Cuando tenía dieciséis años Julia trabajó durante las vacaciones como guía de la Feria de Leipzig, la famosa feria internacional de muestras para la que, dos veces al año, Alemania Oriental se abría al mundo exterior.
Expositores de maquinaria y libros, de fotocopiadoras y electrodomésticos, recibían la visita hasta de miembros de la prensa occidental. Se alojaban en el hotel Merkur, o con familias que debían luchar contra ellos y las noticias que podían traer del exterior. La labor de Julia, como la de otros jóvenes —todos seleccionados tanto por su lealtad como por su dominio de los idiomas—, era guiar a los visitantes por la feria y por la ciudad.
Fue allí donde conoció al novio italiano, quien le pidió que saliese con él casi al instante («Todos se creían que estábamos a la venta»), pero ella declinó la oferta («No lo estaba»). Al final, como es normal, le dijo que sí, porque él insistió, porque podía ser divertido, porque, ¿qué podía haber de malo?
El novio italiano era un hombre de treinta años que era representante de una compañía informática del norte de Italia. Él y Julia llevaban ese tipo de relación irreal, a distancia, en la que la añoranza, alentada por largos periodos de tiempo separados, madura motu proprio en amor. Venía a verla dos veces al año, en Pascua y en Navidad, y se encontraban en Hungría para las vacaciones de verano. Hungría era relativamente libre por aquel entonces, «para nosotros era casi como Occidente», según Julia. El resto del tiempo se llamaban una vez a la semana y se escribían con asiduidad. Él se convirtió en su amigo por carta más íntimo.
—¿Cuánto tiempo estuviste con él? —le pregunto.
—Dos años. Ay, no, dios, más bien dos años y medio.
Siempre que estaba con él, la vigilancia era intensa y descarada. La pareja apenas podía salir de casa sin que le parase la Policía y le pidiese que se identificaran; cuando no era así, la Policía los esperaba en algún control a las afueras de la ciudad.
—No importaba cuándo saliésemos de casa, o dónde fuésemos, siempre había alguien que nos paraba —me cuenta. A veces les registraban el coche—. Si les decíamos que íbamos al cine, se largaban un buen rato con mi documento de identidad y el pasaporte de él para que nos perdiésemos el principio de la peli.
Al novio italiano le entraba pavor cada vez que los registraban.
—Se ponía a sudar, y luego se ponía pálido y temblaba de auténtico miedo. —Julia, hecha a las costumbres del país, lo tranquilizaba mientras esperaban a que les devolviesen los papeles—. Yo le decía: «Pero si tampoco va a pasar nada. ¿Qué crees que van a hacerte? ¡No te van a matar! Esto no es Sudamérica, hombre». Ese escrutinio era algo que daba por hecho, vivía con él. No me gustaba, pero pensaba: «vivo en una dictadura, así son las cosas». Para mí era claramente un mero acto de lógica RDA: «estoy con un extranjero occidental, luego me van a seguir».
Los Behrend no tenían teléfono, así que Julia iba a casa de su abuela una vez a la semana para llamar a su novio italiano. Sus llamadas tenían que ser registradas por las autoridades y ambos imaginaban que era posible que los estuviesen escuchando.
—Cuando iba a colgar le decía buenas noches a él y luego decía «buenas noches a todos» al resto de los que escuchaban. —Se ríe entre dientes—. Lo hacía en broma. Nunca me permití pensar del todo en si habría alguien más en la línea.
Era una condición para mantenerse cuerdos que ambos aceptasen la «lógica RDA» y la ignorasen.
—Si nos hubiésemos tomado las cosas tan en serio como los occidentales nos habríamos… ¡nos habríamos suicidado! —ríe Julia, pero noto cierta inquietud. La luz de neón de la cocina ha empezado a vibrar—. Vamos, que te podías volver loca si te pasabas la vida pensando en esas cosas.
Julia superó los estudios intermedios y quiso ir a una escuela superior famosa por su buen nivel en la enseñanza de idiomas. En cambio, por razones que nunca estuvieron muy claras, las autoridades la mandaron a un internado lejano que no tenía reputación alguna. Su madre se quejó amargamente, pero le dijeron que no se podía hacer nada.
—No sé si fue por lo del novio italiano o por lo de la correspondencia. Lo mismo pensaron que tenía demasiado contacto con Occidente y me hacía falta un poco de aislamiento.
Ha empezado a tamborilear con un bolígrafo sobre la mesa y a no mirarme mientras habla. Por un instante los únicos sonidos son el tamborileo del boli y la luz vibrante. Lo deja y sonríe. Ha encontrado algo más trivial que contarme.
—El colegio era estricto —cuenta—. Tenía cosas que eran realmente traumáticas, como lo que llamábamos «tortura televisiva».
En los años ochenta la mayoría de la gente de Alemania Oriental veía canales occidentales, sobre todo las noticias[15]. Nadie veía el telediario de la RDA, a pesar de que lo ponían todos los días en las cadenas estatales, en versión larga y corta. Julia sonríe.
—En el colegio ese nos obligaban todas las noches sin falta a ver Aktuelle Kamera en versión larga. Era un infierno.
El telediario duraba tanto porque cada vez que mencionaban a Erich Honecker lo anunciaban con todos y cada uno de sus títulos. Julia se sienta muy recta, con las manos sobre la mesa, y pone voz de noticiario. Bajo la luz parpadeante y con esos pelos alocados parece una presentadora del espacio exterior con voz estática:
—«El camarada Erich Honecker, secretario general del Partido Socialista Unificado de la República Democrática de Alemania, primer secretario del Comité Central, presidente del Consejo de Estado y del Consejo de Defensa Nacional, líder de los Grupos Combatientes, blablabla…».
Nos reímos y vuelve a retreparse en la silla, a dos patas. Es una imitadora relajada y segura:
—Y luego, después de todo ese rollo, la noticia en sí no valía nada. —Vuelve a incorporarse—. «Ha visitado hoy las factorías de acero tal y tal y ha hablado con los obreros sobre los objetivos del Plan de 1984, que se han alcanzado con creces y más que creces por un no sé cuántos por ciento». O: «ha inaugurado hoy el enésimo edificio de apartamentos en el nuevo distrito de Marzahn», o: «ha felicitado esta mañana a la granja colectiva de Hicksville por los extraordinarios resultados de la cosecha, un incremento de no sé cuantas veces por encima de los anteriores años».
No podemos parar de reírnos bajo la luz estroboscópica.
—Y el caso es que —da una palmada sobre la mesa con su fina y blanca mano—… ¡nunca nos contaban nada de lo que pasaba en el mundo!
Sacude la cabeza por la verborrea de esas anoticias. Pero peor que las anoticias eran las antinoticias. Los estudiantes también tenían que ver Der Schwarze Kanal (El canal negro), con Karl-Eduard von Schnitzler. Ya me han hablado de ese hombre, el antídoto humano contra la perniciosa influencia de la televisión occidental.
—En casa —dice Julia— todo el mundo le llamaba «Karl-Eduard von Schni…» porque hasta ahí era lo más que llegaban al presentarlo antes de que alguien saltara a cambiar de canal.
El trabajo de Von Schnitzler era mostrar fragmentos de programas de la televisión occidental que se veían en la RDA (desde noticias, pasando por concursos, hasta Dallas) y hacerlos añicos.
—Ese hombre irradiaba tanta maldad que simplemente no era creíble. Cuando terminaba te sentías sucio, como si te hubieses pasado media hora poniendo verde a alguien a más no poder. —Julia se cruza de brazos—. Vamos, que uno podía tener sus dudas sobre Occidente, yo las tenía, pero también teníamos la sensación de que nuestro propio país quería que nos tragásemos un hatajo de mentiras, y de que nuestro futuro dependía de que estuviésemos de acuerdo con todas y cada una de ellas.
Un día, en 1984, el director fijó una cita para ir a ver a los padres de Julia en su propia casa.
—Deberíamos habernos olido algo llegados a ese punto. No era nada habitual.
Los tres pasaron dos horas juntos, con café y tarta, todo muy formal. Había venido para convencer a Irene y a Dieter de que persuadieran a Julia para que rompiese con el novio italiano. La gente daba por hecho, si no conocían a Julia, que él era su pasaporte al exterior. El Estado estaba utilizando todas las vías que podía para evitarlo.
La madre de Julia le dijo al director:
—Mire, la niña tiene diecisiete años, ya casi es una adulta, y si ella ha decidido que es el hombre de su vida, que así sea. —Pero también añadió—: La verdad es que a nosotros tampoco nos hace mucha gracia. Es bastante mayor que ella, y además no queremos que nuestra hija se vaya. Pero no nos vamos a interponer en su camino.
El director no quiso ir más allá.
—Se fue decepcionado —dice Julia—. En realidad era buena gente. Podía ser que le hubiesen advertido sobre las consecuencias que me esperaban y estuviese intentando hacer lo que estaba en sus manos para ayudarme.
Julia se graduó en 1985 con sobresaliente en todo y fue a Leipzig a hacer las pruebas de ingreso para la licenciatura de Traducción e Interpretación. Suspendió.
—El examen escrito no podía ser más fácil y corto. Pero luego estaba el examen de política…
—¿Cómo que «examen de política»? Pero si tú ibas a aprender idiomas.
El tubo de luz del techo sigue con sus chisporroteos y sus pitidos, y me siento asqueada y cabreada. Bajo esta luz, la cara de Julia es mármol y tiene los labios perfilados de azul.
—Bueno, nos exigían conocimientos políticos. La idea era que trabajásemos en altas instancias del gobierno, incluso en el extranjero. A mí no me parecía mal.
Claro que no. También es algo normal en Occidente, es solo que estoy ya hipersensibilizada. Me levanto y encuentro unas velitas de té en el armario, ya puedo apagar el neón. Pongo las velas, dedales de luz por la cocina, en el fregadero, en la mesa, en el poyete de la ventana, detrás de Julia.
—No sé a ciencia cierta si fueron ellos los que lo organizaron para que suspendiese —continúa Julia—. Había una barbaridad de solicitudes, y tengo que admitir que la cagué un poco en el examen. No sabía algunas cosas, cosas que no eran solo meteduras de pata, sino errores graves.
Vuelve a echarse a reír. No fue capaz, por ejemplo, de nombrar los partidos políticos de la RDA. Había otros partidos aparte del que estaba en el poder, el SED, pero eran partidos solo en teoría y los nombres eran bastante parecidos a los de los partidos políticos que existían de verdad en Alemania Federal: los demócratas cristianos, los liberales y todo eso.
—Tenía miedo de ponerlos mal —admite Julia—. Si hubiese puesto un nombre que en realidad era de un partido occidental, podría haber suspendido igual.
Da una pasada al linóleo combado de la mesa. Lo que le estaban pidiendo a Julia era que repitiese sus conocimientos de catolicismo socialista, sus creencias en cosas que eran difíciles de recordar, porque no eran verdad.
Cuando salieron los resultados, un antiguo alumno del padre de Julia lo llevó aparte. La mujer y el suegro de aquél pertenecían a la junta de examinadores de la universidad. «Entre tú y yo —le dijo a Dieter—, no tiene sentido que Julia lo intente el año que viene. Yo te recomendaría encarecidamente que haga otra cosa, que busque trabajo».
—Tal vez —dice Julia—, igual que el director, pretendía hacerme un favor, evitarme la molestia de volver a intentarlo. —Ha empezado a apartar la mirada, centrando su atención en un rincón oscuro del cuarto—. Pero lo raro fue que, después de eso —dice despacio—, no pude encontrar trabajo. Ningún tipo de empleo… —Juguetea con la bufanda que tiene enroscada al cuello—. Fue entonces cuando empecé a pasarlo mal.
Julia pensaba que podía trabajar de recepcionista en un gran hotel, así podría practicar idiomas. Postuló en Berlín, en Leipzig, en Dresde. Era una estudiante de sobresaliente que hablaba inglés, ruso, francés y un poco de húngaro. Siempre conseguía entrevistas. Se presentaba con sus mejores ropas y aceptaba los cumplidos de la dirección. Todos los hosteleros sin falta mostraban su entusiasmo y se quedaban impresionados. Le mandaban hacerse una revisión médica rutinaria, le estrechaban la mano calurosamente y le decían que esperaban volver a verla pronto.
A veces le llegaba una carta por correo a la semana siguiente: «Sentimos informarle de que su puesto ha sido cubierto. Muchas gracias por su interés»… Otras veces ella era misma quien llamaba para que le dijesen que simplemente no había sido seleccionada. En ocasiones no volvía a saber nada más. Al final, dejó de llamar para no oír las mismas excusas incómodas. Intentó encontrar un puesto de camarera, también en vano. Julia sabe ahora que todos los hoteles y los restaurantes tenían que contrastar los nombres de todos los nuevos empleados con la Stasi.
Se le estaban acabando las opciones. Decidió apuntarse a un curso nocturno para obtener un título de Stadtbilderklärerin («explicadora de callejero»).
—¿De qué? —No he oído esa palabra en mi vida.
Julia me explica que significa «guía turística», pero que en la RDA la palabra «guía» (Führer) fue prohibida después de lo de Hitler, el Führer. Como el verbo führen también significa «conducir», eso suponía que tampoco había conductores de trenes (sino un Lokkapitän o «capitán de locomotora») ni permisos de conducir (sino Fahrerlaubnis o «permiso de marcha»). Ser explicadora de callejero era una forma esporádica de ganar dinero. No daba para vivir.
Julia fue a la oficina de empleo, cogió un número y esperó una cola interminable. Estaba rodeada de gente que había vivido experiencias similares, explicables o no. Se volvió hacia el hombre que tenía detrás y le preguntó:
—¿Cuánto lleva usted en paro?
Antes de que éste pudiese contestar, una funcionaria, una mujer fornida en uniforme, salió de detrás de una columna.
—Señorita, usted no está en paro —ladró.
—Claro que estoy en paro —dijo Julia—. Si no, ¿por qué iba a estar aquí?
—Esto es la oficina de empleo, no la oficina del paro. No está en paro, está buscando empleo.
Julia no se amilanó:
—Estoy buscando empleo porque estoy en paro.
La mujer empezó a gritar de tal forma que la gente de la cola se agazapó, intimidada.
—¡He dicho que no está en paro! ¡Está buscando trabajo! —Y luego, ya casi histérica—: ¡En la República Democrática de Alemania no hay paro!
Voy sumando ficciones made in RDA en la cabeza: que «der Führer» no solo fue eliminado de la historia, también del vocabulario; que las noticias de la tele eran reales y que, en contra de la experiencia de Julia, no había paro. Sin tener culpa de nada, Julia Behrend había caído en el hueco entre la ficción de la RDA y su realidad. Ya no podía seguir conformándose con la ficción. Con lo leal y talentosa que había sido, ahora se veía empujada fuera de la realidad.
Julia podía pensar o bien que había fracasado en todo lo que había intentado, o bien que iban a por ella. O podía no pensar y punto.
—Se podría decir que a partir de ese momento me retiré del mundo. Cada día me acostaba más tarde, creo que estaba deprimida. —Se apuntó a otra escuela nocturna, en esta ocasión de español, pero cada vez tenía más la sensación de que aprendía códigos secretos que se utilizaban fuera de su caverna, que se hablaban en lugares que nunca vería. Después de clase se iba «casi todas las noches» a la discoteca de la ciudad—. Mis padres era como que me dejaban hacer, o eso parecía. Tampoco podían ayudarme mucho más. Creo que les daba pena.
Fue por esa época cuando su hermana pequeña, Katrin, se dio cuenta. El coche era blanco. Lo había visto tres días seguidos en la puerta de la casa antes de comentar nada. Julia no se había fijado.
—Como te he dicho —me mira—, sabía que ese coche estaba allí por mí.
También sabía que seguir con su vida significaría dejarla atrás. Iba a tener que casarse con el novio italiano y largarse. La idea la aterraba.
—Era parte de la atracción que sentía por él… que iba a depender de él para todo, en su casa, en su país y en su idioma. A su merced.
En vacaciones se encontraron en Hungría. En el aeropuerto la llevaron aparte y le registraron el equipaje. Le desatornillaron el secador y le vaciaron las cajas de tampones sobre el mostrador de inspección. Fue en Hungría cuando le dijo que se había terminado.
—Era tan controlador, tan celoso…
Julia se había apartado de él, se había apartado y confinado en casa, y se había apartado de la esperanza. Esto era más que emigración interna: era exilio.