9. Julia tiene una «no historia»

Después del trabajo cojo el metro hasta Rosenthaler Platz y atravieso el parque de vuelta a casa. Hacia un lado el césped remonta en forma de colina, algo raro en esta ciudad-ciénaga. En la cima hay un centro cívico con una cafetería con terraza donde sirven café y cerveza. Los sábados por la tarde el centro se llena de pensionistas que bailan en parejas, entrañables, atemporales.

Los pensionistas están solo de paso, el parque pertenece a los punkis y a los borrachos. Éstos suelen llevar chándal o traje raído. Todas las mañanas salen de las esquinas del parque y se reúnen en una especie de anfiteatro alrededor de la estatua de Heine. Se pasan el día manteniendo lo que parecen discusiones filosóficas, haciendo lentos gestos con la mano libre mientras sujetan una lata de cerveza con la otra. Parecen compartir conocimientos sobre un mundo en el que una vez tuvieron cabida.

Los jóvenes están más cerca de la estación. En este caso hay mujeres y hombres. Aunque toman tanta cerveza y tabaco como los borrachos, acumulan más rencor. Llevan las cabezas medio rapadas o cubiertas de rastas azules o negras como el carbón, la cara perforada, extremidades tatuadas. Su aspecto dice tanto «Mírame» como «Que te den». Hay peleas y llantos; un dolor horrible, a la luz pública del parque. A veces piden dinero. Al contrario que los borrachos, que reclaman los bancos y las paradas de tranvía, los jóvenes se sientan o duermen en el suelo, con sus perros como única fuente de calor. Los animales suelen tener mejor aspecto que los humanos. Pero esta tarde, al pasar delante de un joven, me doy cuenta de que quizás haya menospreciado el esfuerzo que hace falta para mantener todos los días recta y verde una cresta de ocho puntas y veinte centímetros de largo.

La puerta no está cerrada. Al empujarla, veo hasta el salón. Parece como si se hubiera meado un gato gigante, dos veces, sobre el linóleo. Luego escucho un sonido. Lo reconozco por instinto, es un ruido de mi infancia: goteras en el tejado. Pero mi edificio es de cuatro plantas. Me giro y veo una escalera contra la pared del pasillo, como a un metro del techo, justo donde está el altillo.

—No pasa nada, soy yo —dice una voz amortiguada. Un pequeño trasero enfundado en pantalones militares baja de espaldas—. He venido a regar las plantas —Julia se vuelve hacia mí—, y he pensado que de paso podría llevarme algunas cosas viejas. —Me pasa una bomba para la bici como si fuese un testigo de relevos y desciende con una caja de zapatos bajo el brazo—. Viejas cartas de amor —dice como excusándose, y para mi sorpresa se pone colorada. El rojo empieza por el cuello y sube rápidamente hasta su pelo amarillo. A mí solía pasarme hasta que algún dios misericordioso se apiadó de mí, por eso, en vez de mirarla, me voy hacia la cocina.

Julia ha empezado a utilizar las plantas como una excusa para pasar por casa, tanto para evitarme la molestia de regar como a modo de amable rapapolvo. «Las plantas» son dos ejemplares palmiformes en tiestos, famélicos y tronchados, que tienen el tronco pelado y están en el salón; y no es solo que me olvide de regarlas, es que me olvido de su existencia. En mi subconsciente he acabado pensando en este piso como en una especie de universo finito y autosuficiente, con sus propias leyes naturales. Tolera mi presencia pero me pide que interfiera lo menos posible. Yo me ciño a los raíles: de la cama al baño, de la ventana al escritorio.

Julia viene a la cocina. Aparte de los pantalones militares, lleva su típico atuendo negro: botas negras, jersey negro y holgado y una bufanda negra enrollada al cuello como un trapo. Ahora mismo está negra, roja y amarilla, inusitadamente patriótica con los colores de la bandera alemana.

—¿Café? —le pregunto.

—Me vendría muy bien. Hace dos días que se me acabó.

La miro y sé que bajo las capas y capas de negro hay un cuerpo enjuto y una mente muy muy aguda, pero hay algo en Julia que me parte el corazón. Es de una honestidad que he empezado a pensar que es genuina de los alemanes orientales, una imparcialidad transparente ante las cosas que la hace ser muy abierta; pero no es eso. Es como un cangrejo ermitaño, blanda por fuera, para los amigos, pero lista para escabullirse en el caparazón al menor indicio de contacto. Tampoco es eso. No sé lo que es.

—Antes he estado pensando en los borrachos y en los vagabundos del parque —le digo.

—Antes de que cayese el Muro no había borrachos —me explica Julia—. Bueno —se corrige—, al menos en el parque. No había ningún sin techo como ahora.

Tal vez no estaban en el parque, pero lo cierto es que borrachos había. Los alemanes del Este bebían el doble per cápita que los del Oeste. A veces la falta de casas los obligaba a vivir situaciones insostenibles: parejas divorciadas que seguían viviendo juntas, o recién casados con sus familias políticas. Hubiese escasez de lo que hubiese, siempre podías comprar cerveza o licores. La gente se emborrachaba en el trabajo, y después del trabajo, y en casa, donde tenían que aguantarse los unos a los otros porque no había escapatoria.

Julia añade:

—Tienes que tener cuidado con esos vagabundos.

—Bueno, al menos los borrachos parecen bastante inofensivos.

—Pues no lo son. Uno se subió una vez al árbol que da al salón y entró.

—¿En serio? ¿Y eso? —Me doy cuenta de que pienso en la carretera de fuera como en una especie de foso entre el parque y yo.

—Se llevó un radiocasete.

—¿Cómo sabes quién fue?

—La vecina me dijo que lo vio salir del edificio. No deberías dejar las ventanas abiertas.

Me cuesta imaginarme a uno de esos borrachos tambaleantes trepando por el árbol y contorsionándose por el fresno para colarse aquí.

—Y va a peor, por lo que veo —dice—. Y no solo ese tipo de cosas, sino que estás en la calle tan tranquila y te acosan día sí día no.

Se aparta de la cara un mechón de pelo lacio que vuelve a caerle sobre la frente.

Sean lo que sean y quienesquiera que sean, estos borrachos no son agresivos. Exacerbados por la cerveza, han llegado a otro mundo en donde su fuerza, si bien ilimitada, es del todo imaginaria. Nunca me han hecho nada, aparte de saludarme con la cabeza al pasar. Tal vez Julia tenga necesidad de fichar a los agresores, de saber exactamente quiénes y por dónde pueden aparecer. No obstante, tengo que admitir que he notado cómo se me quedan mirando los hombres por la calle:

—Creo que me pasa eso más aquí que en mi país —le explico—. Aunque lo mismo es que aquí me fijo en las cosas más que allí.

—Eso será porque los hombres notan que eres extranjera —observa.

—¿Qué quieres decir? —Siempre había supuesto que tenía suficiente herencia de mis antepasados daneses como para pasar desapercibida aquí.

—Bueno, no pareces alemana.

—Vaya.

—Eres demasiado blanca. —Noto cómo se me va el color—. Tienes la piel demasiado pálida. Y los ojos también son muy claros. Cuando una alemana tiene los ojos azules, los tiene muy azules, no como tú, celestes.

Me estoy desvaneciendo, confundiéndome con las paredes de la cocina, que hasta el momento había creído blancas pero que ahora veo de un extraño color carne. Miro a Julia y me recuerda a mí misma: greñas claras a las que no echa muchas cuentas, ojos verdes grisáceos y dientes un tanto torcidos que han visto demasiada nicotina. Me pregunto si empezó siendo una auténtica alemana, más luminosa. No sé qué decir, pero de todas formas está ya con la cabeza en otra parte.

—Creo que es porque mi primer novio era muy machito —me explica—; puede que ésa sea una de las razones por las que reacciono de esa forma ante el acoso.

Sigo mirándola, preguntándome cómo es posible que tengamos ideas tan equivocadas sobre cómo somos, sobre nuestro color y nuestra forma, y sobre el espacio que ocupamos en el mundo.

—De hecho —Julia se ríe entre dientes—, era un macho auténtico[14], italiano.

—¿Y de dónde sacaste un novio italiano?

Esta conversación es cada vez más rara. Julia nunca pudo viajar al «extranjero no socialista», como todo el mundo sabe, y en la RDA no había inmigración italiana. Sin querer, me vienen flashes de mi propio novio italiano: un heladero con bonita voz y una camioneta con campanillas, el dulce Mister Whippy.

—Es una larga historia —murmura—. Es que —dice mirando la taza—, al haber vivido tanto en el Este como en el Oeste sin cambiar de casa, creo que puedo asegurar que hay diferencia entre el acoso sexual y el acoso a secas.

Sentada donde está, la ventana que da al patio le hace de marco. La luz de última hora de la tarde atraviesa sus mechones de pelo, iluminándolos como seres vivos alrededor de su cabeza. En el patio las golondrinas describen círculos y se escabullen entre el castaño desnudo. El cielo pende, pálido y veteado, sobre los tejados.

—¿Ah, sí? —le pregunto.

—Sí. Por ejemplo, cuando éramos adolescentes los chavales venían en verano mientras mi hermana y yo nos tostábamos al sol en la terraza. Se ponían a dar vueltas por aquí y por allá en sus motos. A veces se quitaban las camisetas para que los viésemos. No había nada que temer. Pero también había un coche, un coche bastante caro para la RDA, un Lada ruso, que venía a veces despacio por la calle y se paraba enfrente de casa. Vivíamos en un chalé un tanto apartado de la ciudad, no había más edificios alrededor. En el Lada iban dos hombres. Eso sí que daba miedo.

—Sí —contesto; he decidido no hacer preguntas: espero que de este modo Julia no se vuelva a meter en el caparazón—. Si hubieseis sido por lo menos cuatro, habría sido distinto… Cuantas más, más segura te sientes.

—El coche —dijo pausadamente— estaba allí por mí.

—¿Cómo?

—Es una larga historia. —Le da un sorbo al café y se queda callada un momento—. En realidad tiene que ver con lo del novio italiano.

Las leyes del amor, como las de la gravedad, son válidas en todas partes. Volvemos a los novios:

—Las cosas pueden acabar tan mal…

—En eso no te equivocas —le digo, aunque soy de la opinión de que el corazón joven es como de goma, no entiende de cicatrices.

—La verdad es que supongo que era un tanto raro. Acabé con un novio italiano cuando fui de vacaciones a Hungría.

—Debieron de ser unas vacaciones muy buenas. —No me hace caso.

—Pero ahí no acabó todo.

—Nunca es así, ¿verdad?

—No, no —dice—. Me refiero a otra cosa. Acabé en la Policía.

—¿Qué?

—Al menos yo pensaba que estaba en la Policía.

—¿Cómo…?

—Es una larga historia —repite. Me doy cuenta de que es la palabra clave para «no historia». Cambia de tercio y me pregunta por mi viaje a Leipzig. Le cuento que conocí a una mujer cuya vida ha estado ensombrecida y controlada por la Stasi, y que una hilera de agentes de la Stasi se alinean en la mía. Le digo que estoy buscando más gente, gente que viviera el comunismo, ese experimento del siglo XX con los humanos.

Julia aparta la mirada.

—Yo no tengo ninguna historia de la Stasi ni nada por el estilo.

El reloj del piso sí funciona, así que lo mira.

—Gracias por el café. Tengo que irme. Tengo una clase.

De pronto estoy muy lejos de aquí, pensando en antiguos novios, otro tipo de experimento con humanos. Recuerdo, cuando eres joven, la libertad para organizar expediciones de exploración en los territorios menos apropiados: el que no cae bien, el rarito, el que tiene muy pocas luces, el homosexual latente, la estrella de rock en miniatura que canta mal. Después, una hace algo por superar los amores: una especie de autopsia, una maniobra de la memoria que aspira todas las partículas pegajosas, las diseca y las solidifica, para que no vuelvan a morder. La taxidermia del amor perdido. No quiero quedarme aquí sola con todas esas cabezas disecadas en mi azotea, levantando vendavales. Los ex novios parecen un terreno más seguro que los ex agentes de la Stasi. Quiero que ella se quede.

Julia pone la caja de zapatos con cartas de amor sobre su regazo y retira la silla. No puedo contenerme:

—Anda, quédate.

Levanta la vista y veo que le ha sorprendido lo apremiante de mis palabras.

—Bueno, vale —dice, y devuelve la caja al suelo con un ligero porrazo de cartón.

—Bien —digo, y los dioses me abandonan: me pongo colorada desde los hombros a las cejas, carmesí.

Me levanto para calentar más agua en un cazo. Al levantarme veo el punto del patio donde se unen los altos muros de piedra, encerrándonos. Hay un arenero encajado allí y, al lado, una mesa de madera. Enfrente, los cobertizos torcidos parecen avanzar, casi se les oye, hacia el suelo.

Tomamos más café y se queda. Luego preparamos algo de comer con lo que hay en la nevera: mero ahumado, pan y queso, acompañado de infusión de hinojo.

Julia y yo nacimos el mismo año, en 1966, lo que hace posible e invita a realizar todo tipo de cálculos sobre nuestros universos paralelos. Cuando cayó el Muro tenía veintitrés años, forma parte de la afortunada generación de jóvenes que pudieron ponerse a la altura de sus coetáneos occidentales. Pudieron tener una educación y una vida nueva, en vez de simplemente perder la antigua, como les pasó a muchos de los mayores. Sigue estudiando en la Universidad Humboldt oscuras lenguas del Bloque del Este —como ella misma admite—, idiomas que solo te sirven si quieres ir a perderte en los oscuros lugares donde se hablan. En Alemania es normal que los estudiantes sigan en la universidad hasta bien entrada la veintena, pero me da la impresión de que ella nunca la acabará. Siento curiosidad por ella: una mujer soltera en un único cuarto en lo más alto de un bloque, incapaz de avanzar hacia el futuro.

—Hay cosas que no recuerdo —dice. No sabría decir si se refiere a que se esfuerza por no pensar en ellas o si realmente no puede recordarlas. Me alivia ver que ha empezado a hablar por su cuenta, y tiene esa clase de voz bien articulada con la que a veces te encuentras aquí, capaz de convertir este idioma de ladridos en una canción de increíble belleza y finura.

Julia Behrend es la tercera de cuatro hijas. Sus padres, nacidos a principios de la guerra, eran ambos profesores de instituto en una ciudad de Turingia, el pequeño estado encajado en la esquina sudoeste de Alemania Oriental.

Como muchas familias, los Behrend tenían sentimientos encontrados sobre su país.

—No éramos disidentes pero tampoco es que perteneciésemos a ningún grupo eclesiástico o ecologista ni nada por el estilo —dice Julia—. Éramos una familia normal y corriente. Ninguno tuvo nunca ningún roce con el Estado.

Aun así, vivían con una diferenciación clara «desde que te levantabas» entre lo que podías decir fuera de casa (muy poco) y lo que podías hablar dentro (de la mayoría de las cosas).

Los padres de Julia tenían distintas formas de manejar su relación con las autoridades. Su madre, Irene, era una mujer práctica: ni esperaba gran cosa del Estado ni arrimaba el hombro para cambiarlo. De niña había sido nadadora, saltadora y artista del trapecio. Les dijo a sus hijas que podían ser lo que quisieran.

El padre de Julia, Dieter, era un hombre sensible. Quería mejorar lo que consideraba un sistema viciado, si bien, según sus premisas fundacionales, éste era más justo que el capitalismo. Al contrario que su mujer, era un activista: se unió a las Juventudes Alemanas Libres (la Freie Deutsche Jugend, o FDJ, el sucesor comunista de las Juventudes Hitlerianas) y luego, como muchos profesores a los que se les animó a hacerlo, hasta se unió al Partido.

Después de tomarse tantas molestias, el país convirtió su vida en una miseria y a él en un paria.

—Todos los miércoles antes de las reuniones del Partido papá estaba de un humor de perros —me cuenta Julia—, muy mal.

Dieter hablaba en contra de las cosas con las que no estaba de acuerdo, como lo de reclutar a alumnos de octavo para el ejército o enseñar aburridos escritores rusos del realismo socialista. Venía a casa hundido.

—Les reñían como a niños.

En la RDA a la gente le hacían reconocer una serie de ficciones como hechos. Algunas de estas ficciones eran generales, como la idea de que la naturaleza humana es una obra en constante cambio que se puede mejorar y esto debe hacerse a través del comunismo. Otras eran más específicas: que los alemanes orientales no eran los alemanes responsables del Holocausto; que la RDA era una democracia multipartidista; que el socialismo era paz y amor; que no quedaban antiguos nazis en el país; y que, bajo el socialismo, la prostitución no existía.

Muchos se retiraron a lo que se llamó una «emigración interna». Refugiaron sus vidas íntimas en un intento por mantener algo de sí mismos fuera del alcance de las autoridades. Después de 1989, Dieter se retiró de la educación en cuanto pudo. Tenía depresión y requería medicación.

—Creo que también se le puede contar entre las víctimas del régimen —comenta Julia. Haber vivido tanto tiempo en una relación de hostilidad tácita hacia el Estado y, a la vez, de aceptación exterior, lo había dejado hecho polvo.

Hace poco, un estudio ha sugerido que la gente deprimida tiene una visión más fiel de la realidad, aunque esta fidelidad importa un comino porque es deprimente, y la gente deprimida vive menos años. Los optimistas y los creyentes son más felices y gozan de mejor salud en sus mundos irreales. Julia y su familia, como muchos otros en la RDA, caminaban en una cuerda floja, entre ser conscientes de cosas que pasaban en el país e ignorar esas realidades para no perder la cordura.

Desde que tiene uso de razón, Julia recuerda haber estado interesada por los idiomas. Ya antes de poder leer le fascinaban los alfabetos latino y cirílico que veía por su casa. En la escuela aprendió inglés («muy mal») y ruso. Julia ganó el primer premio en el concurso nacional de ruso: un viaje a Moscú. Su curiosidad por el mundo la movía a mantener correspondencia con gentes de Argelia, de la Unión Soviética y de la India. Su tiempo libre lo empleaba escribiendo cartas en francés, ruso e inglés y mandándolas al mundo exterior. Quería ser traductora e intérprete.

—Me críe en los ochenta, en el auge de la Guerra Fría. La gente estaba convencida de que Estados Unidos y Rusia iban a empezar una confrontación nuclear y en la RDA estábamos en primera línea de fuego. Era bastante ingenua, pero pensé que facilitando, aunque fuese solo un poco, la comunicación entre las gentes, podría aportar mi granito de arena.

Sacude la cabeza para sí, como si le avergonzara lo extravagante de sus anhelos, pero no veo por qué una talentosa lingüista que creía en su país tendría que avergonzarse por aspirar a eso. Además tampoco veo ante mí a una talentosa lingüista que creía en su país: veo a una mujer que deja su pasado en una caja y vuelve para recogerlo; y cuyos estudios y trabajo a tiempo parcial solo la vinculan a medias con este mundo.

Como su padre, Julia creía que Alemania Oriental era una alternativa a Occidente.

—Quería explicarle a la gente de fuera lo que era la RDA, que el comunismo no era un sistema tan malo. —No quería irse—. Veíamos muchos canales occidentales y sabía del paro, de los sin techo, de las drogas duras y de la prostitución… ¡La prostitución! Pero ¿cómo se le puede ocurrir a alguien que una persona puede ser comprada? Me resultaba increíble.

No me parece desengañada de su fe en la RDA, más bien me parece nostálgica.

Le entra un escalofrío. Bajo al sótano a por más carbón para la estufa. Cuando vuelvo a la cocina Julia no se ha movido. Me siento aliviada: por un momento he pensado que me iba a encontrar uno de esos post-its amarillos que me deja a veces con su bonita letra: «Acabo de recordar que había quedado. Lo siento. J.».

Pero quiere seguir hablando. El filo del linóleo de la mesa se ha combado y lo está alisando sin pensar en ello. Los recuerdos no sobrevienen en el orden correcto. Mientras escucho, pienso que es porque no les ha dado voz en mucho tiempo. Pero puede que haya otra razón: algo a lo que su mente vuelve una y otra vez pero que esquiva para no contarlo.