«Hatajo de nazis, sois unos cerdos asquerosos si pensáis que nos hemos olvidado de lo que hicisteis y que podéis meteros con vuestra música, vuestras noticias y vuestras mierdas en nuestra propia tele, conque mejor que no me…».
Llaman a la puerta de mi oficina. Es Uwe.
—¿Te llevo a casa?
—Sí, perfecto.
Algún estúpido impulso hace que esconda la carta que tengo delante, como para ahorrarle los insultos. Sostengo su mirada y deslizo la carta hacia mí. Las letras son tan grandes y tan inusitadas que parecen una nota pidiendo un rescate, es imposible que no llamen su atención.
—¿De qué va? —me pregunta.
—Bueno, hum, digamos que es un mensaje de odio.
—Ah, sí. —Sabe al instante lo que significa: que el odio no va contra un presentador en particular o contra la cadena en sí, sino contra todo el país—. Solemos contestarlas en un tono moderado —me explica—, les decimos que la dictadura nacionalsocialista fue algo espantoso que tuvimos que sufrir. Que causó un dolor y un sufrimiento indescriptibles y esas cosas, y que por muchos intentos que se hagan para compensarlos, nunca se podrá reparar del todo, etc., etc.
—Sí —le contesto. Pero ¿qué quiere decir con «que tuvimos que sufrir»? Los alemanes se pirraban por Hitler. Es verdad que después de ser elegido cambió las estructuras de poder por una dictadura, pero también es verdad que cuando terminó la guerra la gente hubiese sido capaz de volver a votarlo[16]. Aquí todo el mundo se pasa la vida clamando inocencia.
—Entonces, ¿qué? —me pregunta. Tiene los ojos inyectados en sangre. No descansa mucho—. ¿Te llevo?
—Sí, gracias, perfecto.
No suelo ir en coche por Berlín. La red ferroviaria subterránea es tan amplia que puedo ir a todas partes y brotar de la tierra en cualquier punto. Es un entramado de arterias que bombea gente por toda la ciudad. La superficie es otro mundo.
Las calles están adoquinadas. Uwe conduce rápido. Lleva unos guantes de cuero de los que se abrochan en las muñecas. Tiene un Volkswagen Golf plateado nuevo, está reluciente y huele a ambientador de piña.
—¿Te gusta Elton John? —me pregunta.
Antes de que pueda responder pone el radiocasete a toda potencia. Se enciende un cigarro con el mechero del salpicadero. Empieza a mover la cabeza y a seguir el ritmo con su mano de cuero sobre el volante tapizado de cuero. Va gritando por las calles, las ruedas arman un escándalo sobre los adoquines. Voy cogida con una mano al asa lateral y con la otra sostengo mi mochila contra el regazo. Me pregunto si la mochila haría las veces de airbag. Y él tararea, fuma, tamborilea y tira la ceniza por la ventanilla en una frenética demostración de lo relajado que va. Me grita algo a través de la música, del humo y del estruendo. Lo más que puedo entender es que está yendo a clases de percusión «para llevar mejor —leo sus labios— el ritmo».
—Ahora voy para allá —me grita—. Mi profesor vive en Mitte, como tú. Ah, y por cierto, ¿has averiguado algo de esas historias de ossis de las que me hablaste?
No lo pregunta para darme una oportunidad de redimirme de mi arrebato con Scheller. Parece que tiene verdadera curiosidad. Y baja la música.
—Sí, he tenido alguna que otra aventura en Stasilandia. —Se ríe y prosigo—. He estado en un sitio donde lo que se decía no era real y lo que era real no estaba permitido, donde la gente o desaparecía detrás de una puerta y nunca más se volvía a saber nada, o la mandaban a otros fueros.
—¿En serio? ¿Y cómo has encontrado a esa gente?
—Estamos rodeados, Uwe. Al fin y al cabo, esto era el Este. Y he estado buscando, puse un anuncio para encontrar a gente de la Stasi…
—¿Que qué? —Se me queda mirando fijamente y deseo que vuelva a mirar hacia la carretera.
—Puse un anuncio en un periódico, Uwe, tampoco es para tanto. Y también es gente con la que me he cruzado sin más. Como mi casera, por ejemplo —le explico, y le cuento por encima lo del exilio de Julia de la vida hasta que la Stasi se ofreció a perdonarla si se convertía en confidente—. Y te hablo de finales de los años ochenta —concluyo.
—No me jodas —dice Uwe, y compruebo que la historia de Julia es tan rara y horrible para él como para mí. Reduce hasta detenerse. Hemos llegado a mi casa, intactos. Se vuelve hacia mí y me dice con su tono serio de periodista—: Dos cosas. Hay un hombre de la Stasi que cuando era joven trazó la línea por las calles por donde se construiría el Muro, y está dispuesto a hablar de ello. Se llama Hagen Koch: una vez lo llevamos a un programa sobre el checkpoint Charlie. Y lo que me dijiste de convertir un mundo en otro me hizo pensar en otra persona; un tipo que se llama Karl-Eduard von Schnitzler, que era el jefe de propaganda del régimen. Puede que también le interese hablar contigo.
—Julia mencionó a Von Schnitzler. ¿Sigue vivo?
—Vaya que sí, y coleando, por lo que he oído.
—¿Cómo puedo encontrarlo?
—Veré si tenemos alguna forma de contactarlo en el trabajo.
Uwe se inclina sobre mí para abrirme la puerta, lo que es muy caballeroso, aunque también innecesario. Aprovecha la oportunidad para mirar hacia arriba y echar un vistazo a mi edificio.
—Gracias por traerme —le digo. Y gracias por los consejos.
Huele a humo y a piña de plástico, como a hawaiano maloliente.
—No es nada.
Continúa inclinado sobre mí, así que sigo su mirada. En el árbol pelado que está frente a mi salón hay dos cosas blancas colgando de las ramas. Una es una bolsa de plástico y lo otro, cuando nos fijamos detenidamente, resulta ser un par de calzoncillos. Me encojo de hombros. Puedo asegurar que Uwe nunca viviría en un sitio como éste. Vuelve a su asiento.
—Buena suerte en Stasilandia. Y cuidadito.
Unos días después Uwe me ha localizado un número de Von Schnitzler, pero resulta que está equivocado.
—Señorita —me dice el hombre que responde—, la gente como ésa no quiere que la encuentren.
Herr von Schnitzler no aparece en el listín. Decido llamar a herr Winz, para ver si puede ayudarme. Éste se pone como loco al ver que lo necesito y me dice que va a ver qué puede hacer. Entre tanto, decido ver algunos de los programas de Von Schnitzler, de El canal negro.
El canal negro se estuvo emitiendo en el Este desde 1960. Se suponía que era una forma de contraprogramar Das Rote Optik (La visión roja), una crítica al socialismo que se podía ver en el Este a través de los canales occidentales. Los lunes por la noche la Deutsche Fernsehfunk, por entonces el único canal de Alemania Oriental, ponía viejas películas de antes de la guerra, de la época dorada de los estudios; el Partido decidió que tanto estas como los programas occidentales requerían de algunos comentarios. Le dieron el puesto a Karl-Eduard Von Schnitzler.
Durante mucho tiempo, los trabajadores de las centrales eléctricas estuvieron alerta los lunes por la noche. Al principio, porque todo el mundo ponía a la vez la película, de modo que se producía una sobrecarga. Luego, cuando empezaron a emitir El canal negro, los operarios se las tenían que ingeniar para evitar que el suministro eléctrico se colapsara por una bajada de tensión, porque todo el mundo apagaba a la vez sus aparatos.
Karl-Eduard von Schnitzler se convirtió en una institución de un solo miembro y en la cara más odiada del régimen. A finales de 1989, cuando los manifestantes gritaban «¡Nosotros somos el pueblo!» y «Elecciones libres», también gritaban «¡Schnitzler, pide perdón!» y «¡Schnitzler, teleñeco!». Eso era justo lo que era: un viejo teleñeco malhumorado que, desde las altas esferas, diseminaba desprecio sobre la actualidad.
La sede de la cadena oriental estaba en Adlerhof, en las afueras de Berlín Este. El complejo se vende ahora como un flamante centro multimedia a pesar de que sigue siendo un puñado de edificios grises y fríos sobre una explanada de gravilla, muy parecido en su conjunto a un polígono industrial. Uno de ellos alberga el archivo de los programas que se emitieron en la RDA.
No a todo el mundo se le permite la entrada, así que Uwe ha hecho algunas llamadas para que me dejen pasar. Entro por lo que parece una puerta trasera y luego recorro una sucia pasarela acristalada que conecta este edificio con el de al lado. No hay ni un alma. Llego a unas puertas dobles donde hay un viejo interfono de seguridad. Llamo y me abren. Un poco más adelante hay un mostrador. A ambos lados, a derecha e izquierda, se extiende un largo pasillo de linóleo, plagado de viejas mesas de montaje y montañas de rollos de película por doquier.
Detrás del mostrador atisbo las primeras señales de vida. Dos hombres, cada uno con una chaqueta marrón que parece a juego con la del otro, están tomando café. Me ven y al instante intercambian una mirada.
—Buenos días —digo.
—¿Ha venido a por un paquete? —me pregunta Chaqueta Uno, mirando hacia Chaqueta Dos.
—No —le contesto—. He venido para ver unas cintas.
—No sabemos nada de eso —dice Chaqueta Uno. Todavía no me mira a la cara. Sigue un silencio.
—¿Está frau Anderson? —pregunto.
—Será que tiene que ver a frau Anderson para eso, ¿no? —dice Uno a su silencioso compañero. Dos da un sorbo. Uno lo interpreta como una afirmación.
—Sí —repite Uno—, va a tener que ver a frau Anderson para eso.
Miro a ambos lados del pasillo vacío.
—Se le está echando el tiempo encima —añade—. Nos vamos a las 16.25, que lo sepa.
—Vale —le digo.
Chaqueta Dos habla:
—Estamos de descanso —le dice a Uno.
—Vale —repito.
Otro silencio. ¿Qué es esto? ¿Beckett? Me acuerdo de lo que dijo el poeta alemán del absurdo, Kurt Tucholsky, sobre sus compatriotas y los mostradores: todos se postran ante ellos y todos aspiran a estar detrás de uno. Me estoy debatiendo entre si postrarme como un nativo o montar una escenita —algo más foráneo— cuando me salvan unas pisadas que se acercan por el pasillo: frau Anderson.
—Ahí la tienes —le dice Chaqueta Uno a Chaqueta Dos, como si todo el episodio hubiese sido una apuesta entre ellos—. Frau Anderson.
Frau Anderson es una mujer de cincuenta y pico años. Cuesta saber cómo es en realidad porque lleva maquillaje para ocultarse. Tal vez solía frecuentar los escenarios, o la televisión. Tiene una piel reluciente, con la consistencia de una tarta de queso, y los labios pintados con unos trazos que se alejan, osada y teatralmente, de lo natural.
—Ach, herr Von Schnitzler —dice mientras me guía por el pasillo—. Era único. Hay que quitarse el sombrero ante él: por lo menos ha mantenido lo que decía en otros tiempos. No es otro maldito chaquetero como el resto.
Su acritud y su añoranza me escandalizan; forman parte de la nostalgia por el Este (ost) que ha propiciado una nueva palabra de juego de construcciones: Ostalgie. Salta a la vista que aquí solo trabajaban aquellos que podían probar su lealtad al Estado, y frau Anderson sigue estando entre ellos.
Unos fluorescentes iluminan el pasillo, no hay ni una brizna de luz natural. El linóleo es beis, tanto moteado como veteado. Las paredes, de un amarillo bilis, están descascarilladas. Huele a cerrado. Es como estar dentro de una bestia vieja. Recorremos todo el pasillo y cuento, por costumbre o manía o por no querer perderme, cinco puertas metálicas a cada lado antes de llegar a la última. Frau Anderson abre y se vuelve hacía mí.
—Yo me voy sobre las 16.25 —dice—, ¿cree que le dará tiempo?
—Eso espero —digo.
—Sería horrible —bromea— quedarse aquí encerrada toda la noche.
No hace falta que me lo jure. Este lugar parece haber sido diseñado basándose en el principio arquitectónico de «el mismo tamaño vale para todo» del resto de edificios: como la Runde Ecke en Leipzig y el cuartel general de la Stasi en Normannenstrasse; lo mismo que las prisiones y los hospitales, las escuelas y las construcciones de la administración de todo el país, y probablemente igual que el interior del parduzco Palast der Republik, solo que, en ese caso, al estar tras unas rejas, no he podido comprobarlo. De aquí a Vladivostok, éste fue el legado del comunismo al urbanismo: linóleo y cemento gris, amianto, hormigón prefabricado y, sin excepción, largos y largos pasillos con cuartos multiusos. Detrás de estas puertas podía pasar cualquier cosa: interrogatorios, encarcelaciones, exámenes, enseñanza, administración, escondites para catástrofes nucleares o, en este caso, propaganda.
En el interior, la sala tiene las dimensiones de una celda, pero está decorada como una caravana de los años sesenta. Tiene cortinas marrones en el ventanuco que hay cerca del techo y, sobre las paredes, papel pintado marrón con un estampado de flores. Hay una antigua máquina montadora, una silla de oficina y un póster de promoción del desierto de Gobi en ruso y alemán. En una esquina, el televisor y el vídeo.
Frau Anderson me deja con algunas de las cintas que encontraron. Meto una en el aparato y apago las luces. Es el primer programa de Von Schnitzler, de marzo de 1960. Aparecen los títulos de crédito: el dibujo de un águila con mirada aviesa, el símbolo de Alemania Federal, en rojo, blanco y negro fascista, que se posa sobre una antena de televisión. Luego aparecen las palabras: EL CANAL NEGRO. De pronto, un hombre enchaquetado, con gafas negras cuadriculadas ocupa toda la pantalla. Se dirige a mí directamente, como si estuviese sentado en esta misma habitación:
El canal negro, estimados señoras y caballeros, transporta mugre y aguas residuales. Pero en vez de transportarlas hasta una depuradora, como debería, las filtra, día tras día, en cientos de miles de hogares de Berlín Oriental y Occidental. Este canal es el canal que emite los programas de Alemania Federal: el canal negro. Y todos los lunes a esta misma hora vamos a afanarnos, si se me permite la expresión, en una operación de saneamiento.
La siguiente cinta es de 1965, después de que dos personas fueran tiroteadas al intentar escapar por el Muro.
Queridos telespectadores:
Todos saben por qué estoy aquí hoy, por qué he vuelto ex profeso de mis vacaciones para comparecer ante ustedes esta noche. Los guardias de nuestra frontera, cumpliendo con su deber, han disparado a dos hombres. No se detuvieron ni cuando se les gritó, ni cuando se les advirtió de que iban a abrir fuego. Uno de ellos resultó herido de muerte […].
La gente debería escucharnos cuando repetimos una y otra vez que somos nosotros los que dictaminamos el orden en la frontera. Y nosotros somos los que nos aseguramos de que se mantiene, por buenas razones. Todo aquel que quiera atravesar la frontera de la RDA necesita un permiso. Si no lo tiene, ¡ha de mantenerse lejos de la frontera! El que arriesgue su vida, morirá. Y sé, señoras y caballeros, que suena duro. Y puede que algunos incluso lo califiquen de «inhumano»… Pero ¿qué es «humano» y qué «inhumano»?
Humano es mantener la paz para todos los hombres en la Tierra. Y eso no se consigue rezando: se consigue luchando. Y si, como la Historia nos enseña, las guerras las hace el hombre, no Dios, entonces también la paz es labor del hombre. Por primera vez en suelo alemán, aquí en la República Democrática de Alemania, el gobierno del Estado ha erigido la paz en principio. Aquel que pretende dañar o debilitar a la RDA, tanto consciente como inconscientemente, daña o debilita las perspectivas de paz en Alemania. ¡Es humano haber creado y construido este Estado! ¡Es humano fortalecerlo y protegerlo! Es humano salvaguardar a la RDA frente a aquellas personas que preferirían comérsela para desayunar […].
Y sigue, y sigue, pero rebobino la cinta y tomo notas. Quiero ver con detenimiento cómo este hombre convierte lo inhumano en humano; estas muertes, en símbolos de la salvación. Me entran más ganas todavía de conocerlo y de saber qué piensa ahora, una vez que el bastión ha caído y su mundo ha desaparecido.
Son casi las cuatro de la tarde, voy bien de tiempo, pero no tengo intención de quedarme aquí encerrada, ni en broma. Empiezo a recoger mis cosas. La cinta sigue puesta. Pasa a otro programa llamado Gut Aufgelegt (De buen humor), con una alegre sintonía de cabecera. Aparece una bonita morena de ojos azules con un vestido sesentero de cintura entallada en una tienda de discos. Se acerca a la cámara.
—Últimamente los vendedores de discos están recibiendo de sus clientes peticiones bastante extrañas —dice—; les piden música lipsi. Y yo me pregunto: ¿qué es lipsi? Brockhaus, el enciclopedista musical, diría: «No tengo ni idea, y además no está en ninguno de mis veinte volúmenes, así que no existe». Pero los vendedores de discos dirán: «Lipsi… ¡Eso es lo que me piden todos los clientes! ¡Es como una plaga!». Y una pareja joven nos diría: «¿Lipsi? Es la cosa más sencilla. El baile en sí es un 6 por 4 y solo tienes que coger a la chica en tu brazo izquierdo. Así…». —Extiende el brazo—. Bueno… Es fácil, mirad. —Parece que se queda un momento atascada, pero al final da con el eslogan—:
Si de verdad quieres saber lo que es / baila el baile de moda una y otra vez.
Baila el lipsi, báilalo, del derecho y del revés.
Me pica la curiosidad y dejo de recoger. En la pantalla aparece una pareja en un salón de baile: él, maqueado en su traje, y ella, con vestido y tacones de aguja. Juntos hacen el baile más extraño que he visto en mi vida.
Al principio el hombre y la mujer van de perfil, como bailarines griegos, él detrás de ella, mano con mano. Se mueven de un lado a otro los dos y luego levantan los antebrazos y empiezan a inclinarse de una forma exagerada, parecen teteras. La cámara enfoca los pies, que, sin previo aviso, empiezan a hacer unos complejos pasos de giga irlandesa. Luego los integrantes de la pareja se giran el uno hacia el otro en un pase de vals, antes de volver a separarse y dar un saltito en el aire. A esto le sigue un movimiento muy ruso con las manos en las caderas. Durante todo el rato esbozan unas enormes sonrisas fijas, como si no estuviesen pensando en ningún momento lo que están haciendo con los pies. Después vuelven a la maniobra de tetera griega. Una voz en off canta muy a lo Doris Day al compás de unos ritmos de bosanova.
Hoy todos los jóvenes bailan
el paso lipsi, todos bailan lipsi.
Todos los jóvenes lo quieren aprender.
Es el lipsi, es lo último.
Rumba, boogie, chachachá,
todos demodé.
Ahora de la nada, de la noche a la mañana,
este baile ha llegado y ya ha triunfado.
Rebobino la cinta. Quiero fijarme, movimiento a movimiento, lo que hace que el baile resulte tan curioso. «Lipsi» es «Leipzig» en jerga, pero no solo fue un descarado intento del régimen por crear una tendencia de masas, como si hubiese llegado de esa ciudad tan chic. Observo de cerca a la pareja rígida. Parece que a la mujer le falta un incisivo, una elección bastante extraña para una modelo de baile. Después me concentro en los movimientos, y entonces lo capto: entre esta retahíla de gestos, no hay ninguno en que los bailarines muevan la cadera. Mantienen el torso recto, no se inclinan el uno hacia el otro, ni oscilan de un lado para otro. Los inventores del baile fusionaron toda tradición de danza existente y extrajeron con minuciosidad los movimientos no sexuales. Al igual que El canal negro era el antídoto contra la televisión occidental, el lipsi era la respuesta del Este a Elvis y al decadente rock n’roll foráneo. Y ahí estaba: un baile inventado por un comité, la danza de un bizarro camello sin cadera.
Cojo todas mis cosas y salgo disparada por el pasillo. El fluorescente sigue encendido, pero en el mostrador no hay ninguna luz. Estoy ya a medio camino cuando recuerdo que me he dejado la cinta en el aparato. Corro hasta el cuarto y la saco para devolvérsela a frau Anderson, si es que todavía sigue aquí. Si es que todavía hay alguien aquí. Mientras recorro el pasillo por segunda vez, me pregunto si me hará falta un código para salir.
Mi reloj marca las 4.27 y los Chaquetas se han ido. Me quedo delante del mostrador, con la mochila en una mano y la cinta en la otra. Me vuelvo, miro la salida y veo, a la izquierda, un viejo teclado de un sistema de seguridad. ¿Cuántos intentos tendré para averiguar la combinación antes de quedarme atrapada? ¿O de que salte una alarma? No quiero un numerito, pero tampoco quiero pasar aquí la noche.
Tengo que encontrar un teléfono. Cuando estoy dando ya media vuelta, oigo un sonido. Es una puerta abriéndose. Frau Anderson sale por ella, con un sombrero en imitación piel y un bolso verde de cocodrilo en plástico.
—Ya iba a ir a por usted —me dice—. Había pensado dejarle algo más de tiempo.
Me coge la cinta de la mano. Respiro aliviada. No sabría decir si se ha dado cuenta de que estaba asustada y se está riendo de mí. Tal vez estoy empezando a tomarme las horas límites, los horarios del tren y las horas de cierre demasiado en serio, en esta tierra de puntualidad inmisericorde.
Una semana después me llama un hombre anónimo. Herr Winz le ha contado mis intenciones y me llama para verificarlo conmigo antes de hablar con herr Von Schnitzler. En unos minutos me vuelve a llamar y me dice que frau Von Schnitzler atenderá mi llamada. Me da el número. Frau Von Schnitzler responde y me da sus señas.