de Miriam y me lo meto todo en el bolsillo. Paso los dedos por el alambre y me quedo un rato colgada contra la valla.