Pasan varios días en los que mi principal actividad consiste en alimentar y vaciar la caldera. Ahora me abrigo bien y me voy para la estación. Cerca de la entrada hay un estudio fotográfico. Siempre me fijo en las fotos de muestra del escaparate, para ver a los locales como quieren que se les vea. Hay bebés pelones con lazos en la cabeza; hay instantáneas de bodas con la novia montada en una moto a modo de paquete; hay un joven con peinado cheroqui agarrando orgulloso a su novia, como si acabase de atraparla. Las fotos van cambiando, pero hoy, como siempre, hay una de una mujer de una belleza deslumbrante, una belleza tan delicada que me quedo mirándola como si fuese un jeroglífico, o una respuesta.
En el tren hay otra bella mujer sentada frente a mí. Lleva en el regazo un bebé con un vestidito con la espalda al aire. Me pregunto si el resto notará el encanto de esta mujer, o si estarán acostumbrados. El turco que hay a mi lado está absorto en otra cosa. Ve su propio reflejo en la ventanilla de al lado de la mujer, así que se saca un peine del bolsillo y se lo pasa con primor por el bigote. La joven madre mira a su bebé y yo no puedo apartar la vista de ellos. Cuando levanta la cabeza veo que tiene un pendiente en la nariz y cierta bizquera en sus ojos azules, aunque solo un poco, parecen atraídos por el aro como si fuese un imán.
Espero a un lado del aparcamiento de la estación de Potsdam. El resto de pasajeros pasa en riada por delante de mí hacia coches y tranvías y lugares que conocen. Cuando se van, me quedo sola, salvo por un hombre con vaqueros echado sobre el capó del BMW más grande y más negro que he visto en mi vida. Me saluda con la mano. Éste es mi chófer. Éste es, por ahora, mi último hombre de la Stasi.
Herr Christian me estrecha la mano calurosamente. Tiene una amplia sonrisa torcida.
—He pensado que sería buena idea dar una vuelta —me dice con voz etérea y echando vaho—, para enseñarle algunos de los sitios donde solía operar.
—Perfecto.
Me abre la puerta del coche, lo rodea y entra por su lado.
Miro hacia él. Qué lejos está. Herr Christian ronda los cuarenta y cinco años, tiene una cara joven y lisa y una nariz que se ha roto varias veces. Lleva el pelo hirsuto y arremolinado en rizos rubios pegados a la cabeza, sobre unos ojos pequeños, azules y centelleantes. Me mira de frente, sonriendo con una sonrisa asimétrica, como un gánster, o un ángel.
—Vámonos —dice, y me doy cuenta de que cecea. Se pone las gafas de sol y enciende el motor.
La máquina surca las carreteras como un velero. La maneja con suavidad, más como un niño con un juguete que como un hombre con una valiosa alhaja negra y pesada. Atravesamos las calles de Potsdam, pasando por encima de adoquines que no notamos y entre grandes edificios en diversos grados de mal estado. Las ventanillas están tintadas y nadie nos puede ver.
Paramos enfrente de una mansión amarilla muy bien conservada, con dinteles blancos y setos.
—Ésta —me explica— era la «villa de codificación». —Herr Christian trabajaba aquí, codificando transcripciones de conversaciones telefónicas interceptadas en teléfonos de coches y walkie-talkies de la policía occidental—. Las conversaciones llegaban por télex y luego las codificábamos y las mandábamos a Berlín. —Se ríe entre dientes—. Codificábamos hasta lo más mínimo de lo que se decía, hasta los Ja, los Gutten Tag y lo que tomaban para comer. En Berlín tenían que saberlo todo. Y ojo, que también interceptábamos muchas conversaciones entre políticos occidentales.
Nos ponemos en marcha. Los plátanos a ambos lados de la calle están pelados, tienen los troncos moteados y sus ramas acaban en muñones coagulados. Forman figuras fantasmales de luz y oscuridad sobre el capó. A herr Christian le gusta hablar, se le ve a gusto. Parece tomarse con humor lo que hizo en la Stasi. Me habla como si formásemos parte de una misma conspiración.
—Nunca tuve mucha ideología —me explica. Dejamos atrás Potsdam capital y navegamos por una autopista. Adelantamos un Trabi color verde rana, con las ventanillas tintadas y un tubo de escape que echa mucho humo. Escrito sobre el maletero en unas letras onduladas y rosa fluorescente se lee: SOY TU PEOR PESADILLA. Nos reímos mientras lo dejamos atrás.
Cuando herr Christian tenía diecinueve años y estaba haciendo el servicio militar, le citaron en una sala especial para una entrevista.
—Me pregunté en qué habría metido la pata.
El hombre que había dentro iba de traje y fumaba tabaco occidental, y le preguntó a herr Christian qué quería hacer en su vida.
—Boxear en el club Dynamo —le respondió herr Christian. Dynamo era el club deportivo de las fuerzas armadas y de la Stasi. El hombre le hizo firmar un compromiso de trabajo con la Compañía.
—No me supuso mucho problema —me cuenta—. Pensé que eso me reportaría alguna que otra aventura. —Más tarde un accidente de tráfico acabaría con su carrera de boxeador pero, aun así, se quedó en la Stasi—. Siempre tuve un pronunciado sentido del deber a la hora de cumplir la ley, pensé que estaba haciendo lo correcto.
Salimos de la autopista y tomamos una carretera en desuso. A ambos lados el bosque se levanta en grandes pinos oscuros, todos de la misma altura y plantados en hileras. El coche se sumerge y emerge en la carretera como un barco, hasta que llegamos a una valla con un cartel de NO PASAR. Herr Christian no se detiene. Aparcamos ante lo que parece un montículo de tierra. Hay edificios anexos por aquí y por allá.
Se vuelve hacia mí y su chaqueta de cuero hace un ruido adherente sobre los asientos de cuero.
—Esto era el búnker para la plana mayor de la Stasi de Potsdam en caso de catástrofe nuclear —me explica—. Estuve aquí un tiempo de guarda. La entrada estaba en uno de esos edificios. —Señala un cobertizo gris de fibrocemento—. Si bajabas unas escaleras, llegabas a un enorme complejo de hormigón bajo tierra. Cuando lo construyeron tuvieron que retirar toneladas y toneladas de tierra en camiones disfrazados de transporte de animales y tirarla lejos de aquí. El búnker tenía todo lo que pueda imaginarse: comida, medicinas, cuartos para dormir, equipamiento de comunicación, mesas de pimpón, de todo.
En la RDA había muchos búnkeres para que se salvasen los agentes de la Stasi y pudiesen luego repoblar la Tierra, si es que se acordaban de meter a alguna mujer entre ellos.
Un policía de uniforme verde se nos acerca. Es joven, lleva la cara muy bien afeitada y tira de la correa de un pastor alemán.
—¿Qué están haciendo aquí? —pregunta.
Herr Christian le cuenta que trabajó aquí de guarda cuando era un búnker de la Stasi.
—Yo de eso no sé nada —le contesta—. Esto es propiedad federal y debo pedirles que se marchen.
En el coche, herr Christian se pregunta:
—¿Para qué lo usarán ahora?
En vez de volver por donde hemos venido, por la autopista, hace maniobras con el coche por una serie de caminos embarrados a través de los pinos. En algunos puntos se ve un claro entre los árboles y veo por dónde pasaba el Muro, una franja que no es más que un tajo arenoso en pleno bosque con maquinaria de perforación y viejas garitas cubiertas de pintadas. Le pregunto a qué se dedica ahora.
—Pues soy… soy detective privado —dice con timidez—. Sí, la verdad es que más o menos me dedico a lo mismo que antes. En esta… segunda vida.
—¿Y cómo le va el negocio?
—No me sale tanto trabajo como quisiera y la mayoría suelen ser de los que no acepto. —Tose un poco y me mira bajo sus cejas.
—¿De cuáles?
—Casos matrimoniales —contesta, volviendo los ojos al sendero—. Ésos no los cojo; cuando uno de los cónyuges sospecha de que el otro tiene una aventura y quieren que le sigan. —Saca y enciende un cigarro de un paquete blando de Stuyvesants y le da una buena calada—. Cuando todavía era un novato en la Stasi estaba casado, pero no éramos felices y me enamoré de una profesora de mi hijo. Tuvimos una aventura. Se lo confesé a mi mejor amigo y resultó que tenía lo que llamaríamos un sentido de la lealtad demasiado desarrollado: lo contó en el trabajo. Me confinaron en solitario durante tres días. Luego me degradaron y me hicieron trabajar un año en una obra. Mi supervisor me dijo: «Cualquiera puede tener una aventura, pero hay que informar de todo».
La Stasi no podía soportar que hubiese algo en la vida de uno de los suyos que ellos no supiesen. Pero, al parecer, herr Christian siempre supo que hay cosas que son privadas. Exhala dos hilos de humo por la nariz en la oscuridad del coche.
—La verdad es que cuando tuve que trabajar en la obra me asusté. Sabía tanto por haber estado trabajando en el centro de codificación que pensé que vendrían a por mí. Temía sufrir algún accidente de tráfico o algún percance laboral o que se sacasen de la manga alguna condena. —Sacude la cabeza—. Simplemente no acepto casos matrimoniales. Es una cuestión de dignidad.
Después de su paso por la obra y de casarse con su nuevo amor, herr Christian fue aceptado de vuelta al redil y lo colocaron como personal de seguridad encubierto en los edificios de la Stasi.
—Debemos de estar ya cerca de donde hice la mayor parte de mi trabajo —me dice—, el área de servicio Michendorf.
Salimos del ordenado y triste bosque para viajar por la autopista hasta un área de camiones que no parece tener nada de particular. El edificio principal tiene dos plantas de hormigón gris, con una cafetería abajo. Era la última parada de la autopista antes de que los coches del Oeste entrasen en Berlín Occidental. Sigue funcionando: en la explanada delantera hay unos viejos surtidores en curva y, junto a ellos, dos nuevas cabinas rosas de la Deutsche Telekom. Salimos y damos una vuelta por la gravilla. Herr Christian se pone las gafas en la cabeza y se enciende otro cigarro.
—En mi época lo teníamos todo vigilado. Aquella habitación de ahí arriba —dice señalando a unas oscuras ventanas abuhardilladas— estaba ocupada día y noche. Y desde ahí teníamos una panorámica de todo lo que pasaba aquí, de todos los vehículos que iban del Este al Oeste. Era alto secreto. La mayoría de los de la gasolinera eran confidentes, pero ni siquiera ellos sabían qué pasaba ahí arriba.
»Siempre teníamos al menos dos hombres vestidos de paisano observando sobre el terreno. Ése era mi trabajo. Llevaba un aparato para grabar en el bolsillo o, si estaba en un coche, cámaras en los faros delanteros. Teníamos equipos de sonido que podían captar las conversaciones de dentro de los vehículos. Había una cámara en aquel surtidor —señala la bomba de gasolina— que podía dirigir por control remoto para tomar un primer plano de alguien si me encontraba en la parte trasera. Lo teníamos bastante bien cubierto.
La función de herr Christian era cazar a los coches que podían contener polizones orientales con intenciones de escapar. Recorremos el área de descanso hasta el otro extremo. El cielo está del mismo color que el hormigón; estamos emparedados en gris. Me están empezando a latir del frío la punta de la nariz y los lóbulos de las orejas.
—El paso clandestino de personas al Oeste era un negocio que manejaban auténticos criminales: una vez que les habían colado por la frontera, les sacaban un buen pellizco a los pobres desdichados, como unos 20.000 marcos federales. O hacían que les pagasen antes, con reliquias familiares o colecciones de sellos. Los coches occidentales paraban en algún punto de la carretera y los del Este se encontraban allí con ellos; luego les pagaban y se metían dentro. Vi algunas cosas horribles. Había gente que drogaba a sus hijos y los metían en el maletero. Una vez abrí un portaequipajes y me encontré a una mujer con su hijo. Como iba de paisano se creían que era de la organización clandestina; recuerdo la alegría en sus rostros durante el instante en el que creyeron ser libres. —Apaga el cigarro y se mete las manos en los bolsillos de la chaqueta, con los hombros replegados contra el aire gris—. Tengo que admitir que eso era bastante duro, soy una persona sensible. Pero también soy muy respetuoso con la ley y pensaba que lo que hacían estaba mal. Fui criado desde mi más tierna infancia para pensar así.
—¿Qué les pasaba entonces?
—Los llevábamos a Potsdam, a prisión preventiva. Luego solían condenarlos, de un año y medio a dos años. Así era la ley.
»Pero había algunas cosas que eran divertidas —me cuenta, su aliento añade más humo al frío—. Creo que tenía el único trabajo del mundo en el que se podía llegar a un almacén por la mañana y decidir: “¿Quién voy a ser hoy?”. —Se ríe—. Tenía que elegir un disfraz. A veces era un guarda forestal, eso era un uniforme verde; a veces, un basurero, con mi mono; o alguien que reparaba el cableado. Me encantaba ir de turista occidental porque las ropas eran de mejor calidad (guantes de cuero de verdad), y conducía un Mercedes o, por lo menos, un Volkswagen Golf.
Volvemos al BMW y lo saca de su letargo con un clic.
—Pero ¿sabe cuál era lo mejor? —me pregunta volviéndose hacia mí—. Lo mejor —me da un golpecito jocoso en el hombro— era cuando me vestía de ciego: iba con el bastón, las gafas, el brazalete con los tres puntos. A veces hasta iba del brazo de una chica que me hacía de lazarillo. ¡Y me tenía que acordar de quitarme el reloj! —Contempla este lugar estéril, disfrutando con los recuerdos del trabajo bien hecho. Pasa un coche; somos solo dos pequeñas figuras montando en un gran coche en una gasolinera—. Sí, ser ciego era lo mejor para observar a la gente.
Se ríe con ganas, se pone las gafas de sol y arranca el motor de su enorme máquina negra.