Llamo a Julia y la invito a comer. Hago pasta con salmón, mascarpone, yema de huevo y nata: le echo todas las calorías habidas y por haber. Me llama por teléfono cuando ya casi es la hora a la que hemos quedado y me pregunta si me va bien que llegue tarde.
—Claro —le respondo—. ¿Cómo cuánto de tarde?
—Media hora.
—Vale, nos vemos.
Estoy mirando por la ventana de la cocina. Un hombre con guantes entra en el patio desde una de las galerías laterales con un cubo metálico de carbonilla naranja en la mano. Abre la tolva, y lo vuelca, y salen partículas con la consistencia del talco o algo incinerado. La tolva se cierra con un repiqueteo y una nube de polvo naranja. Hay carbonilla por todas partes. Aun cuando no la hueles, está ahí, en el aire anaranjado del invierno.
Cuando llega, Julia se muestra extrañamente educada, como una persona que va de visita a casa de alguien. Creo que está más acostumbrada a colarse aquí cuando no estoy. Nos sentamos en la cocina y abro una cerveza.
—¿Te importa si fumo? —me pregunta.
—Qué va. No sabía que fumaras.
—He vuelto hace poco —dice, se enciende un cigarro y se fuma solo la mitad antes de apagarlo.
Comemos y luego se enciende otro: lo sujeta de una forma estudiada, entre los dedos índice y corazón, moviéndolo de aquí para allá mientras habla. Está sentada en la misma silla del otro día, la que tiene amarrada la cuerda de la persiana. De espaldas a la ventana, su cara está a contraluz, sus ojos, brillantes y oscuros. Tras ella, el cielo está del color de la lana mojada. La he invitado a comer, pero ambas sabemos que todavía le queda historia que contar.
Empiezo preguntándole si notó que su vida se desarrollaba de otra manera una vez que cayó el Muro. Me pregunto cómo habría sido ver desaparecer la barrera que te ha tenido confinada y que el mundo se abra ante ti como una cosa extraña y tanto tiempo soñada.
—Bueno, es algo complejo —dice, pasándose una mano por el pelo. La electricidad estática de su manga le pone algunos mechones de punta—. Creo que… a lo mejor soy. —Se detiene—. Noto que no todavía. —Toma aliento—. Hay algunas cosas por ejemplo… —Hace una pausa—. Todo el asunto me desconcertó. —Echa el humo—. No solo eso sino lo que pasó después. Muchas cosas, cosas personales. Creo que todo el Wende de 1989 y todo lo que tuve que pasar después… Creo que lo experimenté de una forma más intensa que el resto.
Encuentra el sitio donde el linóleo está despegado del tablero de la mesa y empieza a hurgar con la uña:
—He estado hablando de eso con mi terapeuta y sigue volviendo una y otra vez sobre el tema… un tema que me resulta muy incómodo. Tiene que ver con el hecho de que no soy capaz de someterme a ninguna clase de autoridad. Y la cosa ha llegado a tales extremos que no soy capaz de llegar a ninguna parte a la hora —sonríe—, como has podido comprobar. Es que no puedo aguantar que se me imponga ningún tipo de orden.
Sirvo más cerveza. Es la segunda, o quizá la tercera, y está relajando la tarde. Por un momento me convierto en un ojo en una esquina del techo: veo a dos mujeres, como reflejos la una de la otra, ante una vieja mesa, en una vieja cocina del Berlín Oriental. Una tiene la camisa arremangada, la otra alarga las mangas de su jersey negro hasta los puños y solo saca las manos para fumar. Esta habitación parece un pequeño refugio del mundo exterior porque los colores del patio se filtran aquí, grises, marrones… aparte de la diminuta luz del piloto azul sobre el fregadero y de los restos de la salsa rosa en la sartén.
—Es difícil vivir en sociedad si no eres capaz de atenerte a la autoridad —comenta Julia—, y más en la sociedad alemana. Creo que la razón de que no sea capaz está relacionada con muchas cosas, como haber estado atrapada por el Muro, y trabajar en puestos por debajo de mis capacidades, donde no tenía expectativas, en hoteles y eso. Supongo que no soy capaz de aguantar las estructuras que te atrapan. —Habla ahora con un hilo de voz—. Aparte de eso, me violaron. Me pasó justo después de que cayera el Muro. Fue en el Este, y la verdad es que fue la gota que colmó el vaso.
Ahora me siento helada, y sobria, y tengo miedo de lo que estoy a punto de oír. Por entonces no supe lo mucho que le había costado a Julia contarme lo que le había pasado, y quizás ella tampoco. Una semana después me llamó y me dijo que después de eso había estado mala tres días.
Poco después de que el Muro cayera, a muchos presos de la RDA, la mayoría presos políticos, se les concedió la amnistía. Julia volvió a Turingia para una boda. Iba a pasar la víspera en el piso de la novia, un apartamento de una habitación en el ático de un bloque, mientras que su amiga se quedaría en casa del novio. Julia la acompañó abajo para que cogiera un taxi.
—Nunca se sabe lo que puede pasar en esos bloques de viviendas protegidas —dice—. Por lo general no hay nadie, puede ser un poco inquietante.
Al volver al edificio, había un hombre esperando el ascensor. Cuando llegó, ambos entraron y se quedaron de cara a las puertas que se cerraban.
—Entonces supe… —cuenta Julia—. Hubo un momento en que pensé que había algo que no marchaba bien y que debía salir corriendo por las puertas. Pero te enseñan a que te digas a ti misma «eso son tonterías», así que me quedé.
El hombre miró el botón que había pulsado Julia. Él no pulsó ninguno. El ascensor empezó a subir. Y entonces él se lanzó sobre el botón de emergencia.
Al rato el portero se dio cuenta de que uno de los ascensores se había quedado atascado, así que subió hasta arriba y llamó por el hueco del ascensor para ver si había alguien dentro. No obtuvo respuesta.
El hombre era enorme. Golpeó a Julia y le puso las manos sobre la cara. Le pareció que el tipo llevaba una peluca negra. Amenazó con matarla si gritaba, con matarla si llamaba a la policía. Cuando todo acabó ella se arrastró a gatas desde el ascensor hasta la puerta del piso. El hombre bajó corriendo las escaleras y escapó en la oscuridad.
Julia se pasó la noche sola, aterrada, en el piso. No había teléfono. El hombre andaba suelto y sabía dónde encontrarla. Al día siguiente consiguió reunir valor para ir a la comisaría. No recibió apoyo psicológico ni cuidados médicos, tampoco trato compasivo alguno.
—En la RDA la violación era tabú —me explica. La agente femenina que estaba de servicio se negó a examinarla y, en vez de eso, salió a fumarse un cigarro, de modo que fue un colega masculino el que llevó a cabo el examen físico completo, con Julia desnuda sobre una mesa. Luego la llevaron de vuelta a la escena del delito y le hicieron revivir todo paso a paso: tuvo que volver a darle al botón de emergencia y representar el ataque—. Era como si no me creyesen. Él, suelto por ahí, y ellos que no me ofrecían ningún tipo de protección.
Después se fue a la boda.
—No podía contárselo a nadie. Les habría chafado el día —me cuenta—. Me maquillé mucho y, no sé cómo, aguanté.
Pasamos toda la tarde en la cocina. En cierto momento se pone a diluviar, trozos de cielo fragmentado contra la ventana. Julia medio fuma sus cigarrillos y cuenta su historia. No hay lágrimas; parece como si no sintiera ninguna lástima de sí misma.
Me cuenta que sus padres no supieron cómo ayudarla. Las autoridades no tardaron en capturar al hombre, un violador en serie con una larga lista de condenas previas. A Julia le fue imposible continuar con sus estudios, le asustaba hasta lo más mínimo. Una vez más, volvía a sentirse separada del resto de la gente. En algún momento, antes del juicio, aceptó una oferta de lectora para dar clases durante un semestre en San Francisco, donde encontró a gente con la que podía hablar sobre la violación, gente que la ayudó. Cuando volvió, tuvo que enfrentarse de nuevo a él.
—Casi diría que el juicio fue lo peor de todo. Si me volviese a pasar, nunca se me ocurriría denunciarlo —me dice con solemnidad—. Mataría al hombre.
Julia tuvo problemas para encontrar representación legal, y problemas para costeársela. Mientras estaba en Estados Unidos al hombre lo declararon culpable de otra violación que había cometido en esa misma cacería, «una peor todavía: a la chica tuvieron que hospitalizarla». Durante el juicio de Julia, el abogado del hombre alegó como atenuante que estaba bajo los efectos del alcohol y atacó la credibilidad de Julia como testigo:
—Si este hombre le puso las manos sobre la cara, ¿cómo es posible que no pudiese ver el color de su pelo?
Ella contestó que no lo sabía. La esposa del hombre declaró que había pasado toda la noche en casa, pero la madre de él también vivía con ellos y contó que ese día su hijo se había teñido el pelo de negro y había salido; no había vuelto a casa hasta bien entrada la noche, momento en que había quemado sus ropas en la incineradora del patio de atrás. La mujer posó su mirada en Julia y le dijo: «Lo siento». El violador fue condenado, pero Julia volvió a sentirse violada.
Después del juicio, se fue a vivir sola a Lichtenberg, en Berlín Oriental. Le costaba salir del piso.
—Si tenía que comprar algo en alguna tienda —recuerda—, me levantaba por la mañana y me ponía la ropa más ancha que tenía, capas y capas cubriéndome el cuerpo. Luego bebía cerveza, ¡por la mañana!, hasta que estaba lo suficientemente ciega como para salir por la puerta.
Irene, su madre, no podía entender por qué no era capaz de superarlo. Julia estaba conmocionada, se había abandonado y tenía tendencias suicidas, pero una vez a la semana se vestía, bebía e iba hasta la estación para llamar a Irene desde una cabina y decirle que todo iba bien.
Hay un cigarro olvidado en el cenicero. El pálido hilo de humo es obra de las corrientes invisibles de la habitación.
—Me quería morir —dice Julia—. No veía cómo podía seguir viviendo una vida en este mundo, y menos todavía una vida normal. —Consideró la idea de tirarse a las vías de tren en la estación de Lichtenberg, pero la imagen de sus hermanas leyendo la noticia en un periódico la horrorizaba. En vez de eso, dejó de comer—. Parecía el camino más fácil. Estaba tan perturbada, tan al límite de mis capacidades… —Su hermana fue a verla y se dio cuenta de lo poco que comía—. En realidad le debo la vida —afirma Julia—. Le decía que ya no podía más, pero ella contaba los bocados y no me dejaba parar.
Julia ha podido ir estudiando, a trancas y barrancas, durante los últimos seis años. Ha tenido extraños trabajos para llegar a fin de mes, «lo que iba encontrando y lo que me iba surgiendo», algunas traducciones, empleo en tiendas de ropa de segunda mano, clases particulares, el trabajo en la inmobiliaria.
Está convencida de que durante las amnistías de 1990 se cometieron errores y soltaron al violador en serie.
—Fue horrible que me pasara justo en esa época. Vamos, que antes de que las cosas buenas de Occidente llegasen a nosotros, esa cosa negativa, la liberación de criminales, va y me afecta.
Vio un documental que denunciaba que se había liberado a criminales habituales durante la confusión de la liberación de presos políticos. Que el hombre que la violó estuviese entre ellos, o que simplemente le tocase salir (como volvería a hacerlo en breve) no cambia la experiencia de Julia: el final del estado de seguridad supuso también para ella el final de su seguridad personal. En cierto modo, el sistema que la había encarcelado también la había protegido.
—En el Este eran más rápidos a la hora de encontrar y condenar a la gente —dice. Muy en el fondo, y por razones imposibles de borrar, asocia la caída del Muro con el fin de lo que le quedaba de esfera privada, después de que la Stasi la hubiera destrozado.
Julia dice que tiene que irse, que ha quedado con su hermana.
—Sí, claro —le contesto, pero no puedo pensar nada más. Se da cuenta de que me he quedado conmocionada.
—Creo que lo que estás haciendo es importante —me dice, como para reconfortarme, y me siento abochornada—. Para que todo el mundo pueda entender un régimen como el de la RDA hay que contar las historias de la gente de a pie. No solo las de los activistas o las de los escritores famosos. —En sus ojos, verde grisáceo, hay una figura oscura. Al moverse, me doy cuenta de que soy yo—. Lo importante es cómo se las apañaba la gente corriente en el pasado.
—Creo que ya no sé muy bien lo que es «corriente».
—Sí —dice sonriendo—, ya sé que es algo relativo. Nosotros, los del Este, tenemos ventaja en cierto modo, porque podemos recordar y comparar dos sistemas distintos. —Su boca se tuerce en una sonrisa, recoge su tabaco y su mechero y se los mete en el bolsillo—. Pero no sé si eso es una ventaja. Total, puedes ver los errores de un sistema, la vigilancia, y los errores del otro, la desigualdad, pero en realidad no había mucho que hacer en uno, y tampoco es que haya mucho que hacer ahora en el otro. —Ríe con ironía—. Y cuanto más claro lo ves, peor te sientes.
Se va y voy hacia las ventanas que dan a la fachada para verla salir por la entrada del edificio. Veo su coronilla, revuelta y rubia y vulnerable como la de un niño mientras se inclina para meter una de las perneras de sus vaqueros por el calcetín. Luego pone el otro pie en el pedal y se va, Tiresias en bicicleta.
Llamo a Klaus:
—¿Te quieres emborrachar?
—Por supuesto. ¿Estás bien?
—Sí. —No me cree, pero es un alma caritativa y quedamos en el pub de abajo.
Me levanto y me duele la cabeza cuando la muevo. Necesito agua. Miro las palmeras arrugadas del salón (me derrumbé en el sofá). Reflejan mi estado anímico interior. Más horrible aún que mi cabeza, que mi boca y mis pobres pulmones, es esa vaga sensación de arrepentimiento. ¿Qué dije? Intento hacer memoria para recordar quién más había en el pub aparte de Klaus, y lo borrachos que estaban. No soy capaz. A modo de penitencia cósmica, me paso el resto del día en cama.
A última hora de la tarde decido ir a nadar. En la piscina de mi barrio el precio que pagas por entrar depende del tiempo que estás, a partir de una hora y media. La cosa no me cuadra (¿quién puede nadar tanto tiempo?), hasta que comprendo que la gente usa la piscina como bañera.
Yo quiero hacer largos. Hay cuerpos por todas partes, nadando o chapoteando, o lo que parece ser asearse directamente en la piscina. No hay carriles; no hay una dirección acordada. La gente va nadando a braza y en diagonal, con la cabeza fuera como patos. Incluso hay un hombre que va con las gafas puestas. Los niños se tiran en bomba desde el bordillo y un anciano descansa en una esquina mientras se toquetea los pelos de un lunar que tiene bajo el brazo.
Necesito que mis extremidades naden y que mis pulmones cojan aire. Tiene que ser posible hacer uno o dos largos. Tal vez haya un sistema para adelantarse los unos a los otros que todavía desconozco, una especie de normas de navegación. Escojo una parte de la piscina que parece menos transitada y empiezo con algo de estilo libre, pero no doy las brazadas que tengo por costumbre porque tengo que estar pendiente de los obstáculos que surgen por delante. No solo por delante: un adolescente que va nadando en diagonal por la piscina viene directamente hacia mí. Cuando vuelvo la cabeza para respirar, una niña con manguitos se tira y no me da de milagro. Miro hacia arriba. Una mujer con un bikini amarillo avanza hacia mí, nadando a perrito para no mojarse el maquillaje. No hay salida.
Me paro, me quedo flotando y medito sobre mi siguiente movimiento. Mientras planeo una trayectoria, me sobreviene una pregunta reveladora: ¿qué estoy haciendo en medio de este caos? ¿En esta ciudad caótica?
La mujer del bikini amarillo hace como si no me hubiese visto. ¿Qué es esto? ¿Un pollito nadando? Ya he tenido bastante. Decido seguir adelante. Lo mismo la fuerza bruta gana la batalla, así que doy rápidas brazadas. No soy una maravilla nadando y soy consciente de que estoy en Alemania Oriental, patria de las grandes estrellas —dopadas, marimachos y niñas prodigio—, pero por un instante soy nuestra Dawnie, soy Shane Gould, soy Susie O’Neill, soy una máquina humana de chapotear agua. ¡Vaya pollo! Yo tampoco la he visto. ¿Qué es lo que pasa conmigo?
Suena un silbato. ¿Qué? La mujer pollito parece satisfecha: el asalto ha terminado y la han declarado vencedora. Un vigilante con un bañador demasiado pegado viene hasta el bordillo para hablar conmigo, lo que provoca la diversión del resto de nadadores perritos.
—Aquí no se puede nadar —me dice—, es solo para baño.
Por Dios.
—Bueno, y entonces, ¿cuándo se puede nadar en esta piscina?
—Veamos —dice—, los martes es piscina climatizada; los miércoles por la mañana, solo mujeres; los miércoles por la tarde, mujeres con niños; los viernes por la mañana, hidroterapia y… Ah, sí, hay carriles para nadar de las cuatro a las seis de la tarde los lunes, los jueves y los viernes. Los fines de semana es baño libre, como hoy.
Ya veo. Me salgo. O sea que esto es el caos ordenado. Tendremos «baño libre» entre esta hora y esta otra, que es ahora. Permitiremos gorros extraños y bombas, y toqueteo de lunares y aseo y bebés, pero nada de nadar. La vida alemana es todo orden, hasta a los discapacitados les ponen brazaletes amarillos (¡amarillos! Se supone que son para alertar al resto de que tal vez necesiten ayuda, pero a los de fuera les resulta chocante: tres puntitos amarillos en la ropa). Esta piscina debe de ser el subconsciente del país: el desorden que origina todo ese orden.
¿Qué estoy haciendo aquí? La gente me está mirando. Me alejo y veo que la piscina del trampolín está casi vacía. Obedeceré: no nadaré en la hora de no nado. Me meto en la piscina del trampolín y me quedo en una esquina. Aquí nadie me ve y no creo que esté violando ninguna norma. ¿Qué estoy haciendo aquí?
Mi cuerpo no pesa y mis piernas están desenfocadas. Están acortadas y lejanas. Y entonces me viene. Estoy haciendo retratos de gente, de alemanes orientales, de los que en una generación no quedará ni uno. Y estoy pintando un cuadro de una ciudad en la vieja línea de falla entre el Este y el Oeste. Actúo contra el olvido, y contra el tiempo.
Otro pitido de silbato, muy fuerte. Miro hacia arriba y el vigilante está encima de mí, tan cerca que podía haber murmurado para llamarme la atención.
—Esto es una piscina de saltos —dice—, es solo para saltar. —Me quedo sin habla, así que añade por si acaso—: Y usted no está saltando.
Ahí me ha pillado. De todas formas, no es que haya nadie usando el trampolín. Con todo, no puedo razonar con un hombre armado con un silbato y dispuesto a utilizarlo, así que vuelvo a salirme.
En los vestuarios una rotunda mujer con un extraño uniforme me dice que mis zapatillas están empapando el suelo.
—Será porque están mojadas —le digo. Viene hacia mí y está a punto de decirme algo, pero cojo mi bolsa y me largo. Demasiadas normas.