Es el apellido de soltera de ella, no el de él, el que aparece en el timbre. Una mujer de rasgos delicados, de unos sesenta años, me hace pasar. Es morena, con melena corta, y lleva los labios y las uñas pintados de rojo. Frau Marta von Schnitzler era actriz.
—Bienvenida —dice tendiéndome una mano esmaltada.
Me lleva hasta el salón. El piso es pequeño pero luminoso. La acumulación de restos de una vida reposa en librerías y estantes y cuelga de las paredes: libros, cajas de medallas, figuritas y tazas de plástico llenas de bolígrafos.
En el salón, sentado en un sillón, hay un hombre con gafas cuadradas y una barba cuidadosamente delineada. Tiene la mano derecha —bastante lisa para alguien de setenta y nueve años— sobre el mango de un bastón. Saluda con un gesto de cabeza hacia donde estoy. Encima de la mesa de centro hay un termo con agua caliente, un bote de Nescafé y un frasco de medicinas. Frente a él herr Von Schnitzler tiene una gran copa de vino con algo que parece refresco rojo. Me siento enfrente. Tiene la cabeza más grande y más arrugada y los pómulos más pronunciados que en la tele, pero no cabe duda de que es «Sudel-Ede» o «el fantoche de Ede». Tras su cabeza reparo en otra fila de cabezas a la misma altura que cuelgan de un raíl para cuadros: un busto de Marx, un daguerrotipo de Lenin y, cuando avanza mi mirada, incluso una figurilla de cuerpo entero de Stalin.
—Herr Von Schnitzler —le digo—, me gustaría hacerle algunas preguntas sobre su biografía…
—Sí, eso es importante para a) la historiografía sobre mi vida y b) porque lo que habrá leído usted sobre mí es falso en un 95 por ciento.
Su voz parece un croar que sale de una garganta seca y mustia.
—¿Cree usted…?
—Yo no creo, lo sé. Es así. —Su voz va ganando fuerza y timbre.
—Pero he estado leyendo libros escritos por usted —le explico—… Ésos no estarán equivocados, ¿no es cierto?
—Bueno, en ese caso, es distinto —dice, pero ni siquiera esboza una sonrisa—. No, eso está bien, está muy bien.
No va a resultar fácil. Me mira desafiante. Oigo su respiración.
Karl-Eduard von Schnitzler[17] nació en 1918 en una familia berlinesa acomodada. Su padre, Julius Eduard Schnitzler, fue cónsul general del emperador Guillermo en Amberes y teniente del ejército prusiano. En 1913, el emperador elevó a Julius y a sus dos hermanos a la categoría de nobles, concediéndoles así el privilegio de utilizar el prefijo «Von». La familia se mantuvo cerca del poder durante el régimen nazi. Uno de los primos de Von Schnitzler era banquero de Hitler, otro era el director de ventas de la IG-Farben, la empresa que se encargaba de distribuir el gas venenoso ciclón B por los campos de concentración.
Karl-Eduard reaccionó en contra de la desigualdad de la riqueza y del nazismo que le rodeaba. A los catorce años quedó fascinado por el comunismo. Empezó a estudiar medicina para, al poco tiempo, formarse como industrial. Durante la Segunda Guerra Mundial sirvió en el ejército de Hitler. En junio de 1944, los británicos lo apresaron y lo enviaron al campo de prisioneros «antifascista» de Ascot; a los pocos días ya estaba haciendo un programa en alemán para la BBC llamado Prisioneros de guerra alemanes conversan con su patria.
Von Schnitzler fue liberado y volvió a Alemania en 1945, donde continuó con su programa desde la zona ocupada por los británicos de Colonia; sin embargo, no tuvo que pasar mucho tiempo para que sus férreas ideas comunistas le procuraran conflictos con los gerentes británicos, que lo despidieron.
En 1947 se mudó a la zona soviética. Cuando llegó le dijo a su futuro líder, Walter Ulbricht, que quería quitarse el «Von» de delante de su apellido. Ulbricht le dijo: «¿Está chiflado? Todo el mundo ha de saber que gentes de todo tipo se están pasando a nuestro bando».
Así fue como aquel hombre con el ridículo apellido de noble se convirtió en la cara mediática del régimen. El canal negro se estuvo emitiendo hasta el mismísimo fin, en octubre de 1989.
Von Schnitzler ha empezado a hablar y está dando todo lujo de detalles sobre la guerra.
Le interrumpo:
—Me gustaría hablar sobre El canal negro…
—Pero se está saltando usted una parte muy importante de mi vida, mi época como prisionero de guerra, cuando hacía un programa para la BBC…
—No me importa hablar de ello, pero depende del tiempo del que dispongamos.
—Yo dispongo de tiempo —replica—. ¿Cuánto tiempo tiene usted?
—Yo tengo todo el día —le digo—, pero no creo que queramos pasarnos hablando todo el día. Me gustaría hablar durante un par de horas.
Frau Von Schnitzler se ha acomodado lejos de nuestro campo de visión, pero al alcance del oído. El piso es más pequeño de lo que creía; no tiene nada que ver con la mansión donde nació Karl-Eduard. Creo que frau Von Schnitzler está cosiendo. Murmura algo sobre la hora que no logro oír del todo.
—Nein? —dice, al parecer a ella.
—Bueno, entonces, tal vez una hora —le sugiero.
Aun así, él sigue con su vida y milagros. Von Schnitzler pasó su carrera cribando y criticando la televisión occidental y no va a permitir que yo cribe ahora su vida. Ha cambiado a un ritmo de discurso autoritario que tiene ensayado, con ocasionales momentos de énfasis desbordado, cada uno de los cuales se convierte en una reprimenda para el oyente que ha disminuido su atención.
Alzo la mano y vuelvo a interrumpirle:
—Si solo tenemos una hora, estaría muy interesada en poder hablar sobre El canal negro.
Ahora se enfada.
—¡Pero es más importante hablar sobre la historia! —El bastón se le escurre y cae contra el sillón. Lo recoge—. ¡Puede leer libros y libros sobre El canal negro! —Sacude el bastón de un lado para otro—. Éste formó parte de la Guerra Fría. Yo fui una de las figuras prominentes de la RDA durante la Guerra Fría… —Se queda sin aliento y pierde el hilo.
—Sí —insisto—, y es la RDA lo que más me interesa.
—Ajá, ajá —dice, ahora de pronto más calmado. Reconozco este patrón de gritos impredecibles seguidos de arrebatos de sosegada razón de otros avasalladores que he conocido—. De acuerdo —continúa con la máxima cordialidad—, ¿qué quiere saber sobre El canal?
—¿Cómo surgió? ¿Fue idea suya o fue un encargo?
—Fue idea mía —asegura—. Una vez vi a unos políticos occidentales en el telediario soltando una sarta de mentiras asquerosas sobre la RDA y antes de que el programa acabase ya había preparado un guion para la emisión. Les demostré quién era yo. Y luego la pregunta fue: ¿con qué frecuencia? Insistí en que fuese una vez por semana. Hoy —se inclina hacia mí, enfurecido—, hoy podría hacer uno ¡todos los días! —Se trata de una rabieta pensada para asustarme—. Así de asquerosa se ha vuelto esta… esta caja subnormal. —Señala con su bastón el televisor que hay en la sala.
Vale, de acuerdo, pienso, sigámosle la corriente.
—¿Qué le pone más furioso de la televisión de hoy en día?
—¡A mí nada me pone furioso! —dice. Está rojo de ira. Por el rabillo del ojo puedo ver a frau Von Schnitzler levantando la cabeza—. Por eso soy comunista. ¡Para que nada me ponga furioso! —Luego, de pronto, vuelve a calmarse y dice en un tono quejoso—: Lo que me da lástima es lo que le hacen tragarse a la gente a través de la televisión esa de mierda. Por ejemplo, ese… ese programa para imbéciles… ¿cómo se llama? —No habla de ninguno en particular pero llega un murmullo desde la otra punta del cuarto.
No hace caso.
—En realidad son todos para imbéciles, ¿no? —me dice—. Marta, ¿por qué pones esa cara? —Luego, como para sí—: ¿Cómo se llamaba ese programa? ¿El gran hombre?
—¿El gran hombre?
—Ése en el que encierran a diez personas…
—Ah, sí —dice la esposa en alto—, ya sé cuál dices. Gran hermano.
—Eso —dice—, Gran hermano.
Gran hermano es un programa de telerrealidad muy famoso que han emitido aquí hace poco y en el que encierran a una gente en una casa y la graban día y noche con cámaras. Llamado así por el líder del régimen espía de la novela de Orwell 1984, el programa concede un premio en metálico a la persona que logre sobrevivir más tiempo bajo esas condiciones de encierro y escrutinio. Orwell estaba prohibido en la RDA; me pregunto si a Von Schnitzler le ha ofendido el programa por sus reminiscencias orwellianas o por su estupidez general.
Me está mirando fijamente.
—Creo que los grandes tiranos de la televisión de su país tienen algo que ver con ese…
—Es australiana —le corrige frau Von Schnitzler—, no estadounidense.
—Yo sé lo que me digo —responde.
—Murdoch —aventuro—. Sí, era australiano, pero ahora es estadounidense.
—¿Y qué más da? —replica Von Schnitzler airado—. Es un imperialista global.
Abro mi libreta de apuntes. Quiero leerle unas citas suyas, pero me siento un poco cohibida.
—¿Puedo leerle una cosa? —le pregunto—. En noviembre de 1965 dos orientales intentaron cruzar la frontera y uno de ellos murió de un tiro. Y ese año, en Navidad, usted hizo un programa…
—Siempre intentaban escapar en Navidad —dice. Utiliza la palabra inszenieren, que significa «escenificar», «hacer un montaje», como si las escapadas estuviesen orquestadas adrede para dejar mal al régimen.
Se muestra tan brusco que siento cómo mi actitud cohibida se ve sustituida por algo más profesional:
—Me gustaría leerle un texto de su programa y preguntarle si está de acuerdo. Leo mi trascripción:
La política de «liberar a los del Bloque del Este» es la frase en clave para acabar con la RDA, lo cual supone guerra civil, guerra mundial, guerra nuclear, lo cual supone a su vez separar a familias, el Armaguedón atómico, ¡es inhumano! ¡Contra eso es contra lo que fundamos un Estado! Contra eso erigimos la frontera con estrictas medidas de control, para acabar con lo que pasó durante los trece años en que estuvo abierta y en que fue ninguneada… ¡Eso es humano! ¡Eso es servir a la humanidad!.
Cuando termino, me mira con la barbilla hacia arriba.
—¿Y cuál es la pregunta, jovencita?
—Mi pregunta es si sigue viendo el Muro como algo humano y los asesinatos de la frontera como un acto de paz.
Levanta la mano que no tiene ocupada, toma aire y grita:
—¡Más que nunca! —Baja el puño.
Me quedo boquiabierta unos segundos. Luego me doy cuenta de que frau Von Schnitzler va a cortar la entrevista.
—¿Lo consideraba necesario? —le pregunto apresurada.
—No es que yo lo «considerase» necesario, es que era absolutamente necesario. ¡Fue una necesidad histórica! ¡Ha sido la construcción más útil de toda la historia alemana! ¡De toda la historia europea!
—¿Por qué?
—Porque impidió que el imperialismo contaminara el Este. Lo amuralló.
El único pueblo amurallado fue el suyo. Es como si hubiese oído mis pensamientos:
—Es más, ¡el pueblo de la RDA no estaba «amurallado»! Podían ir a Hungría, a Polonia. Los únicos sitios donde no podían ir eran a los países de la OTAN. Porque, como es normal, uno no va por ahí de viaje a territorio enemigo. Es tan simple como eso.
Es todo tan absurdo que no se me ocurre ninguna pregunta. Pero en el siguiente aliento se contradice a sí mismo. Al parecer lo de alternar posturas distintas cada dos por tres es su modus operandi.
—Pero sí que creo que en los últimos años deberían haberlo abierto antes —dice. Y luego, casi de carrerilla—: La gente habría vuelto. —Me pregunto si realmente se lo cree. Los estados del Bloque siguen aún hoy, siete años después, perdiendo población. Se remueve en su asiento—. La mayoría… la mayoría habría vuelto.
Von Schnitzler es uno de los cuadros militares cuyas ideas fueron moldeadas en los años veinte por la lucha contra las injusticias del fiero libre mercado de la República de Weimar y, más tarde, por las atrocidades del fascismo; también vivió el nacimiento y la muerte de una nación construida sobre esas ideas. Es un auténtico creyente y para él mis preguntas no son más que una demostración de una penosa falta de fe.
—Usted vivió toda la existencia de la RDA, de principio a fin…
—Así fue, así fue.
—A su entender, ¿hay algo que podría haberse hecho mejor, o de otra forma?
—Bueno, seguro que hay cosas que se podrían haber hecho mejor o de otra forma, pero no creo que eso sea ya una cuestión que haya que tratar.
—Yo creo que sí —le digo, aunque hay algo que me molesta y rebulle en el fondo de mi cabeza—. Fue un intento serio de construir un estado socialista y debemos examinar por qué, al final, ese estado ya no existe. Es importante.
Ese algo resulta ser el recuerdo de unos occidentales, Uwe y Scheller, con el mismo desinterés por la RDA.
—Me di cuenta relativamente pronto —me explica— de que nuestra economía no iba a poder subsistir. Y cuando empezamos a enfangarnos en esa ridícula propaganda de victoria, exagerando los resultados de las cosechas y los niveles de producción y muchas cosas más, no me lo pensé y me retiré de todo eso, me dediqué a mi especialidad: el trabajo contra el imperialismo en exclusiva. Y por esa razón hoy en día soy tan «querido» —dice esto último con sarcasmo y soniquete.
—¿A qué se refiere con «querido»…? ¿Por quién? —le pregunto.
—Por todos aquellos que piensan como imperialistas, y actúan como imperialistas y crían a sus hijos como imperialistas.
Cada vez que dice «imperialistas» empuja el bastón hacia mí con el puño. Este hombre, que es capaz de convertir lo inhumano en humano, afronta ahora tal vez su mayor reto: convertir el hecho de que es odiado en el hecho de que, al parecer, como todas las pruebas indican, tiene razón.
—Su programa se basaba en sacar a la luz las mentiras de los medios occidentales. ¿No sintió cierta responsabilidad por hacer lo mismo cuando vio la falsa propaganda triunfalista de aquí?
—No. En mi programa me centraba exclusiva y deliberadamente en el antiimperialismo, no en la propaganda de la RDA.
—Pero usted comprenderá mi pregunta, herr Von Schnitzler. La propaganda triunfalista de los medios de la RDA también eran mentiras…
—Nos distanció del pueblo porque había un contraste demasiado marcado con la realidad.
Es capaz de cambiar de una opinión a otra con una facilidad que da miedo. Creo que es síntoma de estar acostumbrado a tener tanto poder que la verdad no te importa porque, al fin y al cabo, no te pueden llevar la contraria.
—Entonces, ¿por qué no comentaba esas mentiras?
—¡Ni se me habría pasado por la cabeza! —Frunce el ceño y repliega el cuello como una tortuga, en señal de disgusto—. ¡No voy a ir por ahí criticando a mi propia república!
—¿Por qué no?
—¡Con la crítica del imperialismo ya tenía bastante!
—Yo critico a mi propio país… —le digo.
No se lo piensa:
—Usted tiene muchas más razones.
No queda más remedio que reírse.
—Puede ser —digo.
Cambiamos de tercio hacia el presente. Empieza a hablar sobre su «gran amigo» Erich Mielke.
—¿Tenía un expediente sobre usted?
—No lo sé.
—¿No ha solicitado verlo?
—¿Por qué debería?
—Por curiosidad.
—Mi curiosidad está del todo volcada en las maquinaciones del imperialismo y en cómo combatirlas.
Jaque mate. Así que empiezo otra pregunta:
—La observación interna de la población de la RDA, con el aparato de colaboradores oficiales y no oficiales…
Me corta de raíz.
—Puede desestimar el 90 por ciento de lo que sabe sobre eso. —Vuelve a estar enfadado—. No son más que mentiras. Recuerde esto: en mi opinión hasta el 10 por ciento de lo que se ha dicho sería demasiado.
—¿Está usted afirmando que, de las cifras que se manejan sobre empleados de la Stasi asignados a la vigilancia de la población de Alemania del Este, solo un 10 por ciento es cierto?
—Sí. Se ha exagerado hasta la saciedad. En todos los casos las cifras me hacen ser de lo más escéptico.
Cambia de táctica, vuelve a su amigo Mielke.
—El Muro era necesario para defender a una nación amenazada. Y encabezándola, estaba Erich Mielke, un ejemplo viviente del más humano de los seres humanos.
Nunca he oído hablar de Mielke en esos términos. Era demasiado fiero y temido como para que alguien hablase de él con algo parecido al afecto. Miro hacia las estanterías de la pared, a su espalda. Están llenas de libros y pequeños objetos de recuerdo, una fila de frascos de pastillas y una pletina barata. Las palabras «el más humano de los seres humanos» planean en el ambiente. Empieza a toser, una tos áspera y profunda, en un pañuelo, y luego se lleva la bebida rosa a los labios.
—¿Y cómo lo lleva desde 1989, ahora que vive bajo el capitalismo, o como usted dice, bajo el imperialismo? ¿Es como se lo esperaba —sostengo su mirada—, o no está tan mal como pensaba?
—Vivo —dice con virulencia— entre el enemigo. Y no es la primera vez en mi vida. También viví entre el enemigo durante la época de los nazis. —Vuelve a forzar un nuevo arrebato de furia. Veo que Marta lo observa y me pregunto si la medicina servirá para esto o más bien lo provocará—. Lo que puedo decirle es que si la RDA siguiese existiendo, ¡ningún cerdo de Bonn se habría atrevido a empezar una guerra! —Le cuesta respirar. Su mano se ha hecho puño, pero la mantiene sobre el regazo—. ¡La RDA lo habría evitado con su sola existencia!
Quiere decir que, con el Telón de Acero, los países de la OTAN no habrían bombardeado la ex Yugoslavia por miedo a que los rusos tomasen represalias en nombre de los serbios.
Está jadeando, enojado, y creo que se ha quedado atascado definitivamente. Me mira y puedo ver las diminutas venas rojas en filigrana por las órbitas de sus ojos.
—Punto final —grita—. ¡Esta conversación ha terminado!
Hay una breve pausa.
—Muchas gracias —le digo.
—¿Qué? —me responde a gritos.
—He dicho que gracias.
—Ah, de nada.
Empiezo a recoger mis cosas y entonces recuerdo que le he traído un regalito de Australia. Es una insignia esmaltada de las banderas alemana y australiana unidas entre sí.
—¿Qué es esto? —pregunta cogiéndolo y extendiendo la mano para verlo de lejos.
—Son nuestras banderas, la de Australia —empiezo—. Lo siento pero no pude encontrar…
—Un momento, un momento —me dice, fijándose bien—. Ésta no es mi bandera. Es la de la República Federal.
Creo que va a volver a gritarme.
—Ya lo sé —me apresuro a decir—, pero es que allí no pude encontrar la de la RDA.
—De acuerdo —me dice, de repente bastante alegre—, creo que le podré hacer un sitio allí —y señala detrás de él a Marx, Lenin e incluso Stalin.