Entonces apareció una tarjeta en el buzón.
—Era bastante normal, parecía una típica tarjeta impresa de esas que te dicen que tienes que presentarte en la comisaría para renovar el documento de identidad. Tenía espacios para escribir el nombre, la fecha y la hora de la cita.
No me mira a la cara. Apenas me habla a mí. Sus ojos se mueven por la habitación a pesar de que hay poco que ver: detrás de mí el calentador del agua encima del fregadero, con una pequeña llama azul; a mi izquierda, la puerta que da al pasillo. La luz de las velas alcanza su cara, le perfila los pómulos y la barbilla. Mientras la miro está recordando, evocando presencias más reales que la mía.
—Hay algunas cosas… —Hace una pausa—. No creo que sea capaz de recordarlas. No me acordaba de esto.
Me ciño a los hechos menores.
—¿Sabías para qué era la tarjeta?
—Pensé que había excedido mi visado en Hungría. Por lo general, cuando llegabas a la frontera, te volvían a poner el sello en la identificación y te dejaban entrar sin más. Empecé a urdir excusas en la cabeza, y al mismo tiempo me decía a mí misma: «Vamos, ¡no será para tanto! ¿Qué pueden hacerme?». No es que temiese que vinieran a por mí en plena noche y me encerrasen y me torturasen ni nada por el estilo.
Julia analiza la situación desde todos los ángulos. En su última etapa, el régimen abandonó en gran parte la acción directa (arrestos, encarcelaciones, torturas) contra su pueblo. En cambio, optó por otras formas de silenciarlo, métodos que a Amnistía Internacional le costaría más rastrear.
—Lo típico que me podía pasar en la RDA, que me dejasen sin carrera antes incluso de empezarla, ¡ya me había pasado! Y ahora que ni siquiera seguía ya con el novio italiano, ¿qué más podían querer de mí?
En la comisaría había una enorme sala de espera. La gente hacía cola en silencio, en dos filas que daban la vuelta por la estancia, cada una unida a un mostrador. Las colas apenas avanzaban.
—Cogí un número pero me di cuenta de que no sabía cuál era la cola correcta, así que me acerqué a la agente que estaba vigilando. Miró mi tarjeta y dijo sin más: «Ah, señorita Behrend. Usted no tiene que hacer cola. Vaya directamente a la habitación 118». —Julia se ríe de sí misma—. Al principio me pareció estupendo. Pensé que me había librado de hacer cola.
Luego comprobó que la gente que estaba en las colas iba a una de las dos habitaciones que había detrás de los mostradores, pero ninguna era la 118.
—Tuve que subir varios tramos de escalera y atravesar un largo pasillo, y luego doblar a la izquierda y otra vez a la izquierda. Por allí no se veía ni a un alma. No vi a nadie entrar ni salir de ninguna de las habitaciones por las que pasé. La 118 estaba en la otra punta del edificio.
Llamó a la puerta. Alguien le dijo que pasara.
Había un solo hombre detrás de un escritorio. Lo primero que notó fue que llevaba un traje de corte occidental y una corbata buena. Se levantó al punto, con un leve cabeceo, entrechocando los pies.
—Señorita Behrend, soy el comandante N. —Sonrió y le tendió la mano. Y luego, alto y claro, dijo—: Ministerio para la Seguridad del Estado.
Sintió miedo, me dice, «como un gusano por la barriga».
El hombre, que no tenía ni cuarenta años, tenía una cara ancha, con entradas. Llevaba unas pequeñas gafas redondas. Su bronceado llamaba la atención. Era amable… de hecho, para los cánones de la RDA, exageradamente educado:
—Por favor —le dijo—, tome asiento.
Se sentaron. Pensó que a lo mejor, después de todo, estaba allí por lo del visado. Pero N. empezó:
—Una jovencita tan atractiva e inteligente como usted, señorita Behrend… Tal vez pueda explicarme cómo es posible —sonrió— que no esté trabajando.
Era eso. Hasta el momento todo podía haber sido producto de su imaginación: el internado, la visita del director, los continuos registros en plena calle, el examen suspendido, la advertencia del «amigo», el Lada patrullando, el paro inexplicable. Se quedó conmocionada. Hablaba despacio:
—Usted debería saber por qué no tengo trabajo —le respondió.
La voz de él era sosegada. No dejó de sonreír:
—¿Cómo quiere usted que yo lo sepa, señorita Behrend?
Su mente se movió con rapidez. Enseguida vio adónde conducía todo esto: la iban a echar a patadas del país.
—Pensé que era mi última oportunidad de quedarme en casa —me explica.
Se lo dijo, decidió decírselo sin más rodeos:
—Mire, por favor, yo no quiero… No quiero irme al Oeste. Pero creo que ustedes me están forzando a marcharme. —Se dio cuenta de que le estaba suplicando—. Tengo que trabajar en alguna parte. Al fin y al cabo, estoy en paro.
—Pero señorita Behrend —replicó el comandante N.—, ¿cómo va a ser eso? —Entrelazó sus dedos sobre el escritorio—. En la República Democrática de Alemania no hay paro.
No pudo contestar. El comandante alargó la mano hacia una montaña de papeles y se los acercó.
—Antes que nada, tengo unas preguntas sobre estas cartas.
Julia miró su mano y vio, bajo ésta, su propia letra. Estaba confundida. Miró con más detenimiento: eran copias de las cartas que le mandaba al novio italiano. Siempre había barajado la posibilidad de que leyesen su correspondencia. A veces las cartas que recibía desde el extranjero habían sido rasgadas de forma brutal y vueltas a pegar con papel de celo; luego le ponían una pegatina: «Deteriorada en transporte».
—Era bastante ridículo en realidad —me cuenta. Pero, como con el resto de cosas, nunca se había parado a pensarlo mucho.
El comandante N. extendió la primera carta sobre el escritorio y la alisó con ambas manos. Se aclaró la garganta. Para horror de Julia, empezó a leerla en voz alta.
Pienso en la vergüenza que me entraría, sentada en el despacho del comandante Fulanito de Tal, con esas cosas íntimas entre sus manos. Vergüenza al oír mis palabras convirtiéndose en mundanas banalidades de amor en su boca.
Julia y su novio se escribían en inglés; el comandante N. había subrayado en cada carta las palabras que no había podido encontrar en su diccionario alemán-inglés.
—Se sentó y… —Julia se detiene y le da un sorbo al té. Ya estará frío. Se le va por el lado equivocado. Tose y tose, pero extiende la mano para que no vaya a ayudarla—… y empezó a preguntarme qué significaban —dice con la voz ahogada.
El vello de los brazos se me pone de punta. Ya no miro a Julia porque, en la penumbra, hace tiempo que ha dejado de dirigir sus palabras hacia mí. Me siento humillada de un modo que en este momento no soy capaz de discernir. Me hierve la sangre por ella, y me siento un tanto culpable por mi relativa suerte en la vida.
El comandante N. se tomó su tiempo para perfeccionar la traducción. Las palabras que no venían en el diccionario eran, en su mayoría, palabras de su lenguaje privado de amantes. Le preguntaba «¿Qué significa esto?», y luego «¿le importaría, por favor, explicarme este término?». Ponía su largo dedo índice sobre la letra de ella o la de su novio.
—¿Y qué me dice de esto? —le preguntó señalando la palabra «cocoriza» en una de las cartas de su novio.
—«Cocoriza» —le aclaró Julia— es «maíz» en húngaro.
—Entonces, señorita Behrend, ¿qué es lo que quiere decir su amigo cuando escribe «quiero a mi pequeña cocoriza»?
Tuvo que explicárselo. Cuando fueron de vacaciones el pelo se le aclaró tanto que tenía el color del maíz. Cocoriza era su apodo cariñoso.
—Gracias, señorita Behrend.
Después, vestido con su traje occidental, con sus maneras extranjeras y su exagerada cortesía, el comandante N. repasó su relación, una carta tras otra.
—Le llevó un buen rato —dice Julia con una voz como ausente, con los ojos clavados a media distancia.
El comandante N. era meticuloso. Había una montaña de cartas de Julia al italiano, y otra montaña de cartas de él en respuesta. Ese hombre lo sabía todo. Pudo ver cuándo ella tuvo dudas, pudo ver cómo se dejó engañar por palabras lisonjeras. Pudo ver la nostalgia del novio italiano completamente al descubierto, y la imagen que éste se había formado de su chica ausente.
N. le insinuó que sabía —al igual que Julia también habría constatado— que el italiano tenía una imagen de ella que era un tanto desacertada. El comandante la halagó:
—Creo que usted, señorita Behrend, es más compleja, y más inteligente de lo que él la pinta. —Una vez hubo terminado de leer, destacar e investigar, cuadró las dos montañas de cartas y volvió a ponerlas a un lado de la mesa—. Hablemos de su amigo un rato, ¿le parece?
Empezó a contarle a Julia cosas de su novio.
—No eran cosas muy espectaculares que dijéramos —me dice—. Pero eran cosas que yo no podía saber porque no podía ir a Italia a verlas con mis propios ojos. —Julia está convencida de que la Stasi tenía gente en Italia—. Además era bastante astuto, me iba camelando como si estuviésemos teniendo una charla amistosa sobre aspectos de la vida de mi novio, como si ambos estuviésemos en el mismo bando y él fuese mi amigo y yo no fuese el objeto de su seguimiento.
—Como ya sabemos —le dijo N.—, nuestro amigo trabaja en una empresa de informática.
Julia asintió.
—Nunca me enteré muy bien de en qué trabajaba exactamente —me explica—, y menos todavía con mi mentalidad de Alemania Oriental. Me había contado que comerciaba con componentes electrónicos.
N. concretó:
—Es jefe de ventas de la sucursal regional de la empresa.
Y entonces se puso a describir la casa familiar del novio en Umbría. Le dijo hasta la marca del coche que conducía. Cuando vio que esto no le decía nada a Julia, él se lo interpretó: según las estimaciones de N. era un tipo de coche «de clase media; así que es una tontería pensar que es rico o algo así».
Julia se preguntaba dónde quería ir a parar.
N. abrió el cajón de su mesa y sacó una gruesa carpeta que colocó, cerrada, sobre el escritorio.
—Y ahora, señorita Behrend, vayamos con usted.
Hizo un análisis de la evolución de su vida.
—Lo sabía todo sobre mí —dice—. Sabía todas las asignaturas que había escogido y las notas que había sacado. Lo sabía todo sobre mis hermanas, mis padres. Sabía que mi hermana pequeña quería estudiar piano en el conservatorio.
El comandante N. se consideraba lo suficientemente informado como para hacer afirmaciones psicológicas. Le dijo que era evidente que había cuestiones que su padre no entendía, que Dieter era «problemático». Irene, en cambio, era mucho más leal al Estado.
—Para nosotros es evidente, ha quedado claro, señorita Behrend, que usted ha salido a su madre —le soltó—. Lo que, si me permite decirlo, es algo positivo.
—Me estaba haciendo ver que me tenía en la palma de la mano —explica, y dobla las rodillas contra el pecho y apoya los talones sobre el asiento. Se pasa el jersey por encima de las rodillas, lo que la convierte en una pequeña bola negra—. Lo único… es irónico, pero al parecer lo único que no sabían ¡era que había cortado con mi novio italiano! —Desde que habían cortado en Hungría, el novio italiano le había mandado un par de cartas suplicantes. Julia le había respondido a la primera, pero desde entonces no había vuelto a escribirle—. Por lo menos el comandante actuaba como si no supiese que habíamos roto. A mí me parecía bastante raro que así fuese; a lo mejor había estado de vacaciones y se había perdido las últimas cartas.
O, pienso yo, tal vez lo sabía y pensaba que le venía aún mejor para los planes que tenía para ella.
N. apartó la carpeta y la puso al lado de las cartas de amor. Unió las yemas de sus dedos y se echó hacia delante.
—Como seguro que habrá deducido, estamos interesados en su amigo. —Y entonces lo soltó—: Queríamos proponerle que, si quiere ayudarnos, nos veamos de vez en cuando, para charlar.
Julia dice:
—Me pareció absurdo. Yo pensé: «¿Qué demonios querrán de él?». No me cabía en la cabeza que considerasen a mi novio italiano un pez gordo ni nada parecido. Nunca había mencionado ningún contacto en las altas esferas, ni ninguna destreza o formación especial.
Hasta que llegó a su casa, no se le pasó por la cabeza que tal vez fuese a ella a quien querían.
Julia ni se lo planteó. Ella no iba a informar ni sobre él ni sobre nada.
—Lo siento muchísimo —le dijo al comandante N.—, pero no puedo ayudarles porque rompimos en nuestro último viaje a Hungría. No quiero saber nada más de él. Quería poseerme. Sabía que si seguía con él dejaría de ser yo la que tomara las decisiones sobre mi vida. No quiero volver a verlo, ni como amigo.
N. sonrió.
—Bueno, si se replantea el asunto y toma otra decisión, no dude en llamarme a cualquier hora. —Le dio la tarjeta con su número de teléfono—. Ah, y señorita Behrend, una cosa más: no debe hablar con nadie sobre nuestra pequeña charla; ni con sus padres, ni con sus hermanas ni con sus amigos más cercanos. Si lo hace, lo sabremos. Esta tarde nunca ha ocurrido. Nunca ha estado en la habitación 118. Si me ve por la calle, no haga como que me reconoce, debe pasar de largo; las razones son evidentes, claro, como estoy seguro de que habrá comprendido hace tiempo.
Julia asintió.
Y eso fue todo. Le había mostrado que con solo hacerle una llamada, ella podía estar dentro o podía estar fuera. Podía estar con ellos o podía darse por exiliada.
—Y entonces dejó que me fuera.
La calle era otro mundo, la luz del día, brillante y antinatural. Julia vio una clase entera de niños pequeños apiñados en la acera. Se sintió apartada, repentina e irremisiblemente, de la vida.
—Era como si de buenas a primeras estuviese al otro lado —me dice—, lejos de todo el mundo.
Julia parece haberse quedado sin palabras, así que recojo los platos y los pongo detrás de mí, en el fregadero. Busco en la nevera algo más para comer, como si entre tanto hubiesen podido surgir posibilidades que se me hubiesen pasado por alto en una primera ojeada. Solo hay una flácida ristra de embutido de hígado de hace un tiempo y una manzana. Tiro el embutido y corto la manzana. Estoy de espaldas a ella cuando retoma la conversación. Oírla es como ser testigo del proceso, casi mecánico, de extraer las cosas del pasado.
Su voz es lenta:
—Creo que había reprimido por completo todo este episodio —asegura—. Quizás es que lo que vino después, toda la historia de 1989, fue tan fuerte que el resto de cosas se desvaneció. Si no, no me lo explico.
No sé qué quiere decir con lo de «toda la historia de 1989». Le digo que creo que lo que le pasó fue muy fuerte.
—Sí, lo es, cuando eres consciente. Pero lo extraño del caso es que solo ahora, en esta habitación, he sentido el escalofrío recorriéndome la espina dorsal. En aquel momento criticaba otras cosas, como que no me dejasen estudiar ni tener un trabajo. Pero, mirándolo con perspectiva, fue toda esa vigilancia lo que más daño me hizo. Yo sí sé lo lejos que puede llegar la gente a la hora de traspasar tus fronteras, hasta que no te queda nada de esfera privada. Y creo que es algo terrible saberlo. —Se sacude el pelo con la mano, como si quisiese quitarse algo—. Ahora que queda lejos comprendo por primera vez lo horrible que fue lo que me hicieron en aquella habitación.
Coge un trozo de manzana y balancea el arco de carne sobre la mesa, entre dos dedos. La nevera vacía da un respingo y se detiene; la cocina se queda más silenciosa aún.
—La gente habla del inconsciente —prosigue—, y ahora que te cuento todo esto, me queda claro el efecto que ha tenido saber eso en mi vida. —Le da un mordisquito a la manzana—. Creo que, definitivamente, tengo daños psicológicos. —Se ríe pero lo dice en serio—. Tal vez por eso reacciono de esa forma tan radical cuando se me acercan los hombres; me lo tomo como otra posible invasión de mi esfera íntima. —Me mira a la cara—. Creo que si lo reprimes es peor.
¿Sacar a la luz o dejar bajo tierra?
Cuando salió de la 118 Julia no se sintió mal hasta que llegó a su casa. Allí sus piernas ya no la sostuvieron. Consiguió llegar hasta el baño y vomitar. Cuando salió, notó que le temblaba la voz y que veía borroso. Les contó todo a sus padres y a sus hermanas. Esa noche la familia se reunió para decidir lo que harían.
—Mi madre es una persona muy pragmática —me explica Julia—. Irene me dijo: «Vale, has acabado con el italiano; yo no quería influirte, pero me alegro de que no te hayas casado con él. Pero ahora hay que pensar con mucha calma cuál será tu siguiente paso».
Julia apenas podía creerse que le estuviese pasando todo eso, que estuviesen allí sentados en el salón de casa hablando de cómo podía pasar el resto de su vida. Tenía veinte años.
—Siempre habíamos hablado sobre lo de irme a vivir con el novio italiano, como si hubiese otras alternativas. Pero era más como una aventurilla de adolescente; yo pensaba: «Soy libre de hacerlo y nadie me podrá detener». De pronto, se había convertido en una realidad: «Tengo que irme de aquí para siempre, tengo que dejar a mi familia, no volveré a ver a mis hermanas, y tengo que irme al Oeste». Eso era algo que, como te he dicho antes, nunca había querido. —Julia ha empezado a hablarle al jersey que tiene por encima de las rodillas—. Y creo que también estaba decepcionada con el Estado. Me di cuenta por primera vez de que en realidad no era el Estado paternal y benévolo que siempre había imaginado en mi cabeza. Comprendí que podía ser muy pero que muy peligroso, y eso sin haber hecho nada en absoluto.
No se había convertido en confidente, lo cual reducía las opciones a una sola.
—Tendrás que encontrar a alguien para casarte y poder salir de aquí —le dijo Irene—. Es la única forma. —Y entonces dio voz a las dudas del resto—: ¿Seguro que quieres casarte con alguien mayor? —le preguntó.
Dieter estaba cabizbajo en el otro extremo de la mesa, debatiéndose entre la rabia y la tristeza. Nadie dijo nada.
—Fue entonces cuando se me ocurrió —dice Julia—. Pensé que, ya que no quedaba más remedio, tendríamos que liarnos la manta a la cabeza. Al parecer, había un método llamado Staatsratsbeschwerde para que la gente le escribiese directamente a Erich Honecker si necesitaban algo que no podían conseguir, o para quejarse de algo —sacude la cabeza—, como si los ciudadanos tuvieran en realidad voz y voto. La gente escribía contando que necesitaban baldosas para sus baños o recambios para sus tractores y que no había desde agosto, o cosas así. Había quien decía: «¿Por qué no dejas de quejarte y le escribes a Erich?». Así que me pregunté a mí misma: «¿Por qué no?». Lo que quiero decir es que, si lo pensaba con detenimiento, lo que me había pasado era injusto. —Vuelvo a ver a la imitadora en ella—. Ya ni siquiera tenía ese novio, y quería estudiar y quería quedarme en la RDA, ¿por qué no? Podíamos escribir a Erich y quejarnos sin más. —Mira hacia el techo—. Había cierta ingenuidad en todo eso, y lo veo ahora, pero por entonces pensábamos que el Partido y el Estado eran una cosa, y la Stasi, otra. —Sacude la cabeza y sale de su caparazón de jersey para apoyar los pies en el suelo. Extiende las manos—. Pensé: «Total, ¿qué puede pasarme?».
La tarjeta del comandante N. estaba en medio de la mesa, a la vista de todos.
—Tienes el número —dijo Irene—. Llámale mañana y dile que tú y tus padres le vais a escribir a Honecker para quejaros.
—Nunca olvidaré esa noche —me cuenta Julia—. Les dije a mis padres que haríamos eso y me fui a la cama. Tuve pesadillas como nunca había tenido y nunca he vuelto a tener.
Julia soñó que la perseguían por un sitio donde todo le era familiar: la encimera de la cocina, la vista desde su cuarto, las caras en una tienda, la nuca de su hermana. Pero nadie la reconocía y no era su casa. Su padre empezó a morirse, marchitándose como una planta y llamándola, pero él no podía oír las respuestas de Julia, no veía dónde estaba. Cuando se despertó no sabía si había soñado con el sitio donde estaba o con dondequiera que fuese a ir.
—Fue una noche horrible, espantosa. No me acuerdo de si lloré, creo que no. Solo sudé y sudé hasta que la cama estuvo empapada. Me desperté muchas veces. La verdad es que todo lo que viví fue de lo más terrorífico. —Se pasa una mano por el pelo—. Era como perderlo todo hasta que yo misma acababa desapareciendo.
A la mañana siguiente, cuando todos se hubieron ido, Julia cogió la tarjeta y se fue a casa de su abuela para llamar desde allí. No había nadie más en la casa. Podía oler el desinfectante, las patatas cocidas. Miró los números negros de la tarjeta: bailaban. Vio que le temblaba la mano y dejó la tarjeta sobre la consola. En ese momento no era capaz de hilar las razones por las cuales iba a hacer esa llamada, cómo había llegado a ese punto. Ahora estaba simplemente allí, con la tarjeta y el nombre y los números que harían que él volviese a hablar con ella. Puso el dedo en el disco para marcar.
N. lo cogió al primer tono. Cuando comprendió lo que ella le estaba diciendo —«¿Qué le has contado a alguien lo que hablamos? ¿Que vas a escribir qué?»—, se puso como una fiera y le dijo a Julia que se encontrase con él a solas. Le dijo que fuese a un piso franco en el centro.
—Tenía que estar justo encima de una agencia de viajes —dice. Hace una mueca con los labios fruncidos, como de risa—. Había mirado ese escaparate un montón de veces. Sabía perfectamente dónde estaba.
N. le dijo que habría serias repercusiones para ella, y posiblemente para su familia, por haber violado su promesa de guardar silencio. Le recordó que Katrin, su hermana pequeña, soñaba, si no estaba equivocado, con estudiar piano en el conservatorio. Le dijo que contactaría con su superior, el dirigente regional, y vería qué acciones tomar al respecto.
La familia esperó una semana hasta que apareció una carta en el buzón. Iban a recibir una visita en casa. Vinieron dos: N. y su superior.
—Pero no se pareció en nada a lo que nos habíamos figurado —me cuenta Julia—. N. era como otra persona. Sudaba y se sentía incómodo; su superior no tenía mejor aspecto. No sabíamos qué estaba pasando.
Dieter les dijo que no había ninguna razón (¿qué razón podía haber?) para lo que le estaba pasando a su hija. Siempre habían sido buenos ciudadanos. Irene fue tajante cuando les dijo que iban a escribirle a Honecker.
Los hombres se echaron las manos a la cabeza: tampoco hacía falta reaccionar de esa forma. Seguro que las cosas no habían llegado ya tan lejos, dijeron, como para que no pudiesen arreglarse a nivel local, no había necesidad de involucrar a Berlín. Ésta era una situación —miraron a Dieter y a Irene— en la que la imaginación de una joven —de buena pasta, por supuesto— podía haber influido. Dieter, Irene y las niñas se quedaron callados. Luego los hombres les pidieron que les diesen algo de tiempo.
—Al principio no podíamos creérnoslo. Pero cuando se fueron, fuimos conscientes de que habíamos ganado. En realidad nunca supimos cuál era la batalla —sonríe—, pero la habíamos ganado.
Julia no sabe por qué la Stasi tenía tanto miedo de que se quejasen a Honecker. Tal vez porque sus padres eran ambos profesores, y bastante conformistas, o quizá porque la Stasi no tenía fundamentos «legales» para lo que le habían hecho. ¿Quién sabe? Fue una de las raras ocasiones en que alguien dejó en evidencia a la Compañía y le ganó la batalla.
—Lo más extraordinario de todo fue que a la semana siguiente me llamaron para un trabajo.
La cogieron de recepcionista en un hotel. Parecía como si fuese a trabajar allí de por vida.
Pero entonces llegó 1989.
—Eso es otra larga historia. —Coge la caja con las cartas de amor—. Es tarde, debería irme. Había pensado venir solo para coger esto —le da una palmadita a la caja— y echarle un vistazo. Voy a una psicoterapeuta y hemos llegado a mis relaciones con los hombres. Estoy intentando recordarlos… Parecen como de otra vida. —Sonríe y la luz destella en sus dientes—. Todo esto de las cartas del italiano me servirá como recordatorio.
Miro la caja que tiene entre las manos y sé que una no puede ni destruir su pasado ni lo que te hizo. Nunca se acaba del todo.
Veo cómo se va. En el pasillo ajusta la bomba a la barra de su destartalada bicicleta y le abro la puerta. Mientras baja por las escaleras siento que falta una pieza en todo esto. No parece una chica que dejó en evidencia a la Stasi, trabajó un par de años en un hotel y a la que luego la revolución de 1989 le dio un futuro libre. Nadie puede sumar los acontecimientos de una vida y calcular su alcance; una tabla de indemnizaciones para el alma. Pero la suma no está completa, pienso, mientras Julia vuelve en bici a su torre fortificada, llena de cosas que no puede dejar, pero que tampoco puede mirar.