En agosto de 1961, un recluta novato de la Stasi llamado Hagen Koch recorrió las calles de Berlín con una lata de pintura y una brocha y pintó la línea por donde habría de pasar el Muro. Tenía veintiún años y era el cartógrafo personal del secretario general Honecker. Al contrario que la mayoría de líderes de Estado, Honecker necesitaba un cartógrafo: tenía que redibujar los límites del mundo libre.
El piso de Koch es una celdilla de una colmena de bloques donde otros muchos ex funcionarios de la Stasi y sus familias vivían antes de que el Muro cayese y siguen viviendo. Han pintado los balcones de un color rosado. En algunos hay sombrillas plegadas, invernando.
En el hombre que abre la puerta hay algo que brilla: una cara reluciente, entradas y cálidos ojos castaños. Koch esboza una amplia sonrisa y me estrecha la mano. Gesticula con exuberancia, como un maestro de ceremonias.
—Bienvenida al Archivo del Muro.
Por todo el pasillo hay colgadas fotocopias a color de lo que una vez fueron planos de alto secreto de la Stasi. Muestran diversas partes del Muro desde el aire, acompañadas por una leyenda en colores para las garitas de los guardias, los campos de minas, los perros y los cables trampa. En las paredes cuelgan banderines negros, amarillos y rojos de Alemania del Este, junto a la parte de arriba de un uniforme de la guarda de elite, del regimiento Felix Dzerzhinsky, colgada de un gancho y desinflada como un espantapájaros. Hay recordatorios del régimen aún más siniestros en aparadores con vitrinas. Al atravesar el pasillo me parece distinguir un tapete de croché con los colores nacionales.
Koch habla mientras caminamos y, para cuando llegamos a su estudio, va enumerando con los dedos los personajes célebres que han venido a verle a él y su archivo. Detrás de su escritorio, justo a la altura de la cabeza, reluce una placa con el martillo y el compás de la RDA. El cuarto está cubierto por artículos de periódico enmarcados. Las fotos muestran a Koch con sus visitantes, mirando fijamente a la cámara, con su resplandeciente cara de pan, de rasgos despejados: Koch con la reina de Suecia, Koch con un actor de Star Trek, Koch con Christo, el artista del envoltorio.
Se siente como pez en el agua con el diminuto micrófono de mi grabadora. Cuando le pregunto si puedo enganchárselo a la camisa me lo quita de las manos y lo maneja como una estrella de rock. Tiene los antebrazos dorados y un tanto velludos.
Le pregunto cómo se le ocurrió presentarse para trabajar en la Stasi.
—No, no, no, no. No funcionaba así. Tenían que elegirte.
Al parecer éste era uno de los pilares del sistema: «No nos llames, nosotros te llamamos a ti».
—Entonces, ¿quién lo eligió?
—A ver, un momento —me dice—. Así es difícil que lo entienda, sin entender mi infancia no podrá comprender por qué alguien como yo quería unirse a la Stasi.
Esto no es del todo cierto. He estado dándole bastantes vueltas a las razones por las cuales la gente quería unirse. En una sociedad dividida entre el «nosotros» y el «ellos», era normal que un joven ambicioso quisiese estar en el ajo y ser uno de los intocables. Si tu país no iba a dejar de existir nunca, y no te podías ir, ¿por qué no optar por una vida tranquila y una profesión que te procurase satisfacciones? Lo que me interesa es el proceso de asumir esa decisión una vez que todo ha acabado. ¿Se puede readaptar el pasado, esa pelusa que te cosquillea por dentro, hasta dejarlo resplandeciente como una patena?
—Mi infancia fue muy… —busca las palabras adecuadas—… muy RDA. —Sus cejas van arriba y abajo—. Todo lo que fue RDA positivo, todo, lo fui yo. —Koch alarga la mano hacia una caja grande de cartón que hay en el suelo, junto a su escritorio—. Fue mi padre quien me puso en este camino. —Se acerca la caja y saca una fotografía amarillenta de su padre en uniforme del ejército, con la cara que suelen poner los hombres en las fotos militares, como si ya estuviesen en otra parte. Luego vuelve a la caja y hace aparecer unas notas del colegio. Me las enseña por un instante y veo la anticuada letra gótica de otros tiempos. Koch empieza a leer—: «Hagen ha sido un alumno muy diligente y disciplinado»…
Sigue leyendo las notas. Estamos justo al comienzo de su vida. Miro la caja: es profunda. Parece que vamos a pasar la tarde de objeto en objeto plastificado.
—Tiene que comprender —me explica— que en el contexto de mi padre, y de la propaganda de la Guerra Fría, la RDA era como una religión. Era algo en lo que me educaron para creer…
Habla apasionadamente, en voz alta, a pesar de que estoy sentada muy cerca de él y de que la sala es pequeña. Veo cómo mueve las manos, y veo mi micrófono. Saca más fotografías y más documentos y le oigo decir: «Puede ver aquí, después de la guerra, que no teníamos ni colchones y llevábamos calcetines con agujeros…».
Pero yo estoy reflexionando sobre la RDA en cuanto que dogma de fe. El comunismo, al menos en su variante de la RDA, era un sistema de creencias cerrado; un universo en un vacío, finito, con sus propios cielos e infiernos prefabricados, con sus castigos y sus redenciones impuestos aquí mismo en la Tierra. Muchos de los castigos eran simplemente por falta de fe, o incluso por una sospecha de falta de fe. La deslealtad se calibraba por la más mínima de las señales: la antena orientada para recibir los canales occidentales, la bandera roja sin colgar el 1 de mayo, alguien que contaba un chiste subido de tono sobre Honecker para no volverse loco.
Me acuerdo de la hermana Eugenia de mi colegio explicando, con sus dedos rechonchos como salchichas, el «salto de fe» necesario para que el universo cerrado del catolicismo tuviese algún sentido. Sus dedos hacían el salto, rosa e inverosímil, mientras nosotros, los niños, dibujábamos los «frutos del espíritu santo» —el plátano de la redención, si no recuerdo mal— y lo más que podía pensar era en una persona con forma de salchicha saltando por un acantilado, convencida en todo momento de que la mano de Dios la iba a recoger. La sensación de que alguien evalúe tu valor interior, lo violenta que resulta la idea de que pueda ser medido, era lo mismo. Dios podía ver en tu interior y saber si tu fe era suficiente como para salvarte. También la Stasi podía ver en el interior de tu vida, pero ellos tenían muchos más hijos en la Tierra para ayudarles.
La RDA, en sus cuarenta años de existencia, intentó tenazmente tanto crear al socialista alemán como hacer que la gente creyera en él. El socialista alemán tenía que ser diferente del nazi alemán, y diferente del alemán occidental (capitalista imperialista). Se enseñaba la historia como una serie de inevitables saltos hacia el comunismo: partiendo del estado feudal, pasando por el capitalismo, para acabar finalmente —en el salto más grande hasta la fecha— en el socialismo. El nirvana comunista era el mundo que estaba por venir. Una instantánea de un diagrama darwiniano se enciende en mi cabeza y veo al hombre en una escala en la que cada vez va más erguido y tiene menos vello corporal: del mono al neandertal, al cromañón, al hombre moderno. Ahora, enfrente de mí, tenía al homo socialista, afable y agradable y muy, muy charlatán.
Mientras Koch vuelve a hundir la mano en la caja de cartón, me pregunto si alguna vez habría deseado ser un alumno problemático y poco disciplinado en vez de uno diligente y disciplinado; si le habría salvado de tener que llevar su caja explicatoria por la vida…
—Mi historia entronca directamente con la de mi padre. —Hagen Koch me vuelve a tender una fotografía de Heinz Koch, que me mira desde principios de siglo. Tiene los mismos ojos castaños que su hijo, pero la cara es algo más enjuta y menos rotunda.
Heinz Koch nació en una aldea de Sajonia el 5 de agosto de 1912, donde se crió como el hijo del sastre. Un día, cuando tenía dieciséis años, volvió corriendo de la escuela, destrozado, con su cartilla de notas en la mano. En el espacio para el nombre habían escrito: «Koch, Heinz, nieto del maestro sastre». Koch sacó una cartilla amarilla de la caja.
—Eso pasó el 23 de marzo de 1929 —dice, blandiendo el documento—. Ése fue el día en que mi padre se enteró de que era hijo ilegítimo: ¡su hermana mayor era su madre!
Heinz se quedó traumatizado por el hecho de que todo el mundo le hubiese mentido: ¿cómo pudieron ocultárselo durante tanto tiempo?
—¿Quién era su verdadero padre? —le pregunto.
—Ahora llegaré a eso —me explica Hagen—. Según el código moral alemán de la época, ser hijo ilegítimo era algo horrible, vergonzoso. Sus amigos le condenaron al ostracismo y dejó de ir a la escuela. Decidió enrolarse en el ejército, con la esperanza de que el uniforme ocultara el estigma de su nacimiento. En septiembre de 1929 firmó un contrato por doce años de prestación.
Heinz Koch no contó con lo que estaba por llegar. Para cuando su contrato debía expirar, en octubre de 1941, estaba destacado como parte de las fuerzas de ocupación nazi y no podía licenciarse. En mayo de 1945, cuando Berlín claudicó, el sargento mayor Koch consiguió volver a Dessau, junto a su mujer y sus dos pequeños. Viajó a través de un paisaje plagado de cráteres, por ciudades llenas de escombros, cañerías y tuberías a la vista. La gente se había vuelto loca con tantos secretos y penurias. Por los bosques y los caminos había refugiados, criminales de guerra, grupos de bombarderos aislados y fuerzas aliadas que acababan de empezar la Guerra Fría entre ellos, antes de que la caliente diese sus últimos estertores. En Dresde le pareció oler a carne quemada. Sin embargo, una semana después de que la guerra acabase, Heinz Koch estaba en casa. En la conferencia de Potsdam, Dessau fue entregada a los rusos. Lo licenciaron del servicio activo.
Koch habla, escarba en su caja de documentos, habla. Luego se echa hacia delante como para confiarme una información de gran valor. Puedo oler su aftershave.
—El 1 de septiembre de 1945 —me cuenta—, el mando soviético le expidió a Koch un «permiso para montar en bicicleta».
—¿Para qué necesitaba la gente un permiso para montar en bici? —le pregunto.
—¡Porque podían llevar mensajes! ¡Transmitir noticias! —chilla Koch—. No había más medios de transporte. Los que iban en bici podían eludir los puntos de control y mantener encuentros clandestinos.
Es evidente que el ambiente de control paranoico ya se había asentado durante el mandato ruso. De todas formas, empieza a preocuparme el nivel de detallismo al que hemos llegado. Miro de reojo su caja sin fondo, preguntándome si nos habremos estancado porque sí o si la historia de la bicicleta llevará a alguna parte. Luego, cuando me da la espalda para meter el documento dentro de la caja, me dice:
—Antes de nada, como comprenderá, tenían que investigar su expediente para comprobar que no era una mala persona.
¿Ésa era la cosa? ¿Estaba Koch utilizando la prueba de la que disponía —en este caso, un permiso para bicicleta— para construir o confirmar la historia de la inocencia de su padre durante la guerra? Es evidente que hay una parte del pasado que no puede respaldar ni con hechos ni con documentos. Lo único que tiene es un permiso para montar en bicicleta.
Apenas acabó la guerra, los aliados se repartieron al enemigo conquistado. Los ingleses, los estadounidenses, y más tarde los franceses, se quedaron con las partes occidentales de Alemania, mientras que los rusos se quedaron con los estados de Turingia, Sajonia, Sajonia-Anhalt, Mecklenburgo-Pomenaria Occidental y Brandenburgo. Otro tanto hicieron con Berlín, que se dividieron del mismo modo: los barrios occidentales para los ingleses, los estadounidenses y los franceses, y los orientales, para la URSS. Como la ciudad estaba en plena zona oriental, los barrios occidentales se convirtieron en una peculiar isla de administración democrática y de economía de mercado dentro de un paisaje comunista.
En sus zonas, las potencias occidentales se dedicaron a dar caza a los nazis más renombrados y a establecer sistemas democráticos de gobierno: estados federados, división entre el poder político, administrativo y judicial y garantías para la propiedad privada. En 1948 transfirieron estas instituciones a la recién creada República Federal de Alemania (Alemania Occidental), junto con inyecciones enormes de fondos del Plan Marshall.
Los rusos administraron directamente las partes orientales de Alemania hasta que en 1949 se estableció la República Democrática de Alemania como estado satélite de la URSS. Se nacionalizaron la producción y las fábricas, las propiedades pasaron a manos del Estado y se subvencionaron la sanidad, el alquiler y la comida. Se instauró una norma de monopartidismo con un servicio secreto todopoderoso para defenderla. Los rusos, que habían rechazado el capital estadounidense, saquearon la producción de Alemania del Este en beneficio propio. Destriparon las fábricas para llevarse maquinaria y equipamiento que luego mandaron a la URSS. Al mismo tiempo, desplegaron una retórica de «hermanamiento comunista» con los alemanes orientales, a los que habían «liberado» del fascismo. Fueran cuales fuesen sus historias personales y sus filiaciones individuales, las gentes que vivían en esta zona tuvieron que pasar de ser nazis (al menos, retóricamente) un día, a comunistas y hermanos del antiguo enemigo al día siguiente.
Y casi de la noche a la mañana los alemanes de los estados orientales se declararon, o fueron declarados, inocentes del nazismo. Parecía como si ahora creyesen que los nazis habían venido y habían vuelto de las regiones occidentales de Alemania, que eran gente ajena a ellos, lo que de ningún modo era cierto. Se rehízo la Historia con tanta rapidez, y con tal éxito, que se puede afirmar sin faltar a la verdad que los orientales no se sentían, y siguen sin sentirse, como los alemanes responsables del régimen de Hitler. Este truco de magia histórica debería figurar entre las maniobras más extraordinarias de inocencia del siglo pasado.
Una vez vi en Dresde, en un puente azul sobre el río Elba, una placa que conmemoraba la liberación de los alemanes orientales de los opresores nazis por parte de sus hermanos rusos. Me quedé mirándola un buen rato; era un pequeño objeto que había perdido el brillo por la suciedad del aire. Me pregunté si la habrían puesto justo después de que los rusos entraran en una Alemania vencida o si tuvo que pasar algo de tiempo antes de empezar a reescribir las cosas.
Para crear un nuevo país de la nada, con nuevos valores y ciudadanos socialistas de nuevo cuño, es necesario empezar por el principio: por los niños. No tardaron en despedir a los maestros de escuela de las regiones orientales, pues hasta la fecha su labor había consistido en educar a los niños en los valores del régimen nazi. Había que crear maestros socialistas. Las autoridades establecieron un sistema de formación de seis meses para «maestros del Pueblo», que más tarde se repartirían por las escuelas. Hacia febrero de 1946 Heinz Koch, que ni siquiera había terminado el colegio, ya era maestro titulado en la aldea de Lindau, a trece kilómetros de Dessau.
En octubre de ese mismo año se celebraron las primeras «elecciones democráticas libres» de Alemania Oriental. De hecho, a lo largo de toda su existencia, la RDA celebró elecciones con regularidad. En las papeletas aparecían los nombres de los representantes de los partidos mayoritarios: réplicas exactas de los partidos que existían en Alemania Federal. Había demócratas cristianos de centro derecha (la CDU), demócratas libres (más tarde el FDP) y comunistas (el SED). Durante cuarenta años, una elección tras otra, los resultados se hicieron públicos por televisión: siempre ganaban, por mayoría absoluta, los comunistas. Las mayorías desafiaban la credibilidad: 98,1 por ciento; 95,4 por ciento; 97,6 por ciento.
Sin embargo, nada de esto resultaba evidente en 1946. Por esa época, en cierto modo era posible, solo posible, que surgiese un estado socialista que hiciese honor a lo «democrático» de su nombre. Todos habían sufrido el infierno en la Tierra, así que, ¿por qué no iban a merecerse el cielo? Los sueños de las gentes estaban afilados por el sufrimiento, tallados en formas cortantes y definidas.
Heinz Koch fundó la delegación de los demócratas liberales de Lindau y se presentó a la alcaldía. Allí, septiembre es un mes de largas puestas de sol, de luz tardía cayendo sobre las hojas, aun en los árboles. Incluso en esa tierra de escombros y polvo había sitio para la esperanza. Al fin y al cabo eran unas elecciones: había partidos, había candidatos, había campañas locales y colegios electorales. Y había una papeleta en la que el nombre del candidato del Partido Comunista estaba el primero de la lista. Podía ser una coincidencia, salvo porque junto al nombre del candidato, Paul Enke, no ponía «candidato del SED», sino «alcalde».
No obstante, cuando salieron los resultados, quedó claro que Heinz Koch había ganado las elecciones. Lindau era diminuto: los demócratas liberales obtuvieron 363 votos, el SED, 289 y la UDC, 131. La gente ya no quería más izquierda o derecha, querían a moderados.
—Pero Enke, el comunista —me explica Koch—, era el presidente de la comisión electoral, y no tardó en convocar una reunión en el ayuntamiento «para evaluar el voto».
Koch me cuenta que el vestíbulo estaba lleno de mujeres, algunas con niños. También había algún que otro anciano, pero apenas había jóvenes u hombres de mediana edad. Enke les dio la bienvenida y luego se dirigió a la audiencia:
—Bueno, pero ¿dónde están los hombres?
Se produjo un silencio, un siseo.
—Caído en la guerra —surgió una respuesta.
—Desaparecido en combate —dijo otra voz.
—No lo sé —dijo con calma otra mujer.
Luego resonó una voz desde el fondo del vestíbulo:
—Mi marido es prisionero de guerra en Rusia.
Enke cogió la oportunidad al vuelo.
—¿Cuántos de vuestros hombres están en campos de prisioneros? —preguntó. Las manos empezaron a alzarse, al principio despacio, luego cada vez más—. ¿Y cuánto tiempo sirvió su marido en el ejército? —le preguntó Enke a una mujer sentada en las primeras filas.
—Un año —dijo. Las respuestas empezaron a llegar desde todos los rincones de la sala: cinco años, tres años, siete años.
—¿Y por eso fueron capturados como prisioneros de guerra?
—Así fueron las cosas —dijeron las mujeres.
—Bueno, entonces déjenme que les pregunte si creen que es justo que sus hombres, que sirvieron tres, cinco, siete años en el ejército, estén en prisión, cuando el sargento mayor Koch, aquí a mi derecha, que sirvió durante dieciséis años al ejército fascista imperialista, ha escapado de rositas sin un solo día de castigo.
—Así fue como sentenciaron a mi padre a siete años en un campo de prisioneros de guerra —me explica Koch.
—¿Cómo? ¿Así sin más? —pregunto. Ahora sí se le ve exaltado.
—Los rusos llegaron y lo metieron en prisión preventiva. Así funcionaban las cosas. Si mi marido está ahí muriéndose de la pena, él no va a ser menos.
Entre 1945 y 1950 la policía secreta rusa encarceló a presos de guerra, a nazis y a otros soldados como Heinz Koch que se cruzaron en su camino. Reutilizaron los campos de concentración nazis de Sachsenhausen y de Buchenwald y de otros sitios, y cuando éstos estaban llenos, construyeron nuevas prisiones o mandaron a la gente a Rusia. Se estima que unas 43.000 de estas personas murieron por enfermedad, inanición o torturas después de la guerra. En Lindau la gente ayudó a los vencedores a castigar a sus compatriotas y lo llamaron justicia.
Después de casi un mes en prisión preventiva, el 22 de octubre de 1946, Enke fue a visitar al preso. Heinz pensó que le había llegado la hora. Enke empezó con una táctica inusitada.
—Me he enterado de que hoy es el cumpleaños de su esposa.
—Sí.
—Sería una bonita sorpresa de cumpleaños que volviese a casa, ¿verdad? ¿Qué me dice a eso?
Heinz estaba confuso. Se había estado haciendo a la idea de la deportación.
—¿Hay alguna posibilidad?
—Por supuesto. Al fin y al cabo, soy el alcalde y lo que yo digo va a misa.
Hubo una pausa, y luego se aclararon las cosas.
—¿Cuáles son las condiciones? —preguntó.
—Relájese, camarada, relájese. Es muy sencillo, de verdad. Lo único que tiene que hacer es dejar a los demócratas liberales y unirse a nuestras filas. Conviértase en miembro del Partido Socialista Unificado. En cuanto esto ocurra lo mandaré a casa. De hecho, lo podría mandar a casa hoy mismo.
Koch me mira fijamente.
—¿Qué habría hecho usted? —me pregunta—. ¿Qué debería haber escogido mi padre?
—A su mujer y su propia vida, está claro —le respondo.
Koch está satisfecho, sonríe, asiente y mueve el micro.
—Pues sí, en el cumpleaños de su mujer Heinz cambió de partido y volvió a casa.
Fue así como el Partido Comunista de Lindau eliminó toda oposición y, al mismo tiempo, colocó a uno de sus rivales como maestro de la escuela de primaria local, bajo la amenaza de deportarlo a un campo de prisioneros de guerra. Lo tenían donde podían vigilarlo: solo había una escuela, y los hijos de los miembros del Partido asistían a ella.
Ese mismo año, algo más tarde, Hagen empezó la escuela. Heinz enseñaba a todos sus alumnos la doctrina del comunismo, incluido a su propio hijo. Se encontró formando buenos ciudadanos comunistas para un régimen que había intentado acabar con su familia y con su vida.
A finales de 1946, los comunistas fundaron los Junge Pioniere, una asociación juvenil pensada para inculcar a los jóvenes el amor por Marx y por su patria. Para los mayores se crearon las Juventudes Libres Alemanas. El esquema era idéntico al de los Pimpfe nazis para los niños pequeños y al de las Juventudes Hitlerianas para los adolescentes. La gente bromeaba con el hecho de que las Juventudes Libres y las Juventudes Hitlerianas eran tan parecidas que solo se las distinguía por el color de las pañoletas del cuello. En ambas había reuniones, linternas, juramentos de lealtad y una ceremonia de confirmación a los trece años, entre velas y consignas que parecían oraciones.
Se instaba a todos los niños a unirse a los Pioniere. Pero esto sucedió demasiado pronto, a juicio de los aldeanos de Lindau, que se opusieron de plano a ver una vez más a sus hijos marchando en fila india y se negaron a ponerles los uniformes dijeran lo que dijesen los mandamases. Heinz Koch fue arrestado y lo metieron en prisión preventiva.
Enke le dijo:
—¿Cómo quieres que el resto de niños se alisten si el propio hijo del maestro no lo hace?
Era necesario que Heinz Koch diese ejemplo a través de su hijo. Lo liberaron y le dieron una nueva oportunidad para demostrar por qué no debía ser deportado.
Koch se vuelve hacia su caja y saca un pequeño pañuelo azul.
—Así que, en consecuencia, el 13 de diciembre de 1946 me convertí en el primer niño que llevó la pañoleta al cuello.
De este modo, Hagen Koch se transformó en un Musterk-nabe, un niño modelo del nuevo régimen.
Mi mirada ha empezado a deambular por la pared que tiene detrás. Junto a la placa dorada hay un calendario de desnudos que exhibe un torso de mujer en medio del bosque. El fotógrafo le ha cortado la cabeza y las piernas por debajo de la rodilla. El pie de foto reza: «Coto salvaje».
Hagen Koch vuelve una vez más a su caja, a su colección de extraños talismanes de un mundo desaparecido.
—Déjeme que le enseñe este escarabajo.
Saca un póster y lo desenrolla con cuidado. «¡ACABEMOS CON EL ESCARABAJO AMERICANO!», pone en letras mayúsculas en la parte de arriba. Debajo hay un dibujo de un niño mirando el suelo con una lupa: hay un escarabajo con rostro y grandes dientes de persona. El bicho lleva una chaqueta con los colores de la bandera estadounidense y la cara es la del presidente Truman.
—Nuestra escuela estaba llena de estos carteles —dice, y me explica el porqué.
En 1948 los rusos decidieron que ya estaban hartos de la pequeña isla de imperialismo capitalista que suponía Berlín Occidental. Estaba infectado de espías de países enemigos, y era un punto de apoyo para los aliados en pleno suelo socialista. En un asedio moderno, las fuerzas de Stalin cortaron las comunicaciones por tierra entre Alemania del Este y Berlín Occidental. La noche del 24 de junio de 1948 cortaron el suministro de la planta eléctrica oriental que abastecía la ciudad. Los berlineses occidentales se morirían de hambre en la penumbra.
Pero los aliados no estaban dispuestos a abandonar al millón de berlineses occidentales. Durante más de un año, de junio de 1948 a octubre de 1949, mantuvieron con vida a la ciudad por vía aérea. Durante ese tiempo los aviones británicos y estadounidenses hicieron 277.728 vuelos a través del espacio aéreo soviético para lanzar fardos de comida, ropa, tabaco, medicinas, combustible y maquinaria, incluidos componentes para una nueva central eléctrica, para la gente de Berlín Occidental.
En el Oeste, a los aviones empezaron a llamarlos «Rosinenbomber» o «bombarderos de pasas», porque traían comida. Pero en el Este, a Koch y sus compañeros de clase les dijeron que los aviones enemigos rociaban los cultivos de Alemania Oriental con escarabajos de la patata para destruir las cosechas.
—Lindau estaba prácticamente en la ruta de vuelo, los aviones pasaban día y noche —dice Koch—. Ésa fue la imagen del enemigo que nos vendieron, y en un lugar donde la gente no recibía noticias del exterior no había nada más en lo que creer.
—¿Cómo podía ser creíble que los estadounidenses hiciesen algo así? —le pregunto. Parecía improbable que una superpotencia nuclear fuese a cargar sus aviones de escarabajos vivos y cruzar el Atlántico con ellos.
—¡Porque acababan de bombardear un edificio en Dresde! —grita—. ¡Ese bello centro de la cultura alemana! ¡Qué poca sensibilidad! Y hasta habían lanzado dos bombas atómicas en Japón. ¡Eran el demonio en persona! ¿Qué más pruebas hacían falta?
Bombas, armas nucleares y ahora plagas bíblicas.
—Le estoy contando cómo funcionaba la propaganda —prosigue—. Me crié con eso.
Por esa época todavía había racionamiento. El azúcar escaseaba y los caramelos eran un lujo. Pero había un plan para incentivar a los niños.
—Por cada escarabajo que recogíamos nos daban un penique. Por una larva, medio penique. Y por cada cien, nos daban tarjetas de diez raciones de azúcar. Así que los niños nos íbamos a los sembrados cada vez que teníamos un minuto y nos dedicábamos a buscar escarabajos y larvas, larvas y escarabajos. Los entregábamos y nos daban más caramelos de los que podíamos comer.
En la cabeza de Koch, el dulce sabor de la recompensa está relacionado con fastidiar los planes de los estadounidenses para acabar con el cultivo de la patata y para que la gente pasase hambre. Esta historia —sobre insectos y caramelos y la creación de un enemigo— es la historia de la creación de un patriota.