—Así que el 5 de abril de 1960 entré en el Ministerio para la Seguridad del Estado. —Hagen Koch casi se traba al hablar—. Esta fotografía es de cuatro días después.
La instantánea muestra a un joven con el uniforme gris de la Stasi, acicalado y tenso tras un atril gigante. Koch daba su discurso de ingreso: «Por qué quiero proteger y defender mi patria». Prestó juramento: «Por orden del Estado de los trabajadores y de los granjeros, ¡prometo dar mi vida si es necesario para protegerlos frente al enemigo, diligentemente, en todo lugar y momento!». Allí estaba toda la plana mayor, Mielke incluido.
Más tarde, Koch se quedó en un corrillo aparte con su comandante. El resto de reclutas fingían tranquilidad mientras, al mismo tiempo, intentaban llamar la atención. De pronto Koch notó que todos los ojos estaban puestos en él y una mano en su hombro. Se volvió. Era Mielke.
—¿Cuál es su formación, joven?
—Delineante técnico.
Mielke se dirigió al comandante de Koch.
—Quiero que cuide de éste, de su carrera. Está hecho de la pasta que necesitamos.
—Y así —me cuenta Koch— fue como me escogieron de entre la gran masa gris. —Lo nombraron en el acto director del Estudio de Cartografía y Topografía—. No tenía ni idea. Me había formado como delineante técnico de maquinaria; no tenía ni idea de mapas.
En el verano de 1960, poco después de ingresar en la Stasi, Koch se enamoró de una chica de Berlín. No había pertenecido ni a los Pioniere ni a las Juventudes Libres Alemanas y, por supuesto, tampoco pertenecía al Partido; sin embargo, no se trataba de ninguna radical. Koch sonríe y entrecierra los ojos.
—Escogí a mi esposa por su exterior, no por sus convicciones políticas.
Me sorprendo con la mirada perdida, y el calendario de desnudos me llama la atención. No puedo intercambiar una mirada con la chica porque no tiene cabeza. Miro su mapa de Tasmania en medio del bosque.
La Stasi se enteró de todo. El jefe de Koch lo llamó y le dijo que: «Esa chica es inapropiada. Tenemos planes para ti, y esa niña es RDA negativo».
Los padres de ella estaban horrorizados: él era uno de «Ellos». En cuanto ella cumplió los dieciocho años se fugaron. Fue el 21 de julio de 1961.
Koch se vuelve y le da una palmada al calendario:
—Se ha fijado, ¿no? —pregunta riendo entre dientes.
—Ajá.
—¿Sabe lo que es?
—¿A qué se refiere?
—A que es el calendario de la guardia fronteriza de la RDA —me explica—. ¿Sabe qué tiene de especial?
—No.
—Este calendario se imprimió a mediados de 1990, después de la caída del Muro. Se imprimió porque, incluso a esas alturas, la gente seguía sin poder creerse que la nación había dejado de existir sin más. A pesar de las evidencias, pensaban que la RDA se convertiría en un país independiente, con un ejército y una guardia fronteriza propios. Y esa guardia fronteriza iba a necesitar su calendario particular.
—Cuando se construyó el Muro en 1961, yo era de la opinión de que era algo que había que hacer porque nos estaban robando como a tontos —dice Koch—. La RDA tenía derecho a defenderse de los timadores, de los parásitos y los contrabandistas del Oeste.
Debido a las subvenciones, los precios eran más bajos en el Este, aunque también los salarios.
—Antes de que estuviese el Muro la gente pensaba: ¿para qué voy a trabajar en el Este cuando puedo ganar mucho más en el Oeste? Iban allí a diario y trabajaban para ellos, cuando a nosotros nos hacían tanta falta sus manos para la reconstrucción del país.
»Luego, en los controles de vuelta a casa, cambiaban sus marcos occidentales por orientales a una proporción de cinco a uno. ¿Se lo puede imaginar? —Lo dice como si el cambio de moneda fuese una especie de vudú financiero—. Volvían aquí con la posibilidad de comprar todas nuestras cosas. Y no solo eso, también hacían la compra para sus amigos del Oeste. Los veíamos por las mañanas de camino al trabajo con cestas a rebosar de nuestro pan, nuestra mantequilla, nuestra leche, huevos y carne. Había que hacer algo para que la gente no se siguiese colando por esa ratonera hacia la RDA.
Aparte de ir a diario a trabajar al sector occidental, cientos y más tarde miles de refugiados empezaron a irse del sector oriental para siempre. En 1961, unas dos mil personas abandonaron la RDA a través de Berlín Occidental.
Koch dice que sus pensamientos eran ortodoxos para la época.
—Esa gente estaba rehuyendo el trabajo duro que había que hacer aquí para labrarse un nuevo futuro solo para ellos: querían disfrutar de la vida en ese preciso momento.
Lo dice como si fuese algo inmoral, un descarrilamiento religioso: «¿Quién se creen que son para venir a cosechar lo que no han sembrado?».
La RDA se desangraba.
—¡Y no solo se iban los trabajadores de a pie! También los médicos, los ingenieros, la gente con formación. La RDA les pagaba los estudios y luego se dejaban seducir por el señuelo occidental.
Según Koch, a Ulbricht, el jefe de Estado, no le quedó más remedio que construir una «barrera protectora antifascista». Siempre me ha resultado curioso este término, que me recuerda en parte a los profilácticos, para proteger a los orientales de la enfermedad occidental del materialismo exacerbado. Responde a la lógica de encerrar a gente libre para mantenerla a salvo de los criminales.
La noche del domingo 12 de agosto de 1961, el ejército oriental desenrolló alambre de espino por las calles que limitaban con el sector oriental y colocó centinelas a intervalos regulares. Con las primeras luces del día la gente se levantó para encontrarse separada de sus familiares, de su trabajo, de su escuela.
Algunos se apresuraron a pasar por el alambre. Los que vivían en pisos que daban a la frontera empezaron a saltar por las ventanas sobre mantas que los occidentales sujetaban en la acera de abajo. Luego, las tropas obligaron a los residentes a que tapiaran sus propias ventanas. Empezaron con las plantas más bajas, medida que obligó a la gente a saltar desde ventanas cada vez más altas.
Koch fue llamado a la guarnición el 13 de agosto, el día que se erigió el Muro. Estaban en estado de emergencia y debían mantenerse alertas.
—Dos días después me mandó llamar el comandante. Me miró las botas y las declaró demasiado chapuceras para la misión. Me ordenó que acompañase a un grupo, en el que estaba Honecker, por todo el recorrido por el que habían colocado el alambre, por donde estaba naciendo el Muro. También me ordenó que consiguiese unas botas nuevas.
»Era un día de verano como otro cualquiera. Cuando llegamos adonde más tarde estaría el checkpoint Charlie, en el lado occidental había una multitud de manifestantes abucheándonos. Tenía la pierna izquierda en el este, la derecha en el oeste, e iba dibujando mi línea blanca por en medio de la calle. Estaba concentrado en la línea, no en lo que pasaba a mi alrededor. Para mis adentros pensaba que los del Oeste eran enemigos, unos saqueadores y unos especuladores.
Después, Koch fue recorriendo junto a Honecker y el resto de la comitiva la extensión de la frontera por la ciudad, casi cincuenta kilómetros. Me sorprende que no tenga más cosas que contarme sobre un día como ése, un día que uno podría considerar como el principio de la obsesión de su vida.
—Tenía solo veintiún años, y simplemente me concentré en mi trabajo de trazar una línea. Al día siguiente apenas podía mantenerme en pie. Ya se sabe lo puñeteras que son las botas nuevas. —Se echa hacia atrás—. La gente me preguntaba por qué no crucé la línea cuando la estaba dibujando por las calles. ¿Por qué no salté sin más al Oeste y seguí andando? ¡Porque estaba enamorado! Hacía tres semanas que me había casado, así que volví con mi joven esposa, como era natural. Al igual que mi padre: él volvió con su mujer, y yo con la mía.
Pero su padre volvió con su familia bajo la amenaza de la deportación a un campo de prisioneros. Koch no necesitó amenazas: instruido por su padre, se había convertido en un homo socialista.
Koch asegura que es la única persona con vida que puede describir, con sus documentos, sus fotocopias y sus fotos, el Muro desde el lado oriental. Tal vez sea porque la mayoría de la gente de este lado quiere olvidarlo. De hecho, parece que la mayoría de la gente de ambos lados quiere hacer como si nunca hubiese existido. El Muro se borró con tanta rapidez que apenas hay restos de él por las calles. Solo queda una pequeña parte del trozo más colorido, el que parece una lápida hortera.
En 1966, Heinz Koch consiguió descubrir quién era su padre biológico. Vivía en Holanda, así que el padre fue a la RDA con un visado de un día para encontrarse con su hijo. Vino como un turista corriente.
—Como yo estaba en la Stasi —dice Hagen—, a mi padre, a sus cuarenta años, lo echaron de su trabajo.
—¿Porque era familiar suyo no podía tener Westkontakte?
—Porque no les había contado lo de la visita. —La Stasi tenía que saber todo lo concerniente a los familiares lejanos de cualquiera, pero, sobre todo, de los suyos—. Fue entonces cuando mi padre me contó que era hijo ilegítimo, lo de su candidatura a la alcaldía y lo de las amenazas si no hacía de mí un buen socialista. Me pregunto cómo tiene que ser averiguar un día que tus padres te han criado como paradigma de un régimen en el que no creen.
Koch le dijo a su padre:
—Papá, si eso es así, ya he tenido bastante. Me largo.
Pensó: «Si mi trabajo es la razón de que mi padre no pueda ver a su padre, no quiero seguir aquí ni un minuto más.
—Presenté mi carta de dimisión —me cuenta.
Ese mismo día lo arrestaron y lo metieron en una celda. Presentaron cargos criminales en su contra: «Producción y reproducción de material pornográfico».
—¿Qué?
Le divierte mi asombro y vuelve a sacar algo de la caja. Es un panfleto grapado, hecho a mano. Tiene letras con la típica tinta morada de la Roneo y dibujitos. Koch había hecho una docena de copias del librillo para la boda de un amigo. Muy al estilo tradicional alemán, parodiaba al novio, a la novia y a los suegros. Había caricaturas de todos (completamente vestidos) con globos de diálogos; estaba muy lejos de ser pornográfico. Aun así, era ilegal. En el país cualquier tipo de impresión estaba prohibida a no ser que estuviese autorizada. La Stasi había llegado a desarrollar una técnica para relacionar la máquina de escribir de un particular con su letra. Era como sacar huellas dactilares del pensamiento. Koch había utilizado las máquinas de su despacho.
Lo tuvieron en la celda dos noches y no le dijeron a su mujer dónde estaba. No le permitieron ningún contacto con el exterior, nada de abogados ni llamadas; el procedimiento habitual. Al tercer día, la Stasi y la fiscalía registraron su piso en busca de más material «pornográfico» que aportar como prueba. No encontraron nada. Le preguntaron a la señora Koch, que experimentó una extraña mezcla de alivio y terror concentrado: de modo que era allí donde estaba…
—Le preguntaron —la voz de Koch se atenúa por el asco—, le preguntaron por nuestra vida sexual. Le dijeron que si algo iba mal en ese apartado, lo entenderían, puesto que podría ser el motivo de que su marido se hubiese convertido en un pornógrafo.
—No, no —empezó a gimotear ella. Les dijo que no había nada que fuese mal.
El fiscal del distrito prosiguió:
—Bueno, en tal caso, frau Koch, debo asumir que fue usted quien instó a su marido a elaborar esta pornografía…
—¿Qué pornografía? —La mujer estaba desesperada.
—Esta pornografía, que usted instigó. —En el piso no había más ruido que el de los hombres registrando—. Al parecer no tiene usted nada que decir. Déjeme que le haga una pregunta: ¿tiene a alguien que pueda cuidar de su pequeño durante los próximos cinco años?
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Porque me temo, frau Koch, que como instigadora de material pornográfico, las penas son bastante severas.
Ella se echó a llorar:
—No lo entiendo. ¿Qué quiere de nosotros? ¿Qué quiere de mí? ¡No se lleven a mi niño, por favor!
—Frau Koch —le dijo el fiscal—, tal como yo lo veo, lo único que podría hacer es distanciarse de manera creíble, repito, de manera creíble, de su marido y de lo que ha hecho. Solo así me sería posible pedirle al juez que se muestre indulgente en su caso.
—¿A qué se refiere? ¿Qué quiere de mí?
—Es muy sencillo —dijo abriendo su maletín—. Lo único que tiene que hacer es firmar esta solicitud de divorcio.
Siento una ligera desazón física.
Koch dice que le plantaron la solicitud de divorcio sobre la mesa y que ya estaba cumplimentada, con sus nombres, las fechas de nacimiento, los números de identidad y la dirección.
—La firmó —dice con calma—. La firmó por miedo a que nos quitasen al niño. Luego vinieron a verme a prisión con la… con la cosa ésa. —Al contarlo se le vuelven a revolver las tripas—. Y me dijeron: «Mire esto. Parece que su esposa no quiere saber nada más de usted». —Koch baja la voz—. En ese momento se me vino el mundo encima.
»Tres días más tarde vino a verme a los calabozos el secretario de mi partido. Era un hombre de unos cincuenta años con el pelo rubio y la cara colorada. Me dijo: “Koch, amigo mío, no he podido dormir en tres días. Por dios, ¿qué está pasando aquí? Tú siempre fuiste de lo más puntual y leal. Tan diligente y disciplinado. Tenemos que sacarte de este embrollo. —No paraba de recorrer la celda de un lado para otro—. El caso es que si tú te vas, el conocimiento se va contigo; el saber operacional se va contigo. Y el saber debe quedarse. O bien entiendes que cometiste un error pensando que podías dimitir o te encerrarán cuatro años y medio para que lo que sabes se quede aquí. —Extendió las manos en un gesto de compasión—. Lo sabes, Koch, solo te queda una salida: tienes que retirar tu dimisión y, como prueba de que has entendido que lo que hiciste fue un error, tendrás que renovar tu contrato, y prestarás servicio de por vida. —Puso dos documentos sobre la mesa, ya cumplimentados: una carta de retractación y un nuevo contrato—. Ah, ¿y qué es lo que me han dicho de tu esposa? ¡Qué horror! ¿Sabes qué? Es en tiempos como éstos en los que nosotros, el Partido, siempre estaremos a tu lado, camarada”.
—¿Creyó que su mujer lo iba a abandonar? —le pregunto a Koch.
—¡Lo tenía por escrito! —chilla—. ¡Lo tenía por escrito!
—Sí, pero ¿se lo creyó?
—¡Lo tenía por escrito! —Se ve que es un hombre que cree en los documentos escritos—. Además me dijeron: «Cuando te libres de tu mujer, de su influencia negativa, es posible que te asciendan».
»Estaba solo, en la cárcel… No tenía a nadie con quien hablarlo, así que le pregunté: “¿Entonces puedo entrar en la división cultural?”. Y me dijo que sí.
Me pregunto cómo funcionaba la Stasi por dentro: ¿a quién se le ocurrirían esas tramas chantajistas? ¿Solicitaban la aprobación de los planes? ¿Había folios que volvían con unas iniciales y un sello de «Aprobado», y acababan con un matrimonio, destruían una carrera, encarcelaban a una esposa, apartaban a un niño de sus padres? ¿Circulaban actualizaciones internas: «Cinco nuevas formas de romper un corazón»?
Cuando Koch salió de los calabozos hizo oídos sordos a todo lo que no era su aflicción. Se ve que le afecta contármelo.
—No quería saber nada más de esa mujer —me confiesa—. ¿Qué se creía, que podía dejarme en la estacada de esa forma y luego volver a ser mi esposa? Nos divorciamos. Nuestro hijo Frank, que tenía entonces cinco años, se fue a vivir con ella.
Intento ponerme en su lugar. Creo que lo que habría tenido más ganas de oír era una explicación de mi pareja diciéndome que todo había sido un tremendo error. Le digo que por qué no le preguntó…
—¡Porque no la habría escuchado! ¡No la habría escuchado! —grita y reproduce la ruptura con su mujer—: ¿Cómo te atreves a pedirme que te escuche después de lo que me has hecho?
Pero sí que escuchó a su hijo. Unos meses después, un día que llevó a Frank a tomar un helado, la historia salió a la luz. Frank estaba en el piso y había oído a los oficiales amenazando con llevárselo. Koch habló con su ex mujer. Un año después de su encarcelación y seis meses después de su divorcio, el señor y la señora Koch volvieron a casarse.
La Stasi lo sometió a medidas disciplinarias debido a su «inconstancia», y en los expedientes de ambos atribuyeron la segunda boda a «la repetida influencia negativa de frau Koch».